Se aleja de la barca a brazadas lentas, sintiendo cómo rompe y cómo choca contra su cuerpo el agua, siempre muy fría aquí, en este refugio entre las rocas donde está tan inmóvil y donde es tan profunda, donde adquiere un verde más oscuro pero resplandeciente, como estos cristales que encontraba de niña por la playa, y a los que atribuía extrañas procedencias, misteriosos orígenes submarinos, y que resultan ser sólo —alguien a quien no recuerda se lo explicó algún día de la infancia— pedazos de cascos de botellas verdes pulidos y redondeados por el mar, todavía más fría el agua en estos primeros días del verano de lo que estará en agosto y hasta en setiembre, y siente Elia cómo se quiebra el mar contra sus pechos, que se han puesto de pronto apretados y duros y turgentes, con los pezones levemente doloridos, siente cómo se desliza luego el agua dividida por debajo de su cuerpo, a lo largo de los flancos y del vientre, hasta desaparecer entre el gesto acompasado y breve de sus piernas y cerrarse a sus espaldas en una superficie nuevamente inmóvil, y Elia nada ahora con los ojos entrecerrados, molesta acaso por la intensidad excesiva de la luz, del sol del mediodía, y sabe que su gesto al precipitarse en el agua ha sido hoy tan impremeditado y repentino —sin las largas dudas y perezas y lamentos que preceden otros días al baño, porque se hacen las dos mujeres las remolonas y alguien que las oyera sin conocerlas podría creer incluso que iban a quedarse por fin en la barca, sin ni sospechar que existe en ambas mujeres, tan distintas, idéntica pasión por el mar, y que las vacilaciones y las quejas son sólo un juego más— que Eva no ha tenido tiempo de seguirla, para poder así bracear juntas en un diálogo no interrumpido por el tránsito desde la barca al agua, tan charlatanas las dos en el recorrido marino como pueden serlo en el deambular por el paseo o por la playa, más íntimo muchas veces aquí su parloteo, porque el mar las aísla, las protege, las encierra en un reducto tan propicio a las confidencias como lo es a veces el interior de un coche que avanza en la noche por la carretera desierta a lo largo de campos y de pueblos dormidos, y aunque al meterse juntas en el agua su conversar continúa —apenas interrumpido por el breve paréntesis de quejas y consideraciones relativas al frío—, se hace muchas veces aún más entrañable, más profundo, en esta soledad a dos que crea para ellas el mar de la mañana.

Pero hoy Elia se ha decidido de repente, y sabe que Eva se habrá quedado dubitativa en la barca, viéndola alejarse y preguntándose si debe seguirla o esperarla, preguntándose también por milésima vez en las últimas veinticuatro horas qué diablos le pasa, si habrán sido tan graves los problemas con Jorge, sorprendida ante todo por el hecho de que ella, muy reservada y escondedora con otros pero comunicativa cuando están las dos solas y juntas, calle tan tercamente, se mantenga tan obstinadamente muda desde que llegó anteayer al pueblo y a la casa, con las maletas llenas de cosas heterogéneas y con la gata Musli —tan vieja ya que se sobrevive desde hace dos o tres años en un simulacro de existencia casi vegetal—, y ahora Elia, mientras avanza deslizándose por el agua quieta, piensa que Eva lleva seguramente todas las horas que han transcurrido desde su llegada esperando que ella hable, que le cuente, que explique por qué ha venido a instalarse sola en la torre veraniega que comparten desde hace tantísimos veranos, con un equipaje extraño, lleno de ropas inllevables en el pueblo, inútiles en verano, pero sin Jorge, y sin hablar tampoco para nada de la ausencia de Jorge, porque a lo largo de los años han tenido las dos disgustos y dificultades, y siempre, desde el día en que se conocieron en la universidad, se lo han contado todo o casi todo, y acaso haya adivinado ya Eva o esté empezando a barruntar que lo que ocurre ahora puede ser distinto, y tal vez por eso ha renunciado a seguirla dentro del agua y la deja irse