Clara llega tarde a su casa, como tantas otras veces, prácticamente como todas las noches, ahora que se ha convertido en una costumbre pasar los días en el piso de Elia, esté Elia o no esté, esperándola o ayudándola a arreglarse para salir, o haciéndole recados o contestando por ella a las llamadas del teléfono o escuchando sus historias, o saliendo Clara todavía con ella algunas veces, de exposiciones, al cine, a tomar un aperitivo frente al mar. Y a Clara esta calle —que ha detestado desde siempre, desde que reparó en ella con sus ojos de niña las primeras veces, porque le es imposible deslindar sus más remotos recuerdos de esta específica sensación de desagrado, y Clara nació aquí, en la misma casa que todavía habita con sus padres, y no sabe si fue a los dos o a los tres o a los cuatro años cuando empezó a darse cuenta de las cosas, pero sí sabe que empezar a distinguirlas equivalió a empezar a odiarlas— le parece ahora todavía más detestable, más estrecha, más sucia, más húmeda, con las bolsas y los cubos de basura alineados a estas horas de la noche al borde de las aceras, derribada la tapa de los cubos, rasgado el plástico de las bolsas y esparcido a medias el contenido de unos y de otras por las uñas afiladas y expertas de múltiples gatos famélicos, gatos que se esconden quién sabe dónde durante el día (ni siquiera Clara es a veces capaz de descubrirlos) y que surgen furtivos, los lomos rozando las fachadas grises de las casas, en cuanto llega la noche, prontos a escapar como relámpagos oscuros, entre un resonar de bufidos y de maullidos airados, ante el primer coche que penetra en la calle con los faros tal vez encendidos —y ahí quedan los gatos inmóviles unos segundos, paralizados por la sorpresa del deslumbramiento, para escapar sólo en el último instante, y es entonces su fuga todavía más precipitada e iracunda—, o ante los pasos de cualquier transeúnte como Clara, aunque no existen transeúntes como Clara, y a ella debieran conocerla todos ya, y debieran saberla en modo alguno peligrosa, totalmente incapaz —y no por libre elección de la voluntad, sino por carencia, por pura incapacidad congénita, y de quién demonios, se pregunta, puede si es congénita haberla ella heredado—, totalmente incapaz de hacer el menor daño a nadie ni a nada, y mucho menos a los gatos, por los que ha sentido desde siempre un cariño especial y por cuya causa ha batallado y ha sufrido desde niña contra sus padres, contra sus hermanos, contra los chicos del barrio, y mucho menos todavía ahora, cuando ha bautizado a Elia con el sobrenombre —que la otra acepta complacida y risueña— de Little Queen of the Cats, reina, se entiende, no sólo de los gatos sedosos y elegantes, de largo pedigree y limadas uñas, como Muslina, la siamesa de pelaje esponjoso y enormes ojos claros, no sólo de los gatos persas o de angora, de diversas suavísimas pelambreras negras, blancas, doradas, sino reina también, reina ante todo, de los gatos vagabundos que se ocultan de día y merodean famélicos durante la noche por callejas oscuras y malolientes, siempre prontos para la huida o el zarpazo, reina ella de los gatos perdidos, de los gatos abandonados, de los gatos salvajes, de los gatos que nacieron porque sí, inútilmente, sin que nadie los deseara ni aceptara, en la calle, oculta tal vez la madre en el vestíbulo de una casa abandonada y medio derruida o bajo un coche aparcado, y que habrán de morir en plena calle cualquier día, sin que a nadie le importe, sin alcanzar tampoco casi nunca la vejez, gatos que ni imaginar logran siquiera que puedan existir muelles alfombras en las que hundir las zarpas, almohadones de terciopelo o raso sobre los que enroscarse perezosos y ahítos ante la chimenea encendida, camas con sábanas de hilo a las que ascender de un salto para tenderse a lo largo de un cuerpo hermoso y frágil de mujer dormida, y a la que pueden acercarse sin temor, porque —aunque los gatos de la calle no lo entiendan— algunos seres humanos no son siempre peligrosos, y además no se trata propiamente de un humano, sino de la Reina de los Gatos, que