Desde el rincón submarino donde se mantiene al acecho, entre las rocas en las que —pese a la incredulidad de las dos mujeres— bien podría ocultarse tal vez la langosta o la escorpa, Pablo ve la silueta de Elia descabezada, desde las puntas de los pies que se mueven rítmicos impulsando el agua hasta el cabello oscuro y largo que le flota en torno de los hombros y le oculta la garganta, ve los pechos pequeños que la presión del mar mantiene ahora insólitamente altos —pechos de cariátide adolescente en el mascarón de proa—, los flancos escurridos, los largos muslos de muchacho, y siente Pablo, mientras asciende a la superficie y aspira hondas bocanadas de aire y ve la cabeza de Elia que se aleja entre espumas, esta turbación tierna que le acomete tantas veces cuando la mira, tan desvalida la mujer, tan torpona y zanquilarga y flaca, una Elia que ahora, desde que arribó anteayer a la casa veraniega donde desde hacía unos días la esperaban, los esperaban, con este aire de zombie, como si regresara del reino de los muertos o hubiera olvidado acaso de repente —en estos pocos días, las dos o tres semanas que han pasado sin verse, hablándose sólo por teléfono, y es imposible hablar con Elia por teléfono más allá de concertar una cita o preguntarle cómo se encuentra— su lugar exacto entre las cosas (si es que lo supo alguna vez), se parece todavía más, más ahora que en ningún otro momento de los últimos años, a la muchacha tímida y huraña que acompañaba a Eva como una sombra, que la seguía como su sombra, sombra que parecía extraer de la otra su corporeidad, respirar de su aire, relumbrar con su luz, una muchacha que pasados ya los veinte años aparentaba apenas diecisiete que no debió poseer jamás, ni a los diecisiete, el esplendor de la juventud, ese momento mágico, tan fugaz, que da a muchas mujeres un fulgor que no han de reencontrar más tarde en la edad adulta, la eclosión de una flor, la primera redonda y rotunda irrepetible madurez de un fruto, una muchacha que se azaraba ante la presencia de extraños, absurdamente incómoda y temerosa ante el mundo exterior, incapaz de rebasar el marco de la intimidad más estricta, de la amistad profunda y entrañable con unos poquísimos amigos, a los que necesitaba, decía, para vivir, incapaz incluso de señalar al camarero que ella había pedido lenguado con naranja y no un filete a la pimienta, y engullendo luego a toda prisa la carne sanguinolenta, que le produce un asco atroz, y sonrojándose por anticipado al prever que pueden reclamar el filete como suyo los de la mesa contigua o que Eva puede interrumpir abruptamente en cualquier punto su discurso apasionado, la acalorada discusión, para lanzarle una mirada sorprendida y decirle tan atónita como concluyente «¡pero si tú habías pedido lenguado!, ¿por qué te estás comiendo esto?, ahora mismo llamo al camarero y te lo cambia», Elia con miedo a molestar, a resultar poco oportuna, a ser el centro de las miradas de los otros, a crear situaciones que fantasea como embarazosas y que no lo serían para nadie más que para ella, sin animarse a protestar cuando se equivocan en el restaurante, cuando pasan delante de ella en una cola, cuando la atienden mal en una tienda, cuando le cortan el paso en la carretera, y avergonzada luego por no haberse atrevido a protestar, o estallando algunas veces en esos arrebatos de los tímidos, siempre inoportunos y desmesurados, siempre a destiempo, que la dejan muchísimo más confusa, muchísimo peor, con un miedo parece a no ser comprendida o a no ser aceptada, deslizándose torpe y desmañada por entre las mesas en penumbra —el día que se conocieron, el día que Pablo las conoció a las dos—, como si sus miembros obedecieran a un mecanismo rudimentario, poco sofisticado, o padeciera de un exceso de piernas y de brazos —sólo ligera Elia, sólo segura y armoniosa, cuando se mueve como ahora por el agua—, avanzando titubeante pero precipitada, chocando con las sillas, amenazando con tumbar las mesas y volcar los vasos, interceptando el paso de los camareros, respondiendo con voz opaca y sonrisa forzada a las personas que la saludan y que no logra casi nunca reconocer y que la tacharán más tarde de engreída y antipática y hasta mal educada, y llevando para colmo aquella noche en brazos un gatito abandonado (un gatito que acababa de encontrar y que se convertiría en la gata Musli, la vieja gata hoy casi vegetal, que duerme a todas horas como en un aprendizaje del sueño último y definitivo, mientras la miran ellos