alejando sin pretender alcanzarla, resignada a esperar su regreso, a esperar a que Elia por propio impulso hable, y se pregunta Elia cómo se las arreglará para contarle —porque un día u otro, antes o después, a lo largo de este verano que siempre había sido a cuatro y ahora va a ser parece a tres, ella va a tener forzosamente que romper a hablar, va a tener que intentar explicarles—, cómo se las arreglará para contarle a Eva este vacío que no tiene fondo, esta atonía letal del pensamiento, que la reduce a una existencia casi vegetal, como la de su gata, este anhelo profundo de transformarse en piedra, oscura vocación de ser lagarto, que empezó hace unos días, o acaso unas semanas, no podrá precisarlo, porque también el tiempo se ha modificado y ha adquirido calidades distintas, y también esto va a tener que explicárselo antes o después a Eva, y no sabrá tampoco cómo hacerlo, porque ¿cómo contarle a Eva, cómo contarle a nadie, ni siquiera a Miguel, sin que suene terriblemente falso, grotescamente rebuscado y pedante y literario, que el tiempo se le quedó de pronto, en un instante de los últimos días o de las últimas semanas que ella no es capaz de precisar, estático e inmóvil y achatado, y que ella navega por él —como por la mar— sin alterar la superficie, y es que quizás en realidad no avanza, sino que se mantiene también quieta e inmóvil, como si el tiempo la hubiera exiliado de su devenir y ella quedara por fin detenida en la orilla, varada al margen de las cosas, varada entre los restos del naufragio, expulsada del tiempo, vomitada del tiempo y de la vida, que siguen deslizándose a su lado pero ya sin arrastrarla, puesto que no hay pasado alguno que ella pueda identificar o recordar como propio, ni hay tampoco un futuro individual que fantasear en ninguna parte?

Desde hace unos días o tal vez unas semanas, desde unos días poblados de ruido y furia, ella ha pensado sólo en esto: arribar a este pueblo con su gata vieja, como llegan a veces a las playas los náufragos, y no sentir más nada, sólo el calor de la arena o de la madera de la barca que le asciende despacio a través de la piel, sólo esta caricia leve y fría del agua, y va a ser muy difícil conseguir explicarle a Eva, tan pletórica siempre, de realidades, tan obsesionada con la verdad —aunque sabe por otra parte que a nadie más que a ella se animará a contarlo si lo cuenta a alguien—, esta su vocación de devenir piedra o lagarto, todo su ser centrado en acallar recuerdos, en conjurar imágenes, porque estallan de pronto en su mente vacía, con la intensidad de las descargas súbitas que preceden a las tormentas en la noche, unas imágenes que son ahora intolerables, imágenes que le causan un grado de dolor que teme no ha de ser capaz de soportar, tigres cruelísimos y sanguinarios los recuerdos que se le adormecen y agazapan por los últimos rincones del alma, y se ve como en una llamarada a sí misma de pie, delante de los cuatro legendarios monarcas, y siente el brazo de Jorge en torno a la cintura, encima de los hombros, y la boca de él arrastrándose glotona, insaciable, por sus orejas, por sus mejillas, por su garganta, besándola apretadamente en los labios, murmurando en su oído consoladoras promesas de retorno, estableciendo secretos lazos de complicidad entre ellos y los reyes minerales, y Elia avanza la mano y la desliza por la piedra fría, lisa, suave, en una despedida que desea sólo provisional, porque va siempre siempre año tras año volverán ellos dos aquí a esta plaza, y le pide luego a él que lo prometa en alta voz, que se lo prometa a ella, a sí mismo, al destino, a los tetrarcas, porque cree Elia todavía —no ha dejado nunca de creer— en el valor mágico de las palabras, conjuradoras o modeladoras de la realidad, cree Elia que acaso las quimeras y los sueños puedan adquirir repentina consistencia y cuerpo cuando se vierten en palabras, y ama además en Jorge, entre tantas otras posibilidades, la imagen del gran mago, el hechicero, aventajado aprendiz de brujo, el que puede en la noche, cuando ella despierta todavía entre lágrimas, tan terriblemente asustada, porque ha tenido un mal sueño, ha soñado quizás que los hombres estamos todos condenados a muerte y que también ellos dos un día u otro van a tener que morir, y esta pesadilla absurda, esa pesadilla disparatada y grotesca —¿cómo podría ser verdad algo tan atroz?