Elia le ve desde lejos, al acercarse a la esquina convenida para su encuentro: un adolescente tosco y flaco metido en una gabardina que ni forma tiene ya, que nunca debió de ser por otra parte ni siquiera pasable y que le queda para colmo sorprendentemente larga. Y la mujer se pregunta por qué se habrá disfrazado su simio poeta así, en esta mañana radiante de principios de verano, sin una sola nube en el cielo azul, y concluye que quizá la gabardina forme parte de un exótico disfraz de amante clandestino. Lo cierto es que Ricardo está tan nervioso, tan asustado y tan anhelante —las tres cosas a un tiempo y en su grado máximo— que no acierta, tras entrar a trompicones en el coche armándose un lío con la gabardina, a cerrar la portezuela —y debe hacerlo riendo, desde su asiento de conductora, la propia Elia, como es asimismo Elia la que le alborota unos instantes el pelo con la mano, aumentando así su divertido aspecto de simio despistado, porque está Ricardo tan ensimismado que ni siquiera piensa en alisarse el pelo y devolverlo a su posición habitual, y es también Elia la que le da a continuación en la mejilla un breve beso de bienvenida que no obtiene respuesta—, y no acierta tampoco Ricardo a responder al mozo que les sale al encuentro, una vez han metido el coche en una habitación pequeña, un garaje individual, y los sigue luego a ella y al mozo por un laberinto de largos pasillos tortuosos, plagados de recovecos y cambios de dirección (se detiene el mozo cauteloso ante cada cruce de caminos y alarga primero él la cabeza para otear el horizonte y evitar de este modo el riesgo de algún encuentro intempestivo), se mete Ricardo tras ellos en ascensores que parecen sacados de lujosos balnearios de finales de siglo, los sigue hasta la alcoba increíble, porque ante el mutismo y el desconcierto del poeta sabelotodo lotengoprogramadotodo pero que en esta situación nueva no sabe nada —y a ella le encanta su desconcierto y verlo enfrentado por fin a algo que no podía haber resuelto previamente ni siquiera en el plano teórico hasta los mínimos detalles, aunque esto, piensa Elia, será seguramente así sólo el primer día, y en días sucesivos él irá recobrando ese tembloroso aplomo, esa tenaz inseguridad que le permitirán hablar por sí mismo y hasta imponer sus decisiones y sus gustos—, ha sido Elia la que ha tenido que contestar al mozo, que preguntaba por tercera vez, dirigiéndose al chico, qué habitación querían, y ha pedido ella la que sabe más loca y disparatada (extraño que perduren todavía algunas de estas cosas, habitaciones de este tipo en las casas de citas de una ciudad que todo lo renueva), segura de alentar los íntimos anhelos, las más profundas fantasías del poeta, tenaz lector de novelas pornográficas, tercamente empeñado en el afán de entremezclar el sexo y la literatura, y no puede existir habitación más literaria que este falso decorado, todo él purpurina y cartón piedra, de la más delirante alcoba nupcial de Harum al Rachid, sólo que con más espejos tal vez que los aposentos del harem y con una incongruente adición de pinturas pseudopompeyanas. Y ahí por fin se cierra tras los dos la puerta y los dejan solos.
Pero advierte Elia que Ricardo no se da todavía cuenta de nada, no ve lo que le rodea, y ni sonríe siquiera ante esta escenografía paródica y grotesca, no ve la cama enorme, que pende desde el techo sostenida por cuatro cadenas de oro, y justo encima de ella, rodeando el espejo más grande de todos los que invaden la habitación, el espejo que reflejará dentro de unos minutos los cuerpos de ellos dos abrazados y desnudos, cuatro cupidos de yeso, apuntando con sus flechas al centro de la cama. Ricardo piensa —fantasea Elia ante el mutismo de su acompañante— que ha ingresado por fin en la sala de las más secretas ceremonias, dispuesto, tras larga y penosa espera, tras terribles pruebas, para su iniciación, y la cama —que ni parece ver— es exactamente el altar de los sacrificios, en el que oficiará dentro de unos minutos Elia, revestida con la desnudez de la suprema sacerdotisa, un altar del que él habrá de salir purificado por el fuego sagrado, apto para ingresar sin miedos ya y sin vergüenzas en el mundo de los hombres, vencedor de todas las tristezas y temores, de todas las vacilaciones y ansiedades de la adolescencia, adulto de una vez por todas y para siempre. Y piensa Elia por un instante si no habrá elegido un decorado demasiado paródico, en un tono de broma que puede no encajar con la trascendencia sagrada de la iniciación.
Ahora Ricardo sale de su ensimismamiento, al advertir que los han dejado solos, la mira a ella muy serio, rectamente a los ojos, y le pregunta lo que tiene que hacer, en una voz baja y algo temblorosa pero inequívocamente decidida a llegar hasta el fin. Y piensa Elia con un estremecimiento que ella ha sido elegida, para tomarle de la mano y conducirle a través de extraños túneles subterráneos hasta la luz. Y le dice que se desnude y que se meta en la cama, y, antes de desaparecer ella en el cuarto de baño, le ve iniciar los movimientos, asustados pero metódicos, de un niñito bueno que se saca y ordena su ropita antes de acostarse. Y en efecto, cuando la mujer vuelve, todo está perfectamente colocado en una banqueta, la gabardina pende de una percha y los zapatos se alinean paralelos, cada uno coronado por su calcetín, al borde de la cama.
