Qué extraño, piensa Elia, dado que la historia discurre ya invariablemente en habitaciones de meublé, en una escenografía grotesca y delirante que les descubre día a día insospechadas variantes sin perder nunca sin embargo la unidad de estilo, porque Ricardo ha entrado en seguida en el juego, y es ahora él quien exige del mozo las habitaciones más sofisticadas e inverosímiles, y se burla de ellas y parece que las tomen los dos a broma, los dos de vuelta, pero sabe Elia que a Ricardo, lo mismo que a ella, le excitan y le divierten y le gustan incluso muy de ida, tan amantes los dos de lo teatral y del artificio, y hasta pide Ricardo —que en su vida normal, en su vida sin Elia, sigue de abstemio empedernido— un peppermint con hielo para ella y un cuba libre para él, y ha conseguido que Elia se compre o le acepte y se ponga al regalárselas el muchacho —estudiando él y ella cada vez con mejor conocimiento los escaparates del distrito quinto, entrando él y ella cada vez con menor vergüenza en tienduchas equívocas— unas prendas de ropa interior mucho más complicadas (en el fondo mucho más ingenuas, acordes en cualquier caso con la perversión infantil de la escenografía) que las que ella había usado nunca, y que le parecen —y quizás por eso mismo la divierten— terriblemente vulgares, lindantes también con lo ridículo, mientras evocan en el poeta, aunque entre risas, fastuosas reminiscencias de prostitutas venecianas del setecientos, y juegan así los dos como niñitos malos sobre las grandes camas —suspendidas unas veces por cadenas, que les permiten balancearse y acunar unidos los cuerpos enzarzados en combate, cubiertas otras de fastuosos doseles grana en los que culminan columnas salomónicas pintadas con purpurina, imitando incluso algunas camas la forma de las góndolas funerarias o de esponsales—, juegan incansables el juego para dos, quitándole Ricardo morosamente, entre risas y falsas resistencias, los sujetadores de encaje que lejos de ocultar exhiben los pezones —esos delicados pezones rosa pálido, más pálidos que nunca entre las puntillas negras, pezones suaves y lisos como los de una adolescente, que emocionan a Clara cuando los ve fugazmente bajo la ducha o en el baño y que vuelven parece loco a Ricardo—, las breves bragas con pájaros o corazones incrustados o bordados en relieve, alrededor de un centro estratégicamente troquelado, los ligueros también negros con cascabeles o con lacitos amaranto, y los dos, Ricardo y ella, hablan y ríen casi sin cesar, mientras intentan extrañas posturas o caricias no aprendidas, que unas veces resultan en extremo placenteras y otras desembocan en el fracaso, en la imposibilidad y en un aluvión de carcajadas, y beben el peppermint y el cuba libre —Ricardo desliza, sin atender a sus protestas, el vaso muy frío sobre el vientre cálido de mujer, sobre los senos, para entibiar de nuevo vientre y senos con sus besos—, y fuman de boca a boca, y discuten de música o de poesía, y es todo tan agradable, tan exquisito, tan fácil y encantador —dos niñitos que juegan inocentes a unos juegos acaso prohibidos— que Elia sabe ya que no habrá de encontrar aquí la embriaguez de la angustia o la del éxtasis, la cabeza flotando y los miembros dispersos a millas de distancia, mientras una garra cruel le desgarra a una el pecho y la garganta, y se inicia terrible el frío del acero en las entrañas, no es esto, o lo fue sólo quizá por unas horas, desde el momento en que le prometió «será este lunes» hasta el instante en que lo condujo por oscuros túneles hasta el altar de los sacrificios y las iniciaciones, hacia la luz, y se convirtió ya entonces, aquella misma mañana, mientras fumaban y reían y charlaban, en algo agradable, bonito, dulce y hasta ligeramente embriagador, sólo ligeramente, y sabe Elia además que también su poeta lo está viviendo así, que tampoco para Ricardo es esto el gran amor, sino un exquisito aprendizaje de lo que habrá de ser luego, si es que llega, el