Clara vaga por la casa como una muñeca grande de ojos extrañamente fijos y desorientados, como una niñita que perdió a sus papás entre los barracones de una feria o en los complicados espacios de unos grandes almacenes, como un gato vagabundo —muy parecido al Gato Carlos Nunca Llegarás a Nada, que es siempre su oponente o su cómplice en los diálogos que la muchacha escribe, y que Eva no ha podido dilucidar todavía si se trata de un gato imaginario, de un artilugio literario o de una realidad exterior que Clara transfigura y fantasea— que una noche de invierno se asomó canijo y friolento a los cristales y al que le abrimos la ventana, vaga por la casa Clara como estos perros perdidos que quitan la tranquilidad y el sueño a Elia la boba, Elia la exquisita, Elia la sensiblera, que sabe por el brillo que les arde en los ojos, por la lengua que les asoma a un lado de la boca, por el modo de andar —paulatinamente más y más cojos, a medida que las patas se les lastiman, paulatinamente más y más veloces y enajenados, como si quisieran engañar a los transeúntes, confundir a los tipos que pueden llevarlos a morir en la perrera, haciéndoles creer que se dirigen seguros hacia un lugar determinado donde alguien les aguarda, cuando es lo cierto que su avance es ya mecánico y sin objetivo final, o al menos esto es lo que explica Elia de los perros perdidos—, sabe pues Elia el tiempo que llevan vagabundeando por la ciudad y hasta el hogar del que fueron expulsados, y afirma Elia unas veces que nacieron ya en la calle, en un solar, entre matorrales, en el zaguán de una casa abandonada, y otras que son perros de garaje o perros que estuvieron en una construcción hasta que los albañiles terminaron la obra, o incluso perros que tuvieron un amo y una casa pero que han sido abandonados sin piedad, y debería ser Elia la que diera acogida a estos animales y les buscara dueño o se los metiera en casa, puesto que tan bien los entiende y tanto la hacen sufrir, en lugar de atormentarse vanamente y no hacer casi nunca nada, más que llamarla a ella para que intervenga y se los meta en el coche por la calle o vaya incluso —ha ocurrido un par de veces— a sacarlos de la perrera asegurando que son suyos, identificándolos por la descripción que ha hecho Elia, mientras la otra espera fuera, incapaz de soportar el espectáculo de tantos perros sufriendo a un mismo tiempo dentro de las jaulas, condenados a morir, cargando ella con la responsabilidad de encontrarles un dueño o trasladarlos a la casa de verano o confiarlos en último extremo a la protectora, entre el disgusto de Elia, que la mira como si estuviera cometiendo un delito, y las protestas de los niños, que no quieren separarse ni desprenderse ya del animal, de modo que casi siempre, cuando no encuentran quien cargue con él, acaba el perro aquí, en el jardín de la casa junto al mar, donde no importa mucho un perro más o un perro menos, y tienen un cobertizo para protegerse de la lluvia, y la vecina les da de comer y les cambia el agua cuando ellos no están, y la avisa en el caso de cualquier desaguisado o enfermedad, y todo son molestias a veces y problemas, y a Eva esto no le importaría, pero le da cierto enojo comprobar que Elia y los chiquillos se han olvidado ya del nuevo perro —se olvidan de él en cuanto deja de ser un cachorro o en cuanto lo saben a salvo— y comienza Elia con gran aplicación y maña a inventarse otro pretexto para obsesionarse y para sufrir, y debería ser Elia, tan fantasiosa y comprensiva, oyente excepcional de las ajenas penas, interlocutora válida para esa media humanidad que no encuentra jamás adecuados interlocutores, la que escuchara a Clara y tratara de entenderla, mucho más dotada Elia que ella misma para compartir este mundo de mujeres culebra y hombres sapo y gatos parlanchines, para averiguar incluso cuánto hay de cierto y de inventado en estas confusas historias atormentadas que la otra repite o fantasea, o le dice que sueña, historias en las que Clara avanza a rastras por estrechos túneles poblados de murciélagos, perseguida de cerca por la mujer sin ojos, o se hunde lentamente y sin remedio en un pantano que la sorbe y la chupa y la besa y la engulle entre estertores de furor o deseo, de furor y deseo, mientras las gentes enanas de su ciudad sin pájaros ni sol la contemplan inmóviles desde las orillas y se ríen y las risas se transforman en reptiles que se aproximan anfibios entre el barro y le muerden las nalgas, se aferran cual ventosas al hueco tibio entre las piernas, en el que hunden sus lenguas rasposas, le chupetean los pezones, o la busca a ella, a Eva, por un paisaje de niebla que la conduce hasta un castillo de humo, y son humo las almenas, humo los muros, humo el puente levadizo, y penetra y se pierde en habitaciones de humo, y allí la encuentra a ella, y trata vanamente de asirla porque la imagen se le escapa una y otra vez como humo por entre los dedos, y no sabe Eva si se trata de sueños o de delirios que la muchacha vive despierta, y no puede determinar tampoco si está dormida o si está representando una farsa —la tía de la chica insistió en que era una farsante— o si se trata de locura pura y simple, estas noches en que Clara gime y grita y se debate en la cama y es imposible despertarla y se aferra a Eva con tanta fuerza que le hace daño (y lleva al otro día los brazos llenos de moratones), y sigue Clara llorando y gritando cuando tiene ya los ojos abiertos, diciendo cosas sin sentido, llamándola mamá, y acaso Elia sí pudiera entender algo en todo este galimatías, ese juego de locos o de niños en el que se entrelazan sutilmente farsa, enajenación, literatura, y en el que ella se pierde (tal vez porque le resulta profundamente desagradable el amasijo, enemiga Eva —reconoce— de cualquier tipo de ambigüedad), puesto que Elia comprende a todo el mundo, escucha a todo el mundo, aunque luego no haga casi nunca nada práctico, nada real y positivo para ayudar a los humanos, como no hace tampoco casi nunca nada por los gatos a los que abre a hurtadillas las ventanas de la casa veraniega, por los perros que consigue que otros recojan en la calle por ella, y sin embargo ese escuchar atento, grave, de veras interesado —porque Elia, que a duras penas se entera de lo que ocurre en el mundo (por más que lo haya fingido durante años para no enfrentarse a la desaprobación de Jorge, que cada vez, al preguntar Elia con aire inocente algo que todos en la ciudad, en el país, sabían, la ha mirado atónito y la ha regañado luego), es capaz de identificarse y conmoverse y compartir los sinsabores del primer ser parlante que se le ponga por delante y le cuente sus penas—, y resulta casi siempre reconfortante y positivo, y le gustaría por lo tanto a Eva que Elia prestara un poco más de atención a Clara, que hubiera una más estrecha comunicación entre ellas dos, y no sólo porque Elia parece dotada para identificarse con cualquier historia, sino porque existe además en este caso una similitud muy especial, y hablan las dos, más madura Elia, más loquita Clara, un lenguaje casi común que debería facilitar que se entendieran, y sería mucho mejor una amistad entre las otras dos, que no ese amor obsesivo, disparatado, que la muchacha ha puesto en ella, centro único en torno al cual gira su universo de enajenaciones y fantasías, un amor que a Eva le causa un fastidio sin límites y que hace incluso se arrepienta algunas veces de haberse metido a esta chica en la casa, tan pendiente Clara de sus menores movimientos, de sus pasos por las habitaciones, de sus escapadas al pueblo o a la playa, que seguramente no se ha enterado siquiera de que viven allí otras dos personas —aparte de los chicos, que sólo comparecen puntuales para recibir provisiones en forma de enormes bocadillos o para caer rendidos en la cama—, en el límite de la invisibilidad y de la mudez, cierto, pero, existentes al fin, y ahí está Pablo chupeteando su descontento este verano como un caramelo dulciamargo del que no se quiere desprender, lamiendo sus heridas de hombre sensible, malcriado —poco amado, diría él—, por los rincones de la tasa, lamentándose por todo aquello que hubiera querido hacer y que no ha hecho, por lo que pudo haber sido su vida, por lo que en realidad es, quejoso de que le atiendan mal y no le hagan nunca el caso suficiente, y en esta tesitura ¿cómo iba él a hacerse cargo de la ansiedad de otro, del desamor o la insatisfacción o los temores de otro?, de modo que miró unos instantes a Clara el primer día —cierto que ya le había advertido antes que no podía contar demasiado con su ayuda—, le dijo unas palabras anodinas y amables, les comentó a ella y a Elia, «no nos habías dicho que se trataba de una muchacha tan rematadamente guapa», y la olvidó enseguida, o le dedica de tarde en tarde, cuando coinciden en la barca o en la mesa, esas miradas que pueden parecer a los demás indiferentes, pero que Eva sabe apreciativas, valorativas, de experto catador de vinos o tasador de ganado, las mismas miradas que dirige a veces a las mujeres que se cruzan con ellos por la calle, en un local público, o que encuentran en las casas de los amigos, y que a Eva la sacan de quicio, y no por envidia ni por celos —cree—, sino por espontánea solidaridad con individuos de su misma condición, aunque es más que posible —y eso dice Pablo riéndose de sus enfados— que estos individuos de su misma condición, pero tan diferentes a ella, no se sientan ni por lo más remoto vejados u ofendidos, y acepten complacidos unas miradas que los reducen quizás a la categoría de objeto, pero objeto muy valorizado, muy codiciado al fin, «lo que parecéis ignorar las feministas, o por lo menos no lo confesáis, es que pocos individuos en el mundo gozan del grado de poder que tiene una mujer hermosa a los diecisiete años», dice Pablo algunas veces, y a Eva le gustaría recuperar por unos instantes su belleza de los diecisiete años para poder replicar, sin estar sujeta a todo tipo de sospechas, que no es verdad, casi nunca es verdad, porque estas chicas tan jóvenes y tan bonitas andan lo bastante desorientadas y perdidas como para no saber sacar apenas partido de una superioridad inicial que en parte las valoriza y en parte las deja todavía más inermes, pero en lo que hace referencia a Clara, a la chica estas miradas no la halagan ni la ofenden ni parece casi nunca advertirlas, absolutamente inconsciente del atractivo que puede tener tanta carne junta, carne morena y apretada, carne olorosa y suave, como si no se hubiera dado cuenta de que ha crecido y se ha hecho mujer, y siguiera ajena a estos pechos soberbios que hacen estallar las blusas y los vestidos, a esas nalgas firmes, a estos muslos largos, detenido su cuerpo en ese exacto punto —dice Pablo— en el que la exuberancia se transformaría (y se transformará probablemente pronto) en gordura, y no tiene parece conciencia Clara de nada de todo esto, o lo vive en cualquier caso como una realidad incongruente y desagradable, y no sólo no advierte las ocasionales, discretísimas, miradas de Pablo, sino que ha vuelto algunas veces a la casa con el rostro encendido y el pecho jadeante y los ojos extraviados, contando sin aliento historias inverosímiles y entrecortadas —de nuevo no puede Eva determinar dónde acaba lo real y dónde comienza la literatura o la fantasía— de hombres que la miran, desconocidos que la persiguen, monstruos que la acosan.
