Y un día de esta primavera —tras previa consulta de Clara, otra vez en funciones de intermediaria o mensajera, aunque habla evidentemente un poco incómoda y a su pesar, como si no le gustara transmitir lo que está transmitiendo, y es que parece que el simio poeta no se arriesga al desaire de no ser escuchado (demasiado sensible, piensa Elia, o demasiado orgulloso) y ha pedido de antemano permiso para llamar—, un día pues Elia oye por fin su voz al otro lado del teléfono, una voz que ni siquiera ahora puede recordar haber oído nunca antes, un poco bajo el tono tal vez, pero sin vacilaciones, una voz que se dispara acaso en uno de estos insospechados arranques suicidas de los tímidos, aunque no se trata con toda certeza de un arranque súbito ni de una improvisación, sino de un supuesto arranque largamente premeditado, largamente discutido con Clara quizás —caso de que, además de mensajera, y aunque no parezca complacerla mucho el inicio de esta historia, Clara cumpla asimismo, sin que se sepa el porqué, funciones de cómplice y conspiradora—, cuidadosamente medido el peso y el alcance de cada una de las palabras con las que le pide poder verla un día a solas, pronto, lo antes posible, aunque no en la mañana del domingo, como Elia ha propuesto en un primer instante, porque según Ricardo —el simio poeta, que está perdiendo por momentos su carácter de simio, al arroparse en esta voz ansiosa pero absolutamente controlada que suena desde el otro lado del teléfono, se llama Ricardo— las mañanas de los días festivos tienen para él desde la infancia sabor a café con leche y ensaimadas, a algo hogareño y cotidiano, desbordadas las calles y las granjas de matrimonios horribles que llevan cuidadosos el paquetito de dulces o sacan a los niños a paseo y los empapuzan de nata y chocolate, niños endomingados y manos femeninas arreglando mantillas y misales, algo absolutamente incongruente e inadecuado para el primer encuentro de una ninfa y un fauno no iniciado. Pero cualquier otra mañana estará bien.

Y se encuentran cualquier otra mañana, una mañana cualquiera pero no mañana de domingo, en un café que está vacío. Y si la voz en el teléfono alejó ya la imagen de los simios, ahora es definitivamente imposible situar en selva alguna a este muchacho flaco y desmadejado, demasiado anchas las caderas en el conjunto escuálido, un muchacho de cabello castaño y lacio, peinado hacia atrás, un poco grasiento, o acaso sea sólo colonia o brillantina, y unos ojos de color indefinido, unos ojos acuosos, tras las gafas metálicas, un muchacho que ha alargado decidido, y quizá con este secreto temor que nos acomete a veces ante un animal no por doméstico menos inquietante, una mano sudada y ha oprimido con ella, sólo unos segundos más de lo prescrito, la mano suave de la mujer, y que ahora se mueve, el muchacho, incómodo en el sofá, dentro de un traje —en eso sí acertó ella plenamente— de tela áspera y fea, un traje mal cortado, y que hace gestos inútiles, dirige vanos siseos, inicia tímidas palmadas, en un intento frustrado por atraer la atención de los dos camareros que hablan entre sí al otro lado de la barra e interrumpen a trechos la conversación para lanzar una mirada distraída, una mirada experta y gélida, por la sala, mirada que lo traspasa a él sin verlo o que cruza tal vez justo al lado de su cuerpo o un poco por encima de su cabeza, mientras Elia se divierte y decide que no se trata de iniciar a un simio poeta sino a un poeta invisible y opta finalmente por llamar ella a uno de los camareros, que acude y se va y vuelve y deposita desdeñoso una coca-cola ante el poeta y uno de esos horribles tés de bolsita delante de ella, y la mujer teme por unos instantes que el camarero vaya a abrir la boca y a espetarle «¿se puede saber, señora, qué hace una mujer como usted con este chico?», lo cual resultaría bastante incómodo y de lo más