Y unos días después Elia está sola en la casa, y ha llegado la hora de la cita con Ricardo, una de las citas en rincones acolchados de bares más o menos equívocos, y sabe que el joven simio poeta la estará esperando, que habrá pedido hace rato ya su coca-cola y que su impaciencia y su miedo ante este primer retraso —nunca se ha retrasado Elia antes— se harán por minutos más y más intolerables. El poeta no soporta los riesgos —al menos los riesgos no por él controlados— ni es capaz de enfrentarse a lo imprevisto, tal vez porque es tan grave —piensa Elia—, tan profunda su básica inseguridad, porque le ha sido tan difícil moverse con soltura, llevar a cabo actos normales en un mundo que le ha sido hostil, que necesita incluso ahora, cuando tantas cosas han sido ya vencidas y dejadas atrás, de pequeñas y exactas y maniáticas reglas y puntualidades, de minúsculas certezas inamovibles. Prefiere, el poeta, pasar un día sin verla, a soportar la ansiedad intolerable de una llamada probable pero no absolutamente segura, y las citas entre ellos se han fijado desde el principio de antemano —en cada entrevista se establece la hora inalterable de la próxima entrevista—, y aun preferiría el poeta establecer un horario riguroso que se siguiera semana tras semana durante el resto de sus vidas.

Y Elia ha comprendido y ha aceptado. Sólo esta tarde, por primera vez, ha dejado correr y correr el tiempo, ha dejado pasar los minutos, aunque está ya vestida, a punto para salir, y sabe que él la habrá estado esperando, y siente casi bajo la propia piel el latido angustiado del miedo de él y de su angustia. Hasta que de repente está en el teléfono —y no era esto lo que se había propuesto, no se había propuesto nada, y no sabía ni ella misma, aunque ahora sí lo sabe, que era esta en definitiva la razón de su retraso—, y marca los números con torpeza de colegiala, con premuras de adolescente, y teme que ni le va a salir la voz —porque queda anulada por unos instantes su madurez y se siente anhelante y ansiosa y avergonzada como a los diecisiete años—, pero sí que le sale, y es su voz serena y armoniosa de siempre, una voz suave y exenta no obstante de vacilaciones, la que lo llama aquí, la que lo cita para ahora mismo en la casa vacía, y teme Elia por unos instantes que él no se va a atrever, que no va a venir, pero sí que se atreve, se atreve ahora a todo este muchacho desmañado y torpe, más asustado de poder perderla que de acudir aquí, y llega justo en el tiempo de la distancia, demudado y trémulo, pero decidido, y Elia lo recibe sonriendo, más asumido que nunca su papel de ninfa, y le alarga la mano, y se la mantiene cogida, y lo conduce a lo largo del pasillo oscuro, hasta el salón, y se sientan los dos en el sofá, se hunden los cuerpos en los almohadones de pluma, y ella sirve unas copas de jerez —nada esta vez de coca-colas ni de tés—, aunque el poeta protesta que él no bebe. Y entonces, rígidos y tiesos, perdida momentáneamente la confianza y la intimidad recién aprendidas, cada uno en el extremo opuesto del sofá, ella le mira fijo a los ojos y él le sostiene la mirada, y Elia le alarga lenta una mano, trabajosa y lenta, como si debiera recorrer espacios siderales para llegar hasta él. Y el poeta ha cogido la mano y de repente, parece, lo ha comprendido todo. Entiende que le han entregado, piensa Elia, la llave mágica que abre la alacena donde se encierran los dulces, el armario grande donde se alinean todos los juguetes, los juguetes reales o imposibles que han llenado sus juegos de niño, sus sueños de adolescente. No es deseo erótico, no, al menos en un primer momento no es precisamente esto. Es como haber mirado durante años y años, años innumerables, los libros o los dulces o los trenes al otro lado del escaparate, más allá del cristal, y que de pronto alguien te agarre de los hombros, los fondillos de los pantalones, y te meta a empellones o a tirones en la tienda, y te diga «agarra lo que quieras, todo es tuyo». O como sumergirse en Venecia a los catorce años, y Elia ve ahora a Ricardo, tal como él se ha descrito a sí mismo, asomado a la ventana del hotel, sobre un canal, las manos aferradas en el alféizar y las mejillas llenas de lágrimas. No, lo que siente Ricardo no es, piensa la mujer, propiamente deseo, está demasiado alterado, demasiado sorprendido y asustado para acceder al deseo, es más bien una especie de vértigo —hasta físicamente parece sentirse mareado— o de embriaguez, es una gula desaforada y temerosa, incrédula y exultante, algo que lo impulsa sin opción posible a una posesión simbólica y apresurada con los ojos o por medio del tacto.