con aprensión y miedo, preguntándose qué sentirán, qué sentirá ante todo Elia, cuando muera este animal, cuya vida ha abarcado los años de su juventud, de la juventud de todos), brindando una imagen casi patética de confusión y desamparo, para sentarse al fin, tras el difícil periplo interminable entre los camareros, los bailarines y las mesas, junto a ellos, y los otros —incluida Eva— no han advertido siquiera hasta ahora su presencia, y ni cuenta se dan de que jadea sin aliento, sonrojada hasta las orejas y tenazmente enmudecida —en días como aquel servían poco los esfuerzos de Eva por arrancarla a su silencio y hacerle tomar parte activa en la reunión—, fumando Elia pitillo tras pitillo —y resultó más tarde que no le gustaba fumar—, acariciando al gatito que gime en sus rodillas y le clava las uñas en la ropa y le lame las manos, escuchando la música de jazz como si le fuera la vida en no perder ninguna nota (y averiguarán más tarde que es Elia sorda para cualquier tipo de música, para cualquier otra música que la de las palabras). Y ya en aquella primera noche de hace tantísimos años, aunque fascinado muy pronto por Eva la de hermosos ojos, la de cuerpo esplendoroso, Eva la apasionada, Eva la locuaz, Eva la intrépida, se fijó él en aquella muchachita que la seguía, que se había aventurado a cruzar siguiéndola —y con tantísimos sudores— la discoteca veraniega y atestada, que se había sentado recelosa a esta mesa de extraños —que no le hicieron por suerte para ella el menor caso—, y que les escuchaba —a ellos y a la música— con atención suma, sin intervenir ni rechistar, pero que tenía en la mirada, en la comisura de los labios, una ironía acerada, un asomo de risa retozona, que permitía adivinar, que le hizo a Pablo suponer, que la muchacha podía ser brillante e ingeniosa y divertida en grupos menos numerosos, en círculos más íntimos, y le dio la certeza de que —por más que en cierto aspecto la intimidaban— una parte de Elia se había distanciado ya, catapultada a miríadas de años luz, y desde allí los analizaba y los juzgaba, curioso ese desdoblamiento de Elia que ya entonces le llamó la atención, desconcertante la rapidez con que la muchachita tímida de entonces se trasmutaba sin que se dieran cuenta en un juez que implacable —más rígida muchas veces que Eva la supuestamente doctrinaria— tomaba decisiones y los condenaba o se autocondenaba, Elia la desvalida sí, pero también en ciertos momentos Elia la implacable.
Aquella primera noche de verano, de hace tantos tantísimos años, acaso quince o dieciséis, no puede Pablo ahora exactamente precisarlo, y aunque justo aquel día había conocido a Eva, apenas unas horas antes, y empezaba ya a sentirse atraído de modo inevitable (hacía mucho calor en el local cerrado, el local atestado, y salieron a la plaza ellos dos sin esperar a los amigos, con el propósito de tomar un poco el aire —dejando a Elia abandonada entre desconocidos, porque sólo después, mientras bajaban paseando por las Ramblas hacia el mar, se acordó Eva de que habían olvidado dentro a su amiga y lamentó, entre risas y veras, lo terriblemente mal que debía de estarlo pasando sentada allí, entre gentes extrañas, sin animarse quizás a sin más levantarse y desaparecer—, y rebasaron el monumento a Colón y más allá, en el muelle oscuro, ante las siluetas temblorosas de los barcos en sombra, confesó él hasta qué punto se sentía solo y triste y atrapado, y hasta le recitó de memoria alguno de los poemas que había estado escribiendo para otra chica a lo largo del invierno, y Eva escuchaba atenta, y parecía capaz de entender todo, y luego se reía, aunque le dijo que sus versos no estaban nada mal y que debía por encima de cualquier otro empeño continuar escribiendo, pero rio de todos modos, y no podía entender él poco ni mucho ni nada qué había en sus confesiones o en sus versos que pudiera provocar la risa, aunque era en cierto modo una risa liberadora, conjuradora de fantasmas, como una bocanada de aire fresco en su universo limitado y clausurado y enrarecido, y estaba tan hermosa Eva —ella sí esplendorosa y estallante como un fruto, prodigiosamente cálida y frutal, con esa piel dorada de morena clara y estos dientes blanquísimos e iguales que acentuaban su aire remotamente exótico y tropical— tan hermosa en la noche de verano, con la espalda y los hombros desnudos, sólo unas tiritas finas, dos tirantes breves y satinados, interrumpiendo en cruz la espalda, y el vestido negro caía tan hermosamente, denso y