amor, un punto de partida que le permitirá lanzarse seguro hacia otras mujeres o muchachas, y no le parece a Elia —como sabe que sí se lo parece a Clara— tan grave sacrilegio que el poeta la utilice de este modo, ni una terrible ofensa que tenga la osadía de poner ciertos límites al ejercicio de amarla, puesto que también ella le está utilizando a él a su vez —esgrimiéndolo como un escudo contra la ansiedad y contra el miedo, contra el tedio y el no existir—, y tampoco puede convencerse a sí misma de que esté propiamente enamorada. Qué extraño, piensa Elia, dado que la historia transcurre en habitaciones de meublé, donde hablan los dos hasta cansarse —él no se cansa nunca: ni de hablar ni de amarla— de arte, de historia, de política o modas culturales, sentados en posición de loto sobre camas inverosímiles, entre humo de cigarrillos, entrechocar de hielos en la menta o en el cuba libre, hablan los dos infatigables, antes, después, o incluso en medio, de hacer el amor, y es por lo tanto un poco extraño que hoy Ricardo la haya convocado por teléfono a uno de los bares donde se vieron las primeras veces: «para poder hablar». Y la recibe serio y grave, sentado ante una coca-cola sin ginebra ni ron —por lo visto el cuba libre queda para las sesiones de literatura y erotismo confundidos—, y a un lado de la mesa un librito de versos, aunque es evidente para Elia que no se trata hoy de hablar de poesía. Elia se dice —satisfecha y burlona— que él ha aprendido a recibirla de un modo perfecto —aventajado estudioso de amante—, con los ojos encendidos, los labios húmedos que se demoran una eternidad en los labios de ella, en la mejilla, en el cuello, mientras las manos se adelantan a su encuentro, la tocan, la envuelven, la rodean, la obligan a sentarse allí a su lado, buscan en seguida las manos de Elia. Y así, sentados uno junto al otro. Ricardo la mira largamente, hondamente, y repite su nombre bajito, muchas veces, como sabe que a ella le gusta, o cómo él ha decidido que le gusta, o como ella dijo un día sin saber bien por qué que le gustaba. Es bonito y le pone a Elia en el pecho una emoción tenue, agradable y sin riesgos, puesto que le parece —como todo en esta hermosa historia— muy fácilmente controlable.

Ricardo la ha citado hoy en un bar porque quiere decirle algo importante, tanto, que necesita al parecer un decorado distinto, una escenografía menos teatral, menos disparatada, mucho más neutra. Y en cuanto deja de repetir como una salmodia el nombre de la mujer (ahora ya sin miedo, puesto que sabe que ella no ha de dejar de amarle hasta septiembre), se pone todavía un poquito más serio, un poquito más grave, y empieza a hablar de Clara. Habla de un modo minucioso y exacto, en interminables, progresivas, maníacas precisiones, y Elia piensa que ella le conoce ya en esta faceta de apisonadora movida por silogismos, la misma del día en que se conocieron (en que ella le conoció, porque él la recordaba al parecer desde un día anterior y distinto: raro eso de existir intensamente para alguien que para nosotros todavía no existe), o del día en que le dijo que había incumplido el contrato y que la estaba amando. Y es curioso que la lógica estricta, llevada a estos límites de rigor y aplicada a elementos humanos, desemboque tan a menudo en el disparate. En algún punto debe haber un error, debe ocultarse una trampa, pero ella se esfuerza en vano por descubrir dónde radica la trampa, dónde comienza el error, o, caso de que no exista error ni trampa, descubrir la razón por la cual la argumentación de Ricardo —tan objetiva y hasta brillante, tan fría a trechos como una ecuación matemática o el análisis estructural de un poema— la desarma a ella y la apabulla, sin alcanzar no obstante a convencerla, y por qué le es tan difícil contestar, como espera y exige Ricardo, con un sí o con un no, a una pregunta sencilla, pero demasiado simple y total acaso para ser respondida: «¿pero tú la quieres?», como si esto