Oye la voz de Elia, «ni el diablo, ni Ricardo ni yo podemos saber nada del amor», aunque ignora qué es lo que ha dicho antes Clara, porque Clara está de espaldas a él y además habla en un susurro, como de costumbre, y a Ricardo le fastidian ahora infinitamente estas voces, el farfullar confuso de Clara, como un quejido insípido de niñita asustada, cuando no es ya tampoco una niñita ni hay motivo ninguno para el gemido o el espanto, y le fastidian sobre todo las palabras afectadas de Elia, dichas sin duda para que él las oiga, esta literatura de la peor especie, como los diálogos de la Sagan —a Elia le gusta la Sagan— o de cualquier película de la nueva ola, «ni el diablo, ni Ricardo ni yo podemos saber nada del amor…», estropeando ella con sus palabras vanas y pedantes esta exquisita escena de interior, toda forrada en terciopelo y en moqueta rosa, entre espejos y cuadros y porcelanas, y ellos tres desnudos en la cama grande, las dos mujeres y él, todo en su sitio, en el lugar preciso y exacto, en el lugar previsto, previamente elegido, porque hace mucho mucho tiempo que Ricardo —en realidad desde la primera tarde que él estuvo en la casa y Elia le introdujo en su dormitorio para enseñarle unas fotos de los niños que buscaba y no encontraba en los cajones del armario y de la cómoda, de los que se escapaban, eso sí, como cascadas de espuma blanca y rosa, las batistas y las sedas y los encajes y los lazos—, hace mucho tiempo que Ricardo, mientras iba tejiendo los hilos envolventes de esta historia compleja, previo que el momento decisivo se produciría aquí, no en las delirantes alcobas de las casas de citas, que estaban bien, muy bien, para los encuentros previos con Elia, pero no para Clara, no para la escena que deberán representar a tres con Clara —el diablo no aparece por ninguna parte, ¿qué falta hace meter aquí al diablo?—, que debía desarrollarse forzosamente aquí, en una tarde de domingo, con el sol penetrando oblicuo a través de las rendijas de las persianas y el canto de los pájaros en las jaulas o entre los árboles, una tarde de domingo en la que culminarán, y sucumbirán acaso, tantas otras tardes de días de fiesta, solo él en su cuarto, oyendo por el piso los pasos de la madre, solo entre sus papeles y sus libros, porque la madre no es una compañía, es una acechanza, inventando Ricardo escenas demenciales en las que aparecieron durante años mujeres y muchachitos sin rostro —algunas veces, pero pocas, los muchachitos reproducían el rostro del compañero de pupitre en las clases de métrica, algunas veces las mujeres tenían el rostro de alguna actriz de cine o de la protagonista de una historieta porno—, y apareció luego una chiquita con el rostro de Clara, y luego una mujer ninfa que era Elia, y más tarde, hace ya varios días y hasta incluso semanas, surgieron finalmente unidas las dos figuras, las de Elia y Clara, y las escenas pasaron a ser desde entonces a tres, infinitamente sugestivas y variadas (a veces, en la penumbra, la figura de otros chicos o mujeres, nunca la del diablo, ¡qué ocurrencia hablar ahora del diablo!), tan sugestivas que le fue bastante fácil convencer a Elia, ¿qué sugestión no aceptaría Elia con tal de escapar por unas horas al hastío, al terrible fastidio que le causa su propia imagen, siempre asustada de los espejos, aunque no tiene mayor encanto que su propia belleza satinada y fragante y la magnificencia de los decorados exquisitos entre los que deja transcurrir su inutilidad?

Y es extraño que Clara —esta Clara que tercamente se ha obstinado, contra toda razón, en no amarle a él nunca— haya podido en cambio proyectar en ella imágenes tan tiernas y entrañables, que haya sabido convertirla en la Pequeña Reina de los Gatos, cuando no es otra cosa que una mujer hermosa y rica que se aburre, ni siquiera demasiado inteligente —no en cualquier caso tan inteligente como ellos—, ni siquiera propiamente interesante.

