Clara no entiende por qué la han hecho venir hoy aquí, para qué la ha llamado Elia, con la voz casi de una desconocida, una voz metálica, artificial, incómoda, no su hermosa voz grave de siempre: y algunas veces Clara piensa que se enamoró ante todo, originariamente, de una voz, aunque siguiera luego sin interrupción todo lo demás, tantos y tantos motivos.

Y para qué habrán sido convocados ambos, ella y Ricardo —caso de que Ricardo haya sido como ella convocado y no haya acudido por su propio impulso, obedeciendo a un capricho del azar o a un propósito largamente calculado—, a esta casa paraíso de los gatos, esta casa en la que ella, Clara, ha estado a punto de encontrar algo que se parecía muchísimo a un hogar, pero que hoy, con Ricardo presente —y nunca se habían encontrado los tres juntos aquí, habían estado alguna vez reunidos en un bar, pero nunca en la casa—, tiene un aire desconocido, casi amenazante, este piso madriguera protectora en la que de pronto parece poder esconderse acaso el peor enemigo, y es raramente angustiosa la sensación de que en el punto mismo donde uno piensa haber encontrado por fin una guarida, por fin un secreto cubil en el que guarecerse y quedar a salvo —la voz de Elia en terciopelo, sus ventanas abiertas al sol y a los pájaros, las habitaciones enmoquetadas y tapizadas—, se insinúe ahora contradictoriamente el más grave quizá de los peligros, el peor y más insidioso de los perseguidores, de modo que la bestezuela acosada —en este caso yo, se dice Clara— no sabe si debe seguir hacia adelante en busca de más hondos y protegidos recovecos o si sería tal vez mucho mejor dar media vuelta y escapar rauda hacia la luz del exterior.

También Elia parece hoy distinta, y se mueve por la casa como si le fuera ajena, y no permite siquiera que sea Clara la que como de costumbre les prepare un té, sino que se mete ella misma en la cocina —nunca lo ha hecho antes, nunca la había visto en la cocina Clara— y calienta el agua y dispone en las tazas con gesto displicente las bolsitas, como en un bar, porque parece que a Elia ha dejado de importarle que el té se prepare de uno u otro modo: a Elia esta tarde nada parece en realidad interesarle demasiado, replegada como está sobre sí misma en un gesto taciturno, que no es el gesto de aburrimiento depresivo o de airada impaciencia que Clara conoce ya tan bien, sino un gesto de profunda indiferencia y de distanciamiento, como si participara sólo a medias en lo que ocurre o no quisiera verse involucrada, piensa Clara con un estremecimiento, en lo que pueda ocurrir, e incluso cuando Ricardo ha liado unos porros, y están fumando los tres, Elia mantiene el mismo aire evasivo y ausente y apenas si se lleva el cigarrillo a los labios, y esto a Clara no le sorprende porque sabe que a Elia no le gusta el hachís ni la mariguana, y Ricardo ni cuenta se da, porque lo único que parece preocuparle es que ella, Clara, aspire correctamente el humo y lo expela despacito, y ante la insistencia de él, Clara mira a Elia en busca de una indicación, de un signo, hasta que finalmente la mujer tiene que interrumpir por unos instantes su actitud displicente, su gesto de distancia, este estar y no estar, y le indica que se esfuerce, que procure fumar bien, que lo haga como quiere Ricardo.

