Despierto en una cama, grande, blanda, baja, realmente muy cómoda, que se supone que es mi cama, la cama matrimonial que a veces —tantas veces, demasiadas veces, todas de más— comparto con Julio, y despierto en un piso extraño, que parece el decorado para una película americana de los años veinte o una sucesión de fotos de revistas de arquitectura, pero que resulta que es mi piso, aunque no lo conozco como mío y casi me pierdo en él, porque es el piso de Julio, y Julio comparte con mi madre —entre tantas otras cosas— el gusto por los cambios superfluos y superficiales —no el gran cambio: nunca el cambio—, el gusto por lo nuevo y reluciente, y hace ya mucho tiempo que renuncié a tratar de razonar con los arquitectos y los decoradores —como renuncié también a encontrar en estas casas rincones oscuros y cómplices, a establecer secretas alianzas subterráneas, y quizá sea precisamente para lograr esto por lo que Julio y mi madre me condenan a estas casas imposibles—, y acepto que se abran puertas donde antes no las había, que se cambien de sitio los tabiques, que broten en el suelo absurdos desniveles cubiertos de moqueta, que desaparezcan sin un adiós los pocos muebles que —quizá por haber durado un poco más— habían llegado ya casi a gustarme, y que periódicamente me acomoden en un coche y me cambien de lugar —no hay que hacer traslado de muebles, porque jamás se aprovecha nada, sólo yo, que sí voy siendo trasladada, debo valer quizá más que los muebles, de dúplex a torre y de torre a piso—, mientras Julio y mi madre condescienden a cambio y me permiten conservar mis dos ocultos pozos, dejan que no se venda el piso donde viví de niña con mis padres, y acceden a no cambiar nada de nada en el caserón de la abuela junto al mar: hay que dejar algún postrer refugio a los fantasmas derrotados, una última guarida donde puedan agonizar las fieras heridas de muerte.
Despierto con un sobresalto desagradable, mientras la doncella que Julio o el ama de llaves o quien sea ha contratado para mí me alarga —qué ironía— un vaso grande lleno de naranjada helada, y me explica que el señor ha salido muy temprano —se larga tan tranquilo a crear una obra genial, después de haber pasado la noche crucificando mariposas—, que insistió mucho en que no se me despertara hasta el mediodía, y que Maite me ha telefoneado varias veces. Y, con el vaso de naranjada fría entre las manos, como un inútil talismán, porque de nada ha de servirme y no podrá ahorrarme nada del dolor, oigo la voz exultante de Maite, esta voz que sólo se viste en las grandes ocasiones —o sea, para contar los escándalos monumentales o las grandes catástrofes que no la afectan—, y una Maite triunfal —ni siquiera puedo odiarla, porque no es ni tan sólo maldad, no es al menos el tipo de maldad que yo comprendo, que puedo practicar, es sólo pura memez, la pura tontería de mi isla de enanos— me comunica que nuestra Clara —¿nuestra Clara?— es la nueva amante, o que al menos ha pasado la noche —imagino que la última parte de la noche, ¿en qué momento debió de adquirir Clara la conciencia desolada, la certeza intolerable, de que yo la había abandonado?— con el emperador. Cuelgo el teléfono sin decir ni una palabra —¿qué podría decir? ¿y qué espera Maite que le diga? ¿y qué puede importar ya que me crean medio loca?
Me quedo acurrucada muy quieta entre las sábanas, muy muy quieta, en un esfuerzo desesperado por no pensar en nada, por no sentir nada, por no imaginar sobre todo nada, muy muy quieta, como si así pudiera posponer al menos unos instantes la llegada del dolor, porque todavía no duele, todavía no noto casi nada —unas náuseas muy leves, cierto aturdimiento— y me dan todavía más miedo estos dolores que no aparecen instantáneos y totales, de una vez, con la intensidad precisa y en el momento que corresponde, estos dolores que se hacen esperar y te permiten alentar la ilusión —tan falaz— de que, si estás lo suficiente quieta, lo bastante ajena y vacía de pensamientos, tal vez pasen de largo por tu lado sin tocarte, sin advertirte, tal vez no comiencen en realidad jamás, y uno se está muy quieto, pues, para evitar que lleguen, para conseguir que no le vean y le olviden, y al mismo tiempo está deseando ferozmente que lleguen ya de una maldita vez, de una puñetera jodida maldita vez, para salir de esta tremenda incertidumbre todavía peor y más cruel que el dolor mismo, para tener por fin ante ti, dentro de ti, el sufrimiento, y conocerlo y saber su calidad y de qué materiales ha sido confeccionado, saber cómo va a ser el dolor que esta vez vas a sufrir.
