La madre ha salido hacia la iglesia, camino del rosario o la novena de todas las tardes, imagina Ricardo, aunque de hecho este imaginar es pura conjetura o mera hipótesis literaria, porque él ignora en realidad y no lo pregunta y no le importa —tan fácil, si le interesara saberlo, el averiguarlo— hacia dónde se encamina la madre las tardes en que sale como hoy de casa, con su vestido oscuro, tan erguida y peripuesta, y lo mismo puede ir por lo tanto a la iglesia que de compras o a visitar a unos primos o a una amiga —en este caso, se resiste Ricardo a abandonar por entero sus fantasías, debería tratarse de unas gentes que tuvieran un enfermo o a las que se les hubiera muerto alguien, mucho menos coherente, y sobre todo menos sugestiva, la posibilidad de que la madre visite a parientes o amigos con la única finalidad de pasar un rato agradable, intercambiar cotilleos, sentirse a gusto o incluso divertirse, del mismo modo en que, si resulta por fin que ha ido en efecto de compras, no puede tratarse tampoco exactamente del mismo ir de compras que practican Elia o la madre de Clara, con esos placeres sucesivos y crecientes de la búsqueda, el hallazgo, la toma de posesión: si la madre va de compras, serán sin duda unas compras necesarias y sensatas, privadas de toda veleidad y todo goce, y no sólo, ni en primer lugar, porque en la casa escasee el dinero, que sí escasea y mucho—, la madre ha salido pues de casa, como tantas otras tardes, con rumbo en definitiva desconocido, metida en su vestido negro salpicado de florecillas blancas —de alivio de luto, recuerda Ricardo, y ese dato sí le parece oportuno y coherente, aunque no logre precisar ya por quién fue el luto ni se conciba en la madre posibilidad de alivio alguno—, y un broche de diamantes y aguamarinas en la solapa, junto al hombro izquierdo, levemente empolvada la cara con unos polvos de arroz que no usa ya más nadie, y ese gesto antipático en la comisura de los labios, como si rumiara a solas una broma secreta y un tanto pesada, tal vez una callada venganza, o como si estuviera a punto de escupir tanta amargura acumulada, o quizá sea el gesto en que ha desembocado en su decadencia un primitivo rictus destinado únicamente a reprimir y a ocultar, labios adentro, ardorosos anhelos, si hubo alguna vez anhelos ardorosos, cualquier remoto asomo de ansiedad o calor, en esta figura erguida y peripuesta, que se enfrenta con un gesto antipático, pero sin quejas, a los primeros estragos de la vejez, a una incipiente cojera producto de la artrosis que le ha deformado ya los dedos de las manos, del mismo modo huraño en que se ha enfrentado durante tanto tiempo a la soledad, una soledad voluntariamente asumida si no voluntariamente en un principio buscada, y Ricardo no sabe si responde o no asimismo a una elección que el amor haya ido cobrando en la madre esa forma distante y desabrida —como las compras: necesaria y sensata—, pero lo cierto es que algo en ella, sus convicciones o acaso un secreto instinto defensivo, le han hecho mantener siempre a distancia a cualquier humano (no hay que decir, piensa Ricardo con una sonrisa, a cualquier perro o a cualquier felino, porque hasta los pájaros le parecen a la madre en exceso emotivos o sensuales, y detiene prudente sus expansiones en el impenetrable mundo de las plantas), y le han hecho mantener también siempre a una cierta distancia a este muchacho torpe, tan inteligente dicen todos y ella seguramente lo cree —imposible saber si ha de sentirse o no halagada, si esto la hace o no feliz—, tan torpe, pues, tan inteligente y en definitiva tan buen chico, y al que ella quiere sin lugar a dudas tanto, pero que ni como niño ni como adolescente ni como el hombre que ahora empieza a ser ha encontrado jamás —piensa Ricardo rencoroso— rastro de cuna o nido entre sus brazos, contra sus pechos, en su regazo, inmovilizados en sus inicios tantos gestos afectuosos y espontáneos por la mirada atónita, incómoda y alarmada incluso, de los ojos de ella, muy grandes, azul pálido, unos ojos minerales, lo más hermoso y lo más rechazante de esta madre de cera, esta madre a la que debieran poner rodeada de flores blancas en un altar, para que uno se arrodillara y rezara ante ella, tan sacrificada y tan valiente y abnegada, tan dura contra la adversidad, tan dura sobre todo consigo misma y