del querer fuera algo unívoco, que se tiene o no se tiene, que se da o no se da —como la lluvia que cae o la moneda que uno se mete en el bolsillo—, y no encubriera por el contrario la palabra amor tantas variedades como casi infinitas son las variedades de la orquídea, tantas especies diferenciadas como distintas son las personas que han amado, que aman o amarán sobre la tierra: algo muy parecido —piensa ahora Elia con una sonrisa, mientras permanece muda y se reanudan las argumentaciones de Ricardo— a lo que les contaron en el colegio sobre los arcángeles: cada arcángel constituyendo de por sí una total especie, inútil por tanto cualquier intento de agruparlos luego bajo un denominador común, y en realidad no hay sólo tantas especies de amor como personas, sino muchísimas más, dado que tampoco es cierto que una misma persona ame siempre igual en el transcurso de su vida, siempre igual a todos, y son por tanto infinitamente variados, distintos y hasta contradictorios los sentimientos que colocamos arbitrariamente bajo este comodín tan fácil que no explica nada, demasiado amplio para no perder cualquier posibilidad incluso remota de significado: el amor. Y piensa Elia que para ellos dos —para el poeta, pero también para la propia Clara si fuera consultada— la cuestión es mucho más sencilla, porque Clara ve asimismo el amor como un grano que se tiene o no se tiene en la nariz, como una lluvia que cae o que no cae del cielo (no existen para Clara granitos ni lloviznas): Clara la quiere, el poeta la quiere, el poeta quiso antes a Clara, Clara no le quiso nunca, ahora él ha dejado de quererla, no se quieren ninguno de los dos entre sí, los dos quieren a Elia: ¿y tú?

Entiende Elia que tendrá que contestar, para que la entienda, para que se calle de una vez, a este nivel bárbaro y primitivo de realidades absolutas, ¡qué incómoda algunas veces la excesiva juventud! Como si un salvaje (o dos acaso, porque es posible que Clara no sea por entero ajena a la pregunta) le estuviera preguntando si puede traer al dios del fuego hasta esta habitación: inútil explicarle la electricidad, basta decir que sí, porque lo que el otro o los otros quieren realmente saber es si ella es capaz o no de encender la bombilla. Y Elia dice que no. A este nivel de verdades, yo no la quiero, poeta. Y en el momento mismo de decirlo, de expresarlo y formularlo —formulárselo a sí misma— finalmente con palabras, esta no querencia que flotaba inconcreta en el espacio cobra de pronto cuerpo y se vuelve mucho más verosímil y verdadera: más cierto que Elia no ama a Clara por el hecho de que ahora ha dicho en alta voz «yo no la quiero» (y acaso por el miedo a la concreción del no querer, ha pospuesto siempre Clara la demanda y la pregunta, por miedo a oírle decir a la otra «yo no te quiero» y de que, al decirlo, se convirtiera en verdad). Y Ricardo incomprensiblemente se sorprende: «Pues entonces por qué…». Y es Elia entonces la que se sorprende a su vez del nivel de ingenuidad que supone la sorpresa del chico. Porque la pregunta que Ricardo deja morir en puntos suspensivos sería «¿por qué has dejado que ella te ame a ti, si sabías que tú no ibas a amarla?». Por tantas cosas. Porque Clara es insistente y sensitiva y dulce, muy dulce algunas veces, porque tiene hermosos ojos oscuros y grandes en un rostro pequeño y pálido, porque es tan joven, conmovedoramente joven, y la propia Elia está tal vez, o cree estarlo acaso —a sus treinta años— al borde del inicio de dejar de serlo, porque necesita una droga que la libere de la angustia, la modorra, el aburrimiento, y le es cada vez más difícil conseguirla, y se ve entonces abocada desesperadamente a buscarla sin fe en las más remotas posibilidades, hasta en aquellas que intuye no han de servir siquiera como sucedáneo, o porque necesita oyentes siempre renovados para las historias que recuerda, que fabula o miente, y Clara es —esto es Ricardo el primero en saberlo y admitirlo— una oyente