Y hasta llegó un día con el cabello enmarañado y el vestido roto, arañados los brazos y las piernas, temblando de pies a cabeza en un arrebato de espanto que parecía imposible aminorar o contener, vomitando su asco en arcadas interminables, y no sabe Eva qué decirle, cómo explicarle —mientras Pablo las contempla irónico tras el humo blanquecino y dulzón de la pipa, como si presenciara una escena remota que para nada le afecta y en la que estuviera decidido a toda costa a no intervenir, y Elia sigue con la mirada absorta, el gesto distraído, como si fuera ella marciana o todos los demás se hubieran metamorfoseado en insectos, cuando en realidad debería resultarle mucho más fácil que a Eva entendérselas con Clara—, no sabe pues cómo advertirle que no debe salir así a la calle, medio desnuda y con ese aire de loca, y para colmo en cuanto empieza a hablar, Clara la mira atónita y confusa, sin querer entender o entendiendo sólo que la está la otra regañando, y hay entonces en su rostro tal desolación, tal desconcierto —«no me riñas, prefiero morirme a que tú me riñas»—, que Eva suspira y se encoge de hombros y abandona, y piensa, quizás por primera vez en su vida, que no puede cargar con todo sola, será que está envejeciendo, o que se siente fatigada, o que este verano siniestro los está poniendo mal a todos (ella incluida), y le resulta excesivo el esfuerzo que requiere para seguir funcionando una casa tan grande y los niños y los perros y los gatos y los amigos de los niños y los propios amigos y este hombre complicado que es su marido, que se lame estos días las heridas y chupetea descontentos y congojas, y que se recrimina por todo aquello que no ha hecho y que piensa le hubiera gustado hacer, por los muchos trenes que ha perdido, y la recrimina en definitiva a ella, por más que no lo diga, acaso Eva culpable universal de todas sus desdichas y frustraciones aunque no se pueda determinar por qué caminos ni por qué (debe de ser inevitable en la pareja que uno haga recaer en el otro los propios fracasos y limitaciones), y ni se le ocurre a Pablo por lo más remoto que ella también puede necesitarle, que no se ha encontrado nada bien en los últimos meses o las últimas semanas, que tiene también derecho a sentirse mal, a sentirse frustrada, a creerse con razón o sin ella insuficientemente amada, ni se le ocurre que ella puede decirles cualquier día —a él y a esta Elia fantasmal, que duerme casi todas las horas de su tiempo y los mira en las que le quedan de vigilia como si ni los viera, como si mirara a través de sus cuerpos transparentes la pared que queda detrás de ellos, rememorando acaso lo soñado, si es que sueña, o anticipando lo por soñar, zampándose a dosis masivas las pastillitas que según Miguel habrían de servir para que no pensara tan obsesivamente en Jorge, y claro que no piensa, ni en Jorge ya ni en nada, puesto que no hace apenas otra cosa que dormir—, y ella puede decirles cualquier día, quizás antes incluso de que termine este verano, y por más que los dos, su marido y su mejor amiga, no hayan previsto ni remotamente tal posibilidad, «tiro la esponja, hasta aquí he llegado, y ahora no doy más».
«Todo está lleno de humo, un humo blanquecino que huele a miel, que sabe a miel, un entresijo blancuzco con sabor a miel, múltiples y tenues hilos de humo que se entrelazan, se dispersan y suben suben suben, y arriba no hay techo ni cielo ni nada, sólo un extraño espacio vacío donde tejen los mil hilos de humo un castillo encantado, de leche y miel, o no, mejor de hachís y marihuana, y yo cruzo vacilando, flotante, porque no tengo apenas peso, el puente levadizo de humo, abro con esfuerzo las enormes y densas puertas de humo, atravieso grandes salones de humo, bajo y subo por interminables escaleras de humo, y no hay nada allí, nadie en ninguna parte, y el silencio es tan total que oigo el latir de mi propio corazón, como en el cuento de Poe, ¿recuerdas?, estruendoso entre las paredes de humo, las bóvedas de humo que lo multiplican, y avanzo terca hacia el centro de este universo humoso donde creo me aguarda un misterio reservado a los dioses o a los locos, y a mí me dejan entrar seguramente porque mis ojos están vacíos y soy casi tan ligera como el aire y parezco llegar desde muy lejos, y en la cámara más escondida del palacio, reservada a los dioses o a los locos, estás tú, y tú eres también de humo, y paseas incansable por la habitación, de un lado a otro, y yo ando tras de ti y te cojo una y otra vez, pero una vez y otra te me escapas por entre los dedos, y entonces me despierto y hay una estrella roja en el cielo», Clara habla ahora con su voz sosegada y tranquila de niñita buena, muy bajo para no despertar a los demás, para que no la oigan Pablo o Elia desde las habitaciones contiguas, y todo está bien ahora con Eva sentada al borde de su cama, apartándole el cabello de los ojos, dándole a beber unos sorbos de agua, cogiéndole una mano y acariciándola con gesto repetido, maquinal, pero muy tranquilizador y suave, toda ella leche y miel, piensa Clara adormecida, leche tibia y miel de las hierbas más ocultas y perfumadas de los bosques, riachuelos de leche cálida y dulcísima en los que se mece como en el fondo de la barca acunada por las olas, una niñita buena a la que mamá tranquiliza de tontos sueños, de malos sueños tontos, en medio de la noche, y se pregunta Clara con una punzada de angustia si habrá gritado muy fuerte, si los habrá despertado a todos en la casa, asustando a los otros niños, turbando el sueño de la triste durmiente, la ondina desterrada, sumida en un torpor denso y sin ensueños, si se habrá incorporado en su cama el gato gordo, el lustroso gatazo doméstico, y habrá fruncido el hocico y los bigotes y habrá lanzado un bufido de desagrado, no les gustan ni pizca a los gatos señores de la casa los gatos vagabundos, canijos, de ojos tristes, que deambulan por los tejados y consiguen deslizarse algunas veces por error, por imperdonable negligencia o blandura de las dueñas que han olvidado abiertas las ventanas, en los interiores acolchados, y el Gato Grande del Castillo —que nada sabe de la calle ni de la noche, que nada sabe de los gatos de la noche y de la calle, que ni conoce siquiera al Gato Carlos Nunca Llegarás a Nada, al Gato que Nunca Creció, al Gato que Todo lo Aprendió en los Libros, para no hablar de la Gata Muslina o de la mismísima Reina de los Gatos, que no sabe pues nada de nada— se habrá dado media vuelta y habrá encontrado vacío el otro lado de la cama, y habrá encendido una pipa o habrá seguido durmiendo, aunque es más probable que haya decidido no dormir y aguardar así despierto a la mujer luz (tan parecida a la Reina de los Gatos a la que espera sin impaciencias el Gato Carlos, que piensa a veces Clara si serán una misma persona, un mismo sueño), para preguntarle «¿se puede saber qué le pasa ahora a esta chiquilla loca?», porque la mujer alada y luminosa, la mujer de humo, la mujer que mana miel y leche tibia y le provoca un ansia tan profunda de adormecerse para siempre entre sus pechos, volverá antes o después a la cama del lustroso gatazo doméstico y marital, aunque ahora esté a su lado, y le acaricie las manos y la frente, y le pregunte, también ella en voz baja, «¿y era sólo eso lo que te ha asustado tanto, por eso únicamente llorabas tan desconsolada?».
Y Cara vuelve a sentir una vergüenza mortal por sus gritos y sus llantos en la noche, por las palabras que puede haber dicho y no recuerda, y que al no recordarlas la precipitan en suposiciones y conjeturas todavía peores de lo que deben haber sido en realidad, y ahora atiende a la pregunta de Eva, y sigue vacilante, con su voz lenta y ya serena, «no, no era el sueño del castillo de humo lo que me ha hecho despertar tan mal en mitad de la noche, había algo más, me parece que te buscaba a ti por una ciudad extraña, una ciudad oriental, de calles muy estrechas y empinadas, y con muchísimas escaleras por todas partes, que subían y bajaban de una calle a otra calle, y yo estaba muy asustada porque sabía que te había sucedido algo terrible, y les preguntaba a todos por ti y les pedía ayuda, pero nadie me hacía caso, contestaban frases sin sentido o ni me escuchaban, y entonces yo quería volver al castillo de humo, y en el lugar donde había estado el castillo había ahora un cementerio, y las tumbas estaban tan juntas que no podía evitar rozar el mármol de las lápidas al pasar entre ellas, y estaba húmedo y frío, como pegajoso, y entonces se acercaba el Gato Carlos, y me sonreía misteriosamente: “Ya ves, todo en la vida pasa o se transforma, primero hay un vacío, luego un castillo de humo, luego un cementerio”, y yo sentía una ansiedad horrible, y desde debajo de la tierra los muertos me hablaban, y me hablabas tú aunque yo no entendía las palabras entre tantas voces juntas, y entonces te veía, te habían enterrado viva, con este vestido tan bonito, blanco y rosa, que llevas algunas veces y que me gusta tanto, y una multitud de cucarachas negras, una legión de arañas peludas se paseaban por encima de tu cuerpo, y me miraban a mí muy fijamente a los ojos, pero tú no mirabas nada, llorabas, llorabas, llorabas con un desconsuelo interminable», y de nuevo se le encoge ahora el corazón al recordar el rostro de Eva tan tan triste, tan distante y solo, tan inalcanzable, como si se hubieran en el sueño invertido los papeles, porque le corresponde a Eva el cálido interior, el fuego en el hogar, la cotidianidad segura y confiada, y a ella le corresponde la ansiedad y el llanto, es ella la que debe vagabundear por calles y azoteas, pegándose desde el exterior a los cristales de las ventanas, husmeando incansable de tejado en tejado, como si no hubiera aprendido todavía que todas las ventanas se parecen, sobre todo cuando alguien las cierra desde dentro y uno se queda fuera, ¿y por qué lloverá además siempre tanto cuando los humanos dejan a los gatos fuera de la casa?, gatos vagabundos, canijos, de ojos tristes, gatos de la calle y de la noche, que llegan a destiempo, y son muy cabezotas y se empeñan en tener una dueña —¡y no hay otra como ella!—, como si un gato vagabundo y canijo pudiera ser igual a un gato lustroso de interior (un gatazo gordo de esos que se ven a veces al otro lado de los cristales, durmiendo apaciblemente, con respiración tranquila, sin tener malos sueños, sin despertar jamás gritando y sollozando a media noche, sobre un almohadón de terciopelo que alguien ha colocado para ellos junto al fuego del hogar, cerca de un platito de leche con bizcochos), gatos de tejado, gatos vagabundos, que sueñan para colmo sueños imposibles, sueños infantiles, indignos de los gatos de pelo en pecho y de bigotes erizados —no tienen apenas dignidad los gatos errabundos, canijos, de ojos tristes—, gatos que intentan, que quieren, que creen que sería acaso posible… y no aprenden jamás que en el instante preciso en que se disponen a entrar por la ventana, llega el gato gordo, lustroso, de respiración apacible, el Señor del Castillo, que nada sabe de la calle ni de la noche, y que salta, quizás por eso, con más agilidad, y ocupa su lugar en el alféizar, y cierra de un zarpazo la ventana, y es entonces cuando llueve mucho, cuando llueve todo, y uno sabe que aunque siga su deambular por los tejados, no habrá ya nunca otras ventanas entornadas como esta, ni otros almohadones junto al fuego, ni otras dueñas tan queribles (quieren mucho, aunque quieran mal, estos gatos canijos, vagabundos, de ojos tristes, quieren mucho y muy mal, quizás porque no saben), tan alegre y felizmente encontradas, tan lamentable y tristemente perdidas, tan lloradas, porque llueve todo, y los gatos canijos, vagabundos, de ojos tristes conocen y temen el final, el salto hacia la ventana que habrá de precipitarlos a la calle, contra el asfalto empapado por la lluvia, porque le sucedió esto un día a un gato vagabundo, canijo, de ojos tristes, y seguirá sucediendo siempre, siempre, siempre, mientras los gatos canijos, vagabundos, de ojos tristes sigan siendo tan inocentes, tan tontos, tan cabezotas, y un poquito egoístas, en sus sueños locos, inocentes, un poco egoístas, tan infantiles, y no sepan o no entiendan que las dueñas a veces tampoco saben o no comprenden o no pueden comprender a determinada clase de gatos, gatos vagabundos, canijos, de ojos tristes, gatos de la calle y de la noche, que se embarullan y se equivocan y quieren mal, quieren mucho y mal, y pierden siempre siempre siempre a sus dueñas tan bonitas…
Despierta una vez más sobresaltada en mitad de la noche, y por unos instantes, mientras emerge despacio del sueño como de un pozo ciego, un fondo marino sucio de limo y algas, mientras se palpa las mejillas mojadas, la almohada húmeda, y se esfuerza en recuperar el ritmo regular de la respiración y en frenar el golpeteo desbocado del corazón —ese potrillo enfermo y loco—, cree que es ella misma la que ha estado gritando, y hasta se lleva temerosa las manos a la boca como si pudiera así sofocar el escándalo, pero descubre enseguida que no es ella quien grita, que no han sido sus propios lamentos los que la han despertado a media noche, porque ella sigue muda, sin capacidad de gritos ni apenas de palabras, privada hasta de la voz, como si también la voz fuera un prodigioso hallazgo, un mágico regalo de Jorge, como si Jorge hubiera inventado para ella la voz, este Jorge total que lo abarcaba todo y contenía dentro de sí el mundo y que se ha llevado el mundo consigo al abandonarla («mediador exclusivo de todas las gracias», se burla a veces Eva cuando la oye hablar así, «¿y qué es eso de que has encontrado en él tu propia voz?, escribías desde mucho antes de que le conocieras», y Elia debe reconocer que sí, que había empezado a escribir años antes de conocerle, y sin embargo sabe que desde que le conoció —qué absurdos los críticos y los amigos y los periodistas: ¿usted para quién escribe, para los contemporáneos o para la posteridad?, ¿escribe para el gran público o para una minoría de burgueses e intelectuales?, ¿en qué tipo de lector piensa usted mientras escribe?—, sabe que desde el día en que le conoció, aunque no lo haya dicho nunca a nadie, escribe exclusivamente para él, para que Jorge la lea, para tener así una forma más de aproximarse y entregarse, otro camino para llegar a él, para que Jorge esté contento, para que se enorgullezca de ella, pendiente Elia de su aprobación como pueda estarlo una niñita de su papá al que adora, o los creyentes del dios al que ofrecen sus sacrificios preguntándose ansiosos si le serán gratos y serán aceptados), y ahora sin Jorge le queda sólo este llanto mudo en las noches sin sueños, porque no llora nunca Elia durante el día, mientras está despierta, llora únicamente en la noche, y sin embargo no logra recordar luego cómo han sido los sueños que la han hecho llorar, privada pues incluso de sus sueños, el pasado y el futuro desvalijados, mutilados, y el presente reducido a un vacío átono, a este cansancio insuperable «érase una vez una princesa tonta», se burla a veces Eva cuando rememoran juntas el pasado, y Elia la interrumpe enseguida, «érase una princesa fea y gris y tonta», «no es así, pero lo mismo da», sigue Eva, «érase una vez una princesa fea y gris y tonta, que no tenía nada de nada, tan tímida y tan apocada», «tan poco amada», la interrumpe ella de nuevo, tan poco amada entre una madre cuyos únicos rasgos maternales aparecen invariablemente en viejas fotografías, nunca en recuerdos o en la realidad, una madre que prefiguró ya futuros abandonos, y un padre ausente, al que debe inventar pertrechado tras la máquina fotográfica y jugando al escondite entre los rosales y hortensias y gardenias del jardín, «que no hacía otra cosa que estarse quietecita y soñar despierta, inventarse historias debajo de la mesa del comedor o en lo más hondo del armario de los niños», y alrededor de la princesa fea y gris y tonta, piensa Elia aunque esto no lo dice —es demasiado literario, y seguro que Eva se iba a burlar de ella—, fueron creciendo bosques y enramadas, entretejieron árboles y enredaderas y lianas un amasijo impenetrable, construyeron laboriosas sus telas las arañas gigantes, interpusieron los peñascos su muralla de piedra, ardieron las llanuras en un fuego sin fin, «no hacía otra cosa que inventar historias en su rincón», suele proseguir Eva, «pero entonces un día llegó el príncipe azul de todos los cuentos», «no», protesta siempre ella entre burlas y veras al llegar a este punto, «¿no era un príncipe, y no era ni tan siquiera encantador?, ¿no?, ¿qué era pues?, ¿un forastero?».