Me quedo en cama agazapada e inmóvil, las piernas dobladas contra el pecho, como en las primeras reglas de la adolescencia, cuando habían aparecido rastros ya de sangre y no había empezado sin embargo todavía el dolor, y yo me sentaba en el suelo, sobre la alfombra verde donde leí los primeros cuentos, la espalda apoyada contra el sillón de cuero del despacho de papá —ese olor a miel de la pipa impregnándolo todo—, las rodillas a la altura de la barbilla y los brazos enlazando mis piernas, esperando el instante intolerable y cierto en que una hiena monstruosa y desenfrenada me devoraría durante horas las entrañas sin lograr hacerme morir, sin lograr yo morir, o como el día en que en la cocina, ya viviendo con Julio, me vertí sobre la mano un cazo de aceite hirviendo, y la piel se arrugó en unos segundos, como un viejo pergamino que acercaran a las llamas, como un guante de finísima cabritilla que me quitara al revés, empujando y amontonando la piel hacia arriba, desde las puntas de los dedos hasta la muñeca, pero durante unos instantes —y fueron seguramente los peores— no sentí todavía nada, sólo el miedo pánico a un dolor que no conocía, pero que sabía llegaría puntual a la cita y que imaginaba intolerable, y es terrible esa espera de un dolor cierto e inevitable, pero todavía no iniciado, todavía sin rostro y sin nombre, es espantoso que en mi vida los dolores más graves y profundos no aparezcan de golpe, para ir tal vez desvaneciéndose después —¿quién debió de inventar esa tontería, ni siquiera consoladora, de que el tiempo todo lo cura?—, sino que se hagan esperar mucho, mucho, tanto que no puedo a veces precisar en qué momento han comenzado, y avancen luego imprecisos, solapados, para ir creciendo paulatinamente e invadiéndome, sin menguar ni desfallecer ya jamás: in principio era il dolore y este dolor no habrá de terminar más que en la muerte sin sueños.
Porque la tarde que entré en el piso de Jorge, no nos habíamos visto durante todo el día, y había sido un día radiante, casi mágico, uno de esos días de aire limpio, de cielo alto y azul, que pasa con la atardecida a un rojo intenso, uno de esos días en que se adivina el mar al término de las calles, en que todas las calles de la ciudad parecen desembocar en un mar presente, omnipresente, aunque invisible, un mar que poco tiene que ver con el morir, uno de estos días en que mi ciudad me parece tan hermosa, aunque la haya construido una raza de enanos, y la gente me parece inesperadamente cordial, y yo me demoro comprando flores, enormes ramos de nardos, orquídeas perversas que evocan torpemente mis laberintos, comprando objetos inútiles y bellos, sentándome en las terrazas de los bares para pedir refrescos de nombres sugerentes que me sirven en copas grandes, con azúcar en el borde y muchas frutas asomando por todos lados.