fuera de serie, tan atenta, tan sensible, tan respetuosa y receptiva, tan capaz de formular en cada instante la pregunta exacta, la pregunta justa que la lanzará a ella a una nueva andadura del relato, o porque Elia necesita verse reflejada —poco segura siempre de su propio valer, aunque esto no lo sepa Ricardo, tan necesitada de que los demás le asignen un valor y un precio para saber a qué atenerse, tan suspicaz y sorprendida y enfadada ante la imagen insospechada que surge ante ella inesperada, traicionera, en los vestíbulos o en el baño— y Clara pone a menudo ante ella el mejor espejo, el espejo en el que se ve como se soñara de niña algunas veces y como sabe ahora que no ha de ser ya nunca, y Clara recoge así todas las posibilidades perdidas y las proyecta hacia un futuro que no existe, pero que —cómplice Elia en esta farsa— entre las dos inventan, o porque ha hecho mucho calor a lo largo de esta primavera y los días son largos y a Elia la deprimen y la asustan tanto estas tardes inagotables en que llegan las nueve de la noche sin que haya realmente oscurecido, o tal vez haya dejado que la historia siguiera adelante, que el romance continuara, porque en ciertos instantes le ha parecido que en algún modo ella también la amaba, o podía al menos esperar llegar a amarla, y ha sido sobre todo en estos momentos, también en otros pero sobre todo en estos, cuando ha alentado a la muchacha a seguir adelante, y no hacía por otra parte falta alguna alentarla, porque Clara se lanzó desde el primer instante de cabeza, envueltas en las llamas todas sus naves, en una entrega de difícil retorno, sin interrogarse quizá ni interrogarla en cualquier caso a ella ni soñar siquiera parece en la posibilidad de ser correspondida —y le da tanta rabia y tanta envidia a Elia que la otra sea capaz de amarla así, de amar así, la convicción amarga de que por mal que se le pongan las cosas ha de tener la mejor parte, porque le corresponde quizás a Clara todo el dolor, o una carga importante de dolor, pero posee también ilimitadamente esta intensidad de la imaginación y de los sentidos, por cuyas migajas, por cuyos grados mínimos y ya por ella inalcanzables, daría Elia lo que le reste de vida: ¿y cómo va a atreverse esta mocosa, o Ricardo en su nombre, esta chiquilla extática en la cumbre de la embriaguez perfecta, a demandar encima correspondencia o felicidad?—, Clara se instaló en la casa y empezó a adorarla sin más, como adoran los gatos de la calle, instalada allí con la persistencia, la fijeza, la disponibilidad de un mueble.

Y —ahora siente Elia que empieza a perder pie, a creerse quizás algo culpable, y se hace demasiado imperiosa a la vez que demasiado evidente su necesidad de justificarse, aunque no sea precisamente una justificación de tipo moral lo que Ricardo parece estar esperando— Clara estaba además tan desvalida y sola, tan incómoda en su ambiente, tan disconforme con su familia, con su barrio y su casa, tan ignorante de todo —pese a sus estudios secundarios y su primer curso en la universidad—, y tenía al mismo tiempo tal disponibilidad, tantas ganas de aprender, que fue espléndido enseñarle —como no ha podido hacer con sus propios hijos, educados o maleados ya por el ambiente, siempre en manos de amigos y parientes, de su padre, de maestros, institutrices, señoritas para los niños, nunca además tan pendientes de ella, tan prendados de ella, tan necesitados de ella, tan dispuestos a aprender como lo ha estado esta muchacha—, fue espléndido enseñarle —y ver que lo aprendía a la primera, a veces sin que mediaran ni siquiera palabras— el modo de poner una mesa, de utilizar correctamente los cubiertos, de preparar el té, de presenciar un espectáculo, el modo incluso de vestir y de peinarse, dejando de lado o cambiando por otros los raros engendros que su madre seguía comprando a veces para ella en los grandes almacenes, entre figuritas de alabastro y cestitas de mimbre importadas de Filipinas o el Japón.