Y aquí Elia calla, porque sí fue en cierto modo un forastero, un tipo largo y flaco que llegaba desde muy lejos y había recorrido todos los caminos y había surcado todos los mares, un desconocido distraído y torpón (más incluso que ella), que se acercó primero a Ismene, luego a Antígona, con ese andar balanceante de los hombres altos y flacos a los que todo se les vuelve brazos, se les resuelve en piernas, y tenía un bigote lacio y tricolor (como el pelaje de los gatos de este pueblo), tras el que escondía quizás una sonrisa triste, y más arriba los ojos más melancólicos y burlones que habían visto ellas en toda su vida, «un forastero, pues», rectifica Eva, «y llegaba desde muy lejos, y te subió a la grupa de su caballo blanco de príncipe encantador, o de su caballo tordo de vaquero, o de su caballo negro de holandés errante, aunque seguramente tuvo que despertarte antes de tu sueño de cien años», y ante él la tupida maraña de ramas y follajes, el denso y corrupto amasijo de lianas y de enredaderas, cedió blandamente, sin ofrecer apenas resistencia, y se abrieron a su paso hechas girones las telas que habían tejido tan laboriosamente las arañas gigantes, y las murallas de piedra retrocedieron y se cuartearon, y agonizó el fuego en las llanuras calcinadas, y entonces él se la llevó consigo, e inventó para ella los colores y la voz, para que jugara con ellos, como se regala a un niño una pelota de oro y un globo rojo o multicolor, y la vistió con su amor como si fuera una túnica suntuosa, y la convirtió en la más amada, en la más feliz, en la más hermosa de todas las princesas de los cuentos.
«¡Dios, qué cosas se te ocurren!», suele exclamar Eva al llegar aquí, aunque Elia ya no escucha, muda, absorta y perdida en sus ensueños, y ahora el pasado y el futuro han sido desvalijados, porque el pasado dolería demasiado y un futuro sin Jorge es todavía inimaginable, y queda sólo este llanto mudo en las noches sin sueños, este vacío átono y gris, este cansancio inexplicable, que es tan sólo fatiga de vivir, una oquedad oscura en la que todo se desploma y muere, reducidas sus posibilidades últimas de fe y de esperanza a esos frasquitos llenos de grageas multicolores, porque sólo ellas, piensa, impiden que se llegue a tocar fondo, que se llegue de verdad al final, y la mantienen a flote aunque esté a la deriva, rotas las amarras, desgajadas las raíces, perdida en el viento la cuerda de la cometa, desviado el rumbo, dando vueltas en un círculo que parece no tener fin y quizás, piensa Elia esta noche mientras oye en la habitación contigua el susurro ya calmo y sosegado ton que Clara le debe de referir a Eva sus desdichas o sus malos sueños, acaso fuera preferible renunciar a estos subterfugios y hundirse sin remedio, quizás si arribara hasta lo más hondo, hasta el fondo cenagoso de la charca, hasta los abismos turbios de algas y de arena, podría contener el aliento, dar un golpe con los pies y disponerse a ascender de nuevo, quizás podría incluso emerger viva a la superficie y volver a respirar, empezar a vivir, porque tal vez sea preciso superar los últimos límites de la desolación y el sufrimiento para acabar con ellos y comenzar después a remontarse, tal vez, piensa Elia en la noche, debería dejar de recurrir a estas pastillas que la atontan, que la mantienen en constante duermevela, y dejarse ir a pique, acaso fuera esta la única posibilidad de curación, de salvación, pero está demasiado cansada para tamaño esfuerzo y tiene además todo el miedo, asustada Elia siempre, desde niña pero no menos ahora, ante lo desconocido, lo que no acierta a evocar ni imaginar, y le es desconocido e impensable ese acerado cepo de dolor que la acecha y la aguarda en lo más hondo del pantano, en los abismos marinos, en el último confín de los océanos, en el punto de no retorno donde enloquece la cometa y escapa al dominio de la gravedad, es impensable lo que será en el futuro su vida sin Jorge, y sólo el formulárselo así en el pensamiento, «voy a tener que seguir viviendo sin Jorge», la deja aterrorizada y atónita, paralizada, sudorosa, como esos hermosos felinos, la leona herida, inesperadamente traspasados y destrozados por una saeta inimaginable unos segundos antes en la exuberancia, en la magnífica vitalidad desbordada de la selva, una saeta que en su vuelo de acero le ha quebrado el espinazo y ha destruido el mundo, de modo que la leona, mientras la muerte la penetra y le asciende inexorable a lo largo de la espalda, abre las fauces en un alarido que expresa algo que no es dolor, que no puede identificarse siquiera como furia o espanto, sino más bien como incredulidad y sorpresa, y levanta los ojos en una mirada estática y atónita, incapaz de entender o de aceptar que todo ha terminado abruptamente para ella, que todo se ha destruido en un instante, entre la fronda lujuriante, bajo el sol tan pálido, en plena jungla en primavera.
Ha dejado que las mujeres salieran en la barca sin él, y ni siquiera han preguntado qué le ocurre, ni han insistido como otras veces para que las acompañara, es posible que Elia y Clara no se den ni cuenta de que él no está, y Eva se ha encogido de hombros, resignada a lo que considera sus rarezas, sus malos humores, sus susceptibilidades, con un gesto que significa más o menos «no sé lo que tienes, pero ya se te pasará», y lo cierto es que andan estos días las tres mujeres inmersas en su locura particular, en sus intransferibles obsesiones y fantasías —también él, reconoce, anda raro estos días—, encerrada cada una en sí misma, pero capaces le parece de aliarse entre sí por medio de un vínculo en el que Pablo como hombre no participa, moviéndose las tres en un círculo pernicioso y enrarecido, densamente mujeril, al que no puede él tener acceso, y esto le pone ridículamente celoso, y está harto del verano —que había proyectado y fantaseado diferente—, aburrido del pueblo y de la casa, en la que se siente en algunos momentos como un extraño, alguien que está de paso, que no ha sido tan siquiera invitado, y al que se atiende con aire distraído, porque anda Eva más atareada que nunca —o atareada de un modo distinto—, nerviosa y descontenta, ocupándose de la marcha de la casa como si estuviera participando en un concurso de habilidades domésticas, cuando todos sabemos que nunca le han gustado, y que las ha hecho siempre porque alguien tenía que hacerlas y se aceptaba como una realidad que Elia, Pablo y Jorge no servían para nada, pero este año se mueve Eva por la cocina y por la casa con un aire mortificado y heroico que le saca de quicio, y se pregunta Pablo y le pregunta a ella qué necesidad hay de ordenar de arriba a abajo unos armarios en los que se han ido acumulando cachivaches y ropas desde hace siglos pero en los que queda todavía sin embargo espacio libre, o de pasarse horas en la cocina cuando les da a todos lo mismo, o casi lo mismo, comer platos superfarolíticos o una tortilla de patatas, y podrían resolverlo como otras veces yendo ellos al restaurante y dejando que los chicos se prepararan un bocadillo, qué necesidad hay por otra parte de agobiar a los niños con unas clases y unos deberes que en el colegio no han pedido y que ellos no quieren hacer y que no habían hecho ningún otro verano, y se lamenta Eva de que no ha podido ni empezar todo el trabajo que se había traído del despacho, de que todo pesa sobre ella, y es muy posible que no les haya perdonado —a Elia también, pero especialmente a él— que se negaran desde un principio a colaborar activamente en la redención de Clara, sobre todo porque la redención se ha puesto complicada y difícil, y aunque no ha de confesarlo es bastante probable que Eva esté hasta el coco de esta muchachita taciturna y huraña que la sigue a todas partes como un perro, no hace durante el día entero otra cosa que perseguirla con ojos perrunos, y cuando no puede seguirla escapa al pueblo o al campo o a la playa, donde nadie sabe lo que hace, pero de donde vuelve algunas veces con el pelo revuelto y el vestido roto, llena incluso de golpes y arañazos, esa muchacha tan extraña y tan hermosa, con un cuerpo estallante de mujer adulta, de mujer bandera, y esa mentalidad propia de una niñita de nueve años, que le rehúye a él —se pregunta Pablo si rehuirá también a los muchachos o a los hombres que la siguen acaso hasta el monte o a lo largo de la playa, y si serán de resistencia o de complicidad los moretones y rasguños— y se encoge en su presencia, temblorosa y asustada, sonrojada hasta el pelo, cuando la encuentra sola, como si temiera que fuera él a abalanzarse sobre ella y allí mismo, sobre la mesa del comedor o contra los cortinajes del balcón, violarla.
