El cuerpo de Julio muy cerca de mi cuerpo —el traje impecable de Julio quiero decir, sus sienes plateadas (y eso de sienes plateadas parece una expresión inventada exprofeso para Julio), su tenue perfume a colonia inglesa y a tabaco americano—, muy cerca de mí, porque ha bajado del coche —uno de esos coches despampanantes y ostentosos que parece le obliguen a uno a decir algo, y ante los cuales yo nunca sé qué decir, porque sólo se me ocurren, y esto me pasa a menudo con Julio, las frases de un spot televisivo, como si fuéramos él y yo, y por descontado el coche, los personajes de un anuncio—, ha bajado del coche en cuanto me ha visto trasponer la verja del jardín, y ahora susurra mi nombre un par de veces con su boca pegada a mi oreja, y hasta las dos sílabas de mi nombre, tan sonoras y hermosas cuando las repite Clara hasta el infinito, me suenan ahora falsas, me hacen pensar que tengo un nombre de protagonista de fotonovela, y sin embargo temo que Clara nos estará viendo inevitablemente desde la ventana o desde la puerta de la casa y temo que toda esta representación barata —que Julio está montando en mi honor, pero también en honor de mi compañera invisible, de esa rival extraña que no conoce, porque Julio da por descontado que ella nos estará mirando, y sé que entra en su juego el afán de zaherirla y en cierto modo de provocarla, como sé que entra en sus expectativas, es la palabra que él utilizaría, y hasta en sus expectativas cae Julio inevitablemente en lo más hueco y tópico, el atraer a la muchacha a una sugestiva, a una banal partida a tres—, temo que todo este montaje pueda confundir a Clara y parecerle mínimamente real, este gesto posesivo protector con que el hombre me pasa el brazo por los hombros, me habla al oído, abre la portezuela, me acomoda dentro del coche como si yo fuera una ancianita o una inválida y no pudiera colocar por mí misma piernas y bolso y faldas en su sitio, y me da un último beso leve antes de subirse él a su asiento y poner este raro chisme plateado y en forma de cohete en marcha (esperemos que no hacia las estrellas). Y no necesito siquiera mirar hacia atrás para saber que la parte trasera del sputnik está atestada de rosas rojas, aterciopeladas y rojas, de tallo largo, a las que no habrá dejado que la florista toque ni arregle ni pulverice de falso rocío un solo pétalo, porque Julio no inventa nunca nada, ni improvisa jamás, y aprendió hace mucho tiempo que las rosas me gustaban así, rojo sangre, rojo oscuro, de tallo largo y pétalos sin retoques, y no necesito buscar hoy entre las rosas —excesivas, hay demasiadas rosas— para saber que he de encontrar allí una tarjeta, y sé antes de mirarla que contiene las dos únicas palabras del ritual —tan vacías de sentido, ni siquiera basta decir tan falsas, porque es incluso posible que Julio sí me quiera, sólo que en él estas palabras o hasta este mismo amor referido a mí, como mi nombre bisilábico o las flores, se desvanecen en el sin sentido— «te quiero».
Y Clara no podrá entender nunca, y apenas si yo misma puedo entenderlo, salvo en unos breves instantes de intuición o lucidez, cómo mi vida de los últimos casi treinta años, o sea la totalidad de mi vida de presunta adulta, de supuesta mujer, ha podido perderse en una falsedad tan sórdida, cómo he podido caer en esta trampa, y cómo he podido sobre todo mantenerme en ella, una trampa monstruosa y gigantesca, no, ni siquiera esto, una minúscula y ridícula ratonera, con su pedacito de queso enmohecido —cuando no me ha gustado nunca el queso—, porque esta trampa, ni aun dándose la circunstancia accidental de que soy precisamente yo la que permanezco en ella, no ha dejado de parecerme en todos los momentos grotesca, una burda trampa compuesta de sofisticados coches último modelo (sputniks que no habrán de llevarme nunca hasta la luna), de lujosas casas inhabitables, aunque aparecen, eso sí, sistemáticamente fotografiadas en las revistas japonesas y resultan insuperables para rodar en ellas un spot para televisión, compuesta de hombres maduros de sienes plateadas, ropas italianas, lavanda inglesa —importada y de la mejor—, tabaco emboquillado —mi padre al menos fumaba en pipa y, todo hay que decirlo, es muy posible que no aprobara nunca esta boda y que Julio le pareciera un perfecto imbécil—, abrazos de cine, palabras susurradas al oído, montañas de rosas rojas —Julio nunca ha sabido que mantengo una secreta alianza con los nardos y que en mis subterráneos florecen magníficas las orquídeas, tal vez