molesto, porque cómo va una a explicarle a un camarero antipático ni a nadie que se trata en realidad de la selva en primavera y de que las hembras segregan un perfume extraño y algún macho, concretamente este muchacho tosco y desmañado, este adolescente feo, embutido en un traje imposible, y para colmo hasta invisible, ha venteado misteriosamente el aroma de su sexo y la ha escogido, precisamente a ella, para que le redima de su invisibilidad y de todos sus miedos, cómo explicarle sobre todo que ella, aunque no logre aclararse ante sí misma las razones, porque nunca jamás hasta este instante, y esto puede jurarlo, se había interesado por los hombres muy jóvenes, y Ricardo es apenas un muchacho y Elia le dobla casi la edad y es también seguramente esto lo que escandaliza al camarero y le hace fruncir la boca en este gesto de burla y desagrado (¿o serán todo figuraciones de una mujer en exceso susceptible?), aunque a Elia no se la haya ocurrido nunca antes que pueda haber algo excitante en la virginidad de nadie, ni siquiera en la propia, y menos, muchísimo menos, en la de un muchacho casi desconocido, cómo explicarle pues que ella se siente esta vez profundamente turbada y conmovida, estimulada y requerida por algo que nada tiene que ver con el amor y muy poco que ver con el deseo tal como lo ha sentido y conocido a lo largo de todos estos años, pero que es capaz de sacarla a flote, de arrastrarla quizás hacia la vida, a través de mares de indiferencia y pereza y sordo aburrimiento, aunque es muy posible que el camarero —que por suerte se aleja ya de la mesa con la bandeja vacía y reanuda la conversación con su compañero detrás de la barra, de nuevo posando la mirada en ellos sin ni siquiera verlos, como si se hubieran vuelto, ella también por el contagio, definitivamente incorpóreos e invisibles—, es muy posible que el camarero, tantos años ahí, mirando a las gentes sin verlas desde el otro lado de la barra, no ande tan desencaminado en sus conjeturas e imagine —formulándolo esto sí con palabras mucho más rudas y groseras— algo muy similar a lo que más finamente, más literariamente, intentaría explicarle Elia, si él quisiera escucharla, o hasta el propio Ricardo.

Elia agita incómoda la bolsita de papel dentro del agua tibia, hasta que el agua se enturbia y colorea en el interior de la tetera de acero inoxidable, y la tetera vierte entonces en la taza azul un chorrito remotamente dorado, mientras el simio poeta invisible bebe su coca-cola a largos sorbos indiferentes y sin sed, porque ha pedido eso como hubiera podido pedir cualquier otra cosa —había que pedir algo y el poeta no bebe alcohol—, y ni entendería que a Elia le cause fastidio —esta irritación por motivos nimios, esos deseos de asesinar por una nadería, aparecen sólo con los años— ese té tibio y aguado y sin sabor a nada. Y el poeta deja el vaso y la mira —sin parpadeos, una mirada tan fija, tan insistente, tan inmóvil, tan largamente sostenida, que es Elia la que por fin se siente tímida y casi molesta—, y le pregunta si le aburre a ella que él le hable de sí mismo. No, claro que no. Elia asegura —y además descubre ahora que es cierto— que, salvados ciertos límites y eliminadas ciertas excepciones —raras—, el único tema con el que la gente no la suele aburrir es precisamente el discurrir sobre sí mismos, también a menudo reiterativos y obvios y pedantes, pero no tanto, nunca tanto, como cuando pontifican, los hombres, sobre política, sobre literatura o sobre razones de principios, y siempre con la posibilidad además —no por remota menos posible— de que surja inesperado el dato curioso, la vivencia insólita o conmovedora, la experiencia no fabulada ni inventada, en la que palpita, entre tantas imágenes de melodrama o de sainete, la chispa de la vida. Y Elia dice eso riendo, con un gesto hacia el vaso de la coca-cola, pero Ricardo ni sonríe ni parpadea.

