Parece que anden todos medio locos este verano, o que hayan recaído gravemente en las peores etapas de una adolescencia ya casi olvidada, después de años y años de comportarse los cuatro —incluso ella— como personas más o menos normales, aceptablemente adultas, trascendentes y graves a veces hasta el aburrimiento, absortos en problemas de trabajo, de política, de dinero, en los estudios de los niños o la compra del nuevo coche o las posibles reformas que cabría hacer en la casa, atentos a las noticias internacionales, a las realidades del país, al último libro, a la película más reciente, discutiendo durante horas las calidades y las temperaturas a que deben servirse los vinos franceses, intercambiando los más recónditos secretos de la cocina china (porque surgen unos intereses superfarolíticos y alambicados en la modorra de la respetabilidad), y es posible que ella, Elia, haya mantenido a lo largo de estos años cierto aire de extrañeza y lejanía, de niña poco obediente que no quiso crecer, o que no se confiesa haber crecido al fin, es posible que ella y Jorge hayan representado con convicción la hermosa farsa de un amor irrepetible que viven una vez cada milenio una pareja de elegidos —y le sorprende haberlo formulado así, haber calificado ante sí misma de farsa lo que desde su inicio y hasta hace poco (unos días, unos segundos) ha considerado no ya la única verdad de su existencia, sino la verdad suprema de un orden superior y universal—, pero no han estado por ello menos asentados, menos inmutables y seguros, en su terrible respetabilidad, esa grotesca seriedad con la que han venido tomándose a sí mismos, y sólo ahora, de repente, están viviendo un verano loco, en el que todo parece distinto, dudoso, cuestionable, incierto, y quizás se deba a que Jorge, por primera vez, no está con ellos y rompe su ausencia ese poderío granítico de tetrarcas disminuidos, e influye ciertamente también la presencia de esta niña grandullona y torpe que arrastra por la casa una pasión excesiva para sus fuerzas, demasiado pesada para su resistencia y edad, bajo la que sucumbe mil veces cada día y por la que mil veces cada día se pone de nuevo en pie, un espectáculo patético que a ella le causa vértigo, un malestar casi físico, y que sigue con ojos disgustados pero sorprendidos una Eva que no parece dispuesta a entender nada —quizás a fuerza de esta peculiar obstinación en no entender es la única que mantiene todavía un mínimo grado de cordura en la casa—, una Eva que no ha aprendido parece que no se puede decir a nadie ama si no estás dispuesto a ser amor, que no se puede decir a nadie anda si no te haces camino, que no se puede decir a nadie bebe o come si no estás dispuesta a transmutarte en pan y en agua, y se mueve así algunas veces Eva por el mundo despertando unas ansias cuyo real objetivo no entiende y que ni sueña en satisfacer, que le parecería inmoral incluso colmar o apaciguar, confiada en la vieja fantasía según la cual los otros, cuando emergen gracias a ti o con tu ayuda de la somnolencia y la ignorancia, pueden y deben procurarse por sí mismos el amor y el camino y el agua y el pan, y seguro que se debe todo a la ausencia de Jorge o a la nueva presencia de esta chiquilla, atrapada en una trampa de la que no habrá de lograr salir indemne, o a ella misma, inmovilizada, obstinada en una desolación para la que no admite alivio ni descanso ni matices (y es ahora, sentada en la terraza sobre el mar, mientras enciende un cigarrillo y bebe, ya tan de mañana, peppermint, esa bebida de putarracona o de sirena triste, mientras pasa revista a la locura de los otros, cuando se le aparece por primera vez su actitud de estas semanas, que había considerado la única posible, como una suerte de tozudez disparatada), y Pablo rondando por la casa con su pipa y su melancolía, en un exhibicionismo fatigoso de tanta presunta genialidad frustrada, tan entrañable sin embargo en su vanidad pueril, en sus deseos de que se le escuche, se le comprenda, se le mime, celoso acaso de Clara como lo ha estado durante años de Jorge, Pablo, sentado ahora en la playa junto a una muchacha esplendorosa y desconocida —tal vez una de estas muchachas hermosísimas que atesoran, según él, a los dieciocho años, aunque sólo siempre por unas horas o por unas semanas, el máximo grado de poder sobre la tierra—, tan próximos los dos en la toalla que comparten, tan hundida la cara de él en este manojo fragante de rizos cobrizos, mientras le habla al oído y la muchacha ríe y se pasan un brazo por la cintura o por encima de los hombros, y es como si hubieran creado un mágico círculo de intimidad secreta en el pequeño mundo de la toalla amarilla y azul, invisibles los dos para los otros puesto que no ven a su vez parece a nadie, y aunque Pablo la esperaba a ella y se habían dado cita en la playa, no se ha dado cuenta siquiera de su llegada, y Elia ha renunciado a acercarse a ellos y se ha dirigido a la terraza del bar, para fumar un cigarrillo y beberse el primer peppermint de la mañana antes de meterse en el agua, y reflexionar sobre la demencia de los otros y sobre la propia insensatez y locura, y ver cómo se pone ahora en pie la hermosa desconocida, cómo se distiende y despereza al sol, tensa su figura contra el azul del mar, la cabellera lustrosa, bruñida, pesada, de un color rojo oscuro, cayéndole soberbia a lo largo de la espalda, los brazos extendidos hacia nadie, los ojos entrecerrados, la nariz insolente levantada hacia arriba y ese mohín de hembrita prepotente y