porque no he permitido nunca que descubra algo íntimo y muy mío—, infinitas tarjetas ton tinta más o menos desleída por el tiempo en las que se lee —en las que se leería caso de haberlas guardado yo en alguna parte— invariablemente «te quiero», cada tarjeta y cada manojo correspondiéndose de modo casi exacto con el agonizar, por muerte natural o por muerte a manos del excesivo escándalo, con el consiguiente atropello e intromisión de mi señora madre —que de tarde en tarde, y siempre en las circunstancias menos oportunas, decide interesarse por mis cosas y tomar el mando de mi vida a la deriva—, de los amigos, incluso de Guiomar —estás llegando demasiado lejos, ¿cómo puedes hacerle esto a mamá?—, con las consiguientes llamadas al orden —jodienda sí, Julio, todos hacemos lo que podemos, pero sin recochineo—, correspondiéndose en cualquier caso cada una de estas tarjetas desleídas, cada ramo de rosas —siempre muy hermosas y siempre excesivas— con la muerte de una de sus aventuras con muchachas de cabello rubio, pelirrojo, castaño, un cabello lacio o lleno de ricitos, muchachas de ojos y pieles de todos los colores, pero invariablemente jóvenes, invariablemente hermosas, invariablemente provistas de largas piernas y de una boquita que aparece cuadrada en las sonrisas de primera página, más jóvenes, más bonitas y rutilantes —también los coches son más y más ostentosos y espectaculares, más parecidos a viejos carromatos del Oeste o a cohetes superespaciales— a medida que van pasando los años, a medida que figura en mayor número de jurados y festivales, y aumenta su filmografía y se acumulan los elogios de las críticas —que una secretaria también rubia y piernilarga va pegando en álbumes de cubierta de piel—, y él tiene cada vez más profunda, cada vez más irrebatible —aunque no habrá de confesarlo a nadie— la certeza de que ya no hará nunca la película «aquella», «su» película, que quedará no hecha por toda una eternidad, por más que esto a mí no me preocupe demasiado, porque —y esto es algo que no ha adivinado nunca mi madre, tan perspicaz, tan hábil en tomar el timón y manejar los hilos de nuestras vidas, ni Guiomar, tan práctica y tan ducha en relaciones humanas, ni las amigas que me llaman alternativamente (Maite casi siempre en cabeza) para condolerse (a cada nueva aventura) o para alegrarse (a cada nueva ruptura con la consiguiente tarjeta en el ramo de rosas) o para felicitarnos (a cada nuevo triunfo estelar de su carrera, un triunfo a nuestra escala de enanos).
Lo gracioso de esta trampa es que elegí meterme en ella junto con un hombre al que, no sólo no quiero, sino al que tampoco odio, ni desprecio de veras, un hombre al que ni juzgo ya, porque hace millones de millones de años —tantos que no guardo recuerdo de ningún tiempo anterior, y no puedo estar segura de su existencia o no existencia— dejó de interesarme, dejó de interesarme hasta tal punto que ni siquiera siento curiosidad por comprender sus reacciones, y desde luego ninguna tentación de intentar conocerle, y las películas que dirige —siempre con chica guapa y a ser posible famosa, siempre sobre un tema que pretende ser lo último y es en realidad lo que se llevó en Londres o en Nueva York hace diez años— me parecen —ni buenas ni malas— simplemente muy aburridas, en absoluto verosímiles, ni aun dentro de la lógica del absurdo —y de la lógica del absurdo Julio sabe muy poco—, como vacías de carne o privadas de columna vertebral, como si no trataran jamás de hombres y mujeres, como si las mismas películas no existieran demasiado, al igual que no existen estas muchachitas que supuestamente debieran dolerme y de las que no consigo siquiera retener los nombres ni los rostros, porque realmente no me interesan —aunque nadie, y Julio menos que nadie, pueda y quiera creerlo—, y estoy convencida de que son sólo una sonrisa con la boquita cuadrada, un sexo de bordes depilados que huele a badedás, y es que tampoco Julio existe realmente, más que como institución, una institución a nivel nacional, invención de unos críticos y un público que le necesitan tal vez para justificar y afianzarse en unos puntos que a mí tampoco me conciernen, y una institución matrimonial —a nivel más social que privado—, que inventaron para mí al alimón entre mi madre y Jorge —que Jorge no conociera personalmente a Julio carece de importancia—, porque Julio ha sido para mí únicamente esto: representación constante y casi siempre dolorosa y presente de la vida y de la muerte que eligió para mí Jorge.