Pobre niño sin dulces que ha descubierto al fin la más delirante alegoría de pasteles bajo la cúpula de luz, y necesita amontonarlos todos en el plato, llevarlos todos a su mesa, aunque no sienta en estos instantes ni siquiera hambre y sea remota la posibilidad de conseguir comerlos. La posesión real debe venir después, medita sonriendo la mujer: demasiado largo el anhelo para lograr disfrutar ahora de nada. Es el momento sin embargo de la apropiación primera, de fijarlo todo como suyo en un primer instante, de establecerlo quizás suyo para siempre. Porque Elia es como un escaparate que rebosa prodigios, como una mágica mesa cubierta, bajo la cúpula de luz, de golosinas imposibles y reales, como una bellísima ciudad que se ofrece desnuda a la curiosidad adolescente, tan hermosa Venecia a los catorce años como no podrá serlo nunca ya para los adultos. La nuca, la espalda, los senos. Ha arrancado a tirones el jersey y ha forcejeado torpe con los corchetes del sujetador, mientras ella se ríe y espera y no le ayuda. Y queda al fin desnuda de cintura para arriba, y el muchacho toma posesión apresurada y sin placer, se trata sólo de establecer su territorio, de fijar gallardetes en las islas o en las cumbres, sólo asegurarse de que es suyo, el gozarlo puede y debe esperar hasta más adelante, y recorre con las yemas de los dedos cada centímetro de piel cálida y suave, recorre cada centímetro de los hombros, la nuca, la espalda, las axilas —hay un vello suave, como un plumón de pájaro, en las axilas—, los pechos —y qué sorpresa los pezones vibrátiles, erizados, como plantas carnosas que se agitaran hacia sus dedos, hacia la luz—, los costados temblorosos, la lisura del estómago hasta el ombligo, toma posesión el hombre con sus labios quemantes —realmente Elia los siente casi como una quemadura, un aliento abrasador sobre su piel—, toma posesión con sus manos torpes y duras a fuerza de tan ávidas. Todo es nuevo, piensa Elia, todo es para él territorio desconocido y no tocado. Y después de que Ricardo le ha bajado los tejanos y las bragas —le molesta a Elia esta semidesnudez, este conglomerado de ropas en torno a las rodillas, y se saca las prendas con un gesto leve y las lanza por el aire—, y ha recorrido con labios y con lengua y con las manos el vientre, el pubis, el hueco entre las piernas, le pide, le suplica —a ella le sorprende que le pida esto, cuando ha desnudado y ha tomado posesión por sí mismo y sin previa consulta de todo lo demás, autorizado parece por el gesto inicial de la mujer al mirarle a los ojos y tenderle la mano— que se quite los zapatos.