protesta confusamente con un gruñido entre sueños y los golpea suave con la cadera en un gesto simbólico que no pretende de veras alejarlos, porque este es su territorio y la reina tiene calor en los primeros días del verano, pero abandona en seguida y cede y los deja seguir durmiendo allí, a su lado, ni saben tampoco estos gatos golfos, estos gatos canallas, estos gatos perdidos, que puedan existir ventanas inundadas de sol, desbordantes de flores y de trinar de pájaros, ventanas desde las cuales se ve la calle como algo remoto y ajeno y fantasmal, esta calle que para ellos es el mundo entero, porque no han conocido nunca otro y no pueden por tanto imaginarlo, pobres gatos de la noche, la violencia y el hambre, o acaso —fantasea Clara—, acaso sí sepan los gatos que existe algo distinto, acaso hayan oído hablar alguna vez de la Pequeña Reina de los Gatos, ellos o sus antepasados, y tal vez sobreviven y se reproducen miserablemente, heroicamente, tercamente, alentados sólo por la esperanza, por la leyenda transmitida de generación en generación como el tesoro más preciado de la especie, de que algún día, cualquier día, ante ellos o sus nietos o los nietos de sus nietos, puede aparecer aquí la Little Queen of the Cats, y verlos, y detener entre la manada de gatos salvajes su carruaje blanco —¿será por eso que no huyen de inmediato, cuando aparece un coche con los faros encendidos, en medio de la noche, será para cerciorarse antes de que no es el coche de la pequeña reina, y será por eso que su fuga final es siempre más airada, o más decepcionada?—, y abrir la portezuela —la mirada brillante, la boca risueña, sedosos los cabellos de oro entre las pieles blancas, muy parecida a la Reina de las Nieves de las ilustraciones infantiles— y dejar que los gatos se encaramen furtivos a su regazo, para arrastrarlos luego consigo hasta el paraíso de los gatos, como ha ocurrido con Clara —y eso prueba que el prodigio, aunque improbable, no deja sin embargo de ser posible—, a unas habitaciones tapizadas de terciopelos, de cortinas de raso, de moquetas claras, en las que podrán hundir las zarpas de limadas uñas, habitaciones donde los almohadones de terciopelo se amontonan por el suelo y en los sofás ante chimeneas encendidas, habitaciones de ventanas amplias con macetas y jaulas, habitaciones de camas con sábanas de hilo, donde todo es hermoso y suave y fácil, y donde —esto es para Clara y para los gatos lo más importante— hasta el aire vacío está henchido de su figura, de sus risas, de su perfume, de su voz, presente en todo la Pequeña Reina de los Gatos, hasta cuando no está.

Clara ha llegado tarde una vez más, y ha encontrado cerrado el portal, y ha tenido que gritar hacia lo alto, hacia la ventana —ventana también con plantas, pero sin trino de canarios—, abierta ahora en las noches de verano. Y su madre la riñe después de bajar a abrir y mientras sube delante de ella los peldaños, y su riña es la misma de las otras noches —una rutina ya para las dos—, y también siguen sueltas las baldosas de siempre, y el tufo de la escalera de vecinos es más intenso y más desagradable que el hedor de la calle. Y en la mesa del comedor, cubierta por un mantel y encima por un plástico, el padre come la sopa, la barbilla casi metida en el plato, sin levantar la cabeza para saludarla o para unirse a la regañina de la madre, que pide desmayadamente su colaboración —«¡mira esta chica, claro, tú nunca le dices nada!»—, como tampoco levanta la cabeza para intervenir en las peleas interminables de los niños, sólo, a veces, deja de comer la sopa y les cuenta algún chisme del periódico o de su trabajo. Y Clara se sienta en su lugar, y empieza también con la cena, y no se molesta en discutir con la madre, ni en preguntar por qué razón su hermano, dos años menor que ella, puede llegar a casa a la hora que quiera, o simplemente no llegar, mientras a Clara se le exige que encuentre abierto el portal, que abandone todas las noches a una hora convenida y arbitraria el paraíso para reintegrarse a una realidad cotidiana que detesta, dios, cómo la detesta.