Y aquí están ahora los tres, en la alcoba rosa, donde penetra oblicuo el sol y el canto de los pájaros, y de la que han sido expulsados los gatos —en homenaje a mí, piensa Ricardo, porque Ricardo detesta los animales domésticos, que le inspiran tan sólo asco o miedo, y repeluzno le da el mero imaginar que Muslina ha ocupado momentos antes su mismo lugar en esta cama—, una tarde de domingo que redime tantas y tantas otras tardes, la mujer rica y hermosa, con un mucho de niña malcriada y ni siquiera propiamente inteligente —aunque, eso sí, ingeniosa y brillante y ocurrente—, que se aburre con saña y pretende convertir su aburrimiento, si es que alguien lo permite, en el centro del universo, el arquitecto todo mente constructor de sabias historias improbables y simétricas, el gran maestro de ceremonias, el hábil titiritero que hace bailar a sus muñecos ante un decorado de papel, y Clara, la muchacha enamorada, que sólo es esto, un prototipo, un clisé, tan impersonal en el fondo, tan genérico, la muchacha que ama en una entrega total e irrazonable, en una entrega definitiva y sin exigencias —aunque no quiso nunca, e imposible parece, amarle a él—, perdidos sin remedio los últimos residuos de sentido común, el más remoto asomo de conciencia crítica, derribados los muros, bajados los puentes levadizos, en llamas el velamen de las naves, hundidas desde el interior las defensas de la fortaleza, «hágase en mí según tu palabra» (y qué aburrido y monótono debía resultar ese amor para la pobre Elia, que no sabía dónde ubicarlo ni qué diablos hacer con él). Pero aquí no hay ahora otra palabra que la del propio Ricardo —reducidas las dos mujeres a parloteos vanos—, Ricardo, que yace desnudo junto a las dos figuras femeninas, a espaldas de las dos figuras femeninas, y que ahora sobrepasa el cuerpo de Clara, cual si cruzara sobre un baluarte o sobre un seto cubierto de rosas pálidas, las rosas siempre blancas de la muerte y los altares, y se sitúa en medio de las dos, separándolas como si partiera un fruto en dos mitades equivalentes y simétricas. Y besa luego alternativamente la boca jugosa y suave, de labios golosos que avanzan y se abren a su encuentro, que le esperan ya abiertos, entre oleadas de saliva, rezumantes de miel, la lengua brotando sorpresiva, inesperada y veloz como una serpiente que surgiera imprevista de su cubil entre las flores y se lanzara jugando hasta el mismo fondo de la garganta del hombre que la besa, y busca Ricardo la otra boca, ligeramente rasposa, siempre ha tenido Clara los labios un poquito agrietados por el frío o el viento, y firmemente cerrada ahora en el gesto terco de una colegiala voluntariosa a la que han regañado sin motivo en clase, a la que han castigado sin recreo o sin postre, y que no quiere abrirla ahora para evitar que estallen las quejas y que escape el llanto, o acaso por simple tozudez empecinada, y va besando Ricardo los hombros y las mejillas y la garganta, sedosos, pecosos y dorados, tan uniformes en el color moreno claro de los primeros días del verano, este moreno claro que sólo adquieren las mujeres mimadas y ociosas que pueden tomar el sol desnudas en las terrazas, entre macetas de gardenias y trinar de canarios, tumbada Elia con los ojos cerrados, en una mano un libro y la otra alisando en gesto maquinal el lomo de su gato, una piel, la de Elia, lujosa y aromática, ungida con aceites que huelen vagamente a coco o madreselvas, tan perfectos los hombros y la nuca con su tacto de seda y su aroma caliente e inquietante de mujer adulta, y besa después Ricardo los hombros áridos, la nuca recubierta de un breve vello que es como el plumón de un pájaro, y realmente Clara está temblando como tiemblan los pájaros que uno coge delicadamente con la mano, pálida y frágil la piel blanquísima —que se estremece y riza a ráfagas de un temor sin sentido, de una incomprensible repugnancia, como estos resplandores fugitivos que cruzan por el cielo lechoso antes de las tormentas—, la piel blanquísima sobre los huesos angulosos y afilados que amenazan en algunos puntos con romperla, entre un olor acre, conmovedor, a sudor reciente, sudor de bestezuela aterrorizada, no de pájaro, porque tiemblan sin sudores los pájaros que uno oprime en la palma de la mano, aterrados y exangües, con los picos abiertos —y se sorprende Ricardo pensando ahora en la madre, porque reencuentra algo de la madre en este cuerpo vulnerable y pálido y anguloso y rechazante, mientras se desvanece hoy por el contrario cualquier imagen materna, absorbida y anulada, en la piel de oro y terciopelo, perfumada y frutal, en la piel satisfecha y glotona de la mujer adulta.

