Apoya la cabeza de lado sobre la toalla, y el sol le llega tamizado a través de su cabello oscuro, como filtrado por los tallos sombríos de una selva en miniatura, la tupida enramada de una jungla minúscula, tan oscuros ahora —un castaño denso, con mechones canos— los tallos y el ramaje, en los que pone el sol leves motitas de oro, y antes fueron sus cabellos de un caoba cálido con reflejos de miel, y antes de un rubio evanescente, líquido, y antes aún, todavía más lejos en el túnel del tiempo, de un amarillo que se ponía en verano con el sol casi albino, tan claro que era inevitable el comentario de quienes la veían por primera vez —¿a quién habrá salido esta niña?, parece alemana o inglesa o sueca—, porque ya entonces no parecía de ninguna parte, y la identificaban los españoles como suiza y los suizos como inglesa y los ingleses como sueca o danesa, qué más da, observaciones banales de los adultos, repetidas monótonamente hasta la saciedad y que hacen que una los mire de pequeña como a idiotas, porque no ha aprendido todavía que casi todas las palabras se dicen porque sí, se habla por hablar, y ni sospecha que con los años terminará ella también por recurrir a estos o parecidos lugares comunes, vacías las palabras del contenido mágico que tuvieron alguna vez, el discurrir del tiempo por mi pelo, piensa ahora, y se sonríe a solas, este tiempo que unas veces ha pasado paradójicamente tan despacio, se ha alargado, ha dado de sí hasta lo inverosímil, para alcanzar a contener tantos aconteceres, tal intensidad de pesar, tanta apretada dicha, de modo que los meses se recuerdan como años y los años se dilatan a siglos, mientras que otras veces ha transcurrido monótono, como sin sentir, rápido, en los largos paréntesis de hastío, largos paréntesis huecos que debieron resultar interminables pero que se recuerdan luego como la brevedad de unos minutos, este tiempo que ahora, y es la primera vez que Elia tiene esta idea, y se sorprende, parece haberse puesto plano, haber perdido volúmenes, achatado en un presente inmóvil, privado de perspectivas y relieves, quizás porque el pasado ha sido rechazado, anulado, negado, como una historia vivida por otra o por muchas otras a distintos niveles, y no hay tampoco ahora un futuro que esperar, incapaz Elia de hacer proyectos para los días por venir, incapaz de imaginarse a sí misma en las próximas semanas, de fantasearse en los próximos años, y es que el tiempo, privado de pasado y de futuro, se le remansa en un presente estático
Y Elia sonríe a solas, agazapados ojos y sonrisas en esta tienda improvisada que erigen contra el aire exterior, contra la agresión conjugada del sol y del viento, la toalla, la arena, un trozo de su brazo, el cabello largo y liso, ahora tan oscuro, el lento, el incesante progresar de los días por mi pelo, piensa, un discurrir hacia el castaño claro, hasta un caoba ahora veteado de sombras color plata, y más adelante será el gris, y más adelante todavía tal vez se llegue al blanco, no tan distinta acaso la blancura final de aquel primer amarillo palidísimo —caso de que el tiempo siga discurriendo en un futuro que ahora no imagina, y no haya quedado al achatarse inmóvil—, al primer amarillo palidísimo, piensa, y de nuevo se sonríe, la foto de una niña muy muy rubia, con blusita camisera y falda escocesa tableada, porque la madre siempre la viste así y aumenta intencionadamente su aire de extranjera (¿a quién habrá salido esta chiquilla?), y es gracioso el traje, como un disfraz de niña ya mayor, de escolar aplicada, y hasta lleva, cree Elia recordar, un