Ricardo es una figura pálida y suave —parece todavía, así desnudo, más joven y más flaco— en la tenue luz que desde unas conchas de oro se derrama en la alcoba. Y Elia avanza ahora enteramente desnuda hacia él, porque no la ha avergonzado nunca su propia desnudez ni la de otros, pero sí la cohíbe y la incómoda desnudarse o vestirse —sobre todo vestirse— en presencia de alguien, y además cualquiera sabe o adivina de qué modo deben desvestirse las ninfas o las sacerdotisas de los mitos secretos, cualquiera sabe el striptease sofisticado e insólito que puede su poeta haber fantaseado. Más sencillo así: avanzar ya desnuda hacia la cama del héroe, tenderse blandamente a su lado y decirle bajito que no tenga miedo, que no hay que forzar nada, que todo saldrá bien. Que se esté quieto, que la bese, que cierre los ojos. Y Ricardo queda pasivo y tembloroso bajo las caricias, y Elia sabe que es esto precisamente lo que ha estado deseando, lo que concreta los ensueños de un ardoroso fin de semana solitario: recorrer despacio, tan despacio que a veces es imperceptible el movimiento y parece haber quedado inmóvil, recorrer despacio con las manos, con los labios, con la lengua, este cuerpo tan joven —casi sin vello—, tan asustado todavía, aunque a cada minuto que pasa un poquito menos, gradualmente Ricardo menos asustado y más ansioso, a medida que ella va progresando en sus caricias, en sus contactos furtivos, deliberadamente leves, en un intento por posponer al máximo el instante final, por prolongar hasta sus límites más lejanos este preludio magnífico, imposible casi siempre con hombres más maduros, hombres que saben lo que quieren y por qué caminos, y con ellos por tanto Elia no domina el juego, no puede imponerles sus reglas ni su tiempo, pero ahora sí puede, con Ricardo sí puede, y avanza muy despacio, aunque las manos, como si tuvieran de repente vida aislada y propia y pudieran moverse por sí mismas ajenas a su voluntad, regresan una y otra vez, con frecuencia creciente, al suave refugio entre las ingles, en busca de ese pájaro loco y prisionero, que sólo las esperaba a ellas, que esperaba tan sólo el largo abrazo de este cálido cuerpo de mujer, para poder alzar por fin el vuelo, y que está ya llegando por segundos al límite de la espera. Y Elia siente entre sus propias inglés (nunca los amantes expertos y sapientes logran llevarla a esto), en esta oquedad húmeda y tibia, convertida mágicamente en nido, un picotazo terrible, una sucesión desesperada y dolorosa de alfilerazos, hasta que no son ya una sucesión sino que se han fundido en una herida única y quemante, herida de nido vacío que añora ferozmente la llegada de su insustituible pájaro. Y ahora el dolor de los dos se torna intolerable, y Elia deja de acariciarle con sus manos suaves, y se desliza sobre el cuerpo de Ricardo, y el pájaro llega por fin a su destino y ha encontrado su nido, y ya no existe el miedo quizá, ni la angustia ante lo ajeno y desconocido, porque no es una boca voraz de dientes afilados ni una caverna pavorosa poblada de vampiros lo que le aguarda, sino una guarida tibia y acolchada a la que ha estado desde siempre destinado, y las resistencias ceden blandamente ante su empuje, se desmoronan a su paso, y es un nido, una guarida, en la que es delicioso penetrar, y casi no comprende ya el pájaro loco cómo ha podido subsistir durante tantísimos años en el terrible exilio de su único nido. Y Elia cabalga febril, sin bridas y sin estribos, sobre el cuerpo tan joven, lampiño, sudoroso, doblemente excitada ella cuando oye a Ricardo gemir muy quedo, la cabeza de lado y la boca casi hundida en la almohada, y Ricardo le pregunta entre gemidos, con una voz nueva que Elia no conocía, que acaso él tampoco se conocía, si es así, si está bien así, si ha llegado el momento, y ella no le contesta con palabras, pero refrena el ritmo de su vaivén, interrumpe su cabalgar salvaje, y se pega a Ricardo boca contra boca, abrazados estrechamente los dos cuerpos, centímetro de piel contra centímetro de piel, y Elia se ha dado vuelta, le ha dado vuelta, porque los cuerpos de los dos se mueven ya como un solo cuerpo indivisible, y es ahora el poeta o el simio el que cabalga sobre ella, desbocado y feliz, hasta que el tiempo se inmoviliza en un vértigo que parece no ha de tener fin, y después Ricardo se desploma, la cabeza agotada en la almohada, al lado de la cabeza de ella, y la mujer abre los ojos y ve reflejados los dos cuerpos en el espejo, muy blanca la carne del muchacho sobre la suya propia, ya bronceada por los soles de la primavera, pero muy iguales no obstante los dos cuerpos en su aire juvenil, en su fragilidad, en su desvalimiento, unidos en un abrazo exhausto que parece durar de nuevo toda una eternidad, y que Elia quisiera no terminara nunca. Y Ricardo emite luego unos sonidos que tienen algo de ronroneo satisfecho, que tienen mucho de excitado llanto, y le pregunta, con una voz que se va pareciendo ya más a la que Elia conoce de siempre, si todo ha estado bien, si era exactamente esto lo que debía ocurrir, si también a ella le ha gustado tanto, si hubiera podido ser todavía mejor. Con la timidez audaz del adolescente que ha saltado por primera vez la triple valla sobre potrilla de oro. Y Elia abre definitivamente los ojos que había vuelto a entrecerrar, se desprende suavemente del abrazo, se incorpora, y le explica que no se trata de un juego que tenga reglas fijas —o no debiera tenerlas, y se degrada o se reduce en cualquier caso siempre cuando las tiene—, que se trata de un juego libre en el que no tiene sentido la palabra normal, un juego abierto en el que no se sabe casi nunca lo que va a ser mejor o peor y por el que se avanza a base de tanteos y de instinto, y no existe por tanto —en los buenos amantes— repetición posible.