Elia se quita despacio las sandalias y las medias, y el muchacho acuna los pies desnudos —tiene él los ojos entrecerrados—, se los oprime contra el pecho, los hace descender luego hasta su sexo, y los cubre de besos y palabras —otra vez elevados a la altura de la boca—, y los chupa y los lame y los arrulla y los mece, y Elia no está segura de si esto aparece en alguna novela o sólo en el cine de Buñuel (improbable que lo hiciera o lo contara Leonardo), pero lo cierto es que el poeta ha cerrado ahora totalmente los ojos y ha perdido el aliento, y termina aquí —los pies de ella apoyados otra vez en su regazo— esa especie de desaforado recuento anatómico. Distintas partes del cuerpo de la mujer. No en las páginas de un libro, ni en las palabras de un poeta, ni en dibujos, ni siquiera en fotografía —esas fotos que esconde en lo más hondo del armario, en lo profundo del cajón, para hurtarlas a los ojos alertados de la madre—, ni siquiera en películas vistas con tanta emoción y tanto miedo en Perpignan. Carne fresca por fin, carne fresca y perfumada y viva. Buscada desde siempre, soñada desde siempre. Desde siempre —fantasea ahora Elia— sufriendo por su ausencia, perenne la nostalgia de carne tersa y viva de mujer, desde los tiempos ya en que se masturbaban a dúo —el más inteligente y el más guapo del curso— durante las clases de métrica, y camuflaban libros pornográficos o folletos con mujeres desnudas bajo las tapas o entre las páginas de textos escolares, y acechaban y seguían a las niñas a la salida del colegio, sin atreverse nunca él seguramente —no, nunca su poeta— a tirarles de las rubias guedejas despeinadas o de las prietas trenzas oscuras, sin atreverse a levantarles de un manotazo feroz las faldas tableadas azul marino, pero acechando anhelante el momento preciso en que otro compañero más audaz sí se atrevía, y había entonces una visión fugaz de piernas flacas o rollizas, casi siempre todavía informes, entre el revoloteo de las faldas, una imagen casi sólo adivinada de bragas blancas con puntilla o de braguitas color rosa, y a veces otro compañero —estos no perdían seguramente el tiempo toqueteándose en las clases de métrica e iban directos a la acometida directa en el retrete— llegaba todavía más lejos en su arrojo y golpeaba torvamente, torpemente, en un gesto duro que seguramente les hacía daño —todavía recuerda Elia la vergüenza y el dolor—, el punto justo entre los muslos, las prietas nalgas, los nacientes senos, y gritaban las niñas, furiosas o excitadas —no, piensa Elia, furiosas y excitadas—, y eran estos gritos de ellas lo que provocaba seguramente en el fondo la doble excitación de los muchachos, mientras aprendían las niñas a ser mujeres en esta rara mezcla de la ofensa y el halago, del rechazar y provocar adrede la agresión, en el inicio de un sucio juego que habrían de prolongar luego a lo largo de toda una vida y que confundirían incluso algunas veces, qué sarcasmo, con el amor, carne pues cercada y añorada desde niño, perseguida largamente por caminos tortuosos e insalubres, presente siempre en el anhelo, muy cierta siempre en su existir remoto, pero insegura en la esperanza de poder algún día darle certero alcance y poseerla.

Y ahora la cacería parece haber llegado a su fin. Y este raro animal, que debe de parecerle a él —fantasea Elia— de una especie indudablemente distinta, de una especie posiblemente inferior y ciertamente distinta, por más que ejerza en ellos, en los machos, un perverso dominio, este ignoto animal a cuyo alrededor han merodeado Ricardo y los otros chicos desde que tienen uso de razón, pero que no ha dejado de parecerles nunca ajeno, peligroso y desconocido —más ajeno y peligroso aún para Ricardo, que no tiene hermanas, ni primas, ni siquiera amiguitas o vecinas de la misma escalera que frecuenten su casa, que no tiene otra figura femenina que la imagen pálida e inabordable de una madre inasequible a la tentación de la ternura, o los recuerdos confusos de tantas niñas y muchachas a las que ha seguido primero a la salida de la escuela y luego en sus vagabundeos solitarios, acechándolas por plazas y callejas, o la figura equívoca de Clara, tan ella sí su igual, tan pareja, piensa Elia, en las inexperiencias y en el miedo, que no debe de parecerle casi una figura de mujer—, este raro animal está ahora aquí, acorralado voluntariamente —soy yo quien le ha incitado— en un extremo del sofá, cautivo entre almohadones de pluma, entre el olor a polvo que procede de los libros que se alinean en las estanterías y el ruido atenuado de la calle que penetra y los cerca desde la ventana abierta. El jersey y el sujetador han quedado a un lado, las bragas y los tejanos, las medias y los zapatos desperdigados sobre la alfombra, y los pies descalzos de Elia —esos pies que son lo único que él se ha sentido obligado a pedirle permiso para desnudar— se apoyan suaves y firmes en su regazo.