— amenaza con sobrevivir al despertar, puede entonces Jorge ahuyentar los fantasmas, Jorge es entonces ante todo el que puede arrullarla en sus brazos como a una niña chica y jurarle mil veces que ambos son inmortales, que ella nunca nunca va a tener que morir, quién ha inventado esta maldad, quién ha podido discurrir tamaña tontería, y por esto Elia le pide ahora que prometa en voz alta, y él se ríe, y la llama mi chiquilla, mi pequeña, mi miedosa, mi tonta, mi sheika, mi princesa boba, y la besa de nuevo en los labios, la garganta, la punta de la nariz, la frente, le acaricia el cabello, le aparta los mechones de los ojos, y por fin, con cómica seriedad, pero quizás también él, fantasea Elia, creyendo en los conjuros, creyendo que por obra y gracia del amor se ha vuelto omnipotente, apoya la mano derecha sucesivamente sobre la cabeza de los cuatro reyes y les promete a ellos, le promete a Elia, «juro, en nombre del amor, que siempre volveremos a esta plaza».

Y si Elia tuviera que contarle a Eva lo que ocurre —y sabe que antes o después tendrá forzosamente que intentarlo, en algún día de este mismo verano que ahora comienza—, debería empezar con una frase tan tonta como «mira, el tiempo se detuvo y se acható y se me puso plano, me vomitó a la orilla, y tengo, sabes, la profunda querencia de convertirme en piedra o en lagarto», porque es esto o algo muy parecido, ganas de ser lagarto que se amodorra al sol, afanes de ser roca musgosa o verde cristal marino escupido a la playa, y luego seguiría, probablemente sin lágrimas, porque esta amargura queda más allá o más acá de las quejas y el llanto, «pasa que ya nunca voy a volver a Venecia», y sabe que esto no expresaría con justeza para otros la magnitud de la catástrofe, y sin embargo no tendrían demasiado sentido, y desde luego escasísimas posibilidades de respuesta, las preguntas de Eva la realista, Eva la pragmática y bien intencionada, tan deseosa de ser útil y de ayudarla, una Eva irritada tal vez por esas vaguedades propias de una adolescente (nunca ha entendido Eva que ella, tan inteligente en algunos aspectos, tan eficaz a veces en la escritura, pueda expresarse como una boba) y deseosa de escapar a estas expansiones mórbidas, a estas metáforas que nada explican, a eso que calificará seguramente como un recurso para eludir la verdad de las cosas y no plantearse —dirá con estas palabras u otras parecidas— cuáles son los problemas reales y qué forma hay de afrontarlos y combatirlos, poquísimas posibilidades de respuesta iban a tener las preguntas de Eva la pragmática, Eva la luchadora, en sus afanes por llegar derechamente y cuanto antes al fondo de la cuestión —¿te has peleado con Jorge?, ¿es de veras tan grave lo que ha ocurrido esta vez entre los dos?, ¿acaso hay otra mujer?—, seguro que Eva preguntará esto, y sí ha habido ciertamente mucho ruido y mucha furia en esta primavera, pero no será Elia capaz de determinar si ha habido o no propiamente peleas, y no importa ya nada —si es que ha importado alguna vez— el que haya o no otras mujeres en la vida de Jorge, se trata de algo muy distinto, que ella no sabrá explicar de otro modo, únicamente con estas apreciaciones que a Eva le parecen tan brumosas y que son sin embargo para Elia lo más próximo a la realidad, es sólo que ella no podrá volver nunca más a Venecia, porque no ha de volver allí con Jorge, y Venecia sin él es inimaginable, no tiene cabida en el mundo, ha sido borrada de todos los mapas, ha pasado a engrosar las listas de los lugares imaginarios, y por el denso torpor de la mente de Elia cruzan como relámpagos imágenes