Ahora más que nunca, ahora mucho más que antes, le resulta insoportable esta calleja oscura y sucia, este piso de habitaciones pequeñas y atestadas, atiborradas por su madre de los objetos más increíbles, más incongruentes, que descubre y que compra por docenas en los grandes almacenes, los mismos almacenes donde elige también unos vestidos espantosos, que Clara, tras dar las gracias en voces desmayadas, se resiste heroicamente a ponerse —¿por qué será siempre imposible la ropa que compra para ella la madre, mucho más fea que la que se compra para sí misma?— y que, cuando se los pone por fin, provocan indefectiblemente una mirada alarmada y sorprendida en los ojos de Elia. La madre se ocupa por la mañana de la casa, del desayuno de los hermanos, la comida del mediodía, y luego, una vez han terminado y ha despedido a la interina que limpia la casa y les friega los platos, baja a la planta baja donde tienen la tienda, coge el dinero que quiere de la caja —el padre no protesta nunca, y la caja se llena día tras día de modo regular, no, no es culpa del dinero, piensa Clara, de la falta de dinero, que todo sea aquí tan feo, todo tan sórdido, tiene que haber otra razón peor— y se larga a los grandes almacenes a practicar su única afición, para comprar allí —aparte de la ropa para Clara, y para el padre y los hermanos, y para ella misma— figuras de alabastro, ceniceros búlgaros, bordados turcos o griegos, extraños utensilios para la cocina que no se utilizan luego jamás, bodegones con dos perdices muertas junto a un plato de naranjas. La madre se ocupa más o menos de la comida y de la casa, y compra cosas más y más disparatadas, y la riñe. La madre —piensa Clara— no la ha querido nunca —quizás a sus hermanos sí, pero en ningún caso a Clara— del modo en que ella necesitaba ser querida y le ha dejado como una marca indeleble esta carencia de amor, este déficit insalvable, este lastre que arrastrará consigo toda la vida (y es esta carencia, este déficit, este lastre lo que la impulsa en parte hacia la Reina de los Gatos), pero Clara piensa en todas estas cosas, mientras termina la sopa y empieza con el plato de pescado, y se ríe sola, porque se trata al parecer de una enfermedad contagiosa, de un daño general, porque seguramente ni a Ricardo ni a Elia ni a sus propios padres los han amado tampoco lo bastante de pequeños —una indudable tara, entre otras, de la humana especie— y resulta un poco grotesco verlos a todos por ahí, grandullones y desamparados, prepotentes y perdidos, lamentándose de que su mamá no los quiso de niños, escudándose en esta falta inicial de amor, justificándose en esta falta inicial de amor ahora irrecuperable, pidiendo amor a gritos para colmar este vacío ya nunca colmable (y todos ellos lo saben), la humanidad entera reducida a una caterva, a una manada de niñitos perdidos que no han sabido crecer, que llaman a mamá con múltiples nombres diferentes, que no saben amar porque no fueron amados, y que engendran a su vez nuevas generaciones de niños sin amor, en un círculo cerrado e interminable, mucho menos dignos, infinitamente menos dignos, piensa Clara, que los animales, que esos gatos que merodean agrestes por la calle, empeñados tercamente en sobrevivir, y a los que sus mamás quisieron sólo durante el tiempo preciso para amamantarlos, todos tal vez, niños, hombres y gatos, alentando la esperanza de que puede existir acaso la Reina de los Gatos, y ella —se pregunta Clara—, la Little Queen of the Cats, ¿dónde podrá intentar colmar —si es que también la tiene— su carencia básica de amor? No en su marido, ni en los que han sido probablemente sus amantes, y muchísimo menos con Ricardo.

Y mientas está pensando en él, suena el teléfono, y Clara se sorprende de que haya tardado tanto, y no se anima a que su hermano pequeño diga que ella no está, porque ¿qué iba a pensar la madre?, y además Ricardo llamaría de todos modos después, llamaría una y mil veces hasta encontrarla en casa y lograr que se pusiera al teléfono y contarle entonces las proezas de los últimos encuentros, del descubrimiento progresivo, la progresiva conquista del cuerpo de la mujer, continente virgen e inexplorado a cuyos últimos recovecos no se podrá llegar jamás, y, al mismo tiempo, el descubrimiento también y la conquista de su propia sexualidad, y todo esto se lo irá transmitiendo a Clara en una narración minuciosa e implacable, que no perdona un gesto, una postura, un beso, una palabra, una caricia —por más que Clara le suplique una y otra vez que se calle, que no siga, por más que le repita que no quiere oírlo, y aunque los dos saben que, ante el requerimiento de Ricardo, Elia le autorizó para que pudiese contar la aventura, o la historia de amor, a sus amigos, tan natural que el muchacho quisiera comunicar a otros su victoria, tan lógico también que parte del placer radicara en contarlo (natural y lógico para Elia y hasta para Ricardo, en ningún caso para Clara), y así le autorizó Elia formalmente para que explicara lo que quisiera a sus amigos, a todos sus amigos, excepto a Clara—, y ahora la descripción minuciosa e implacable desemboca en una pregunta excitada, «¿sabes tú lo que es un sesenta y nueve?», y Clara se siente morir, como si el mundo se le moviera de pronto debajo de los pies, como si las palabras del otro le estallaran dentro de la cabeza, y se desploma en una silla, y deja caer la mano, con el auricular, en el regazo, y sigue oyendo el sonido de la voz de Ricardo, aunque no se le entienden las palabras, pero eso no le remedia ya nada, no necesita entender ni repetirse las palabras, porque ante ella se ha desplegado una terrible galería de imágenes, imágenes móviles y vivientes, y sabe que no podrá borrarlas, que nadie ni nada podrá ya borrarlas durante las largas noches del insomnio, sabe —mientras apoya la cabeza contra la pared, y aprieta las mandíbulas para contener de algún modo las náuseas y se lleva finalmente el teléfono a la boca y gime «ahora estamos cenando, yo te llamaré más tarde»— sabe que estas imágenes ingresan, como el desamor de la madre, en ese lugar de la mente o del alma reservado a las heridas irreparables.