Y aquella tarde yo había comprado una pipa de espuma de mar para Jorge, una pipa muy bella, cuya cazoleta empezaba en un complicado sombrero lleno de capullos y terminaba en los nacientes senos de la dama, y estábamos a finales de mes y no había dinero y aquello había sido una locura, y yo abrí la puerta riendo, el día entero había estado riendo sola, anticipando el placer de contarle a Jorge que la mañana había sido maravillosa y radiante, que el tiempo todo y el universo entero eran maravillosos y radiantes puesto que él existía y que él me amaba, contarle que el cielo se había puesto muy rojo después de haber estado muy azul, que la gente era amable y no parecía en definitiva tan hostil, tan mezquina, tan cruel, que no era a lo mejor cierto que el infierno fueran los otros, y pensaba riendo todo esto que iba a decirle dentro de un instante, mientras abría la puerta y no me aclaraba con la llave y el bolso y el ramo descomunal de nardos, entre cuyo aroma, como en los sueños de mi infancia, y a pesar de las protestas desesperadas y risueñas de Jorge, haríamos el amor, y en realidad el día había sido radiante porque yo sabía, yo creía saber, que él me esperaba aquella tarde, y yo le podría contar que el día me había parecido maravilloso, y yo creía, yo creía saber, que él me esperaría todas las tardes y todas las mañanas de mi vida, como me había esperado todas las tardes y todas las mañanas y a todas horas desde el día en que nos habíamos conocido, en que me había arrancado de mis oscuros laberintos y habíamos asesinado alegremente entre los dos al Minotauro, en que me había despertado de mi pesado sueño en el peñasco en llamas, un sueño que quizá llevaba ya durando demasiado, y me había montado a la grupa de su caballo, y me había sacado a la luz, a la vida, a los hermosos días de mi ciudad en primavera, porque aquel año sí hubo primavera y aprendí a descubrir el momento mágico en que nacen los primeros brotes de los árboles, tiernos y pálidos, aprendí a descifrar la llegada de las primeras golondrinas, y pusimos nombre juntos a árboles y a pájaros, y aquel día único de primavera, aquel día irrepetible e irrecuperable, había visto yo tantas cosas apasionantes que Jorge me había enseñado a ver y que ahora yo iba a contarle, cuando él hubiera encendido la pipa de espuma, y yo hubiera puesto los nardos en un jarro grande y azul, me hubiera quitado el vestido y los zapatos, y me hubiera tumbado a su lado en la cama, viendo a través de la ventana abierta los últimos vestigios de luz todavía rojiza de aquel atardecer soberbio.
En cuanto entré en el piso, porque conseguí finalmente que la llave girara en la cerradura y se abriera la puerta, mucho antes —quiero decir unos segundos antes— de haber entrado en nuestra habitación y haber visto a Jorge, si aquello era todavía Jorge, si quedaba algo todavía allí de Jorge, yo supe con certeza total que había ocurrido algo terrible, pero no comencé a sufrir, como si mi capacidad de sufrimiento fuera demasiado pequeña para aquella realidad que caía atroz y absoluta sobre mí y esta capacidad tuviera que crecer y que ensancharse para dar paso, para dar cabida, a aquella magnitud virgen y desconocida de dolor, a aquel dolor jamás presentido ni imaginado: no sentí nada, como si mis posibilidades de sentir, de conmoverme, de sufrir, hubieran quedado en suspenso, aplazadas para un futuro remoto, mientras yo hacía con la rapidez y precisión, con la eficacia de una autómata lo que había que hacer, y no había nada ya en realidad que pudiera hacerse, no quedaba ya nada que yo pudiera hacer en el mundo, pero llamé al médico de la familia, avisé a una ambulancia, a unos amigos, amigos de Jorge a los que yo no querría volver a ver ya nunca, que me abrazaron sollozando, con una secreta repugnancia hacia mi rostro impávido y sin lágrimas, con la secreta sospecha quizás de que yo nunca había querido a Jorge como ellos imaginaban, y ni siquiera sentí nada al tocar su cuerpo, al tomarle el pulso que no latía, al buscar —como tantas veces jugando en el amor, mi oreja contra su pecho liso, cálido, desnudo— su corazón, y sólo cuando, antes de que llegaran el médico y los amigos, antes de que el piso se llenara de gente extraña que hacía gestos vanos y me decía cosas que no tenían sentido, empecé una búsqueda más y más frenética a medida que comprendía que era inútil, de una nota, una carta, un signo, algo que me marcara el camino a seguir o supusiera al menos un adiós.