Y se siente Pablo mal interpretado y ofendido —«¿quieres decirle a esta idiota que no tiene por qué asustarse así cada vez que la miro, que no me he comido todavía a nadie?», y Eva «déjala, es así, no le hagas caso»—, aunque es verdad que le turba en algunas ocasiones tanta carne morena y apretada y junta (muy distinto al cuerpo soberbio que tuvo Eva en otro tiempo, delicado y dorado y fino, aunque sean las dos muy altas y morenas), y esos ojos sombríos de bestezuela acorralada que le rehúyen tenaces y no ha logrado ver ni una sola vez frente a frente, y ese aroma a cachorro, porque no huele Clara a mujer adulta y ni siquiera a bebé, huele a matorrales en flor, a frutos que maduran muy lentamente en el desván, a la tierra o el heno mojados por la lluvia, y es una pena que la tenga Eva —debe formar parte del plan de regeneración, del programa educativo— permanentemente debajo de la ducha y lavándose el pelo, y es cierto que le provocan y le excitan, reconoce Pablo, sus gritos y sus llantos en la noche, esos maullidos roncos de leona en celo, y que se siente siempre de nuevo absurdamente defraudado y preterido, cuando es Eva y no él quien se levanta perezosa y suspirante de la cama y acude a consolarla, porque no se trata en realidad de escuchar sus historias y sus embustes y sus malos sueños, de cogerle la mano y encender la luz y hacerle beber unos sorbos de agua, se trataría —aunque ninguna de las dos lo sepa, o aunque Eva lo sepa y no lo admita— de arrancarle a manotazos ese ridículo camisón de ursulina en que se ahoga, y montar sobre ella y cabalgarla, con energía y con cuidados infinitos, y hacerla gritar al fin de gozo y de dolor, de genuino gozo y de dolor real, no ya de ansiedades confusas y de vanos miedos, un gozo de mujer que ha descubierto en el varón la auténtica ternura, el definitivo apoyo que le permitirá dejar atrás sus sofocos sin causa, sus fantasías vanas, sus miedos infantiles, tan evidente es lo que anda buscando y necesitando, y se pregunta Pablo —mientras pasea por el pueblo con el periódico en la mano y se sienta a una mesa frente al mar y pide un whisky largo con mucho hielo— por qué se equivocarán tan a menudo las mujeres, por qué fijarán casi siempre tan mal sus objetivos, ya que no es sólo Clara, tan inexperta todavía, la que se ha precipitado a una persecución apasionada y dolorosa de alguien que, como Eva, no acierta ni a comprender siquiera qué es lo que está pasando, qué se espera de ella, y se pone por tanto crispada y agresiva ante unas demandas que la desbordan y que en definitiva no quiere entender, un desperdicio tanta pasión inútil, tanta juventud y tanta belleza lanzadas a un empeño imposible, pero no es sólo esta niña tonta y grande, porque ahí está Elia la inteligente y exquisita, tan aguda y sagaz para dilucidar los problemas de los otros, obcecada sin embargo también en una pasión desmedida, consagrada en exclusiva años y años —«desde el día en que le conocí», reconocería ella con cara de boba—, y son más de quince, a ese tipo pedante, engreído, insoportable, imposible adivinar qué es lo que ven en él las mujeres, con su aire de suficiencia y hablando siempre excátedra, metido siempre entre sus libros y papeles, y organizándole a Elia la vida como si fuera una subnormal, protegiéndola y guiándola, indicándole lo que tiene que hacer, lo que se tiene en cada coyuntura que pensar, en una variante odiosa del despotismo ilustrado, pendiente Elia de él como de un dios, sometida e inmovilizada por una fascinación sin límites, citándole a cada paso, solicitando sus doctas y casi siempre aburridísimas opiniones, imponiéndolas ella a los demás, compartiéndolas hasta rebasarlas y pasarse, pidiéndole con voz mimosa unas cosas que podría conseguir o comprarse por sí misma pero que únicamente adquieren valor parece si es él quien se las compra, no sólo convirtiendo a Jorge en el centro de su universo sino pretendiendo que compartan además, Eva y él y los otros, esta adoración estúpida, desmedida, y que le den la razón incluso cuando saben —y Elia también debe saberlo— que no la tiene, que acomoden a los gustos y apetencias y manías de Jorge las vidas de los cuatro, siempre pendientes y coaccionados por el temor de que se disguste o se enfade, porque ha convertido Elia los silencios y las malas caras de Jorge, sus más leves contrariedades —iguales a los berrinches y disgustos de todos los demás— en una especie de cataclismo universal —y la culpa es en definitiva de Elia y no de Jorge—, y andan desde que se levantan hasta que se acuestan —también en la ciudad, pero sobre todo durante los veraneos compartidos— atosigados por el temor a importunarle y sacarle de su beatitud, y ahora ha habido por primera vez un conflicto entre ellos, entre los dos, y no ha sido siquiera porque haya abandonado Elia durante unas horas o unos días su permanente sumisión, sino porque Jorge lo ha querido así, jugando a desquererla o a abandonarla, en un juego tonto y cruel que no se cree nadie, expresando de palabra y de hecho una insatisfacción, una impaciencia, un descontento que padecen muchos —quizás sea la edad—, y no se atreven sin embargo a manifestar, pero Elia sí lo ha creído, segura de que han llegado al final, y se mueve por la casa y por el pueblo enajenada y sonámbula, como un animal doméstico injustamente golpeado —no como una fiera herida—, como un perro al que su dueño ha sacado a patadas del coche y ha abandonado en plena calle, convertida en un zombie, sin hablar por su gusto con nadie, sin mirarlos apenas, sin tenerlos desde luego en cuenta para nada, porque hasta su hijo parece haber dejado de existir para ella y pasan días y más días sin que se decida a ir a buscarlo, sin que se anime siquiera a telefonearle, seguramente ni a escribirle, quizá ni lo recuerda, embrutecida de dolor y de ansiedad, atontada y adormecida por tanto medicamento, y ni le mira apenas a él, ni responde a sus preguntas, ni le escucha por más que adopte el gesto de escucharle, no le escucha como escuchaba antes, tan amigos los dos desde hace años, desde siempre, porque ha sido Elia durante mucho tiempo para él el interlocutor más válido, mucho más sensible, más dubitativo, más flexible que Eva, aliados los dos en las sombras como dos chiquillos iconoclastas y temerosos, irreverentes y traviesos, compartiendo además el fervor y el afecto por Eva —a Jorge él no le ha querido nunca de verdad, y Elia lo sabe—, tan amistosa Elia siempre, tan próxima y tan cálida, tan solidaria, hasta llegar a este verano en que todo anda mal y en que parece ella ajena a todo, incapaz de interesarse por nada o de escucharles, precisamente ahora en que le invade a Pablo una profunda melancolía, un descontento que lo abruma, como si hubiera adquirido de repente conciencia de sus límites, del propio envejecer —a lo peor le ha sucedido a Jorge algo semejante—, como si hubiera comprendido de verdad por vez primera que todas esas cosas, tantas, que ha querido hacer y que aún no ha hecho no habrá de hacerlas ya jamás, que no está viviendo en definitiva un período de espera sino aquello que habrá de ser ya hasta el final su vida, y se siente Pablo estos días aburrido y fatigado, asfixiado por la monotonía de este pueblo cerrado, un pueblo por el que no pasa el ferrocarril, no puede oírse ni verse el paso de los trenes, por el que tampoco cruzan los coches, separado de cualquier otro lugar semicivilizado por dieciséis quilómetros de curvas y mala carretera, asolado a menudo, incluso en el verano, por un viento implacable, enloquecedor —no es de extrañar que anden todos medio locos—, auténtico punto final de un callejón sin salida, en el que no entienden a veces, cuando las cosas se ponen mal, cómo han podido cometer la temeridad de meterse, y está harto Pablo de moverse entre tres figuras femeninas y fantasmales que ni le escuchan, ni le atienden, ni le miran, no comparten con él nada, como si fuera Pablo el invisible, el improbable, porque no es sólo Elia reducida a su condición de zombie, incapacitada para interesarse por nada que no sea su obsesión enfermiza e intransferible, y esa niñata grandullona que Eva les ha metido pidiendo su colaboración pero sin para nada consultarles en la casa, con su cuerpo deslumbrante de hembra que ha alcanzado ahora mismo esa fugaz irrepetible plenitud, y su olor a frutos muy maduros, a matorrales en flor, y sus ojos sombríos de fierecilla atrapada, y esos gritos y llantos poniendo en pie la noche, esa boba que escapa de él amedrentada, que se sonroja y se encoge cada vez que la sorprende a solas, y sólo le faltaba a Pablo este verano que alguien le mirara como si fuera el conde Drácula o el asesino de Düsseldorf, pero no es únicamente la apatía de Elia y el miedo de Clara, es también la propia Eva la que le trata este verano con desapego insólito, mágicamente evaporados la comprensión y el afecto, borradas las caricias, interpretando ella día tras día el papel de ama de casa heroica y mortificada, un papel que en modo alguno le va, que no encaja, agobiada por unas tareas que ha desempeñado siempre sin aparente esfuerzo, desabrida y hostil, haciéndolos sentirse a todos, hasta a Clara, inútiles y abusivos y en absolutos necesarios.
Lo había visto por primera vez hacía dos días, al cruzarse con él en el paseo, y había comentado «¿te has dado cuenta?», aunque se arrepintió enseguida de haberlo dicho, mejor no intentar compartir estas cosas con nadie, y menos con la Eva quisquillosa y difícil de este verano, que ha adoptado unos aires de maestra resignada ante una clase de párvulos, pero las palabras estaban ya en el aire, encogidas y trémulas, como si agonizaran de frío en la brisa del atardecer junto al mar, pero perfectamente audibles, y Eva las ha atrapado al vuelo, aunque ni siquiera la mira, fija su atención en los mandos del coche, en las gentes y los niños y los perros que se le cruzan por todas partes, Eva tiene una sonrisa leve, «claro que me he dado cuenta, pero cualquiera se anima a decirte nada», y a Elia la sonrisa le parece burlona y suficiente, aunque acaso sea su excesiva susceptibilidad de siempre la que le hace ver burla y suficiencia donde posiblemente no las hay, porque en este desvalimiento total en que ha perdido el amor y con él el mundo, han subsistido algunos retazos, algunos tics insignificantes y tercamente persistentes, como su timidez, sus miedos, su susceptibilidad, o acaso han aflorado de nuevo con renovada fuerza al desaparecer Jorge que les impedía casi siempre el paso, los mantenía a raya, y lo cierto es que la mortifica la sonrisa de Eva, aunque es lo más probable que no tenga nada de suficiente ni de desdeñosa, y sea sólo una sonrisa con vocación de comprensiva, un intento de sonrisa casi maternal, sonrisa de la única adulta en este mundo cerrado de minusválidos y subnormales, tan evidente estos días que Eva se considera para bien o para mal la única adulta y que los mira a ellos como a chiquillos entrometidos y locos, neciamente obsesionados con el amor y con la felicidad, o con la ausencia de amor y la subsiguiente pérdida de felicidad, tres niños tercos y obstinados y egoístas y poco inteligentes (por más que ni ante sí misma se atreva a formularlo Eva con el calificativo de poco inteligentes y lo sustituya en el último instante por el de inmaduros), torpemente atrapados en una anécdota personal e irrelevante que les hace perder de vista el mundo, como si sólo su insatisfacción individual pudiera desbordar el universo o bastara en cualquier caso para ponerlo todo patas arriba, y es posible que Eva tenga razón —caso de que piense realmente lo que Elia le atribuye—, y que ellos tres se estén comportando como niños que no han sabido o no han podido o no han querido crecer, más disculpable en Clara, tan joven todavía, tan largo el plazo que le queda para rectificar, más comprensible en Pablo, que no ha conseguido abrirse camino, porque ha abierto muchos pero ninguno era el que él quería, el que soñó en la juventud, y eso le ha llevado a centrarse en sí mismo, a encerrarse en sí mismo, en su propio fracaso, convirtiendo su narcisismo contrariado en el eje de su vivir o de su mal vivir, pero sin atenuantes en el caso de Elia, lo bastante lista, lo bastante lúcida, lo bastante fuerte —porque Eva la ha fantaseado siempre inteligente y fuerte— para haber dejado atrás sus invenciones sobre el amor total, su necio empeño en transformar al primer hombre que llegó a su vida en un pastiche grotesco de holandés errante, lobo estepario, guerrero fatigado, mediador de todas las gracias, porque algo de esto debía de estar pensando Eva cuando sonrió suficiente o comprensiva, sin mirarla, y reconoció «claro que lo he visto, pero cualquiera se anima a decirte nada», y eran en efecto los mismos andares desmadejados, la cabeza por delante, el mismo balanceo torpón, a lo pantera rosa, el mismo cuerpo largo y flaco de muchachito que ha crecido mucho y demasiado aprisa, y ahí terminaba el parecido, porque cuando lo adelantaron con el coche y pudo verle la cara, no subsistió ya ni la más remota semejanza, y se redujo el encuentro a uno más de los múltiples sobresaltos que la acometen cada vez que cree reconocerlo, y lo reconoce en todas partes, un dolor súbito en el pecho, un abrupto interrumpirse de la respiración, las orejas ardiendo, como si no supiera que Jorge está a miles de quilómetros de distancia y que no ha podido volver.