ajustado, pegándose a su cuerpo, y Eva tenía los ojos más bonitos y más grandes y oscuros que había visto Pablo en toda su vida, y acaso por esto —por la profundidad de sus ojos— parecía la muchacha capaz de comprenderlo todo, y Eva borboteaba, refulgía, exultaba, atragantada de risas y palabras, Eva ronroneaba, Eva canturreaba, cariñosa y burlona y feliz, Eva le escuchaba con la cabeza un poco ladeada, el cabello negro y aceitoso cayéndole por los hombros, la boca entreabierta, los ojos brillantes, y estallaba luego en una risa cálida o en una risa loca, y a él, que tenía unas horas antes la convicción de haber llegado al final, esa certeza desolada de lo irremediable que sólo se da a los veinte años, a él que había sido arrastrado por los amigos a vivir en las calles y las discotecas la velada del sábado y que no había abandonado su aureola de héroe romántico abrumado por el pesar de unos amores trascendentes y desgraciados, le pareció de pronto, de pie junto a ella, allí en el muelle, que la situación podía fácilmente invertirse, que muchas cosas podían recuperarse y conquistarse si Eva le escuchaba y le comprendía, le pareció que los viejos fantasmas retrocedían ante la mirada audaz, la risa descarada de la chica, y que la felicidad podía haberle estado aguardando sin que él lo descubriera al otro lado de la esquina, y que allí mismo podía empezar una vida nueva si se abandonaba sin ofrecer demasiada resistencia, si se dejaba arrastrar por esta muchacha tan extraña, mucho más vital, mucho más alegre, muchísimo más libre, que todas las otras mujeres que había conocido Pablo hasta entonces, porque Eva se prestó de inmediato a acompañarle a su estudio y hasta se burló un poco cuando él, convencional o escandalizado, le propuso tomar antes unas copas en cualquier parte, «¿te parece que ha sido demasiado corto el noviazgo?», y era por lo tanto absolutamente inclasificable según las normas de aquellos tiempos represivos y oscuros, imposible alinearla entre los coros de las vírgenes o en los supuestos aquelarres de las prostitutas), pero, aunque las conoció el mismo día a las dos, y su interés estaba desbordado, su atención absorta por Eva, por sus ojos negros, por su piel dorada, por su risa contagiosa y loca, por la espontaneidad y la fuerza y la alegría de animalito joven con que se manifestaba, ya en aquella primera noche entró también Elia la pálida y brumosa, Elia la flaca y tímida —no por ello, y lo intuyó enseguida, menos insólita e incluso transgresora— a formar parte importante de su vida, fundidas ambas para Pablo en una realidad en cierto modo indivisible y única, tal vez porque eran entre ellas tan amigas cuando las encontró, en la noche de aquel remoto estío de hace ya dieciséis o diecisiete años, y quizás ayudó la coincidencia de haberlas casi juntas conocido, caras complementarias aunque opuestas de una misma moneda, Eva solar y prepotente, Eva fuente de vida, Elia selénica y acaso secretamente embrujadora y lúdica, y cuando Pablo dice riendo «mis mujeres», no incluye para nada este posesivo —y ellas lo saben bien— a distintas mujeres que a lo largo de su vida haya él frecuentado y poseído, que hayan sido en algún momento sus amantes, cuando él piensa en silencio «mis mujeres», se refiere a las dos, aunque es lo cierto que con Elia no se ha acostado nunca, pero les destina extrañamente un amor contrapuesto y compartido, o tal vez se deba ante todo su hondo afecto por Elia, esta emoción que le causa verla avanzar a nado por la superficie marina, más desvalido aún su cuerpo al estar desnudo, con el abandono de una ondina desterrada —una ondina amorosa y vencida— que regresa por fin a su mundo perdido, imposible saber si gravemente herida, tal vez se deba pues en parte este amor a que son ambos —Elia y Pablo— cómplices en una misma devoción, planetas apagados de un universo solar en el que Eva les confiere y comparte con ellos la luz propia, unidos ambos quizás en el orgullo de admirarla, en el afán de comprenderla y secundarla, en el vago temor a perderla, en el pesar de no sentirla nunca —imposible saber si Elia lo vive así o si es únicamente él quien lo está fantaseando— enteramente familiar y suya, nunca rendida Eva por entero a la amiga o al amante, y es sin duda esta oscura complicidad de correligionarios, de sumos sacerdotes de un culto fascinante y a veces arbitrario, lo que les une a ellos y les ha hecho quererse a lo largo de años con ese amor inamovible y entrañable, incestuoso y sacrílego.