Y Clara aspira hondo, se traga el humo —que la abrasa y le escuece en el pecho y la garganta—, lo retiene cuanto puede, lo va expulsando despacio, consciente de sus propios aires de niñita obediente y aplicada que no quiere defraudar a su mamá, y comienza a sentirse ligeramente mareada, aunque no está segura de que sea efecto del hachís o de la mariguana: es más bien una aprensión indefinible, el miedo acaso a la alimaña que no ha aparecido todavía pero que se presiente, que se huele, en lo más hondo del cubil, esa fiera carnicera que en lugar de atrapar a sus presas en pleno campo, al límite de la carrera, las espera agazapada en el cubil, mucho más terrible porque no se ha dado todavía a conocer y uno no sabe cómo es ni lo que es, sólo hay un difuso olor a peligro y a fiera que la alerta y la desazona, aunque piensa en seguida que no puede haber motivos reales para el miedo, estando Elia a su lado y las dos recluidas en el paraíso de los gatos vagabundos, y hasta una traición le parece por instantes a Clara haber sentido angustia o miedo, porque ella ha puesto su vida, todo cuanto es, en manos de la otra —imposible para Clara imaginar que se pueda amar de manera distinta, imposible el amor sin el «hágase en mí según tu palabra», imposible también la manipulación o el regateo, el darse a medias, aunque la propia Elia (para no hablar de Ricardo, que la considera totalmente inepta y una idiota), hasta la propia Elia se ha reído de ella algunas veces y la ha prevenido contra este modo insensato de amar («no hay que querer así, tú no debieras quererme tanto»), hasta la propia Elia le ha aconsejado a Clara que se reservara en la manga una carta secreta y escondida, como si en la posibilidad de la trampa radicara el atractivo del juego, sólo que para Clara, que por otra parte no hace trampas, el amor poco tiene que ver con el juego—, y esto supone una entrega total, sin condiciones, y que por serlo debe ser confiada, ¿a qué vienen pues las aprensiones y los miedos?

Y sin embargo, mientras sigue fumando con aplicación, abrasándose y atragantándose con el humo, porque Elia le ha dicho «fuma» —¿o acaso no ha dicho nada, ha sido sólo un ademán ambiguo y apenas perceptible de su mano?——, mientras bebe las copas de champán que le va sirviendo Ricardo, tan preocupado ahora en llenarle y verle vaciar la copa como lo estuviera antes en que aspirara bien y expirara despacio —y qué raro esto de abrir, después de las tazas de té, una botella de champán francés, cuando ni a Elia ni a ella les gusta el champán—, porque Elia le ha dicho «bebe», y Clara bebe pues sin ganas y sin sed, consciente de que ahora sí se está mareando y de que forzosamente le habrá de sentar mal. Y además ha ido creciendo contra toda lógica, contra todo amor, ese miedo secreto, se ha ido concretando la aprensión no confesada —en lo más profundo del cubil los aguarda la alimaña terrible, que todavía no han visto pero que se traiciona por su aroma—, y Clara necesita aturdirse para superar el espanto, y bebe y fuma ahora con entusiasmo propio y renovado, sin que haga falta ya que los otros la controlen o la inciten, porque no es sólo ya para complacer a Elia —que ni la mira: casi imposible para Clara desde el comienzo mismo de la tarde, desde su llegada a la casa, encontrar con los ojos su mirada— o para no enfadar a Ricardo —que ese sí no deja ni un instante de mirarla—, sino que bebe y fuma ahora en un intento desesperado por dejar de sentir y de pensar, por dejar de temer, por llegar al término de la posible pesadilla en un estado casi inconsciente o semianestesiado.

Y el término de la pesadilla —porque sí ha resultado ser una pesadilla y estaban justificadas todas las aprensiones y todo el miedo— va a desarrollarse parece en la alcoba tapizada de terciopelo rosa, enmoquetada en rosa, con muchos espejos en marcos dorados, espejos en oscuros marcos de caoba, con pinturas y grabados de mujeres desnudas, dormidas, lánguidas, yacientes, erguidas, expectantes, rodeadas a veces de animales reales o fantásticos, de un amante solícito, de señores con frac y con chistera, con fotos a color de los dos chicos, la misma alcoba donde ha visto dormitar tantas veces, tantas otras aburrirse o deprimirse, a la Reina de los Gatos, donde han estado juntas tantas veces, agazapada o desparramada la reina sobre la cama grande, cubierta hoy con una colcha de ganchillo color crema.