Largamente cercada, secretamente temida, rehuida aun acaso, la presa ha terminado por caer en manos de algún simio, o tal vez sea el simio poeta el que se está asomando por primera vez a la trampa sin fondo en la que habrá de hundirse, que habrá de devorarle desde ahora sin posible remedio, pero a la que no se siente, pese a todas las ansiedades y los miedos, a riesgo de todos los fantasmas, capaz de renunciar, y por eso, porque no puede renunciar y siente sin embargo tanto miedo, ha tenido que ser precisamente ella, piensa Elia, una mujer a la que él ve tan dulce, a despecho de sus aires desenfadados y su sonrisa burlona, porque encima de la boca risueña y desdeñosa hay —ella no ha podido esta vez ocultarlo y él la ha descubierto— hay unos ojos que encierran todas las tristezas, que parecen capaces en algunos instantes de redimir todas las nostalgias, y Elia tiene, y lo sabe, unas manos muy suaves de caricias lentas, no agresivas, y a Ricardo le evoca —está segura— extrañas imágenes maternas, nunca conocidas, porque no puede existir en toda la superficie de la tierra otra mujer más distinta a Elia que la madre del chico, y aunque materna y suave y protectora, e inequívocamente experta, Elia tiene ahora, cuando se sienta a su lado en el sofá y reclina la cabeza en su hombro con los ojos cerrados —me siento, piensa Elia, tan sola y tan cansada—, y le pasa una mano por el pelo, tiene, y ella lo sabe, el aire casi de una niña, una niña perdida que se acurruca mansamente a su lado, y esto a él hoy no le molesta en absoluto, al contrario, le agrada, y es seguramente por esto que no le tiene apenas miedo, o al menos no ese miedo invencible que le han inspirado hasta ahora las mujeres, y es también como si Elia adivinara mágicamente sus más secretos temores, porque cuando el muchacho —ansioso y asustado— se ve casi obligado a empezar a quitarse los pantalones, lo detiene ella con un gesto —siempre sin abrir los ojos, como si lo hubiera intuido tras los ojos cerrados—, no, todavía no, hoy todavía no, y él le pregunta cuándo, y ella contesta el lunes, y Ricardo respira aliviado, y Elia está segura de que se siente confortado y feliz, porque es el plazo justo que le ha dado, precisamente estos tres días, lo que él necesita como tregua para aceptar el envite y asimilar la idea y superar sus últimos temores, para sentirse definitivamente cazador y no corzo acosado, y ahora la mujer se tumba en el sofá, la cabeza apoyada en un extremo, y el muchacho se arrodilla en el suelo a su lado, y deposita la mejilla ardiente contra el vientre liso, delicado, contra los muslos tiernos, tan suaves y tan tersos todavía como los muslos entrevistos entre el revoloteo de las faldas tableadas, entre batistas y puntillas, que levantaban de un manotazo tosco, de un manotazo brutal —durante tantos años envidiado— sus compañeros más audaces, a los que él por fin, el niño feo y aplicado y orgulloso y tímido, ha derrotado en todos los torneos, al ser nombrado emperador definitivo de los rígidos tercios escolares.

Fin