con los suyos, y los suyos se reducen en estricto sentido a Ricardo, que una vez expulsado, y de una vez por todas, de su seno, no pudo ya escenificar nunca su nostalgia del perdido refugio aproximando la mejilla a este vientre hundido, donde se marcan agresivos los huesos de la cadera, nunca apoyar una oreja en esta carne tal vez marchita y demasiado pálida pero en cuyo interior puede resonar acaso —o resonar al menos quizá en otras madres— una música entrañable y ya olvidada en la que hundir las raíces y sentir durante unos instantes menos duro el exilio, —como se ha enfrentado durante años a la escasez y a la soledad—, a la intachable, digna, implacable decadencia de una familia otrora acomodada —aunque nunca tanto, sospecha Ricardo, como pretende establecer ahora la madre—, a las sonrisas irónicas o malévolas de los vecinos, a las impertinencias de la portera. Y por unos momentos, mientras la madre se inclina hacia él y le besa en la mejilla, en un beso tan aséptico y formal que es casi el anagrama de un beso —el anagrama de un no beso—, Ricardo olvida sus rencores, la interminable cuenta entre los dos pendiente y todavía no cerrada en la que se inscriben día tras día nuevas partidas negativas, y hasta ha olvidado, por unos momentos, las escenas que estaba componiendo —acodado en su mesa de trabajo ante un manual abierto de gramática latina— con las imágenes dóciles, superpuestas, combinadas, de Clara y de Elia, atónito una vez más ante esta madre tiesa e impecable, que parece siempre salir hacia la iglesia sea cual sea el rumbo real de sus pasos, y hasta imagina el hijo por un instante la aureola leve y oscura de la mantilla, prendida sobre el pecho por el broche de diamantes y aguamarinas, aunque hace ya tiempo que la mujer renunció a salir de casa con la mantilla puesta, la última de todos modos en la escalera y en la vecindad que se decidió a dejar de hacerlo, contrariada como el general al que no autorizara ya la marcha de los tiempos a comparecer en sociedad con sus medallas y sus charreteras, pero incluso así, sin mantilla, o mejor con un leve fantasma de mantilla, es admirable esta madre alta y huesuda, de ojos minerales y azules —más intensos y fríos que las aguamarinas—, que se resiste pertinaz a utilizar en su incipiente progresiva cojera cualquier bastón —como se ha resistido durante años a cualquier tipo de apoyo, de alivio, de consuelo—, esta madre que debe de haber consagrado seguramente los últimos quince años, los mejores años, de su vida al hijo y a la iglesia, una vez muerto el padre al que él apenas si recuerda, quince años —piensa Ricardo con una mueca— de abnegación y sacrificio, y la mera palabra sacrificio, sea cual sea el contexto, pero siempre relacionada para él aun en el contexto más exótico con la figura de la madre, hace que a Ricardo se le endurezca el gesto y se le ponga oscura la mirada, abnegación y sacrificio sin amor, o acaso sólo sin efusiones, todo en la madre más allá —o más acá— de la calidez o la ternura, más acá o más allá de lo simplemente humano, de lo tibiamente vivo, porque el chico la vio durante años —cuando él también iba los domingos a misa, antes de la gran rebelión— yendo y viniendo hacia el altar para la eucaristía, besando en la genuflexión santos y peanas y estolas y sortijas y reliquias, pero tampoco allí tuvo nunca la madre un gesto de solaz o de abandono, porque nada hay de placentero ni de consolador en la religiosidad para un general de acero, al que han quitado las medallas que no el honor, o para una virgen de cera aureolada por el fantasma gris de la mantilla, y parece que para la madre han sido las dos cosas —la religión y la maternidad— dos válidas razones para su vivir, pero asimismo dos pesadas cargas que deben asumirse sin vacilaciones aunque también sin rastro de alegría. Y la madre ha besado ahora a Ricardo en la mejilla, desde luego sin vacilaciones ni alegría, y por unos instantes Ricardo la ha admirado, y luego —en secreta venganza, doblemente irritado por la actitud de ella y por el secreto inevitable respeto que en él provoca— le ha sonreído malévolo, y la madre ha preguntado desconfiada «¿y ahora de qué ríes?», sin que Ricardo dejara de sonreír, ni le haya respondido —aunque lo cierto es que la madre se ha encogido enseguida de hombros y ha salido del cuarto sin insistir en la pregunta, renunciando indiferente, como a tantas otras cosas, a comprender a este hijo definitivamente incomprensible—, porque no va a explicarle Ricardo que está intentando exorcizar —tal vez por vez postrera— sus viejos miedos, esta ansiedad durante años inalterable, siempre igual a sí misma, que le acosa ante todos pero más ante ella, esta sensación de culpa que no tiene razón ninguna de ser pero que con todo su arsenal de silogismos —¿y para qué, si no básicamente y ante todo para eso, lo dispuso?