libro bien sujeto bajo el brazo, y unas gafitas redondas que le bailan sobre la nariz, y es sin embargo todavía muy pequeña, seguro que no ha cumplido aún los cuatro años, una niña de cara redonda y grave, de trenzas apretadas, recién peinadas, en manos de una madre muy joven, que sonríe, y la separa un poco de sí para mejor mirarla, y la sostiene firmemente cogida, firmemente en brazos, en el peldaño más alto de la escalera que conduce a la galería descubierta que circunda la casa, y es que a Elia le da, le daba algunas veces, por mirar fotos antiguas, papeles viejos, y en el revoltijo del tercer cajón de la cómoda, entre cartas y recetas y facturas y programas y catálogos, aparecía siempre esta foto, y Elia la ha observado durante años con una curiosidad especial, porque ve a esta niña —tan anglosajona, tan seriecita, tan pelirrubia— como a una extraña, alguien que no fue ella pero a la que tal vez le hubiera gustado parecerse, y se pregunta Elia si en algún instante del pasado —mucho antes de que el tiempo se achatara y perdiera relieve— pudo ser ella tan graciosa, tan bonita, tan bienamada, y si es sobre todo posible que en cierto día que no logra recordar su madre la sostuviera en alto con gesto cariñoso (tan maternal su madre en esta fotografía), apartándola un poco de sí para verla mejor, mirándola de hito en hito y sonriendo con orgullo, en un gesto muy tierno y en el fondo casi desvalido, con una belleza suave, ensoñada, melancólica, porque la madre ha sido siempre, hasta donde alcanzan sus recuerdos, una mujer espléndida y arrogante, y sólo en esta fotografía surge y sobrevive inesperada la imagen de una mujer muy joven, frágil, que sonríe para sí en un gesto tímido, con un encanto tierno y escondedor que en la realidad Elia no le ha visto jamás, ¿sería de veras así la madre, sería así antes, en un verano remoto que todos han olvidado?, las dos en lo alto de la escalera, mientras su padre les sacaba una foto en el porche de la casa veraniega, casa que Elia tampoco logra recordar, y no sabe siquiera si daba en efecto esta escalera, como imagina, a la parte trasera de la casa, sólo evoca o inventa un olor a moho, a humedad entremezclada de sales marinas, unas alcobas enormes y oscuras, una azotea donde se tendía la ropa a secar y donde anidaban las golondrinas, y oía ella piar enloquecidos a los polluelos en el amanecer, o quizás fueran los padres mientras los empapuzaban, un griterío ansioso que eso sí no ha olvidado, y es lo cierto que ni segura está de que fuera su padre quien les sacó esta foto y lo fantasea sólo porque en la foto el padre no aparece, aunque ¿cuándo aparece el padre en sus recuerdos de niña?, ¿cuándo encuentra ella siquiera entre los cachivaches y papeles viejos algún indicio que pueda atestiguar la real existencia de un padre siempre ausente?, y en esta escena desconcertante en que adquieren las dos, la madre y ella, aspectos insospechados, improbables, difícilmente creíbles, en esta instantánea que es único testimonio, discutible prueba, de un pasado que no vivió jamás, Elia se inventa —¿por qué no habría de hacerlo dado que todo lo que aparece en la foto es asimismo pura fantasía?— a un padre con la cámara en las manos, entre las azaleas y los rosales, haciendo sonreír con sus burlas, con sus bromas tiernas, desde el pie de la escalera, a la mujer que le oye desde arriba, ¿a qué podría responder si no la media sonrisa suave de la madre, ese gesto azarado y complacido que la hace parecer un poco más joven todavía y la hace al mismo tiempo tan entrañablemente maternal?