Y recorre Ricardo con las yemas de los dedos los pechos fragantes y redondos que culminan en dos pezones breves y rosados que le buscan, como los senos de una náyade adolescente tendida de espaldas sobre las aguas, y recorre después los pechos pequeños de pezones inesperadamente rugosos y oscuros y agrietados, absolutamente fuera de lugar en este cuerpo asexuado de muchachita flaca, tan excitantes y sorprendentes y conmovedores como las huellas torpes, en los costados, en los hombros, en la espalda, de los tirantes del sujetador, unos surcos profundos en la piel delicada, porque Clara debe oprimir sus pechos de niñita, sus pechos casi inexistentes —salvo los pezones grandes y violáceos— en un sujetador que Ricardo imagina parecido a los que usa la madre, toscos, feos y rígidos, en todo distintos a la brevísima espuma seda y crema, lujosa y ornamental, que envuelve algunas veces los pechos dorados de Elia, y Ricardo apoya ahora la mejilla, abarca con las palmas de las manos abiertas, resigue con los labios y con la lengua los vientres lisos, y hay en el de Clara una tenuísima línea de vello oscuro que parte casi del ombligo y se precipita entre los huesos salientes de la pelvis —ahí sí parece de verdad que van a rasgar en cualquier instante la piel—, hasta el rincón oscuro entre las ingles, como una flecha indicadora, piensa el hombre, pero no lo dice, se limita a sonreír a solas y en silencio, porque sabe que a Clara no le iba a parecer graciosa la ocurrencia, y sube de nuevo las manos hasta la cintura, las lleva a los pezones, a los hombros, y hunde después la boca en ese hueco tibio entre las piernas, rezumante y oloroso el de Elia como un fruto maduro, acaso al borde de la podredumbre, hirsuto de vello negrísimo y hostil el de Clara, porque Clara mantiene las piernas juntas y apretadas con obstinación salvaje, y hay que bajar las manos y abrirle por la fuerza los muslos, mientras la chica se debate y grita, un alarido de pájaro marino que se multiplica de peñasco en peñasco, y hasta le parece al poeta que también Elia está protestando ahora, aunque ni atiende él ni comprende el significado de las palabras.

Y asciende luego a lo largo del cuerpo crispado y turbador, portador él del sabor de su sexo entre los labios, para poder pasarlo boca a boca, como se pasa el humo o el champán, porque nada le parece tan dulce como este intercambio de sabor y aroma a sexo, sabor a hermosos frutos maduros en el umbral de la putrefacción aún no iniciada, aroma a profundidades oceánicas, y ese encontrar por fin el propio olor secreto en los labios de otro al que se ama —sólo que Clara se ha obstinado en no amarle—, y asciende Ricardo a lo largo del cuerpo flaco y torpe y desvalido, un cuerpo que ahora se revuelve y se debate tumultuoso, porque ha estallado parece la tormenta que pronosticaban los resplandores lechosos en el cielo de verano, y Clara está llorando a gritos, como lloran las niñas injustamente castigadas en clase y que han luchado demasiado tiempo por contener las lágrimas, de modo que, cuando vence el llanto al fin y las desborda, el estallido es tan violento y tan terrible que podría parecer anegar el mundo, y Clara llora y grita y se debate, agita enloquecida la cabeza de un lado a otro de la almohada, rehuyendo el contacto de sus labios, Clara se revuelve, y le golpea, y le rechaza, mientras él le sujeta los muslos entre las rodillas, como a una potranca mal domada, y sigue buscando obstinado con la boca su boca, y es ahora imprevistamente Elia la que lo golpea y le desmonta y aparta a Clara hasta el extremo más remoto de la cama, «¿no has visto que no quiere?, ¡déjala de una vez, déjala ya!».

Y Ricardo siente multiplicadas por mil, condensadas en este solo instante, la impotencia y la frustración y la rabia de siempre, centrada hoy la ira en estas dos mujeres tan estúpidas pero tan hermosas, y se pregunta por qué habrán de ser las mujeres tan torpes y tan bellas, tan absurdas e irracionales, tan incapaces de entender, tan inesperadas y arbitrarias, tan inferiores en todo o casi todo, tan poco sus iguales, y tan capaces no obstante de arrastrarle, de absorberle como absorben la materia y la vida los agujeros negros que taladran el cielo, tan capaces de tenerle pendiente de ellas, loco y muerto por ellas, al atraparle por medio de este inquieto pájaro que le palpita a él entre las ingles con una vida propia, y que decide y elige por su propia cuenta, arrastrando tras sí todo su ser, incluida su mente de animal razonable y superior, capaces de conseguir las mujeres que el mundo entero, el mundo de los hombres, gire en torno a ellas, con las flechas de vello tenue que marcan engañosas el camino del nido que les brota entre las piernas, y las vaginas cálidas, blandas, húmedas, que ciñen como un anillo de pluma, como un anillo de fuego, a los pájaros errantes que vagan en su busca, nidos en los que penetrar abruptamente, lentamente, como en dulcísimas ciénagas sin fondo, envueltos en el aroma acre y penetrante de las hembras en celo.