Y lo que inicia Ricardo, lo que prolonga durante tiempo y tiempo, mientras Elia ha terminado el té nauseabundo y quisiera de todos modos pedir otro y se ha quedado además sin cigarrillos y espera una pausa en el discurso para poder llamar al camarero, sin que la pausa se produzca, porque el poeta habla de carrerilla, y lo que ha iniciado y prosigue y prolonga sin fin, con un rigor, eso sí, y un orden implacables, ni una sola incongruencia, ni la menor contradicción o vuelta atrás, es un autoanálisis minucioso y agudo y hasta inteligente, quizá también, como la parrafada del primer día por teléfono, largamente ensayado y preparado: porque ahí aparece todo, lecturas, crisis místicorreligiosas, primera experiencia homosexual (masturbándose los dos chicos recíprocamente, bajo el pupitre atestado de libros y cuadernos, un pupitre manchado de tinta y con la huella de los cortaplumas de varias generaciones que han dejado allí su testimonio, masturbándose a dúo en la clase de métrica, y qué divertido, piensa Elia, que fuera precisamente en la clase de métrica y no en la de matemáticas o geografía, ¿si tendría también esto programado el poeta, todo bajo control?), breve —muy breve, se subraya— discurrir por el marxismo, y luego la maduración estética y moral, más estética que moral, se puntualiza, aunque en realidad las dos pueden ser quizás una misma cosa, y Elia piensa que ha sido todo el discurso —que ahora por último parece tocar a su fin— como una curiosa mezcla de ensayo psicológico y poema intimista, sí, como un ensayo o un poema, algo elaborado y esquemático, que se mueve más que entre realidades entre valores simbólicos, una vida sin llagas y sin podredumbre, porque hasta la misma aventura con el otro chico en el colegio, pese a que los sorprendieron con las manos bajo la mesa y los pantalones abiertos, y eso en un colegio de curas debió de ser algo mucho peor que las lecturas sobre selvas primaverales en un hotel de playa, parece una historia retórica, una sórdida pero al mismo tiempo hermosa página literaria, tan por encima, tan distante el narrador de lo que está desarrollando aunque lo exponga en primera persona, la primera persona no es más aquí que un artilugio literario, y Elia, mientras se asombra una vez más de la frecuencia con que se escamotea tras las sinceridades la verdad —¿o es posible que acaso ni el propio Ricardo ya la sepa?—, tan escondedores algunos en su desnudez aparente, piensa que todo esto se parece mucho a un discurso escolar, el pregón de un colegial aplicado, del primero de clase, que ha subido al estrado el último día de curso para contar a todos una fábula que lleva muy de veras aprendida, con su delantal a rayas y sus ojos de miope, no, en los festivales se quitan el delantal, y el niño lleva eso sí las gafas puestas, pero le han vestido un traje dominguero, quizás el mismo de la primera comunión, un traje incómodo y caluroso, de pantalón largo, también como el de ahora de una tela áspera y mal cortado.

Eso es Ricardo, en esto queda el simio errante por la selva tras su aroma secreto de hembra en celo, un alumno aplicado que recita muy bien una lección desde el principio hasta el fin memorizada. Pero a ella le hace gracia, y algo hay conmovedor en definitiva en este muchachote de torpeza tan hábilmente programada, y Elia ha podido pedir otro té y ha conseguido del desdeñoso camarero una cajetilla de tabaco y hasta una caja de cerillas, porque los simios poetas, los colegiales aplicados y empollones —seguro que los de su curso, quizá con excepción del que compartía su mismo pupitre en la clase de métrica, lo consideraban un empollón y hasta un pesado— y primeros de clase, no fuman, aunque se masturben algunas veces en los lavabos o bajo los cuadernos y los libros, con otros muchachos —este detalle se ha señalado como especialmente significativo— más guapos y más fuertes, pero mucho menos inteligentes y a los que se puede en consecuencia —consecuencia según la fantasía del poeta, no según la experiencia de Elia— dominar, y no llega la organizada precisión y cálculo del niñito aplicado hasta el punto de llevar una cajetilla de tabaco inglés, ni siquiera un encendedor o una caja de cerillas para ofrecer fuego a su dama, y posiblemente no llegó a imaginar jamás que fumaran las ninfas.