Y hoy se han metido los tres (Eva, Pablo y él) donde nunca han estado, demasiado alta la música, demasiado apretujada la gente, demasiado joven también, para que a Jorge pudiera apetecerle el sitio, y durante años y años Elia ha creído que tampoco a ella le gustaban los locales oscuros y atestados, locales de luz roja, ni la vida en la noche, ni la vida en la calle, tomando una vez más los gustos de él por los gustos de los dos, por sus propios gustos (quizás porque le conoció siendo ella muy joven y Jorge un hombre ya mayor), y es ahora cuando descubre de nuevo el placer de acurrucarse en un rincón, contra la pared, en la penumbra, con un vaso largo y frío entre las manos, un cigarrillo encendido, aunque no suele fumar y Jorge le preguntaría extrañado si estuviera aquí «¿hoy sí fumas?», aislada y protegida por el ruido y el tumulto, por la música y el humo, en una intimidad contradictoria y extraña, un poco parecida a la que se produce en los trenes de noche, cuando se pasa por estaciones vacías y por pueblos dormidos, y hace frío fuera o uno se lo inventa, y se piensa en las gentes para las que este decorado es su paisaje habitual y no un telón fugaz e inamovible, gentes encerradas en sus casas, metidas seguramente en cama, a las que no ha de conocerse nunca, porque cruza el tren entre sus vidas dormidas sin rozarlas, y como mucho pueden oír el silbido de la locomotora y pensar es tal hora y darse media vuelta para seguir durmiendo, y el interior del vagón se torna entonces algunas veces acolchado y cálido, íntimo como una madriguera o quizás como un nido, lo más cercano a un verdadero hogar, y algo semejante le ocurre a Elia en estos bares donde hay mucha gente pero nadie conoce a nadie, donde las presencias extrañas y la música —realmente demasiado alta— y el humo y el chisporroteo de los cigarrillos en la oscuridad y el deslizarse por entre las mesas de un camarero alto y flaco, que avanza furtivo y sorteando obstáculos con la bandeja llena de vasos fríos y largos, aunque no es quizás probable que todos beban aquí, como ella, eligiendo ante todo por el color, peppermint, o guiándose por la gloriosa apoteosis relumbrante de guinda y rodaja de limón y de naranja y rojo azúcar en el borde del vaso, un san francisco sin alcohol.
Y Elia se siente a veces en este tipo de locales en el límite mismo donde comienza la invisibilidad, permanente añoranza de los tímidos, de aquellos que no aciertan jamás a amarse o a aceptarse, y la adolescente invisible de la noche y la calle, la neurótica y vana perseguidora de lunas, se ha decidido hoy por el peppermint, por más que los prospectos de los fármacos que ha prescrito Miguel adviertan casi todos de lo inconveniente de mezclar las grageas con alcohol y sobre lo imprevisible de las consecuencias, aunque cuáles son las consecuencias que podrían asustar todavía, que podrían preocupar a Elia la sonámbula, y en algún momento ha cesado sin que ella lo advirtiera el hilo musical, y alguien se ha sentado delante del micro con una guitarra, y canta una balada pegajosa y húmeda y sentimental, que a Eva le parecería ridícula y a Pablo banal —y para colmo mal cantada—, pero que tal vez le hubiera gustado a Jorge y que le gustaría sin lugar a dudas a Clara, y que le llena a Elia los ojos de lágrimas, a punto de llorar despierta por primera vez desde hace tanto tiempo, mientras se pregunta si vivir de sueños será efectivamente lo verdadero, y concluye que verdadero o no es en cualquier caso lo único que ella ha acertado a hacer a lo largo de su vida, devoradora insaciable de sueños y añoranzas, manipuladora tenaz de vivencias y realidades, tan mal dotada en el fondo para el real vivir, y no ha sido en definitiva cierto, reconoce ahora por primera vez, que el príncipe encantador penetrara en la selva, violara la húmeda y cálida y pegajosa espesura y despertara a la princesa fea y tonta de su dormir de años, no ha sido cierto que la llevara consigo a la grupa de su caballo blanco hacia un mundo de vigías y realidades —porque algo tuvo que fallar, algo tuvo que andar mal desde el principio, puesto que la historia ha terminado así—, no ha sido todo más que otra fantasía, un sueño más perdido en lo profundo de su ensueño, porque nadie acudió quizás a buscarla y nadie la despertó a la vida con un beso, y el príncipe encantador y su caballo blanco pertenecen al mundo absurdo de los cuentos, y es imposible que en las últimas líneas de la historia el príncipe proclame «¿no se te ocurre que hemos podido dejar de querernos?», ante una princesa tonta y muda que no entendería nada, como tampoco ella lo entendió, pero ahora, en el cafetín, la tristeza de Elia se hace más tierna, casi cálida, casi casi soportable, y quizás se deba a que está terminando, ella que nunca bebe y menos cuando son imprevisibles las consecuencias, el segundo peppermint, o acaso se deba a que el muchacho argentino de la barba y la guitarra sigue canturreando tonadas bobas y añoranzas tristes, y por primera vez en mucho tiempo algo ha cedido en el interior de Elia y Elia está llorando, un llanto suave, sin crispaciones ni ruido, porque no hace ella hoy el menor esfuerzo por controlar el llanto, por dejar de llorar —seguramente está borracha de peppermint y de palabras, esa mezcla nefasta de consecuencias imprevisibles—, y las lágrimas fluyen fáciles y se deslizan a lo largo de sus mejillas y le ponen en los labios un sabor salado, como a mar, y le mojan las manos y el cigarrillo y el vestido, y casi no distingue, cegada por la oscuridad y por su llanto, al hombre que se ha acercado a ella y se ha sentado a su lado y le ha pasado un brazo por los hombros y le está hablando quedo, como a una niña chica, enamorada loca de la luna, adolescente torpe que no supo crecer, le habla con palabras que Elia no comprende, en el primer momento de estupor, porque este desconocido le está hablando con una voz muy parecida a la de Jorge, el mismo levísimo deje extranjero, la misma voz con la que Jorge la ha acunado y tranquilizado a lo largo de mil noches, y piensa Elia fuera de toda lógica que quizás sea el mismo chico al que vieron cruzar por el paseo con sus andares de pantera zanquilarga, y no quiere secarse las lágrimas, no quiere verle, porque prefiere no establecer en este primer momento dónde termina el parecido, y descubrir que el hombre que la está meciendo y consolando no tiene seguramente un bigote lacio y suave y multicolor, como esos gatos callejeros que Elia ama tanto, de pelaje negro y gris y negro y rojo y dorado, no tiene seguramente un bigote inconfundible sobre una boca de labios finos, quizás crueles, ni unos ojos tremendamente burlones y desolados de holandés errante que ha surcado una vez y otra los siete mares, de lobo solitario que ha recorrido entre la nieve todas las estepas y ha olvidado ya todos los caminos, de guerrero que regresa al hogar victorioso o derrotado, triunfante y derrotado, tras sus mil combates, y Elia no quiere verle el rostro, no quiere averiguar quién es ni cómo es, dado que no puede ser el único al que ella espera, y no le importa descubrir si se parece o no al otro hombre que vieron caminar a lo largo del paseo, y no quiere tampoco comprender sus palabras, que no son palabras dichas para ser entendidas y no tienen tal vez ni siquiera un significado, sólo esa cantilena monótona y apaciguadora con la que se tranquiliza a los niños que despiertan asustados en la noche, parecida quizás a las palabras sin sentido que Eva debe de inventarle a Clara, esa chiquilla grande que ha metido en la casa, para librarla de sus pesadillas y adormecerla de nuevo en un sueño sin ensueños, y Elia se refugia en el hueco del hombro del desconocido y solloza con abandono, y el hombre le susurra bajito y la acuna y la mece y le pasa una mano por el pelo lacio y largo, por los hombros temblorosos, y le seca con su pañuelo las últimas lágrimas, y la besa en las manos, en las sienes, en la mejilla, en el cuello, largamente después en los ojos enrojecidos, y huele a colonia de hierbas, de lavanda quizás, a tabaco dulzón para la pipa, a sudor reciente, y tiene unas manos fuertes —que no se parecen en nada a las manos delicadas de Jorge—, recubiertas en el dorso por un vello espeso, pero son sin embargo unas manos suaves, y por fin Elia ha dejado de llorar y le mira rectamente a los ojos, en el momento preciso en que él la está besando en la boca, los dos extrañamente con los ojos muy abiertos, y los ojos del desconocido no son aquellos ojos de color indefinido, acuáticos, burlones, melancólicos tras los cristales de las gafas, son unos ojos oscuros, sin matices, que la miran fijos, compasivos, preocupados, solícitos, con mirada reconfortante.