Algo contó sobre esto Elia: los simios superiores que merodean voraces e intranquilos en torno a la guarida de sus hembras, y que las ventean y las buscan desde kilómetros de distancia, desde un extremo a otro de la selva en primavera, y ahí están ahora la mujer supuestamente adulta que se aburre, que no tiene otro encanto que su belleza y su belleza a ella no le importa, y que ni capaz es ya de llevar hasta el final un juego —a lo mejor, piensa Ricardo con encono, incluso está celosa—, y esta chiquilla escuálida y sudada que lleva una infinidad de tiempo rechazándole, empecinada en el absurdo capricho de no amarle, esta chiquilla que ahora solloza y grita como si se hubiera vuelto loca o estuviera aterrada —¿aterrada ante qué?—, al otro extremo de la cama, en el punto más remoto de la selva en flor hasta donde la ha empujado Elia, una Elia que, también ella, se crispa y se retrae y se le niega, como una flor carnosa y sensitiva ante el contacto de una piel extraña, y ahora él la zarandea por los hombros —imposible que sea tan estúpida, tan estúpidas las dos, imposible que le hagan a él una cosa semejante—, la golpea varias veces con la mano abierta en plena cara, y la muerde en el cuello y en la boca, hasta que no sabe si siente o si imagina el sabor, también áspero y dulce, de la sangre.

Y luego Elia gime quedo, muy quedo, y abre hacia él unos ojos enormes, atónitos pero en absoluto asustados, y Elia suspira y ronronea y empieza a restregarse toda contra él, y le busca y le incita y le conduce hasta seguro puerto, hasta el secreto nido, con su mano, y Ricardo la penetra con tal fuerza, con tal deseo, con tal rabia, que siente que esta vez ha llegado y golpea con embestidas brutales el mismo fondo de la ciénaga, y ahora Elia, siempre con los ojos muy abiertos e inmóviles, no gime ya ni grita, y la alcoba empieza a girar despacio en una espiral ascendente —Ricardo se pregunta si están siendo absorbidos, no él sino los dos, engullidos por uno de esos agujeros negros que pueblan el infinito y en los que todo tal vez se precipita—, una espiral de sangre, rojo ahora el terciopelo de las paredes, rojas las sábanas, fuego líquido el sol que penetra por las ventanas, llamas cárdenas el canto de los pájaros, y Ricardo sabe que nunca se han deseado, que nunca se han buscado y encontrado de esta forma salvaje, que nunca volverá tampoco en el futuro a ser el amor así, como en esta experiencia irrepetible, enloquecidos ambos de frustración y de maldad y rabia, acrecentados el odio y el desprecio por el hecho de no poder dejar sus cuerpos de buscarse, fundidos en cada acometida feroz el anhelo de colmarla y poseerla con el afán de aniquilarla, porque penetra en ella una y otra vez como si le hundiera reiteradamente un puñal en el pecho o la garganta, y quizá sea sangre lo que les moja y quizá sea olor a sangre este olor persistente a mar y podredumbre, ese perfume acre y delicioso e intolerable, mientras aumenta el vértigo al mismo ritmo al que gira la espiral que se hunde en lo infinito, el agujero negro y sin retorno, y alguien está gritando —quizás Clara que, Ricardo está seguro, no puede dejar de mirarlos, no puede apartar de ellos los ojos, por más que se cubra con las manos los ojos y la cara, o quizás sea Elia enloquecida, bacante loca, ángel magnífico de plenitud y muerte, o acaso sea él mismo el que sin darse cuenta está ahora gritando—, y da vuelta de golpe al cuerpo de la mujer —aquí no manda nadie más que él ahora, ni hay otra voluntad ni otra palabra que la del macho enfurecido en la selva encelada—, da vuelta al cuerpo de la mujer a bruscos tirones, a rudos palmetazos, y le levanta las nalgas, las rodillas de ella hincadas en la sábana, su rostro sepultado en la almohada, y la monta y la cabalga como —está seguro— derribaban y montaban a sus hembras en plena jungla los simios superiores, de espaldas ellas, sin poder los dos mirarse, ni besarse, sin poder hablarse, infinitamente distantes y solitarios, aniquilada la más remota esperanza de comunicación o de ternura, una Elia sin rostro —sólo su cabello rubio desparramado sobre la almohada—, una Elia sin voz, privada finalmente del don de la palabra, de las caricias en las mejillas y en las sienes, de los besos tan suaves, sólo sus nalgas soberbias, duras, espléndidas como los flancos de madera de una nave, sus nalgas de hembra en celo, de hembra en flor, sus nalgas que se mueven envolventes, totales, mecidas en el oleaje que la vence y la arrastra, perdida ya la brújula, quebrado ya el timón, desgarradas las velas, y más arriba la cintura fina, conmovedoramente breve y frágil, la espalda dorada recorrida por un surco tenue y en la que se dibujan los huesos delicados, y más arriba aún la nuca de la cabeza que desaparece en la almohada, entre una marejada ondulante de cabellos rojo y oro, reducida la deliciosa, la detestable Reina de los Gatos a una grupa magnífica y enloquecida, a un sexo babeante y ardiente que se abre y lo apresa y lo oprime, como un fruto maduro, elevada o disminuida Elia a su calidad definitiva, insoslayable, de hembra en primavera.