Lo cierto es que Elia sorbe su té —a la segunda taza no parece ya tan malo— y enciende cigarrillos, y escucha con gravedad, con comprensión, con interés, aunque se ve forzada a reconocer que no ha leído el análisis que hizo Freud de Leonardo —«qué lástima», se lamenta Ricardo, «cesto nos ahorraría mucho tiempo», un fastidio los compañeros de estudio que no traen empollada la bibliografía—, y se siente cómoda y bastante divertida, porque ahora, tras el resumen biográfico, sigue una especie de balance final: situación presente en los terrenos profesional, social, ideológico y erótico-afectivo. Mimosamente, golosamente, avaramente, de nuevo como un niño egoísta y enfermo, un niño agazapado en el rincón del patio de recreo, oculto quizá debajo de la mesa o dentro del ropero, recuenta sus logros y sus pertenencias, y es conmovedor —o tal vez sea grotesco y a Elia le resulte por oscuras razones entrañable y conmovedor— este alarde de lógica y de introspección llevados hasta el límite en que desembocan en lo absurdo, y se entera así Elia de que las perspectivas profesionales son excelentes, de que el nombre del poeta se cotiza y sus poemas avanzan viento en popa, de que está ya, aquel niño, empezando a ejercer una real parcela de poder —se le oscurecen a Ricardo los ojos y se humedece con la lengua los labios al hablar de poder, de reales parcelas de poder—, pero hay —y aquí por vez primera el discurso se desmorona, se torna repentinamente casi humano, y el tono se hace cálido y real, y huelen y rezuman las heridas, heridas que escuecen y que pringan de sangre y que apestan a pus y podredumbre, imposible ya la distancia entre el narrador y lo narrado, imposible cualquier redención a cargo del arte o la literatura, y Elia sabe que es esto, este momento de dolor y de verdad, lo que ella ha estado acechando desde el principio, el punto en que brotan mal contenidos, a contrapecho y borbotones, el dolor, la ansiedad y las dudas, en que se enturbian las imágenes, se deshacen los esquemas, se hunden los sabios proyectos y los cálculos, porque Ricardo le está diciendo algo que le tenía que decir, algo que había proyectado decir, pero no ha conseguido mantener el tono ampuloso y jovial del pregón del último día de curso, el último día quizás de una niñez temible y ya nunca reencontrable, el discurso ha roto ahora sus cauces y son palabras mutiladas, torpes, roncas, las que inundan el aire y ruedan por la mesa y llegan a Elia y la hacen temblar— porque hay, dice el poeta, en su vida, un fallo inexplicable, donde se invierten las lógicas y se desajusta sin remedio el balance, y es que el simio niño poeta no es amado, y esto es algo para él tan monstruoso y tan incomprensible —Elia siente las tentaciones, acaso perversas, de advertirle que no tiene por qué sorprenderse tanto ni creerse tampoco aquí tan excepcional, porque lo natural, la regla universal por la que se rige el mundo, una regla de locos para un mundo de enfermos, es que nadie o casi nadie o nunca en cualquier caso en el modo adecuado y por el suficiente tiempo consiga sentirse realmente amado, pero lo piensa con más calma y opta, ella, por callarse—, algo tan inexplicable, sigue Ricardo, y la mira con los ojos terribles del perro abandonado que no entiende, que por esta brecha se introducen, en un sistema por lo demás perfecto, el daño y la injusticia. No es amado, no ha sido nunca amado. Tan inteligente, tan brillante, tan tierno, tan dotado —dice él, y lo cree— para el amor, tan ávido, tan necesitado —y quién no, piensa ahora Elia, pero tampoco lo dice— de comprensión y afecto, y sin embargo los otros no parecen apreciarlo, no parecen siquiera darse cuenta. Al colegial endomingado y gafudo lo han bajado a empujones del estrado, le han quitado la banda, la corona de papel pintado en dorada purpurina, el cetro de cartón, el diploma de honor, el helado de tres sabores y colores, mientras todos los otros chicos, todos, menos buenos, menos sensibles, menos inteligentes y exquisitos, menos dotados —dice él— para el amor, unos tipos groseros, brutales y mediocres, que para colmo ni siquiera entienden, han sido condecorados y premiados, corren por el patio de recreo con sus medallas y sus dulces y sus jovencitas agarradas de la mano, porque en un error propio de las peores pesadillas, en una equivocación inconcebible, se