«Antes, al principio, hace ya tiempo», ha empezado Eva la frase, y Clara ha oído únicamente estas palabras, porque luego ya no escucha, segura de que en cualquier caso, por mucha atención que prestara, no habría de entender, consciente sólo de que Eva la está regañando, de su mirada quejosa y como sorprendida, con un asomo esta mirada de interrogación y de perplejidad, como si estuviera planteando algo a lo que Clara pudiera responder, cuando en realidad Clara es únicamente consciente de la voz irritada de la otra, esa voz impaciente con que se dirige a los niños cuando se obstinan en caprichos imposibles o a las chicas del despacho cuando se equivocan en las tareas más sencillas o a las gentes que en las reuniones políticas la obligan a argumentar por enésima vez los razonamientos que considera evidentes, esa irritación, esa incomodidad que provocan siempre en Eva, lúcida y coherente, la tozudez o la tontería o la maldad de los otros, y cuando utiliza esta voz contra ella, Clara se aturrulla, y siente que le arden las mejillas y le zumban los oídos, y se pregunta en la cúspide de la ansiedad y la desolación cómo podría ingeniárselas para encontrarse en estos momentos a solas, a miles y miles de quilómetros de esta casa, a miles y miles de quilómetros de esta voz quejosa y sorprendida que la está regañando por cosas que no entiende, o que sí podría entender quizás, pero que caen en cualquier caso más arriba o más abajo, fuera siempre del alcance de su voluntad, y Clara, inmovilizada en una angustia sin posible reacción ni respuesta, desearía hallarse lejos, donde fuera, cómo fuera, pero muy lejos, a salvo de la voz que la está regañando seguramente por sus malas caras, por sus respuestas adustas, por sus silencios hoscos, por sus llantos en la noche, por sus demandas imposibles, lejos de ese tipo que fuma parsimonioso su pipa, con gesto indolente de supremo señor del reino de los gatos amaestrados, de los felinos castrados, relamiéndose de gusto los bigotes, seguro de que él sí comprende, cuando en realidad no ha comprendido nunca nada, pero qué falta puede hacerle comprender, si es lo cierto que a él la mujer no le habla nunca en este tono, y Clara daría cualquier cosa por escapar y hallarse lejos, aunque fuera en el oscuro mundo subterráneo de los reptiles y lagartos, porque allí o en lo más hondo del peor infierno no podría alcanzarla quizás la irritación y la impaciencia y el desagrado y el rechazo de la terrible Reina de los Gatos, pero se sabe incapaz de levantarse, de decir unas palabras, o de no decir nada y salir sin más de la habitación y de la casa, incapaz de un gesto tan sencillo como sería el de ponerse en pie y marcharse, paralizada ahí, ante la mesa del comedor, en una ansiedad intolerable, con un zumbido en los oídos y las mejillas ardiendo y la mente en blanco, fija en las palabras que ha dicho la otra en el comienzo de la primera frase, y que son lo único que ha comprendido y escuchado, «hace ya tiempo, hace ya mucho tiempo», se repite Clara, y siente que para la otra, para Eva la precisa, Eva la organizada, Eva la realista y la pragmática —dios, cómo se podrá odiar tanto a un ser humano sin dejar por ello de amarle—, terca siempre en el propósito de establecer los hechos en su exacta cronología, de averiguar el tiempo transcurrido y lo que ocurrió antes y lo que vino después (sólo capaz Eva de comprender la realidad estructurándola y etiquetándola), ese hace mucho tiempo debe de referirse a un pasado concreto, clavado con alfileres —muerto— en un devenir coherente y lógico, mientras que si alguien le preguntara a ella sobre este tiempo, sobre este «hace mucho tiempo», quedaría seguramente en suspenso y desconcertada, porque a Clara los instantes se le atropellan, se le desbaratan, se le superponen los unos sobre otros en una cabalgata desbocada, y se esfuma a menudo —sobre todo cuando está hablando con Eva, cuando está siendo interrogada por Eva— cualquier asomo de trama coherente que le permita disponer los acontecimientos como en un cañamazo y así poder interpretarlos y poder ubicarse ella misma en su propio pasado, de modo que ahora, sentados a la mesa del desayuno, mientras Eva la está regañando, muy lejos ya de las primeras palabras con que empezó la primera frase, mientras la mira Pablo prepotente y burlón, con ese aire estúpido de gato faldero y sabelotodo, y ella ha quedado aturdida, dando vueltas maquinalmente a ese «hace tiempo, hace ya mucho tiempo», no se trata en Clara propiamente de una referencia temporal, sino de algo mucho más parecido al mágico, al impreciso comienzo de los cuentos —y a lo mejor, se le ocurre, ya de niña, Eva interrumpía a la mamá o a la niñera o a la maestra, queriendo precisar un imposible «cuándo»—, y mientras calla y no responde ni se explica ni se defiende, apabullada y destruida por la voz agreste y quejosa de alguien a quien ama tanto, a quien odia tanto, exasperada y anulada por las chupadas a la pipa y la mirada burlona y el gesto displicente de este individuo al que odia todo, se repite sin entender «hace mucho tiempo», y le brotan confusas imágenes de una muchachita torpe apresada en un viscoso mundo de lagartos, y de una mujer que creyó hecha de luz, y se hizo luego evanescente como el humo, y se pregunta con desmayo si puede ser acaso cierto que —como pretende Eva— ella se sintiera en aquel entonces feliz sólo con contemplarla, con observarla de lejos algunas tardes, sólo con que la otra le sonriera y la mirara, aunque fuera en mitad del trabajo, aunque fuera en reuniones ajetreadas y entre muchísima y diversa gente, pero seguro que Eva no lo está contando así, seguro que está desarrollando como siempre otra historia, que puede parecer la misma y no lo es, la historia de una muchachita de gran inteligencia y sensibilidad (y cada vez que se habla de su inteligencia y de su sensibilidad, queda Clara confusa y aturdida, con la sospecha de que le están hablando de otra persona, de que ha habido en definitiva un grotesco —aunque muy doloroso para ella— malentendido), que veía coartadas sus posibilidades por un entorno social mediocre y un ambiente familiar enfermizo y opresivo, y que ha adquirido ahora gracias a ellos —siempre lo dice en plural, y ha de suponer forzosamente Clara que el insólito plural incluye al gatazo sabelotodo y marital, a la mujer fantasma que ni la mira— nuevas perspectivas de cambio y de desarrollo, y hasta Pablo y Elia han de saber forzosamente que para Clara no se trata de esto, sino de una historia simplísima de amor y desamor, y ella no ha seguido a Eva hasta esta casa para que extiendan a sus pies el mundo como un abigarrado y costoso tapiz sobre el que avanzar, ni para desarrollar las supuestas posibilidades de su talento, ni para preparar su ingreso en la universidad, ya que ni el mundo ni su talento y menos todavía la universidad le importan para nada, y hace ya unos meses, cuando Eva le expuso el proyecto que había fabricado para ella de una vida mejor, Clara pensó en alta voz «vivir mejor significa vivir un poco más cerca de ti», y quedó la otra por un instante sorprendida y dudosa, a punto tal vez de adivinar una realidad que escapa a sus esquemas y que no puede o no quiere reconocer, aunque luego en seguida se encogió de hombros y le sonrió y lo catalogó en el amplio margen de sus chiquilladas, y se obstina Eva tenaz en que ella haga cosas, que estudie, que pasee, que lea, que se sienta feliz, y no le quedan ya a Clara palabras ni recursos para explicarle que lo único que le importa es tenerla cerca y que la mire con amor, y han perdido interés todos los libros una vez ha encontrado lo que siempre buscó en ellos en la realidad, y es el deseo de agradarla y de complacerla, de merecer su aprobación individual, lo único que la mueve algunas veces a hojear unos textos o escribir un poema, porque lo que ella quisiera en realidad es acurrucarse entre sus brazos y dormir, reclinarse contra su pecho y morir, quemar la vida entera en un perfecto, un imposible acto de amor, y hasta Pablo lo ha entendido por fin, y la mira con sorna, y sonríe guasón, y le pone a veces consolador en el brazo o en la rodilla o en la nuca una mano que le recuerda a Clara, aunque es una mano firme y seca, las torpes zarpas de su tío, y luego, cuando ella lo rechaza, cuando se aparta con un desagrado y con un asco que le es imposible disimular, se torna la sonrisa del hombre más torva y más sombría, y algunas veces la está mirando a ella, mientras pone una mano posesiva y segura en la cintura de Eva, en su hombro, en su pelo, y en estas ocasiones Clara se sabe capaz de asesinar, estremecida en el odio con una intensidad que sólo conocía en el amor, con un ansia feroz de saltarle a la garganta, de hundirle el cuchillo del pan en el corazón, a ver si le borra así definitivamente la mirada condescendiente y la sonrisa guasona, y hasta la misma Elia debe de haber comprendido, puesto que interrumpe ahora por un momento su ostracismo, abandona su aire ausente, y se sonríe o les sonríe y murmura algo sobre avideces insaciable, y queda Clara desconcertada, porque en todos estos días del verano en que llevan compartida una misma casa, en que se sientan regularmente a una misma mesa y se tumban en la cubierta de una misma barca, nunca hasta hoy la había mirado Elia abiertamente ni había dado siquiera muestra alguna de haber reparado en su presencia de gato callejero proahijado, y por mucho que le haya contado y argumentado Eva no ha podido ella terminar de comprender las razones de una amistad entre las dos mujeres tan larga y entrañable, ni por qué depone Pablo sus sarcasmos y sus malos humores ante esta mujercita insignificante, tan gris y tan opaca y tan callada, que no parece para colmo fijarse en nada ni agradecerles nada, cuando lo cierto es que los dos —sobre todo Eva, pero también Pablo— tejen a su alrededor un mullido capullo de comprensión y de respeto y de ternura, y es extraño que ahora, por primera vez en todos estos días, haya apartado Elia por un momento la mirada del mantel o de lo que queda más allá de la ventana, y les haya mirado y les haya sonreído, y no está Clara por entero segura de que la sonrisa se haya dirigido a ella y sea un gesto cariñoso y solidario, porque bien podría ser que le hubiera sonreído a Eva, que la estaba regañando por sus malas caras y por sus quejas y por sus demandas excesivas que no entiende, o incluso que Elia le haya sonreído en realidad a Pablo, que fuma su pipa y se relame como un gato los bigotes mientras oye como la reprenden, imposible determinar a quién iba dirigida la sonrisa, y si se trata de un apoyo a ella o de un sumarse a la regañina de Eva o de una secreta complicidad irónica con Pablo, pero lo cierto es que Elia los ha mirado a los tres rectamente a los ojos y ha sonreído y ha susurrado algo sobre avideces insaciables, así en plural, aunque es también posible que la mujer haya sonreído y haya hablado sólo para sí misma, con esa vocecita bajísima y sin brillo, y ellos tres han interrumpido su querella y la han mirado atentos, a la espera de que siguiera y les explicara, pero Elia no les dice ya más nada, centra de nuevo su atención en la tostada a la que da vueltas indecisa entre los dedos y que luego cubre distraída de mermelada, y sigue en silencio, y rompe entonces Eva a hablarles de otras cosas, de las noticias que trae el periódico —nadie más que ella lo sigue leyendo en esta casa— o de los problemas y andanzas de los chicos, con lo cual resulta que la intervención fugaz y extraña de Elia ha servido al menos para interrumpir la regañina, y ahora Elia está de nuevo tan ausente como siempre.
Y Pablo ha vuelto a su pipa que tenía casi apagada, y seguramente Eva sabe que nadie la escucha y habla únicamente para llenar con algo el aire, y Clara se pregunta si habrá de veras motivos para que ella se sienta culpable, convicta —porque a esto debía referirse Elia— de avidez y de insaciabilidades, del delito supremo de no acertar o no poder o no resignarse a ser feliz, ahora que tiene según Eva la posibilidad de serlo y la realidad ha rebasado con mucho los límites de sus sueños más disparatados, y piensa Clara que tal vez fue demasiado larga la espera, demasiado profundo el desamor acumulado —¿quién dijo alguna vez que el pasado podía no ser irreversible?—, crónico e incurable y letal ya el daño, porque nada hay tan dañino como el desamor y no existe rehabilitación ni esperanza de dicha para los gatos famélicos y vagabundos que han deambulado demasiado tiempo de ventana en ventana, de tejado en tejado, que se han visto demasiadas veces excluidos y rechazados, que han sentido demasiadas veces contra el hocico sensible el golpe frío y duro de los cristales al cerrarse, mientras se adormecen junto al fuego, sobre cojines de terciopelo, sobre colchas de raso, los lustrosos, los gordos, los prepotentes gatos de interior, los detestables animalitos domésticos y amaestrados, y sus dueñas bonitas (que tanto se parecen a la Reina de los Gatos) les pasan cariñosas una mano por el pelo sedoso, y miran distraídas hacia la ventana, mientras llueve fuera toda la tristeza del mundo sobre los gatos tontos y enamorados, y de nada puede servir ya que cierto día una mujer más indulgente o comprensiva o distraída o bondadosa les deje penetrar al fin por la ventana, que les disponga un rincón cerca del fuego, y un platito de leche, y les dirija incluso unas frases amables, porque allí más que nunca habrán de sentirse los gatos excluidos y rechazados y preteridos y descontentos y ávidos e insaciables.
