Elia despierta con la boca de Ricardo sobre su mejilla, la mano de él apoyada, ahora blanda, desmayadamente, sobre su pecho desnudo entre las sábanas —«tengo que irme, ¿cómo estás?, ¿no te habrás enfadado, verdad?»—, despierta con una vivísima, inconfundible sensación de desagrado, con la inequívoca sensación de que algo ha ido muy mal o algo acaso ahora no funciona, esta conciencia de miedo, de ansiedad o de dolor que la asalta tantas veces en el mismo despertar, varios segundos antes de que haya podido establecer los motivos de la tristeza, el temor o el desagrado, pero hoy, como en una punzada, Elia recuerda enseguida —«¿y Clara?, ¿dónde está Clara?»—, mientras se desencadena una vertiginosa sucesión de imágenes: Clara fumando el hachís como una niñita buena y aplicada, bebiendo el champán que no le gusta y buscando los ojos de ella con ojos atónitos y desolados, la mirada interrogante y perpleja de Clara, esa mirada terrible de los niños y los animales que sufren y no entienden, mientras Ricardo la empuja, la aturde, le va sacando la ropa, la obliga a meterse en cama —y Elia lo está viendo todo aunque no mire, por más que finja o procure concentrarse de veras en los dobleces de la colcha de ganchillo—, Clara luego en sus brazos, tan temblorosa y desvalida y cálida, tan conmovedores sus esfuerzos por contener el llanto, tan patéticos sus intentos de bromear, mientras Elia se obstina en hacer como que no entiende, y por último Clara debatiéndose a su lado entre las piernas y los brazos pulpo de Ricardo, desbordada por el asco y el terror, mientras ella, Elia, se demora y tarda tanto tanto en intervenir y en apartarla, la cabeza de Clara moviéndose desolada de un lado a otro de la almohada, los muslos apretados, las rodillas temblorosas pero tercamente juntas, los sollozos de Clara, que es empujada a un lado, dejada al fin al margen, aunque no puede tal vez dejar ya de contemplarlos, mientras él la cabalga a ella como un loco —convertido en el más prepotente de los simios superiores, en el más voraz, este joven poeta al que amó hace tan poco por su timidez, por sus miedos, por su inexperiencia—, y luego la imagen, encadenada a las otras imágenes, pero que no puede ya ser un recuerdo, debe tratarse como mucho de una premonición, una fantasía loca, un espectro de su mala conciencia y de sus aprensiones, porque de ser real habría oído ella el tumulto en la calle, al pie de la terraza, y Ricardo no estaría tampoco aquí, tan tranquilo, sólo con el aire ligeramente confuso, remotamente contrito y al mismo tiempo envanecido del niño que ha hecho una travesura, una mano apoyada indiferente en su pecho como en el manillar de una bicicleta o la cabeza de un perro, en un gesto vago y posesivo, y tiene que ser por lo tanto sólo un espejismo, producto de sus sentimientos de culpa y de sus temores, esta imagen horrible de Clara, mucho más horrible que todas las otras imágenes que identifica como recuerdos, encaramada desnuda en la balaustrada de piedra, entre las macetas de gardenias y las jaulas de los canarios enmudecidos de espanto, Clara saltando al espacio con un grito aterrador o con un silencio todavía más terrible, con el maullido desgarrado del gato que pretende escapar y se desploma en el vacío, y tampoco puede ser cierta la otra imagen de Clara caminando por la calle, bajo los árboles cuajados de brotes tiernos, arrimada a las paredes cual si la atosigara el miedo o la acosara el frío, igual también aquí a esos gatos que ha visto algunas veces Elia merodear junto a los portales de las callejas donde vive Clara, nunca de los barrios residenciales, arrimada a los muros como un felino que ha sido definitivamente expulsado del paraíso, que ha sufrido tal vez esta expulsión total que se consuma sólo con la pérdida de la fe, porque es seguro que a estas alturas Clara no cree ya en el paraíso de los gatos, aunque quizá conserve todavía la confianza en el infierno, no el infierno que puede aguardarla en el más allá y del que la separaría sólo el tenuísimo velo de la muerte, sino el infierno de los gatos vagabundos que han perdido la fe y han dejado de esperar y, peor todavía, han dejado también de desear un imposible paraíso, en esa carencia total que incluye la muerte del deseo, y este es el infierno que Clara debe de estar descubriendo ahora, fantasea Elia, mientras avanza escurridiza y furtiva, arrimada a las fachadas de las casas, cruzando las calzadas sin atender a los semáforos ni a las bocinas de los coches —ninguno será ya nunca la carroza de la imposible Reina de los Gatos—, guareciéndose en los portales para ir ingiriendo una tras otra —no todas de una vez, sino deleitosamente, angustiadamente una tras otra— las grageas redondas y rosadas.