Elia está quitando ahora la colcha —ha ahuyentado a Muslina de un manotazo distraído, inusitado en ella, un gesto tan maquinal e indiferente, que Clara se ha sentido personalmente humillada y ofendida, solidarizada y una con la gata, mientras Muslina escapaba sigilosa, el rabo tieso, el pelo del espinazo erizado y en los ojos esta mirada fría y desdeñosa, más ausente todavía que la de la propia Elia, con que encubren los felinos su ira, que se condensa al fondo en una chispa congelada, la furia gélida y quemante de los gatos, piensa Clara, como aquel hielo mágico que venía en los días de fiesta recubriendo los pasteles y las barras de helado cuando ella era pequeña, un hielo que abrasaba al tocarlo y que burbujeaba y humeaba si lo dejabas caer dentro de un vaso—, Elia está quitando ahora la colcha y la está doblando con muchísimo cuidado —ni cuenta se ha dado del enfado de Muslina—, y otras veces la colcha ha yacido apelotonada de cualquier modo a los pies de la cama, sobre la moqueta rosa, pero hoy la mujer está tan absorta en la tarea de doblarla como si no tuviera otra cosa que hacer en el mundo, sólo recoger la colcha de ganchillo en unos dobleces perfectos, mientras Ricardo la desnuda a ella, a Clara —y Clara le deja hacer inerte—, entre palabras grotescas y terribles, palabras que pretenden ser apasionadas y que la matan de bochorno y miedo, pero que le parecen al mismo tiempo tan ridículas, y se pregunta en qué libraco de los que esconde a su mamá de cera las habrá aprendido este muchacho flaco y desmañado, de pelo grasiento y largo que se le pega a la nuca, de ojos turbios, de mejillas y sienes cubiertas de granos —ahora él se ha desnudado también, y Clara ve que tiene otros granos violáceos en el pecho, en la espalda, en los hombros—, este adolescente de miradas torvas y manos sudadas y saliva pastosa, porque Ricardo ha oprimido su boca contra la de Clara, y sus labios chupan y su lengua empuja, y ella comprende en un desfallecimiento que no va a poder agenciarse nada parecido a la inconsciencia, que no habrá aquí anestesia, y que deberá vivir lo que siga con lucidez total, disipado en unos instantes —ante el contacto de Ricardo, los gestos y palabras de Ricardo, el olor de Ricardo: ¿será este finalmente el hedor de la alimaña que la aguardaba agazapada en lo más hondo de la madriguera?— el efecto de la droga y del alcohol —quedan sólo unas persistentes náuseas, y no puede vomitar ahora, sobre las sábanas de hilo, la colcha de ganchillo, la moqueta rosa, como tampoco puede permitirse llorar delante de Ricardo, delante de la sonámbula, la ausente, la traicionera Reina de los Gatos, por más que sienta los párpados tensos y abrasados—, y sabe que ese fuego loco que se enciende en los ojos de Ricardo, el sudor de sus manos, el jadeo, la respiración entrecortada, este afán con que la chupetea y la mordisquea y la oprime y la besa, no tienen nada que ver con el amor, nada apenas que ver con el deseo, es otra cosa, una complicada partida contra el diablo, contra los otros, tal vez contra sí mismo, que empezó el chico hace ya mucho tiempo (acaso antes incluso de que enamorara al compañero de pupitre durante las clases de métrica), y es definitivamente falso el amor, falso el sexo, falsos el frenesí y la furia.

Y Clara se lo dice en un susurro a Elia, que ha terminado por fin con la maldita colcha y el ahuyentar gatos, y se ha quitado la ropa y se ha metido con ellos en la cama, desplazando a Ricardo, abrazando ella a Clara, mientras el chico queda a sus espaldas, momentáneamente excluido, puesto al margen, del círculo amoroso que entreteje el abrazo de las dos mujeres, que yacen juntas, las piernas enlazadas, vientre contra vientre, las cabezas muy próximas sobre la almohada, y Clara se lo dice a Elia, con voz opaca de mujer borracha, quizá sí en definitiva hayan logrado algún efecto la mariguana o el champán, «está jugando al ajedrez con el diablo», y la otra parece primero sorprendida, y luego contenta y tranquilizada, al ver que la muchacha bromea, que puede hablar y decir cosas banales, como si comprendiera Elia que lo que está ocurriendo puede no ser muy grave, acaso tenga en definitiva razón Ricardo, y parece sentirse Elia mucho más cómoda y a gusto, y se ríe, y hasta la mira finalmente a los ojos: «sí» —cómplice— «quieren demostrar cuál de los dos puede ser más listo, inteligencia contra inteligencia, poder contra poder».