Pablo la está mirando con sorna, espectador privilegiado de la primera línea del tendido, sin despegar los labios más que para dar breves chupadas a la pipa —que de todos modos se le está apagando— y con ese aire de «ya te lo advertimos, veremos ahora cómo te sales de esta», y Elia sigue fiel a su papel de heroína romántica, abrumada por las penas del amor, y le correspondería estar vagando sola por un bosque sin luna, o por lo menos en el jardín de los cipreses en una noche de luna pálida, arropada en una túnica negra y con el pelo oscuro desparramado sobre los hombros y entremezclado de jazmines, y no aquí ausente y mirando al mantel o por la ventana, lo que tiene inmediatamente próximo —las migajas de pan con las que juguetea— y lo remoto y distante —las velas blancas en el mar lejano—, nunca a ellos tres, nunca a las cosas y a las gentes que la rodean, y cuando regresa por un momento a la realidad de este desayuno compartido, y uno espera que vaya a pasarse una mano pálida por la frente y prorrumpir en un delicioso «¿dónde estoy?», se limita a sonreír evasiva y a murmurar «deberían inventar una droga contra las avideces insaciables», y está pensando en sí misma, como siempre —porque pensar en Jorge es sólo otra forma más exquisita de pensarse—, no en los problemas o en las penas que puedan aquejar a los demás, y es seguro que aunque, el mundo entero se derrumbara a su alrededor Elia encontraría un rincón donde seguir inmersa en sus obsesiones particulares, y ni de su hijo parece que se acuerde este verano, ni de su propio hijo se ha responsabilizado en realidad jamás, y cuando Eva le ha preguntado dos o tres veces «¿qué vas a hacer con Daniel?», la otra la ha mirado sin expresión y se ha encogido luego de hombros, con abatimiento o con indiferencia, cualquiera sabe, aferrada Elia a su dolor, mimando su congoja para que no se le muera y se le acabe (hasta en esto tiene que intentar superarlos y pasarse), encerrándose en ellos como en una suntuosa y terrible cámara de tortura, y cuando le pregunta ella ahora «¿para qué?, aunque existiera una droga así, ni Clara ni tú ibais a querer tomarla», Elia está de nuevo abstraída y ni la escucha, no fuera el caso que lo que dice o hace otro ser humano pudiera distraerla o disuadirla o consolarla, apartarla unos instantes de este sufrimiento total al que se aferran este verano su amor propio ilimitado, su tozudez incansable, absolutamente irreductible esta mujer que se piensa a sí misma y es fantaseada por otros como inerme y torpe y frágil, con esos ojos pálidos y desvaídos de niñita perdida en el bosque y ese mohín que parece al borde del llanto, y es inútil por tanto esperar cualquier tipo de socorro, cualquier tipo de ayuda de Elia o Pablo, ansioso Pablo como el espectador que espera goloso desde el tendido el momento excitante en que las pille sobre la arena el toro, a ella o a Clara o a las dos, eso no importa nada, sólo importa la embriaguez del peligro y de la sangre, y Clara entre tanto se ha sofocado hasta las orejas y aprieta con fuerza los puños cerrados y se muerde los labios y parece también a punto de llorar, aunque tal vez responda sobre todo su ansiedad y su crispación al enojo que le causa sentirse contra su voluntad enrojecer, y piensa Eva que sólo le faltarían llantos a estas horas de la mañana, cuando acaba recién de reunir coraje suficiente para enfrentarse al nuevo día, y renuncia por tanto a llevar más allá sus amonestaciones y consejos, que no habrían de servir por otra parte tampoco para nada —y ahí tiene justificación la sonrisa burlona de Pablo, aunque Eva le deteste en estos momentos por hacérselo notar—, inexpugnable Clara en su desvalimiento extremo, al igual que pueda estarlo Elia en su dolor, irreductible la muchacha también en la morbosa decisión de no aceptar ayuda (o de aceptar únicamente aquel tipo de ayuda que ella quiere y que no puede en modo alguno Eva darle), y es curioso que las dos —Elia y Clara— se parezcan, procediendo de mundos tan distintos y habiendo alcanzado edades tan diversas, con tan equivalente semejanza, y que pareciéndose así no hayan sentido la una por la otra la menor simpatía ni hayan advertido el parecido, que no reconocen siquiera en los puntos parciales que ella les señala, empeñadas en fantasearse como opuestas o distintas (en considerarse, en el fondo, únicas), reacias incluso a experimentar la menor curiosidad la una por la otra, y renuncia por lo tanto Eva a seguir con sus riñas y sus amonestaciones, que para nada sirven, y empieza a monologar sobre otras cosas, mientras la invaden unos deseos concretísimos de agarrarlas por los hombros a las dos —Pablo es algo distinto— y zarandearlas o darles de bofetadas, a ver si se les ocurre aunque sólo sea para variar salir un poco de sí mismas, asomarse al umbral de este tenaz ser uno y constatar entonces —imposible parece que siendo inteligentes y en cierto modo generosas y desprendidas no lo sepan— que el mundo está colmado hasta los topes de ansiedades y sufrimiento, de enfermedades y de hambre, de violencia y de injusticia y de miedo y de muerte («¿y esto pretendes que me ponga de buen humor o me levante el ánimo?», le preguntó una vez Elia sarcástica), y que sus minúsculas contrariedades —que a lo peor no son siquiera de amor sino de amor propio—, sus delicadas angustias de animalitos bien protegidos y cuidados, son únicamente parte ínfima de este enorme dolor acumulado, una parte tan insignificante que no merecería apenas ser tomada en cuenta, quién les habrá dicho a estos tres que su propio penar es el centro del mundo, o mejor, cómo no les habrá explicado nadie (con suficiente poder de persuasión) que es preciso rectificar ya, dejar atrás, la imagen infantil que los situaba a ellos en el eje central sobre el cual giraba el universo y se sustentaba la armonía de las estrellas, o cómo no habrán descubierto por sí mismos hace mucho que no existe redención ni posible remedio para quienes viven inmersos en la contemplación del propio ombligo, lamiéndose golosos sus heridas hasta emponzoñarlas.
«No puedes entender nada», dijo Elia en la barca, con los ojos cerrados y la voz opaca, como si hablara con fatiga y contra la propia voluntad, «no puedes entender nada, tú no sabes lo desgraciada que yo había sido siempre antes de conocerle, tú no sabes lo que han sido estos quince años con Jorge», como si ellos dos hubieran inventado solitos el amor, única pareja sobre la tierra conocedora del éxtasis y de la embriaguez, relegados los otros a burdas imitaciones, torpes farsas, grotescos sucedáneos, palurdos e ignorantes espectadores del prodigio, y también Clara en la noche (parecidas las dos hasta en esta manía de creerse exclusivas y pensar que los demás no las entienden), Clara crispada, Clara enojada, Clara desolada y fuera de control, «crees que lo sabes todo y en realidad no sabes nada, no has entendido nunca nada», y quizás si Eva se armara de valor y los agarrara por los hombros —también a Pablo, enzarzado desde siempre (porque ya decía las mismas cosas u otras muy parecidas la noche que se conocieron y estuvieron hablando en el muelle, en las sombras, ante las siluetas oscuras de los barcos fondeados) en desgraciados amores con una imposible imagen de sí mismo, que se reprocha haber abandonado y traicionado, tan inasible e improbable y literaria como la imagen que ha forjado Elia de Jorge para a través de él mejor amarse o la que recompone Clara de la propia Eva y en la que ella para nada se reconoce—, si los sacudiera o la emprendiera contra los tres a cachetadas, quizás algo se les movería muy adentro y se hundirían los diques, los escollos, y podrían recuperar acaso el mágico fluir entre sí mismos y el entorno, podrían ayudarse y ayudar a los otros y ayudarla, porque a trechos se siente Eva desde hace unos meses aburrida y muy cansada (increíble que ni su mejor amiga ni su marido, que dicen quererla tanto, se hayan dado cuenta), harta de su papel de única adulta en un mundo de niños, o mejor de adolescentes, que para colmo la miran por encima del hombro y condescienden «tú nunca entiendes nada», y le atribuyen, junto a su nula comprensión, una fuerza y una resistencia realmente admirables, y son ya muchos años —no recuerda siquiera cuándo empezó— de saber que todo pesa sobre ella, todo se apoya en ella, de modo que si en un momento de debilidad ella cediera, se les hundiría a todos el techo encima de las cabezas, como si fuera su propia entereza lo único capaz de preservar el orden y mantener la vida, y algunas veces —sobre todo en los últimos tiempos— esto la fatiga y la asusta y siente tentaciones de abandonar, siente sobre todo tanta envidia de estos seres que pueden rendirse, claudicar, ser derrotados, sin que nada se desmorone a su alrededor ni ocurra nada irreparable, y se afianza en Eva la desagradable sensación de que le han hecho trampa —y empezó hace mucho y muy lejos, quizás cuando, de niña, a la vuelta del colegio, tenía que hacerse cargo de la tienda y cuidar de sus hermanos, agobiada, espantada por la absoluta confianza que los padres ponían en ella, por la certeza unánimemente compartida de que Eva era una niña seria, capaz y responsable—, de que la han situado falazmente en mitad del puente levadizo, en lo alto de las almenas, sin antes previamente consultarla (mientras Elia duerme su sueño de cien años en la última cámara acolchada de palacio, y Clara deshoja margaritas me quiere no me quiere en el jardín, y Pablo se prueba pantalones de raso verde, suntuosas chaquetillas recamadas en el salón de los espejos), y le han dicho —sin darle tiempo a replicar, a protestar— «sabemos que puedes hacerlo, no te muevas, de ti depende ahora el bien de todos», y aquí está ella, como una idiota, enfrentándose a lo que sea, sosteniendo el mundo sobre su cabeza, no vayan a ser interrumpidos los príncipes en medio de sus juegos, de sus exquisitos devaneos, de sus angustias exquisitas, no vayan a ser incomodados en medio de sus sueños, atrapada Eva en esa burda trampa de creer —tantas veces se lo han dicho— que sólo ella es capaz de hacerlo, e incluso para colmo algunas veces Pablo o Elia u otras gentes la contemplan con sorna y complacidos —con admiración y gratitud, cierto, pero también con un asomo de burla—, como si fuera una rareza de su carácter estar ahí, a la intemperie, sosteniéndolo todo, cargando ella con todo, con el dolor y los problemas y las ansiedades de otros, como si deambulara Eva por la vida buscando en qué lío meterse o con qué fardo ajeno cargar —«en el fondo te gusta, reconoce que en el fondo te gusta, que no sabrías vivir de otra manera»—, y se pregunta Eva si en efecto no sabría vivir ya de otra manera, y concluye que ella no busca nada ni provoca nada, que no ha creído nunca demasiado en su papel de mujer fuerte (papel que otros inventaron para ella y en el que la encerraron como en una coraza, como en una mortaja), sólo que en algún día de hace ya mucho tiempo la situaron ahí, en mitad del puente levadizo, en lo alto de las almenas, y hay a su alrededor mil cosas por hacer —que no hace nadie—, mil problemas que resolver —que no resuelve nadie—, mil personas de las que ocuparse —y de las que no se quiere ocupar nadie—, mil palabras por decir —y no se anima a decirlas nadie, porque hasta Elia, dotada a veces de las palabras más hondas y certeras, se ha permitido el lujo de enmudecer y de callarse—, y no es que a ella le guste hacer, cargar, decidir, consolar, resolver, es sencillamente que las cosas y las gentes están ahí aguardando —y no las emprende nadie—, y entonces Eva asume resignada, eficaz, algo que acaso nunca quiso asumir, pero que parece le ha sido asignado de modo inevitable desde siempre.