Un poco tonto sin embargo haber andado siempre a vueltas con papeles, inspeccionando cajones, revolviendo fotos, intentando rescatar fragmentos de un pasado, o más que eso desentrañar la clave, saber cómo fue una en realidad, cómo fueron los otros, por qué se han desarrollado luego así las cosas y las gentes y las vidas, imágenes remotas en las que sólo raras veces se reconoce, cartas escritas por ella con pasión, o esperadas con ansiedad febril, abiertas con dedos temblorosos, el corazón en la boca, leídas y releídas y aprendidas de memoria, y de las que no se logra evocar más tarde ni siquiera el sentimiento o la anécdota que las motivó, y se encuentra a veces Elia enfrentada a unas siglas, a unas frases o unos nombres en clave, que obedecieron sin duda al afán de preservar de ojos extraños una aventura o una identidad que debió de ser en aquel entonces crucial, que debió de parecer inolvidable, y que después del paso de unos años no se acierta siquiera a descifrar, llenas las cartas, los poemas y los diarios de su adolescencia de unos sobreentendidos y unos símbolos que los hacen tan incomprensibles y ajenos como la atmósfera de la foto familiar en el porche de la casa veraniega, aunque ahora, piensa Elia mientras toma el sol en la playa, de bruces en la arena, también esto ha terminado ya, esos hitos del pasado a los que recurría reiteradamente en un intento de yo misma comprender o de mejor para él explicarme, y antes de meter lo indispensable en las maletas, de subirlas al coche con la gata y abandonar la casa, ha revisado carpetas y papeles, ha dado vuelta a los cajones, ha vaciado los estantes, ha hojeado los álbumes, y ha ido rompiendo con método y sin ira todos los rastros de su vida anterior, cualquier indicio de que Elia haya existido alguna vez, todo aquello que pudiera evocarla o recordarla, y no sabe muy bien por qué lo ha hecho, el porqué de esta destrucción sistemática, parsimoniosa, sin lágrimas, y se pregunta ahora si habrá sido ante todo para castigar a Jorge con un abandono tan total que abarque incluso lo que han vivido juntos en el pasado, incluso lo que malvivió ella sin él antes de conocerle, o si habrá sido acaso un desolado intento de borrarse a sí misma de la historia —la de él, la de ella, la de todos— y no dejar tras de sí ni el menor rastro, como si yo no hubiera existido jamás, se repite, sí, como si no hubiera existido jamás, todo roto, quemado, perdido, y no es exactamente tristeza lo que ahora siente, como no fue tampoco odio o ira lo que sintió mientras desvalijaba de sí misma la casa, no se llama tristeza este vacío, y Elia hunde la cabeza en los brazos cruzados, siempre de espaldas al sol, de espaldas a la luz, a la gente de la playa, y se abandona a la arena tibia —todavía no quema la arena a estas horas de la mañana— y renuncia a intentar puntualizar lo que pasó, a tratar de establecer el orden y el significado de los acontecimientos de las dos últimas semanas, aunque no se ha tratado en realidad de acontecimientos, y no logra siquiera recuperar palabras que le consta se dijeron, gestos que se hicieron, que ella hizo, y la asustan incluso las precisiones y comentarios de Miguel a unos incidentes y conversaciones que se le borran y confunden y diluyen en una sensación única, desagradable, viscosa, como en estos sueños donde alguien nos persigue y deseamos con todas nuestras fuerzas salir huyendo, pero tenemos los miembros paralizados, fuera del control de nuestra voluntad, y se nos hunden los pies en un engrudo pegajoso que nos atrapa, y notamos muda la garganta para cualquier llamada de socorro, para cualquier grito de terror.