Y Clara asiente con gravedad —tan terribles ahora y tan dolorosas y concretas las ganas de llorar, de derrumbarse sollozando en los brazos de Elia (esta Elia que por fin le habla con su voz de siempre y la mira a los ojos y le sonríe incluso) para pedirle a gritos que lo aleje a él de aquí, que saque inmediatamente de aquí a este muchacho torpe, a este muchacho astuto, a este muchacho sucio, que ha manchado ya con su presencia la casa paraíso de los gatos, la alcoba de la bella felina durmiente, la cama de la Reina de los Gatos, y que las dos puedan quedarse solas y juntas, como tantas otras veces, durante lo que queda todavía de tarde, porque es muy posible que si él se marcha ahora todo sea todavía recuperable—, Clara asiente con gravedad y no dice nada (quizá porque no podría hablar sin romper en llanto y necesita todas sus fuerzas para frenar las lágrimas), mientras Elia ríe aliviada y le pasa un brazo por debajo de la nuca y le acaricia con la otra mano las mejillas, le aparta el cabello de los ojos, la besa en las orejas, en el cuello, en los labios. Y Clara dice por fin, tan bajito que parece estar hablando para sí misma, una voz que es en realidad la voz de una niñita que lucha por contener el llanto (lucha por no decirle «échale a él de aquí, todo tiene aún remedio, di que se vaya»), «pero ninguno de ellos dos sabe nada del amor», y Elia tiene forzosamente que haberla oído, aunque la voz ha sido mucho más queda que un susurro, porque interrumpe las caricias y los besos y tiene una risa nerviosa, una mirada triste, «no, no, Clara, seguro que no, ninguno de nosotros tres, ni el diablo, ni Ricardo ni yo, sabemos nada del amor».

Y ahora las dos cierran los ojos, y siguen los besos cálidos, progresivamente más lentos y apretados, siguen las caricias en las mejillas, en los hombros, en los pechos, mientras Clara —escindida brutalmente su atención en dos— siente a sus espaldas el contacto del cuerpo desnudo de Ricardo, el cuerpo de Ricardo que se oprime y restriega contra el suyo, siente las manos húmedas y duras que le recorren los costados, las nalgas, que suben y llegan hasta sus pechos apartando las manos suavísimas y leves de Elia, siente en la nuca, a lo largo de la espalda, entre las piernas, la lengua rasposa, el chupeteo de los labios ansiosos, la saliva densa que la mancha, y luego, el contacto, la presión de su sexo —y de nuevo las náuseas en acometidas casi incontenibles y estas ganas de romper a llorar y no parar ya nunca—, siente las manos rudas que le separan los muslos y que le hacen daño, en busca de un refugio, de un nido, de una cuna, y Clara se pregunta cómo puede asociar Elia a la imagen de un pájaro esta cosa atroz, y se debate, se escabulle, intenta resistirse, aunque está demasiado borracha o demasiado fumada o acaso sólo demasiado triste, y además está Elia, que la sigue acariciando —¡si pudiera ignorar la otra presencia a sus espaldas!—, que la mece y la acuna y la mima y la retiene —como a un hembra primeriza y asustada que rehuyera la montura del macho que le ha sido asignado, piensa Clara con amargura—, y Elia la arrulla sin dejar de besarla, le habla entre beso y beso, «estate quieta, amor, él no va a hacerte nada, quieta, mi gatita mimosa, mi niña chiquitina, mi guapa».