han puntuado según criterios disparatados los méritos, los exámenes y los ejercicios, lo han ignorado a él —el primero de clase, el primero siempre de todas las clases— y lo han dejado solo en un rincón, lamiendo entre lágrimas sus heridas, chupando pegajosos caramelos de menta, arropándose en las faldas de la mesa camilla o acurrucado tembloroso entre los abrigos con olor a naftalina que cuelgan en el ropero, solo y enfrentado a algo que él —siempre tan listo, siempre el más listo— no logra comprender, y no logrará comprender jamás por más vueltas que le dé entre llantinas y caramelos: no hay amor en el mundo algunas veces para los niños grandullones, inteligentes y exquisitos, que soñaron con ser arrastrados por las ninfas a las más tiernas y desenfrenadas de las orgías. (No hay amor en el mundo para nadie, piensa Elia la amarga, pero no se lo dice). Porque resulta que las ninfas ni le miran —curioso que en este balance gélido de sus posibilidades y en este simulacro de análisis salvaje, el chico no se haya decidido a decir lo evidente, como si no existiera o como si él no lo supiera o como si fuera algo carente en absoluto de importancia: nunca he tenido encanto físico, fui un niño feo, soy un muchacho feo— ni le miran pues, ni tampoco le escuchan ni se interesan lo más mínimo en sus historias —que debe de ser, imagina Elia, una única y siempre obsesiva misma historia, sin olvidar que las muchachas quinceañeras no suelen haber leído tampoco lo que escribiera Freud de Leonardo—, y la única chica que le ha escuchado y comprendido, que ha consentido en ser en cierto modo su amiga, Clara, lo bastante inteligente para calibrar su inteligencia hermana, lo bastante comprensiva para entender sus miedos y su soledad de niñito asustado, lo bastante sensible para encontrar siempre o casi siempre la palabra precisa, la actitud oportuna —relación de inteligencia a inteligencia, piensa ahora Elia, nunca de piel a piel, o tal vez ni siquiera sea eso, porque presiente que a Clara no le gusta Ricardo, ni se hermanan unas inteligencias, unas susceptibilidades y unas ansias que pueden ser tal vez iguales en su magnitud pero que pertenecen de forma inamovible a distintas razas, y lo que Clara siente debe de parecerse mucho a la piedad, o acaso proceda todo de la dificultad de la muchacha, casi insuperable, para decir nunca que no, y menos a alguien sensible y desdichado, y menos todavía si este alguien la mira con los ojos con que debe mirarla, con que la está mirando ahora a ella, perdida por unos instantes la máscara de la suficiencia y la seguridad, Ricardo—, pero esta niña, Clara, por mucho que le escuche y le comprenda y le apoye y aprenda a su vez de él (y aunque haya leído a su requerimiento el análisis de Leonardo), no habrá nunca de amarle, porque está enamorada de otra mujer —y aquí Elia comprende de repente, aunque por otra parte le resulta la revelación insólita e inesperada, con lo que se sorprende a continuación por su propia torpeza, por su ceguera insólita, inconcebible que no lo haya descubierto por sí misma hace ya mucho tiempo—, está enamorada de Elia: Clara ama a Elia de un modo tan desesperado, tan exclusivo, tan doloroso y total, que ni fijarse puede en nadie más. Y Elia piensa ahora desde una perspectiva nueva, recién adquirida, en esta niña flaca de ojos grandes que la acompaña y la sigue desde hace semanas, desde hace quizá meses, a todas partes, que le hace favores y recados, que le llena la alcoba de bombones y nardos, de unos libros extraños que a Elia no se le hubiera ocurrido nunca comprar y que no se le ocurre tampoco hojear ni leer, una chica que está siempre, o casi siempre, en algún rincón de la casa, tan quieta, tan pasiva, tan callada, que ni cuenta se da uno de su presencia, pero pronta en cualquier instante a escucharla —en esto acierta Ricardo: qué bien escucha Clara—, a intentar sacudirle de encima el desaliento o la depresión o la tristeza, pronta a secarle el pelo o a preparar un té decente —porque Clara ha aprendido a preparar un té exquisito, en la tetera de barro previamente calentada, una cucharadita para cada taza y otra para la propia tetera y el agua no debe nunca hervir, un té exquisito y no este inmundo té de las bolsitas y los bares—, o a pasarle una cartas a máquina, tan útil, tan devota y tan callada esta niña.