En esta pesadilla viscosa en la que todo se confunde, a lo largo de estos días terribles, Elia se recuerda sólo diciéndose a sí misma «no importa lo que ocurra, porque pase lo que pase llegará el verano y yo estaré una vez más en la playa, oyendo el rumor inacabable del mismo mar, tomando el mismo sol, reducida quizás a una criatura ya no humana, sin sentimientos de persona, sin recuerdos humanos, sin humanos anhelos, capaz sólo de la modorra placentera de un lagarto, sumido al fin en un torpor sin malos sueños», sólo un lagarto al sol, el primer sol de la mañana, que le entibia sin quemazón la espalda, mientras la arena deja ascender lento su propio calor a través de la toalla, y Elia levanta de nuevo la cabeza y de nuevo se desparrama entre su ojos y la luz una densa enramada perfumada y oscura, y es mejor no recordar ya más que hubo una vez, otras muchas veces a lo largo de sucesivos veranos, dos cabezas juntas sobre la arena, dos cuerpos vecinos sobre la misma toalla, dos bocas que se buscaban golosas entre risas tras la celosía dorada del cabello, mientras una mano le extendía la crema aceitosa por los hombros, por las piernas, por la espalda, en una deliciosa caricia que se quería interminable, mejor no recordar, porque lo demás es todo igual o casi igual, las mismas jovencitas de satinada piel dorada, de largas piernas, de breves bikinis relucientes, que cruzan y recruzan por el borde del agua, que se sumergen luego entre agudos gritos de hembritas frioleras o enceladas, deteniéndose primero unos instantes en este punto donde las olas se resuelven en espuma y la espuma se divide, burbujea, retrocede al contacto de los tobillos finos, de las frágiles rodillas de esas potrancas aún sin doma, tan distintas no obstante las voces agudas y excitadas de las muchachitas que se meten a pocos en el agua fría —aunque no lo bastante fría como para justificar tanto aspaviento, piensa Elia, mientras sonríe y vuelve a esconder la cabeza entre los brazos, con lo cual la visión desaparece— de las voces desagradables y gritonas de las mujeres maduras, las jóvenes esposas, las mamás, que parlotean en grupos, mientras intercambian entre sí recetas, consejos, prepotencia y bronceadores —¿qué sentido pueden tener los bronceadores si no hay una mano tibia que te los extiende lenta desde la nuca a lo largo de la espalda, que se demora en la cintura, te cosquillea en los muslos, agarra posesiva y juguetona la punta de los pies?—, voces estas que se resuelven en un monótono zumbido del que Elia no intenta tan siquiera recuperar aisladas las palabras (tan cierta está de la inanidad de lo que dicen), y constata que hace mucho, hace ya mucho —si es que ocurrió en algún tiempo pasado— que ella no se contrae, chilla, exhibe el cuerpo tenso y en puntillas, mientras los chicos la observan desde la orilla, y no tiene tampoco nada que ver con estas jóvenes señoras que propagan en la mañana su zumbido de moscardones, tan asentadas en el mundo como lo están en esta playa, con sus sombrillas, sus tumbonas, sus cremas, sus niños y, claro, sus maridos, demasiados posesivos para una mujer que no posee apenas nada, que es únicamente un lagarto al sol, una sonrisa triste, una cascada de cabello largo, lacio, oscuro, y también son los mismos niños, o muy parecidos a los de entonces, los que corretean y salpican y juegan a la pelota y la cubren de arena —no ha logrado sobreponerse nunca a la repugnancia que le inspira la arena sobre el cuerpo mojado—, los niñitos que le arrugan y ensucian la toalla, aunque parecen absolutamente decididos a no darse cuenta, del mismo modo en que se resisten heroicos y tenaces a las llamadas insistentes de estas señoras, las jóvenes esposas y mamás, que lo tienen todo, que se llenan la boca de adjetivos posesivos como de rezumantes y empalagosos caramelos de fresa, y vocean repetidamente los nombres, los diminutivos imposibles, sin necesidad ninguna, porque sí, por el mero placer de dejar constancia y hacer valer su propiedad, se dice con fastidio Elia la despojada, Elia la sola, la que ha sido exiliada del devenir del tiempo, la que yace en la arena y no tiene siquiera un pasado que desee recordar, un futuro que pueda asumir, sólo un paréntesis —que ella quisiera largo como la misma vida— de lagarto al sol.