Ricardo asiente comprensivo: muy gratificante hacer de Pigmalión con una discípula tan aventajada y tan lista (tan bonita además) como lo es Clara. También él ha jugado a este juego, en campos muy distintos —más frívolas las materias que corresponden a Elia, más concentrado él en las áridas disciplinas de la crítica y del saber—, y Clara es ahora, en cierto modo, la obra de ellos dos. Es evidente ya para Elia que Ricardo no ha de ponerse en momento alguno de la conversación en moralista, y quizás él comparta en el fondo idéntica pasión por el juego y por el vicio, por la vida entendida y vivida como juego y como vicio, y hasta debe forzosamente intuir —está en el aire, por más que ni Elia ni Ricardo lo hayan formulado de modo explícito— que en algunos momentos la mujer ha jugado a amar a la muchacha, aun sabiendo que nunca la podría realmente amar, porque Ricardo y Clara han pasado a formar parte de una misma partida, personajes de una sola historia, y algo se hubiera desnivelado, algo hubiera quedado incompleto, desarmónico, si el juego no hubiera sido en todo momento desde hace ya muchos días una partida a tres. Pero en tal caso —y el poeta pone de nuevo en marcha su terrible apisonadora tanque compuesta de silogismos, lanzada pertinaz hacia el disparate—, si la muchacha la atrae y le interesa y le sirve en algún modo y hasta ha considerado algunas veces el proyecto de llegar a amarla, ¿por qué no llegar pues hasta el razonable final, por qué no hacer —y aquí la voz de Ricardo se torna grave— con ella y para ella lo mismo que lleva ya hecho con él y para él?

Elia tiene de nuevo la sensación de que esta historia literaria y artificiosa que empezó como un cuento de la selva y debe morir entre espléndidas bellezas otoñales ha de llevar forzosamente hasta su límite las leyes de la simetría, y lo que el muchacho está señalando, tan frío y objetivo y hasta impersonal, es la necesidad de abrir una ventana, de superponer una cornisa, para que no se quiebre la perfecta armonía —tan artificiosa y banal por otra parte— de la fachada renacentista. Y aunque algo, muy dentro de ella, protesta y se retrae y sobresalta, aunque le parece intuir cierta vaga falacia —de nuevo la premonición de un error o de una trampa— en el razonamiento de Ricardo, cierto oculto peligro en cualquier caso —¿para ella?, ¿para los tres?, ¿o sólo para Clara?—, sabe irremisiblemente que está vencida de antemano, vencida por el rigor implacable del razonamiento que él despliega ante ella como en una jugada de ajedrez (posibles consecuencias del intento: a) Clara no goza eh la experiencia y sigue no obstante enamorada; b) Clara sí extrae su placer y se enamora todavía más; c) Clara no disfruta en la cama y deja de interesarse por Elia…), un razonamiento que es inútil seguir, inútil incluso el escucharlo, porque Elia se sabe incapaz de resistirse a la tenacidad incansable de Ricardo, a su terquedad irreductible, y se siente todavía más incapaz de detectar en qué punto del discurso radican el error o la trampa, y sabe por otra parte que el final inevitable de todos los puntos enunciados, de todas las diversas posibilidades, habrá de ser forzosamente el mismo, vencida también Elia por su propia necesidad de juego y de mover las situaciones, su ridículo afán de creerse Dios, o creerse importante, o saberse simplemente existente y real, por el medio de intervenir en la vida de los otros —una de las formas más burdas, y sin embargo más eficaces, de que dispone para escapar a la inoperancia y al aburrimiento—, pero vencida en primer lugar, o eso quiere creer, vencida pues ante todo, por la lógica interna de la historia, esbozada desde sus inicios como bipolar, sabida siempre como bipolar, siempre presente Clara en sus encuentros con Ricardo, siempre presente Ricardo en las conversaciones con Clara, y lo que propone ahora explícitamente y con tal lujo de argumentos Ricardo le suena a ella como ya conocido, ya aceptado, ya dicho, las sílabas sin las cuales habría de quedar incompleto el soneto, las notas sin las cuales se iba a perder la sinfonía, las secuencias sin las cuales se notaría un hueco por el que se frustraría la película: es casi una necesidad estilística lo que el poeta le señala, las tonalidades justas que es preciso incluir para cerrar así rotundamente una historia que, como suya, tiene que ser perfecta.