Elia aparta la boca de Ricardo, la mano de Ricardo, y se incorpora en la cama y prende la luz y busca en el cajón de la mesilla y allí está el frasco intacto, con todas las grageas en el interior, y es Ricardo el que la mira ahora aprensivo y un poquito alarmado, temiendo quizá que la travesura haya ido demasiado lejos y pueda tener nefastas consecuencias no previstas, como miran los niños a los mayores a la espera de la regañina, el perdón o el castigo, nada ya simio de la selva, nada ya macho dominante y posesivo, recuperado en parte el ambiguo encanto de su miedo y de su timidez, «¿qué te pasa?, Clara se ha marchado hace mucho, has estado durmiendo más de dos horas, Elia», y luego, como adivinando su inquietud, «pero no te preocupes, nadie muere de amor», sonriendo, «¡nadie se mata por amor!», curioso que lo diga precisamente el poeta, y sin embargo tiene razón, nadie, ni siquiera Clara, se mata por amor, puesto que no ha habido un grito en el aire, el cuerpo desnudo precipitándose desde la terraza y un grupo de transeúntes siguiendo aterrados, fascinados, su trayectoria en el espacio, y aquí están por otra parte todas las grageas rosadas dentro del frasquito de cristal oscuro, nadie, ni siquiera Clara, se mata o muere por amor, y Elia suspira, no sabe bien si aliviada o desilusionada, y le asegura a Ricardo que no ha cambiado nada, que puede irse tranquilo, que ella no se había dado simplemente cuenta de que era ya tan tarde —cierto que casi no queda luz al otro lado de la ventana y ha enmudecido durante su sueño el canto de los pájaros—, le dice que ella está bien, que le quiere lo mismo, que se verán mañana, mientras el poeta ya no simio la mira suplicante, mágicamente recuperada la virginidad ante el miedo a perderla, a que Elia pueda abandonarle, y su mano, de nuevo sobre el pecho, inicia en el pezón de la mujer una de esas caricias reiteradas, mecánicas, nerviosas, que la irritan a morir, y que aumentan ahora su impaciencia por alejarlo, sus ganas de que se vaya, y hacen por tanto que multiplique protestas y reitere seguridades, hasta que Ricardo queda tranquilo y le da un beso de despedida y sale de una maldita vez de la alcoba y de la casa.
Y unos segundos después Elia oye muy cerca, en la casi total oscuridad, el pisar de unas zarpas y el salto sigiloso de Muslina, de vuelta a su lugar en la cama tras la partida del intruso, y ahora la gata la observa dubitativa desde menos de un palmo de distancia, los ojos verdes y dilatados fijos en los suyos, y aproxima su hocico a la boca de Elia, a sus pezones, a su vientre, en una tal vez certera adivinanza por el olfato de todo lo que allí ha sucedido, y frunce Muslina el hocico en un resoplido de desagrado ante el aroma del intruso, el acre aroma a sudor y a sexo, a alimaña escondida, para desperezarse luego, indulgente o resignada, y tenderse como de costumbre a su lado, a lo largo de su cuerpo, el máximo posible de las dos pieles en contacto, y quedar allí inmóvil, pegada a ella, como siempre, recuperado de nuevo el justo orden de las cosas, la posición correcta de cada cual —sólo sobra este olor penetrante y hostil y desconocido—, y Elia piensa que es seguro que Clara no ha saltado desde la balaustrada de la terraza ni ha ido tragando las grageas rosadas en los quicios de las puertas, en los anónimos refugios de los portales —y de nuevo no sabe si lo piensa con alivio o con nostalgia, o mejor, no sabe si en estos sentimientos ambivalentes el alivio es o no es mayor que la decepción y la nostalgia—, y seguro también que dentro de unos minutos, en cuanto se haya dado una ducha y se haya preparado un buen té y haya cerrado las ventanas por las que entra el relente de la noche, ella empezará a llamarla y, antes o después, cuando la otra haya agotado lo peor de su amargura y de su desencanto por avenidas y por calles y plazas, cada vez más estrechas las calles y menos arboladas a medida que se acerque a su casa —cruzando desde luego sin atender a semáforos ni a bocinas las calzadas, pero sin que le ocurra tampoco nada malo—, seguro que la voz de Clara —un poco opaca, un mucho triste, quizás un tanto despechada— responderá por fin al otro lado del teléfono, y Elia sabe que ella intentará apaciguarla y consolarla, intentará sobre todo asegurarse de que no la ha perdido, de que la travesura ha quedado sólo en esto, en una travesura, y de que como tal le ha sido ya perdonada, utilizando unas palabras muy parecidas a las que le ha dicho a ella hace unos minutos Ricardo, sabe que repetirá al teléfono todas las veces que haga falta que aquí esta tarde no ha sucedido nada, que —y ni ella misma sabrá en el momento de decirlo si es o no sincera— Ricardo es únicamente una aventura, una aventura más en su vida de mujer ociosa e insatisfecha que se aburre, cosas a las que se entrega sin entenderlas ni poderlo evitar, una aventura más que durará tal vez unas semanas o unos meses, mientras que por el contrario la amistad de ellas dos, de las dos mujeres, opera a un nivel más profundo y ha de durar toda la vida, hasta que Clara la crea o finja creerla, y ceda y le prometa ir a su casa mañana —¿y por qué no habría de seguir siendo la casa de Elia el improbable pero necesario, el fascinante paraíso de los gatos?