Elia se ha preguntado algunas veces, nunca con excesivo interés, por qué está la otra tantas horas allí, siempre cariñosa y disponible, y ha decidido al fin —hasta la revelación de hoy— que Clara debe de tener pocas cosas que hacer, terminados o casi terminados los exámenes en la universidad, y que debe de sentirse seguramente incómoda en la casa de sus padres —una fachada gris en una calleja angosta y sórdida donde Elia la recogió un día con el coche— y habrá encontrado aquí, en la parte alta y luminosa y soleada de la ciudad, un nuevo hogar más confortable, una muchacha, Clara, a la que Elia ha utilizado en definitiva sin crearse problema ninguno ni prestarle atención —la encontró un día aquí y ni se preguntó de dónde diablos habría salido—, hasta que ahora le dicen —le dice otro, porque la propia Clara no ha iniciado jamás el menor gesto, no se ha permitido nunca la alusión más remota— que la ama, y es también muy extraño —piensa Elia: qué muchacha rara—, es muy extraño que amándola la haya alentado sin embargo en su fabular historias sobre los simios y los poetas vírgenes y las selvas en primavera, muy extraño que se haya prestado a servir de mensajera y hasta tal vez de cómplice, aunque quizás se explique todo porque Clara —con la imagen que indudablemente tiene de ellos tres, tan magnificada la de Elia, tan desvalorizada en el fondo la del poeta, porque, de esto está Elia segura, a Clara no le ha parecido nunca Ricardo otra cosa que un muchacho egoísta y hasta mezquino, al que ha accedido a tratar, más que por la remota posibilidad de aprender algo de él o por lo que pueda valorar sus poemas, que sí los valora, por ser la propia Clara tan sensible a la soledad ajena y tan proclive a la compasión—, Clara pues que desconoce —y cómo no iba a desconocerla, si ni siquiera Elia la intuía— la ambigua fascinación que puede ejercer en algunas mujeres una aventura turbia, a caballo entre lo sórdido y lo fantástico, entre lo más mezquino y mísero y el más suntuoso ejercicio literario, y, desconociendo esto, no pudo prever nunca la posibilidad de que este primer encuentro los condujera a ellos dos a más nada, segura como debía estarlo de que Elia no podría tomar siquiera en serio las pretensiones de este escolar torpón y desgarbado, un poquito ridículo, desaforadamente ególatra —y ni siquiera es Leonardo: sólo un niño perdido y ultrajado que lame sus heridas y sus caramelos bajo la mesa camilla o en lo más hondo del armario con olor a alcanfor—, y tal vez por esto no tuvo inconveniente Clara en alentar las historias sobre el celo en la selva y los jóvenes simios virginales —tan distintos a los hombres maduros, apuestos, pelirrubios, bien vestidos, que oficiaban, parece, de amantes oficiales de la dama—, en un afán supremo o en un intento desesperado por atenuar durante unos días el aburrimiento omnipresente, el hastío letal, la ansiedad destructiva de Elia, un intento por alejar este tedio que lo devora todo, este tedio insaciable y voraz que podría menguar acaso ante las fantasías sobre una historia —Clara no imaginó quizá jamás que pudiera existir algún día en la realidad exterior como una historia— que parecía, por razones que escapan a la comprensión de Clara —y a la de la propia Elia, tan centrada en sí misma y tan ciega a las propias realidades—, poder sacarla de su letargo y divertirla.