codiciada, de gatita delirante de presunción y de coquetería, de gacela mimosa que se hace la remolona y la adormecida, ver cómo rompe luego a andar, Pablo a su lado, con ese descuido y esa firmeza que tal vez sí sea exclusivo privilegio de las mujeres muy bonitas en un brevísimo instante de sus dieciséis o diecisiete años, y Elia la mira caminar hacia el coche, detenerse con Pablo junto a la portezuela abierta, demorarse muchísimo en la despedida, apoyarse ora sobre un pie ora sobre otro, la cabeza ladeada, el pelo rojo ocultándole la cara, el cuerpo clorado, impecable, absolutamente protegido por su belleza, escudado por su extrema juventud, y Elia lo mira con placer, y por primera vez en las últimas semanas hay unos instantes en que desaparece el dolor, cede esta ansiedad que no la había abandonado hasta ahora ni un momento, y Elia se relaja, se expande, respira hondo, entrecierra los ojos, saborea el peppermint, tan maravillosa e inesperada esta tregua en la mañana luminosa, ante el mar azul, y se siente contenta una vez más al pensar que existen en el mundo seres tan hermosos, hombres y mujeres tan hermosos, contenta también de ser tan extremadamente sensible a esta belleza, que le produce un gozo intenso y curiosamente desligado de cualquier sentimiento de envidia, del menor atisbo de sexualidad, porque no ha podido envidiar nunca a una muchacha bonita, por más que atesoren según Pablo tan altísima cota de poder sobre la tierra, ni este placer visual de contemplar y de admirar ha entroncado casi nunca con las fuentes, más turbias seguramente, más complejas, más ocultas del deseo, ligado acaso a sensaciones táctiles, olfativas, incluso provocado a veces por el tono de una voz, el timbre de una risa, asociable indisolublemente sin más a la ternura, y la ternura, piensa Elia, brota casi siempre ante lo imperfecto, ante lo vulnerable, lo desnudo (no existe desnudez real en la belleza, que se viste a sí misma: no andaban por lo tanto muy erradas las tías, las abuelas, las maestras, cuando dictaminaban «el desnudo en el arte no es pecado»), lo que sentimos próximo y hermano, y el cuerpo moreno de la muchacha pelirroja parece visto desde aquí de porcelana o de cristal, tan liso y suave y resplandeciente, y Elia lo tocaría como toca al pasar furtivamente las estatuas, los objetos que le gusta tener sobre la mesa de trabajo y por cuya superficie desliza también algunas veces un índice dubitativo y distraído, y sólo cuando la chica se ha metido en el coche y se ha alejado, y Pablo la ha mirado irse, y avanza hacia la mesa de Elia, con un modo de andar tan distinto, un poco avergonzado y terriblemente envanecido, como el chiquillo que ha realizado o está a punto de realizar una travesura maravillosa, una transgresión por la que acaso puedan reprenderlo pero que le llena de un júbilo irreprimible, sólo entonces sabe Elia que no se trata de unos instantes mágicos creados para ella o para otros por la mañana luminosa, el mar azul, una muchacha emblemática, parte integrante de una alegoría, sino de algo muy concreto y real, de que Pablo ha ligado en la playa con una muchacha desconocida, e invade a la mujer cierta pereza, ganas de retraerse y no escuchar, de rechazar este nuevo ingrediente conflictivo, otro elemento loco en un verano ya en exceso complicado, pero Pablo se ha sentado ya a su mesa, y ha pedido una coca-cola como si se sintiera el rey del mundo, y está tan exultante, tan contento, tan distinto, tan joven de repente, tan parecido acaso a un Pablo que yacía muy atrás en el tiempo y que todos —incluido él, aunque no cesara de invocarlo— habían ya olvidado, pero que ha debido subsistir sin duda, mantenerse vivo y a la espera en alguna parte, puesto que ahora ha despertado y renacido y salido a la luz y está suplantando por momentos a este otro Pablo rencoroso, frustrado, macilento de los últimos años, sobre todo quizás de los últimos meses, mientras le explica a Elia, esforzándose por mantenerse natural, ecuánime, por minimizar lo sucedido, por darle a ese inicio de historia un matiz trivial, un tono liviano, que había visto ya otras veces a esa chiquita pelirroja, incluso un día se había acercado ella a pedirle fuego en el bar, y se han mirado y sonreído muchas veces al cruzarse por el pueblo, y hoy ella estaba sola (va casi siempre con una amiga) y él se ha acercado a saludarla y a comentar que había olvidado en casa la toalla, y entonces ella le ha invitado a compartir la que tenía, y es deliciosa y vital y muy inteligente, y desde luego endiabladamente bonita, aunque la historia no habrá de pasar de ahí, claro, porque tiene uno muchos años y experiencia a cuestas para meterse en este tipo de aventuras, y no se lo cree ni él mismo mientras lo dice, y ríen los dos, Pablo y Elia, en la terraza del bar, ante el mar azul, bebiendo coca-cola y peppermint («te va a hacer daño esta porquería», ha comentado Pablo, y «tú antes no bebías»), más cómplices y alegres de lo que se habían sentido en mucho tiempo, y piensa Elia que a lo mejor la historia sí ha de traer complicaciones y añadir a este verano difícil nuevos elementos conflictivos, pero está él tan contento, tan repentinamente exultante y vivo, que es como si hubiera entrado un soplo de aire fresco en un interior cerrado y enrarecido, entre pasiones obstinadas, narcisismos desolados, amores imposibles, amores desdichados, sí, algo fresco, nuevo, reconfortante, sano, estimulante, vivo, que, pase luego lo que pase, no puede Elia lamentar en este instante que se haya producido.