Sólo cuando brotó como una banderilla de fuego que me clavaran desde dentro la idea, absolutamente inconcebible, de que me había traicionado, cuando empecé a entender por fin que me había robado del palacio de mis padres para nada, que había sido vana la muerte del Minotauro, que se habían apagado inútilmente y para nada ante el paso del héroe los peñascos en llamas y me había despertado para nada de mi sueño de siglos, en cierto modo feliz, o al menos no desdichado, que pudo sin su intervención haber durado siempre, sólo cuando empecé a entender que era mentira, absolutamente falso, que él hubiera creído en un mundo distinto o que hubiera querido enseñarme a volar, y de haber creído en un mundo distinto era en cualquier caso un mundo en el que yo no existía, o existía muy poco, pobre juguete para héroes ambiciosos y cansados, para héroes mezquinos que se echan hacia atrás a mitad del camino y te abandonan dormida en la isla de Naxos, porque iba entendiendo yo que me habían abandonado fatalmente, sin naves ni derroteros ni brújulas ni cartas marinas, mucho antes de que hubiera tenido tiempo de aprender a volar o a navegar o a caminar sobre las aguas, y nadie me había dicho «ven conmigo», iba entendiendo que él había decidido por sí solo, sin posible compañera, sin posible pareja, en una elección que me excluía y me humillaba hasta un grado de humillación tal que yo no lo había previsto ni en los peores momentos de mi infancia.
Jorge había jugado la partida definitiva a mis espaldas, sin darme un solo naipe, ni una pobre pieza en el tablero de ajedrez, cinco minutos para hablar en mi defensa o en defensa de los dos y pedirle que se quedara o me dejara acompañarle, y únicamente cabía todavía la duda de si había elegido para sí mismo y para mí sin consultarme, en esta especie de despotismo ilustrado con que se decide la suerte de los niños y de los animales, o si había elegido únicamente para sí mismo, sin recordar tan siquiera mi existencia, quedaba la duda de si, mientras ingería pastilla tras pastilla, me condenaba a volver arrastrándome a mi isla de enanos, al palacio de mis padres, me condenaba al matrimonio con Julio, a mi farsa de amor, a mi farsa de trabajo, a mi farsa de vida, a mis remordimientos y mi nostalgia de un irrecuperable Minotauro, de unos inencontrables laberintos, o si sencillamente me había olvidado por entero —no influyen para nada las princesas fugitivas, las princesas menos princesas de todas las princesas, las princesas tontas, en el destino de los héroes que optan por la proeza solitaria de autodestruirse—, si yo, como por otra parte el resto total del universo, había dejado sencillamente de existir para él, mientras se tumbaba de espaldas y cerraba los ojos ante el atardecer más hermoso de aquella primavera, y sólo entonces, solapado y lento, llegó a mí algo que no era propiamente dolor, algo que se parecía mucho al odio, porque brotó la certeza terrible de que si él moría —y yo sabía que iba a morir—, si Jorge moría antes de darme a mí la posibilidad de manifestarme, de actuar mínimamente, de representar un papel —aunque fuera escupirle mi decepción y mi desprecio en palabras terribles, aunque fuera abofetearle sin fin hasta que alguien me lo sacara de entre las manos—, si Jorge moría para siempre sin permitirme darle réplica ni entrar en el juego, la partida solitaria que había decidido jugar ya sin mí con la muerte, no habría entonces posible salvación ni posible huida, porque nunca podría caminar ya sobre las aguas aunque alguien me dijera en algún instante «ven conmigo», nunca aprendería a volar sola hasta el país de Nunca Jamás, abandonada en la isla de Naxos, sin alas y sin remos, y Jorge sí había realizado, aunque fuera de una forma terrible, su destino, él sí había elegido y tomado en sus manos, con libertad suprema, con definitiva eficacia, su destino, pero me había dejado a mí para siempre abandonada en algo peor que la isla de cristal donde vagan los muertos, me había condenado a una pavorosa tierra de nadie en la que yo no habría de encontrarme ni reconocerme jamás, y aquello, aquel rencor y aquel odio y aquella certeza de haber sido irremediablemente traicionada, dejada al margen de la muerte y al margen de la vida, aquello que no sé si puedo llamar propiamente dolor, no era algo que se pudiera ir amortiguando con el tiempo, algo que pudiera disminuir de día en día, de mes en mes o de año en año —y es definitivamente falso que el tiempo ayude a resolver el sufrimiento: los únicos daños verdaderos son siempre intemporales—, aquello iba a enconarse por el contrario más y más, a hacerse paulatinamente menos y menos tolerable, como un cáncer maligno pero lento, para el que no existen posibles analgésicos, situado más allá de cualquier posible amputación, puesto que afecta al centro mismo de nuestra existencia, algo que habría de crecer conmigo hasta mi propia muerte y con lo que debería en cierto modo y sólo siempre hasta cierto punto aprender a convivir.