Mañana reanudarán los tres el juego —que tal vez para Clara, aunque no haya sido capaz de morir de amor, de matarse por amor, es algo más que un juego—, atrapados en una partida contra sí mismos o contra el diablo, qué más da, porque los juegos como este sólo terminan cuando los participantes dejan de encontrar en ellos cualquier tipo de compensación o gusto, cuando no queda ya una sola ficha sobre el tablero, y a lo largo de este verano pegajoso, polvoriento y vacío de la ciudad, un verano interminable que apenas si comienza, ella no podrá o no querrá renunciar a algo —quizás sórdido, posiblemente banal— que la libera aunque sólo sea a trechos del hastío y la angustia, del pánico ante la vejez y ante la muerte, algo que posterga el instante en que deberá enfrentarse una vez más a su imagen irreconocible en los espejos, en los ojos del marido, los hijos, los amantes, una imagen implacable que ahora parece mágicamente desplazada y abolida, sustituida por otra imagen, aunque precaria, distinta, que ha tabulado tal vez ella misma pero que encuentra magnificada, densa, casi creíble, en los ojos de estos dos adolescentes que la inventan, y no podrá tampoco ni querrá abandonar todavía la partida Ricardo, por tantos y tantos motivos, desde demostrarse ante sí mismo la fuerza de su inteligencia y de su voluntad —acaso su genialidad creadora—, por el método de componer historias vivas, con personajes de carne y hueso —una hermosa historia, una trivial historia, de tres personajes—, hasta el afán de dar salida a las fantasías que han llenado su infancia y su adolescencia, o la ilusión de encontrar en Elia, no sólo placer, sino también una palanca desde la que lanzarse a la conquista de otras hembras y acaso del universo, tan ambiciosos en el fondo y egoístas estos niños tímidos, asustados y sobre todo humillados, y tampoco Clara, la muchachita enamorada, el personaje bueno y positivo de este cuento (quizá no llegue a historia), que la ha hecho a ella Reina de los Gatos por obra y gracia de su amor, la del «hágase en mí según tu palabra» y «mi soledad empieza a dos pasos de ti», la que retiene en sus enormes ojos atónitos la mejor imagen posible —o imposible incluso— de Elia, va a poder o a querer abandonar la partida antes de llegar al final, precisamente por eso, porque —y a Elia le parece tan extraño: ¿qué habrá podido ver en ella esta chiquilla despistada?— Clara la ama, y tiene por lo mismo la mejor parte en el dolor y en la alegría, es en definitiva, concluye Elia, y ahí naufragan y sucumben sus sentimientos de culpa, la que se ha quedado con la mejor parte, la que ha asumido en la farsa el papel más brillante y el más grato, y seguirán así los tres unidos, haciéndose algunas veces felices, haciéndose otras todo el daño, hasta que cese la magia y termine el juego, y no quede una sola ficha en el tapete ni una postrera carta que jugar, y los dos —Clara y Ricardo— desaparezcan de su vida con rumbo a otros destinos no estrenados —son en definitiva los dos tan espantosamente jóvenes—, y ella se hunda en otra profunda sima de hastío y descontento, con esta o con otras futuras Muslinas a su lado, y se reanude una vez más la ronda de médicos y viajes y curas de reposo o de fortalecimiento y proyectos de trabajos o intentos de estudio, y vengan luego las semanas o los meses en que pasee su malestar por la ciudad, asistiendo como un zombie a las inauguraciones de arte, a los estrenos, a conciertos, a las casas de los amigos, hasta que por fin sucumba una vez más y se sucedan las horas muertas en la cama, ante el televisor, mirando ya sin verlas las molduras del techo, los cuadros en las paredes, las imágenes que se suceden en la pantalla, vuelta casi siempre de cara a la pared o con el rostro oculto entre las manos, sin ánimos ni ganas para encender siquiera un cigarrillo, poner un disco, decir unas palabras a los niños, responder a la llamada de un amigo, peor que muerta, mucho peor que muerta, invitada tan sólo a proseguir, estimulada únicamente a continuar la mascarada y mantenerse viva, por la esperanza de que pueda, surgir todavía algo exterior capaz de devolverle el movimiento, de hacerla florecer como florecen los cactus del desierto tras sequedades y agonías, y que le dé, durante otra breve etapa, la ilusión de existir a través del existir de otros, o de sentirse, a través de lo que otro sienta, viva, hasta que al fin, algún día, deje de producirse definitivamente el milagro, y la triste historia tonta, la sucia historia solitaria, termine felizmente para siempre.
Fin