— Ricardo sabe que todavía no ha superado —mucho más fácil siempre convencer a los otros que a sí mismo con sus argucias dialécticas—, está intentando pues exorcizar una vez más —quién sabe si la última— estas angustias y estos miedos —miedo y angustia que le avergüenza sentir, miedo y angustia que la madre acaso sin saberlo ha fomentado y que en muchos momentos simboliza— por el medio, tan ingenuo, tan infantil, de imaginarla a ella, el cuerpo erguido y tenso, un cuerpo en el que son para él inimaginables los cálidos rincones, imposibles las morbideces, este cuerpo alto y flaco, demasiado blanco, imaginarlo metido en el camisón de gasa roja que compró ayer para Elia —y que tiene escondido en el último cajón de la mesa de trabajo, bajo apuntes y libros—, tan contradictoria la carne ajada y fina, traslúcida sobre los huesos afilados que la golpean desde dentro, sobre las venas azules, los pechos que él imagina fláccidos y caídos, aunque de hecho la madre apenas si tiene senos —¿no habrá jugado nunca con ellos ningún hombre, ni siquiera el padre?— y lo mismo podría resultar un pecho liso y hasta velludo (como el de un general), las caderas anchas, el vientre hundido, la agreste pelambrera de un pubis canoso y ralo, tan contradictorio todo esto, que él imagina o fantasea e inventa, pero que no ha visto jamás, con esta prenda liviana y transparente, que vivió para él, se redondeó para él, ya a los pocos instantes de descubrirla en el escaparate, invadida, ahuecada, hinchada, por el cuerpo retozón de una Elia falsa flaca, flaca apócrifa le dice él, porque Elia parece delgada —un golfillo o una adolescente— cuando pasea su silueta elegante y esquiva por calles y salones, un cuerpo el de Elia que estalla y que florece en la alcoba al desnudarse, al desnudarla —porque Ricardo ha conseguido al fin, a pesar de sus reservas y reticencias, vestirla y desnudarla y disfrazarla—, en redondeces insospechadas, toda ella suntuosa y cálida, lujosa cuna sus pechos y sus piernas y su vientre donde adormecerse, fuente de miel dulcísima sus pezones rosados, lisos, de muchachita, su sexo tibio, húmedo, pegajoso y fragante, su sexo flor en el pantano, su sexo nido, su sexo madriguera, en el que retroceden todos los miedos, este sexo que es para Ricardo un punto de partida, una plataforma de despegue, desde donde podrá lanzarse —catapultadas allí y enaltecidas su ambición y su rabia, sus frustraciones y sus ocultas envidias— a la conquista de un mundo por el que se ha sentido durante mucho tiempo —demasiado tiempo— ignorado o despreciado, un mundo que se ha reído de él y que él ha temido sin duda pero también por lo mismo ha aborrecido y ha anhelado, y que se ha abierto a él por vez primera, maduro como un fruto, que ha empezado a ceder a su conquista a partir del cuerpo adulto y adolescente de Elia. En ella piensa Ricardo, en Elia, y después en Clara, o quizá fue luego en Elia y fue en Clara primero, porque las dos figuras femeninas aparecen cada vez más íntimamente ligadas en sus fantasías, se resuelven en una forma única, compensan y apaciguan a dúo tantas humillaciones y tantísimo acumulado encono, todas las ofensas dolorosas de un pasado triste, y en el cuerpo fusión de dos mujeres podrá iniciar tal vez sin miedo su futuro.