Le explica Elia que para ella nunca había sido así, del modo preciso en que ha ocurrido esta vez, y que por consiguiente la experiencia no ha sido sólo nueva para Ricardo, sino para los dos. Esto al poeta le gusta mucho, y hace que la mujer se lo repita tres, cuatro, cinco veces —le quedó de la infancia este gusto por la reiteración en la respuesta—, y le repite luego él una y mil veces que la quiere —«te quiero mucho, Elia… Elia, te quiero tanto»—, con una voz tierna pero todavía algo asustada, y ella pregunta entonces si acaso le tiene miedo, le pregunta por qué hay en su voz, al pronunciar su nombre, un destello de miedo, y el poeta solloza «cómo no voy a tener miedo si sé que puedes desaparecer en cualquier instante», y a la mujer le gusta verlo por instantes inseguro, hoy ha sido un día de inseguridades, y le tranquiliza que no, que esto terminará forzosamente alguna vez, pero que ella no va en ningún caso a desaparecer, y además apenas si terminan de empezar, les queda todavía mucho tiempo. Y él le pregunta «cuánto», y ella dice sorprendida que no sabe, pero insiste el poeta y le arranca por fin la promesa de que su amor durará como mínimo hasta septiembre, sería atroz que ella le abandonara antes de septiembre. Y a Elia la divierte y la conmueve este afán del muchacho, afán que hunde acaso las raíces en su básica inseguridad —extraña la mezcla de temores y audacias, de dudas y certezas, de humildad y de prepotencia, que se dan en él—, un afán por planificarlo todo previamente, por reducir la vida, y de este modo acaso controlarla, a unos esquemas inamovibles: tienes que quererme al menos hasta que llegue septiembre.
Y piensa Elia que esta aventura artificiosa y bella, tan literaria, tendrá que seguir siendo artificiosa y bella y literaria hasta su final, un final previsto con cuatro meses de antelación, un final programado, pero que adornarán ambos, eso sí, cuando llegue, con las más delicadas tristezas del otoño. Y es que al simio poeta hay que envolverlo, arroparlo como se arropa a un niño, en un mundo ficticio de imposibles certezas y seguridades. Y Elia se ríe ahora, y le enmaraña los cabellos lacios y oscuros, restriega su nariz contra la de él —«te acuerdas, así nos explicaron de pequeños que se besaban los esquimales»—, le besa cosquillosa las orejas, el pecho, la nuca, y enciende luego un cigarrillo que fuman entre los dos, aspirando primero la mujer y pasándole el humo de boca a boca —un juego que a Ricardo le encanta y al que se apunta con el mismo entusiasmo que ponen los dos en cualquier juego, y le quita luego el cigarrillo y es él quien lo aspira con avidez para poder pasarle a ella el humo, al igual que recibe encantado el humo que Elia le devuelve, y que expele por fin dejando que ascienda hasta el espejo enorme y las figuras de estuco, aunque lo cierto es que el poeta nunca ha fumado hasta ahora y le repugna incluso habitualmente el olor del tabaco—, fuman a medias pues, sentados el uno frente al otro, en posición de loto, sobre la cama demasiado grande. Y todo ha estado tan bien, todo ha sido tan correcto y tan excitante y tan placentero y agradable que, cuando el poeta inicia ardoroso una disquisición sobre la poética de Pound, Elia siente de nuevo —como la sintiera ya alguna vez en los bares— la nostalgia de un público, al menos de un solo espectador, el deseo en suma de que alguien ajeno a ellos pueda apreciar e inmortalizar acaso esta exquisita escena, que únicamente observan —qué desperdicio—, impertérritos e indiferentes, los cuatro cupidos de estuco que rodean el espejo.