que le causan en su brevedad un dolor, un grado tal de dolor, que no sabrá expresar ni cuando hable con Eva ni si intentara algún día escribirlo, y tiene de nuevo la visión instantánea, quemante, de ellos dos en pie ante la esquina de los tetrarcas, a punto de salir el vaporetto que ha de llevarlos a la terminal del aeropuerto, a punto una vez más de abandonar la ciudad, de pie los dos allí, acariciando con las puntas de los dedos los perfiles de los rostros de estos monarcas lejanos de los que no saben propiamente nada, resiguiendo el borde de las túnicas, haciendo o exigiendo ingenuos juramentos rituales e invocaciones propiciatorias sobre sus cabezas, entre besos y risas y murmullos —mi sheika, mi brujita, mi princesa boba—, o la fugaz visión de ellos dos avanzando de la mano por callejones apenas transitados, fuera del recorrido habitual de los turistas, calles estrechas, húmedas, calladas, interrumpidas y prolongadas por los puentes que cruzan los canales, calles en las que resuenan sus pasos con un falso estruendo y a las que no llega casi nunca el sol, y un día, al extremo de una de estas calles, desembocan en una plazoleta que les es desconocida, llena de macetas con azaleas en flor, y hay un toldo a rayas blancas y azules sobre los veladores de mármol, todos vacíos porque es todavía muy temprano para el almuerzo, y, sentada en la puerta trasera del restaurante, una niña rubia juega con un gato, ¿y cómo podrá hacerle entender a Eva ya, ni a nadie, que aquel día lejano las azaleas en flor, el pálido sol de mayo (que no llega hasta las callejas estrechas y estalla inesperado en la plazuela), los veladores bajo el toldo blanquiazul, la chiquilla del gato, construyeron para los dos, sin que mediara una sola palabra, un instante de dicha perfecta, tan intensa que ella se sintió de nuevo casi mareada, remotamente enferma, como el día en que Jorge y ella se conocieron, y se apoyó en Jorge porque le temblaban las rodillas, uno de estos momentos por los que Elia se forzó durante años a seguir viviendo cada mañana un día más, antes de conocer a Jorge porque los presentía, aunque no pudo imaginar jamás que fueran tan hermosos, después de conocerle porque los sabía posibles y avara los acumulaba, esos escasos pero ciertos momentos de armonía en que uno fantasea que es acaso capaz de aceptar este mundo tal cual es y hasta de reconciliarse con lo inevitable de la muerte, porque sólo en las cimas más altas del amor y de la dicha —que para Elia se reducen a una misma indivisible realidad— la muerte nos parece tolerable y se convierte en una sombra casi amable?, y Elia sabe que no podrá explicarle nada a Eva, si no consigue transmitirle la sensación de aquel mediodía en Venecia —fuisteis felices en Venecia, ya lo sé, pero ahora ¿qué diablos os pasa?—, si Eva se atrinchera en su simplicidad irritante, que no puede ser tampoco enteramente sincera, que es más bien una cuestión de método, un arma —la simplicidad— que Eva esgrime incansable contra lo que llama, y ahí coincide con Jorge, «su exceso de literatura», nada podrá explicar Elia esta vez si la otra insiste en unas mismas preguntas, porque no se trata de que hayan peleado, ni de que existan otras mujeres en la vida de Jorge, que quizás sí existen, sino de algo mucho más terrible, infinitamente más irreparable, algo que la ha abocado a ella a ese quedar varada en las orillas, entre los restos del naufragio, excluida del fluir del tiempo, algo que la reduce a un anhelo obstinado por devenir piedra o lagarto, algo que no puede explicar, al igual que tampoco puede explicar con frases precisas, con razones concretas, esa sensación de vacío total que la va invadiendo mientras avanza lenta por un mar intensamente azul, profundamente calmo, esa sensación de carencia para siempre irreparable, que la despoja incluso de un pasado, la amargura desolada de saber que no volverá nunca más ya a Venecia y de que han traicionado los dos arteramente su juramento a los tetrarcas.