En esto debió consistir, y en esto habrá en cualquier caso consistido, la iniciación, y por eso era imprescindible que no fuera una mujer cualquiera, elegida al azar, una hembra fortuita, por eso ha debido ser precisamente Elia, únicamente ella elegible entre todas, porque es sin duda aguda y bonita y refinada y sensible, pero porque es sobre todo, reconoce Ricardo, lo bastante distinta y codiciada —codiciada por él, pero asimismo, y es también importante, codiciada por otros— para poder afianzarla como símbolo. («Dame un punto de apoyo», bromea ella tiernamente, canturrea ella queda, ríe ella provocativa y algo achispada tras los dos peppermints, mientras agita con cuidado entre dos dedos, estrecha luego en la palma de una mano firme y cálida, oprime entre sus pechos, resigue con los pezones erizados, se desliza en la boca —donde se ocultan, como las uñas entre las zarpas de un felino enamorado, los dientes, y donde inicia la lengua un recorrido intenso y vibrátil, que tiene tanto de travesura como de experto y aprendido—, «dame un punto de apoyo y levantaré la tierra», mientras agita, estrecha, oprime, restriega, lame, chupa, y le hace gritar a él de placer y de ansiedad, hasta que Ricardo se incorpora y la agarra firmemente por los hombros y la hace ascender así a lo largo de su cuerpo, en un gesto de aproximación enérgico y lentísimo, para sentir el paso de los pechos de ella, el rastro punzante de sus pezones duros, desde las ingles hasta su propio pecho —pezón contra pezón—, hasta tener unidas las dos bocas —en la boca de la hembra ha reencontrado el poeta por vez primera el sabor inquietante de su sexo macho—, y él le dice entre una risa ahogada, porque ni hablar ni reír puede ya en estas intensas deliciosas embestidas del deseo que le ahoga y le enmudece y le hace temblar, y las palabras tiene que adivinarlas Elia más que oírlas y la risa se está pareciendo mucho a un graznido, «el punto de apoyo lo tienes tú: juntos los dos podemos levantar la tierra», y entonces la penetra, en un sollozo de puro asombro, porque no entiende él todavía este prodigio, aunque lleva ya muchas veces semejantemente repetido, no entiende cómo puede ser tan tibio y blando, almohadillado en terciopelo, recubierto de las plumas más finas, este nido secreto y escondido, cómo puede ser tan infinitamente tierno, reconfortante hasta las lágrimas, adentrarse por él muy despacio, mientras el placer se intensifica todavía más y un ramalazo de fuego le asciende salvaje por la espalda, y él la penetra y la abandona en acometidas interminables, mientras ella se aleja y vuelve una y otra vez, se desploma una y otra vez hacia su encuentro, envolvente, protectora, creadora de un mundo en el que no tendría cabida ya la muerte, porque muerte y placer son una misma cosa y paradójicamente en la cima del goce la muerte ya no existe, o acaso no la vemos ya a fuerza de presente, jugoso mar el sexo de mujer abierto a todos los caminos, y Elia inicia entonces, y esto es síntoma claro de que está muy cercano el final, la caricia más íntima, esta leve, creciente opresión, que se repliega sobre sí misma y se ciñe a él como un anillo de fuego o de sangre, tan leve en un principio la presión que él no se dio casi ni cuenta, y luego en los siguientes días la interpretó aún mal, «¿por qué quieres echarme?», y ella riendo «¡pero si no quiero echarte, tonto!», ella ha iniciado y él comprende por fin y ya la sigue hacia el diálogo más recóndito, más de piel contra piel, hasta que juntos pierden pie en las aguas procelosas de este río, en las rubias arenas de esta playa, y todo queda unos segundos en suspenso, y parece imposible, totalmente impensable —la madre no ha podido imaginarlo jamás, piensa Ricardo, con una mezcla extraña de dolor, de rabia y de nostalgia— que el vértigo sea tan placentero y tan intenso, centrado el universo entero en tan escasos centímetros de piel —una palanca y un punto de apoyo que pueden, juntos, levantar la tierra—, y luego gime Elia y se abandona desmadejada sobre el cuerpo de él, desbordándolo por los cuatro costados y al mismo tiempo sin peso, brazos y piernas lanzados en las direcciones más opuestas, proyectados hacia los cuatro puntos cardinales desde el mismísimo centro del universo —Ricardo piensa confusamente en un grabado de Leonardo—, el centro preciso donde la palanca ha encontrado una vez más su secretísimo firme punto de apoyo y se ha cumplido el rito, y la cabeza de Elia —los cabellos en desorden, las mejillas ardiendo, los labios lastimados, los párpados entrecerrados— se desploma inerte en el hueco del hombro de Ricardo, y él siente con una emoción turbadora el ritmo acelerado de su respiración profunda, hasta que la mujer, en un intento vano por interponer distancias de unos a otros ojos, sin separar el centro, aparta de la de él su cabeza, y la deposita inerte un poco más allá sobre la almohada).