Y las mamás (y de repente Elia la desmemoriada recuerda la habitación blanquísima de la clínica, el crucifijo en la pared desnuda, las ventanas inundadas de sol, las flores, tantas flores que su aroma la marea y no caben en la habitación ni tienen sitio ya en el altar de la capilla y se marchitan alineadas junto a la pared del corredor, las caras bobas y risueñas, los besos, las felicitaciones, todos, médicos, monjas, enfermeras y hasta los amigos, obstinados en llamarla mamá, un mamá que debiera halagarla y que la pone sin embargo incómoda, quizás sea sólo que le da vergüenza, o que le resulta, a pesar de los interminables meses de embarazo, inesperada y ajena la maternidad, y se sentiría también tan mal y tan asustada, si no estuviera Jorge allí a su lado, feliz, desmesuradamente feliz, incomprensiblemente feliz, maravillosamente feliz, «es una criatura preciosa, Elia, al mirarla he pensado que ya he hecho todo lo que tenía que hacer en la vida, que ahora ya podría morir»), las mamás llamando porque sí a unos chicos que han aprendido a no escucharlas, a ni siquiera oírlas, mientras los niños más pequeños salpican en la orilla con la palita y el cubo o lloran acogotados en las manos de un padre que los mete a la fuerza en el mar, y los críos se aterran asustados a los brazos, se pegan a los torsos desnudos, intentan trepar hasta los hombros y escabullirse así al contacto inevitable con el agua, y Elia se pregunta que estarán haciendo, qué creerán conseguir estos padres, y piensa: les están enseñando el miedo, porque quizás para estos niños muy pequeños el miedo no existía o existía apenas o existía distinto, pero siempre hay adultos dispuestos a enseñarnos el miedo mientras simulan predisponernos a la audacia, nos enseñan el miedo y lo sitúan si pueden en el centro mismo de nuestras vidas, al lado de la culpa, y las muchachitas se meten en el agua entre gritos y risas, y los chicos las observan y luego, cuando ellas pierden por fin pie y se alejan nadando de la orilla, se precipitan ellos de cabeza y las alcanzan y las rebasan en impecable croll (seguro que han visto, piensa Elia, las películas de Tarzán, y a la mejor cuando se detienen mar adentro y ríen y cuchichean juntos y se salpican y se embisten, se están repitiendo: «Yo Tarzán, tú Jane», pero no, seguro que no, decide Elia la defraudada, Elia la descontenta, seguro que se estarán diciendo algo más banal, más malicioso y feo), y los chiquillos corren por la arena, trepan a las barcas, salpican de agua y de arena, incordian con la pelota, y el grupo de las madres, madres por esencia, se dice Elia, la maternidad como una forma de estar en el mundo, charlotea cual una variopinta asamblea de cotorras —¿qué discutirán en sus asambleas las cotorras?—, y los maridos, los padres, en lugar de besar bocas golosas tras las tupidas enramadas de la selva más rubia o más oscura, en lugar de extender cremas y aceites en largas caricias interminables, desde la punta de los pies hasta la nuca, adiestran a los más pequeños en el mar, o nadan también ellos en impecable croll mirando de reojo a las jovencitas, quizás como si jugaran, tan mayores, a Tarzán, y algunos de los niños más pequeños tienen miedo, pero no importa, ya lo superarán, y todos están en definitiva ocupando el lugar justo que les corresponde (el lugar exacto que les ha sido asignado en la armonía total del universo, recuerda Elia la burlona, Elia la descreída, sus clases de formación del espíritu nacional), hasta tal punto que se suceden las generaciones, se cambian los papeles, pero la escena de la playa sigue casi inalterable.
Sólo ella está, parece, y acaso desde hace mucho tiempo, desde mucho antes de que lo descubriera y aceptara, fuera de lugar, y a lo mejor hasta se ha vuelto invisible, porque la verdad es que los hombres no la miran, las mujeres no le hacen caso para nada y los chicos cruzan sobre su cuerpo con un salto limpio —derramando sobre ella y su toalla (por fin puede aplicar un posesivo) regueros de arenisca y agua sucia—, sin presentar síntomas de querer disculparse, ni siquiera de verla. Sería un fin hermoso, piensa Elia, un bonito modo de terminar, tendida aquí, al sol tibio de la mañana de julio, como un lagarto perezoso, un lagarto muy viejo y quizás sabio, tanto que de puro sabio lo ha olvidado ya todo, y sólo aspira a convertirse un día, perdido su existir apenas vegetal, en una hermosa piedra verde.