Llueve toda la tristeza del mundo detrás de los cristales, como si estuviera empezando el otoño, cuando en realidad estamos iniciando apenas el verano, y me sorprende constatar lo breve que ha sido mi aventura —¿mi aventura?— con Clara, veinticinco días, veintiséis, veintisiete a lo sumo, la aventura —no puedo emplear la palabra amor, como si la vedara un secreto dolor o una oculta vergüenza— que ahora concluye en esta habitación de hotel, donde, apenas sin mirarme, ella cruza una y otra vez por mi lado mientras va haciendo las maletas. Porque también Clara ha decidido volver a su isla de enanos, al palacio de cartón piedra de sus padres, pero creo que ella no regresa arrastrándose ni regresa vencida, no regresa tampoco para siempre: Clara no vuelve a ellos, escapa sencillamente de mí, intacta o casi intacta su capacidad de andar sobre las aguas —aunque yo no haya dicho «ven conmigo»—, de explorar nuevos mundos subterráneos, de aprender a volar y de que le nazcan alas, tal vez porque yo —aun traicionándola— le he dado la posibilidad que a mí me negó Jorge, la posibilidad de dar la réplica, de actuar en un sentido o en otro, de fijar posiciones y de tomar venganzas, la posibilidad de herirme pasando la noche con el emperador —Clara con el emperador: Clara saltando desnuda desde la proa de mi barca, vengándose de mí en sí misma, dando siempre respuestas agresivas ante lo que la hiere, porque los felinos callejeros y salvajes, los gatos auténticamente solitarios y perseguidos, que se convierten por nuestro amor en gatitos falderos, reaccionan siempre al final, ante el dolor, ante nuestro abandono o nuestras traiciones, sacándonos los ojos o lanzándose al vacío desde un piso ochenta de la quinta avenida—, o de herirme en esta entrevista final, su voz en el teléfono, «me gustaría verte antes de irme», una voz impersonal, por primera vez segura y firme, sin temblores, una voz que, eso sí, evita cuidadosamente pronunciar mi nombre —iba a hacernos a las dos demasiado daño—, como son sorprendentemente seguros, firmes y precisos los gestos con que está haciendo unas maletas perfectas —mientras evita cuidadosamente que se encuentren nuestras miradas—, unas maletas de concurso para perfectas amas del hogar —¡quién hubiera dicho que mi muñeca torpona y azul supiera hacer así unas maletas!—, y va quedando muy claro que no va a haber ninguna explicación, ningún reproche, que no va a decir nada, que lo único que quería era tenerme aquí, viéndola disponer sus cosas en las maletas, viendo llover tras los cristales, en esta habitación que, por más que el hotel sea de lujo, recordaré para siempre sórdida, olorosa a desagües y a humedad, con una pared gris al otro lado de la ventana y de la lluvia. Clara me tiene aquí, sin ni mirarme, sin decir casi ni una sola palabra —sólo que no quiere que la acompañe yo hasta el aeropuerto, que ha encargado ya un taxi y que debe de estar abajo esperándola—, y las dos sabemos que nos queremos todavía, y las dos sabemos que la situación no tiene salida, no tiene otra salida que su marcha, y no porque importen tanto una noche mía con Julio o una noche suya con el emperador, sino porque siempre, una y otra vez, yo volvería a traicionarla para traicionarme, volvería a herirla para herirme, volvería a asesinar en ella la esperanza para anular una vez más en mí toda posible esperanza, porque no existe ya para mí —y no existe quizá porque yo elijo minuto a minuto que no exista, renovando la decisión irrevocable que tomé cierta tarde de primavera, hace ya tantos años, permanentemente actualizada— la