No ha hecho mucho calor todavía este verano, tal vez no lo haga ya, y a estas horas relativamente tempranas de la mañana —acaban de sonar las nueve campanadas del reloj de la iglesia, que Pablo se ha detenido a escuchar, no por ignorar la hora, que por otra parte no le importa nada, sino por el placer de oír espandirse este sonido limpio y musical en la mañana nueva—, casi vacío el pueblo de veraneantes y turistas, casi libres las calles de invasores, le gusta a Pablo, puesto que ha despertado en el amanecer, con un sobresalto brusco que lo precipita inexorable a la vigilia total y ahuyenta la más remota esperanza de volver a dormirse, porque quedan muy lejos en el tiempo los largos sueños hasta el mediodía, los interminables despertares que ocupaban en la juventud todas las mañanas de aquellos días en que podía permitírselo, o en que se lo permitía sin poder, y sólo por eso eran ya esos días una fiesta, con la madre entrando a cada rato en la habitación, rezongando y protestando que así no podía ventilar la pieza ni arreglar la cama, consentidora y cómplice en el fondo de la pereza de su hijo (como de tantas otras de sus debilidades), puesto que no llegaban nunca su supuesta premura, sus fingidos aspavientos de escándalo, sus ansias higienistas, a sacarle realmente de la cama, y se contentaba la madre con pasarle una mano por el pelo, entreabrir un poquito la ventana, hablarle de cosas que Pablo no escuchaba o hacerle beber como mucho un gran vaso de leche, sin que él terminara por ello de despertar (en las etapas intermitentes en que la madre decidía «ese chico está cada día más delgado», preocupada inútilmente por ese hijo que le había salido raro, intelectual, con la cabeza a pájaros, y que era sin embargo su hijo predilecto, el beneficiario único de tantas excepciones y tantas transgresiones), pero todo esto figura entre las muchas cosas que con el transcurso de los años se han ido quedando por el camino, y sorprendida quedaría la madre si pudiera verle ahora levantarse puntual mañana tras mañana, casi siempre antes de que suene el despertador, entrando cada año un poco más temprano en la oficina, precisamente en unos momentos en que no tiene ya horario al que ajustarse ni reloj en el que marcar (o quizás precisamente por esto), si le viera despertar durante las vacaciones a las siete, a veces a las seis, absolutamente desvelado, sin posibilidad de volver a dormir, dando vueltas obsesivo a unos problemas de trabajo que cree que en el fondo no le preocupan, pero que no consigue sin embargo arrinconar, porque hasta cuando piensa en lo poco que le afectan y proyecta dejarlos, está en definitiva pensando en ellos (como en estas curiosas, paradójicas, etapas del amor, o el desamor, en que uno consume sus días y sus noches repitiéndose que el otro no le importa, que no le ha gustado tal vez nunca, que con total certeza no le quiere ya, y ocupa así todas sus horas en pensarle, sin hacer otra cosa en definitiva que invertir el sentido de una misma obsesión), y ni siquiera él comprende —acaso menos todavía que Eva o los amigos que han seguido el proceso desde el exterior— cómo ha ido invadiendo un trabajo que no le satisface —que inició hace mucho porque sí, que proyectó desde un principio abandonar (porque no hubo nunca en él la voluntad de una continuidad)— la casi totalidad de su vida.
Y ha adquirido este verano la costumbre Pablo, ya que despierta inevitablemente a estas horas de la mañana, de levantarse antes que nadie y salir de la casa cuando los otros todavía duermen —agotados los chicos tras una jornada sin tregua ni descanso (y no deja de ser una suerte que anden sueltos por el pueblo a todas horas y no aparezcan apenas por la casa, como es una suerte asimismo que esté Daniel en el campamento), agotadas las tres mujeres, imagina, por tanto llanto y comadreo y suspiro nocturno, que las mantiene en vela hasta el amanecer y las sumerge con las primeras luces del alba en un sueño profundo y tal vez sin ensueños que él envidia, porque Eva no se mueve siquiera, no abre para nada los ojos, mientras Pablo trastea por la habitación o hace ruido en el baño—, y se ha habituado Pablo a bajar caminando hasta el paseo, con esa ilusión suya de que el pueblo, limpio de veraneantes, incontaminado de turistas, su virginidad en el curso de la noche mágicamente recobrada, le ha sido devuelto y es casi el mismo pueblo que amaron tanto hace unos años, que él ama todavía tanto en el invierno, este pueblo donde fantasea —ante la mirada incrédula de Eva, y la sonrisa dubitativa de Elia, que tampoco lo toma muy en serio— que ha de instalarse dentro de unos años, ya no muchos, a envejecer y empezar a morir, sin otra actividad que pasear por las callejas encaladas, sentarse a tomar el sol junto a los viejos con la espalda apoyada contra la pared tibia, jugar a las cartas en el casino, a la brisca o al dominó en el café junto al mar, intervenir acaso —y se sonríe— en la política local, y en esto va pensando ahora mientras baja hacia el paseo, saludando a los tenderos que barren las aceras delante de sus puertas, deteniéndose para mejor escuchar las campanadas de la iglesia, metiéndose en el estanco para intentar conseguir un periódico (que no ha llegado todavía, cómo podría haber llegado si apenas son las nueve, pero que se habrá agotado infaliblemente en cuanto llegue) y eligiendo entonces una revista al azar, y llega luego al paseo, y se sienta en la terraza —no hay apenas nadie en las mesas, sólo dos muchachas de cabello rizoso y largas túnicas, nadie tampoco en la franja de playa que los separa del mar—, con la espalda apoyada, resguardada, contra la pared «pareces un perro», se ríe Elia algunas veces —la Elia que reía, no la Elia patética y absurda de este verano—, cuando observa sus manejos en restaurantes y salones, «los perros no se tumban nunca dando la espalda a una puerta abierta, a cualquier lugar por donde pueda llegar el enemigo», y a Pablo le gusta Elia cuando está bromeando, cuando le toma el pelo incluso, le gusta Elia cuando juega, Elia cuando delira, Elia cuando ríe a carcajadas locas, Elia perenne adolescente y transgresora, Elia egocéntrica sin duda pero muy divertida, esa Elia insospechada que casi nadie conoce, que florece sólo en la más estricta intimidad, Elia planta de interior, le gusta Elia cuando los parodia y cuando los imita, «estamos mejor en las burlas y veras de Elia que en la realidad», ha comentado a veces Eva, y tiene como de costumbre parte de razón, porque es cierto que la imagen que Elia fantasea y elabora y hasta ridiculiza es casi siempre más atractiva, más entrañable, menos sórdida en cualquier caso que la que Pablo tiene últimamente de sí mismo, menos alejada de aquello que hubiera querido llegar a ser, menos honda la fisura que lo separa de sus proyectos de juventud, sin que ese breve punto de halagadora falsedad destruya nunca la verosimilitud del personaje, la exactitud del parecido, lo ajustado del retrato, y le gusta a Pablo por lo tanto que Elia hable de él y lo convierta en un perrote grande y desconfiado y cariñoso y un poco presumido, por más que luego siga lo inevitable, y Elia se lance casi siempre a interminables y líricas descripciones de cómo se sitúa Jorge ante una puerta cerrada, o ante una puerta abierta, o ante nada, o cómo mira o cómo bebe o cómo enciende un cigarrillo o cómo hace chasquear los nudillos o cómo duerme, porque se le pone a Elia el gesto tierno y la voz trascendente para explicarles que Jorge duerme como un raro espécimen de llanero solitario, un desolado fugitivo de las estepas, hasta tal punto que le ha sido imposible a ella encontrar besos lo bastante quedos, caricias lo bastante lentas, roces lo suficientemente leves, para conseguir despertarle sin asustarle, sin que se incorpore sobresaltado con un gesto brusco y defensivo, buscando maquinalmente las pistolas en las perneras del pijama, y no sólo le molesta a Pablo que Elia invente y fabule infatigable sobre un hombre que, aun pareciendo a muchos tan inteligente, a él no le ha interesado nunca para nada, y por el que no ha logrado sentir jamás una simpatía real, sino que le resulta todavía más irritante el tono enfático que adopta Elia para hablar de él, esa voz de «él y yo hemos inventado solitos el amor sobre la tierra», como si Jorge fuera un águila que sobrevuela las alturas, que se pierde en las cumbres, y fueran los demás míseros ratones de subsuelo, perdido aquí todo sentido de la proporción y hasta de lo ridículo, perdido ese humor paradójico e iconoclasta, ese chisporroteo irreverente y delicioso que algunas veces comparten, porque acaso sí fue Elia en otro tiempo, como ella pretende, una niña encogida y triste y asustada, pero ha sido también sin duda años más tarde —y antes de que apareciera Jorge: no sólo a causa de Jorge y de este amor sublime que entre los dos fabulan—, una muchacha desobediente y descarada, una chiquita burlona, vivaz, respondona, sacrílega, frívola incluso, capaz de remontarse a las más altas cimas de la alegría, aunque todo esto se esfuma y desaparece en cuanto aparece Jorge.
En cuanto habla de Jorge, y, si está Jorge presente, todavía es muchísimo peor, todo son gestos graves, miradas profundas, actitudes trascendentes, ridículas actitudes desmedidas, irreductibles cada uno en el intento de convertir la menor simpleza del otro en un cataclismo universal, y tienen que andar todos de cabeza y mostrarse solícitos y acongojados porque Elia, tan torpe como siempre —en eso sí tiene toda la razón cuando habla de sí misma, aunque en lo demás, cuando se trata de ella o se trata de Jorge, se pase casi siempre o se quede corta, se pierda irremisiblemente hacia arriba o hacia abajo—, se ha metido impensadamente en la cocina y se ha hecho un corte minúsculo en el pulgar al intentar abrir una lata de conservas con el cuchillo del pan, o deben solidarizarse con el espanto de Elia o sumarse a su bronca —mucho más cargante Elia que Jorge en ese intento de hacerles compartir lo incompartible—, cuando Jorge se retrasa unos minutos, o cuando le traen en el restaurante fríos los garbanzos, cruda la lubina o caliente el champán, y hay que improvisar entonces una airada protesta, un duelo solidario, una congoja universal, protesta, duelo o congoja en las que Pablo, el único, se resiste a intervenir, y han de resignarse todos a que se haya destruido sin remedio el placer de la conversación y de la cena.
Y ahora Pablo se ha apoyado pues contra la pared, en esta hora temprana de un verano que le resulta especialmente desapacible e incómodo, la espalda protegida —«lo mismo que hacen los perros», comentaría Elia—, de cara al sol y de cara a la mar, y ha pedido un café doble y un croissant, ha abierto al azar la revista que compró porque sí, sólo porque ningún periódico había llegado todavía, mientras enciende con parsimonia propia de un ritual la pipa, y en estos momentos, sentado en la terraza del café del pueblo a las nueve y poco más de la mañana, la tristeza y la insatisfacción (tan duras y reales a veces a otras horas) se diluyen y se le hacen soportables, en cierto modo incluso embriagadoras a fuer de literarias, como esos vapores densos que llenan las bodegas donde se almacenan buenos vinos o ese aroma tenaz que persiste en cajones cerrados y en pomos de perfume ha mucho tiempo vacíos, y llega Pablo a una difícil y frágil armonía consigo mismo, amaina el desagrado intenso que le embarga cada vez con mayor frecuencia cuando se toma el pulso y la temperatura, se palpa y se examina, y hasta se complace por unos instantes en su imagen de hombre maduro, todavía fuerte y atractivo, aunque haya engordado bastante desde que su madre se lamentaba de verle cada día más delgado (y no lo estuvo nunca), con cierto aire, eso sí, de desencanto y de fatiga, y a lo mejor les ha parecido incluso interesante a las dos chicas, que se han levantado de la mesa y avanzan hacia el mar a través de la playa, y no se han dado vuelta una sola vez para mirarle, aunque es muy probable que le hayan estado espiando a hurtadillas, posible asimismo que desarrollen en su honor (nadie más puede verlas) esa mágica pantomima a orilla de las olas, la cabeza hacia atrás, el largo pelo llegándoles casi a la cintura, los ojos entrecerrados, los brazos extendidos, y luego han dado vueltas y se han cogido por los hombros y han entrado las dos enlazadas en la mar, absolutamente conscientes (ahora sí está Pablo seguro) de su espléndida belleza erguida al sol de la mañana, absolutamente ciertas de que este tipo interesante, con la pipa y las sienes plateadas, no les quita ojo de encima, y luego salen otra vez a la playa, cuchichean, ríen, retornan a su mesa, y mientras una de las dos se sienta y parece centrar un interés inexplicable en la función de absorber a través de la paja su coca-cola, la otra avanza despacio, y sin quebrar la atmósfera de danza, de exhibición, de pantomima, la atmósfera mágica y festiva, con ese andar peculiar, piensa Pablo, que sólo pueden tener las muchachas muy hermosas que no han cumplido todavía los veinte años (a esto se refiere cuando discursea sobre su poderío y su enorme fuerza), agresiva y magnífica, redimiendo a su paso el mundo y dándole sentido, avanza hacia él la chiquita pelirroja para pedirle que le encienda un cigarrillo.