menor posibilidad de aprender a volar —ni ganas tengo ya de que me crezcan alas—, de seguirla más allá del estrecho marco de cualquier ventana y emprender juntas la ruta hacia las tierras de Nunca Jamás, y comprendo de pronto que supe todo esto con certeza casi total desde el principio mismo de nuestra aventura —de nuestro amor—, que nunca logré engañarme y quizás ni engañarla, y ahora mismo, por encima de cualquier tristeza y aunque sé que empezará pronto terrible la nostalgia, descubro que la marcha de Clara supone para mí un inmenso alivio, y que cuando ella esté al otro lado del mundo, definitivamente fuera de mi alcance, haciendo —espero— la guerrilla y el amor y la literatura con otros en sus selvas colombianas o donde quiera y pueda, podré volver yo —pese a la nostalgia— a hundirme sin problemas en este duermevela que es mi vida, mi no vida, en mi bosque encantado o mis fondos acuáticos o mis riscos de fuego, mientras un zombie bien amaestrado y moviente me sustituirá con eficacia y hasta con ventaja en las cenas de gala y los estrenos cinematográficos, en la universidad, en mis noches de amor, si son noches de amor las largas cabalgadas de un desconocido sobre mi cuerpo muerto, mientras habla y se mueve y hasta piensa por mí, mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, y mi madre y Julio y Guiomar se reunirán felices y cómplices a mis espaldas para respirar con alivio y comentar que he superado felizmente una nueva crisis primaveral, que tengo buen aspecto, que estoy muy guapa, que podríamos irnos unos días a Nueva York, o comprar un nuevo perro afgano o cambiar quizá de piso, y me arrastrarán felices arriba y abajo sin que a mí me importe nada, sin que a mí me duela ya nada, porque Clara se llevará con ella, espero, lo que queda todavía de mi capacidad de sufrir —aunque me deje la nostalgia— y no me dolerá siquiera ya el haber perdido esta postrera, extemporánea, posibilidad de volver a la vida, esta posibilidad tan loca y tan maravillosa que se ha llamado Clara, y que está todavía aquí, al alcance de mis manos y de mis palabras, de mis besos y mis «no te vayas», pero que es como si se hubiera marchado ya, porque, a la inversa de lo que ocurre con el dolor, la verdadera ausencia empieza realmente un poco antes de que se produzca el vacío material de la ausencia, empieza en el instante mismo en que comprendemos de verdad que el otro va a marcharse y nosotros vamos a quedar sin él, y Clara sólo está todavía aquí para infligirme los últimos minutos de castigo, los últimos minutos de inquietud —prefiero no pensar que puede estar esperando que le pida «no te vayas»—, antes de dejarme descansar, de dejarme dormir, de dejarme morir, antes de salir las dos de esta habitación horrible que huele mal y tiene únicamente una pared gris al otro lado de la lluvia y la ventana, salir de aquí con sus maletas de concurso, y dejarme libre, vacía para siempre de cualquier esperanza, de la tentación tan pesada de la vida, de la ilusión falaz de cualquier posible compañía, para dejarme definitivamente en paz. Y sólo en el último instante, cuando el mozo ha subido ya al taxi el equipaje, y ella ha pagado la cuenta, y distribuido las propinas, Clara me da un beso leve en la mejilla, sonríe con la sonrisa triste de mi Clara de siempre, perdida por unos instantes su seguridad y su aplomo, acerca mucho su boca a mi oído y susurra, no sé si como último palmetazo del castigo o como signo de perdón, pero en cualquier caso como prueba inequívoca de que hasta el final me ha comprendido: «… Y Wendy creció».