Y esta trampa ridícula, esta ratonera grotesca en que me asfixio y donde han agonizado todas las esperanzas y todos los proyectos de futuro, esta trampa en cuyos barrotes ni yo misma creo pero de la que —¡Clara! ¡Clara!— no voy a escapar jamás, la eligió para mí y por mí Jorge, la construyó para mí Jorge, al abandonarme irremisiblemente en la isla de Naxos, al abandonarme sin posible reencuentro a mitad de camino entre mis ya imposibles laberintos, que habían sido mi único refugio y entre cuyas ruinas agonizaba por mi amor el Minotauro, y aquel otro mundo más utópico, del que no tuve otra prueba que las palabras de Jorge, resucitando en mí ignorados anhelos, mundo que no sabré ya nunca si pudo ser real, si existe, si ha existido para alguien en alguna parte —aunque tú, Clara, también crees en él, y tu mundo de ondina enamorada, este mundo donde las gentes serían mejores y distintas, hasta más hermosas, y donde las relaciones humanas, todas las relaciones humanas (¿cómo pude creer alguna vez en eso?) no se basarían en la fuerza sino en la razón y la justicia, se parece mucho al mundo que iba construyendo para mí Jorge, a base de retazos de sus proyectos y mis sueños—, porque yo era demasiado joven, demasiado débil, procedía de una raza de enanos que habían envejecido sin llegar a hombres, había hallado únicamente refugio en ensoñados laberintos, únicamente amor en el Minotauro, y Teseo huyó cobardemente, con esa cobardía definitiva y cruel de la que tal vez sólo los héroes pueden ser capaces, llevándose consigo los mapas y la nave, y no era cierto, Clara, que Ariadna pudiera seguir a Teseo por el mar, que Ariadna pudiera avanzar sola sin Teseo por el mar —no era cierto tampoco que se arrojara al mar para morir, al mar, que es el morir—, que pudiera caminar sobre las aguas, quizás porque Teseo no dijo en ningún momento antes de su abandono «ven conmigo», Teseo se alejó traidoramente en su nave, sin posible retorno, sin dejar tras de sí un adiós o un mensaje, un «ven conmigo», y Ariadna, una princesita tonta, la menos princesa de todas las princesas, a la que habían sacado de su nido sin enseñarle todavía a volar, quedó abandonada en tierra de nadie, a merced del primer dios, del primer monstruo —la raza de los hombres empezaba y moría con Jorge— que arribara a la isla y quisiera rescatarla, y cuando llegó Julio no fue que yo lo eligiera (o lo elegí tal vez por razones invertidas: porque no podía entenderme, porque no iba yo a saber amarle, porque no me seguiría en grutas ni laberintos, porque era una muerte peor y más pequeña, un suicidio peor y más cobarde, mucho más doloroso), ni siquiera lo eligió mi madre, por mucho que lanzara las campanas al vuelo y se llenara la boca hablando de él y de la suerte que había tenido su hija —qué suertazo increíble, después de aquel escándalo que había constituido, de principio a fin, la existencia, la mera existencia, de Jorge—, por mucho que lo exhibiera orgullosa en nuestra corte de pigmeos (yo, claro está, había sido devuelta a mi isla pequeña, a la casa de mis padres, a la raza de enanos, perdida ya toda esperanza de levantar el vuelo).
No lo había elegido mi madre ni lo había elegido yo: lo había elegido Jorge para mí, en el más magnífico y destructivo de sus sarcasmos, Jorge, que lo hubiera deshecho con sus burlas sangrientas en cualquiera de nuestras brillantes ceremonias, de nuestros cultos sagrados, que lo hubiera despreciado con condescendencia infinita, lo había elegido para mí, pues, al no llevarme consigo a bordo de la nave, al negarme todo derecho a tomar por mí misma la elección de quedarme o de seguirle —no había dicho «ven conmigo», porque si lo hubiera dicho, si Jorge lo hubiera dicho, yo habría tenido de pronto alas de mujer y hubiera caminado sobre el mar, y el mar me hubiera sostenido—, me había condenado a la peor mediocridad, a la banalidad sin paliativos, o tal vez Jorge no quisiera esto para mí, tal vez yo me haya metido y mantenido tanto tiempo en esta trampa —toda una vida— como la más terrible y la más inútil de las venganzas —inútil puesto que ni esto, ni nada, puede alcanzarle ya, navegante seguro a bordo de su nave sin retorno—, y en definitiva Jorge al abandonarme sin piedad en la isla de Naxos, sin dejar tras de sí un mensaje ni un adiós, sin dejar sobre todo un «ven conmigo», establecía definitivamente y de una vez por todas que, fuera cual fuera el camino que yo tomara a partir de allí en mi futuro sin él, aunque él lo hubiera en el fondo elegido y me lo hubiera indirectamente impuesto, no era ya cosa suya y le tenía sin cuidado.
Seguimos juntos, en el restaurante ahora de moda, sentados a la mesa que Julio tiene permanentemente —un permanente que durará tanto como dure la moda— reservada a su nombre, ante un foie-gras que no me sabe a nada y un borgoña que me dará mañana un terrible dolor de cabeza, intentando no escuchar las palabras que Julio —es una de sus manías incurables— se obstina en repetir a mi oído, sin que yo me atreva a hacerle callar diciéndole que nada de esto importa nada, el que mi amor sea más embriagador que el vino, más suave que todos los aromas, y yo un jardín cerrado, un manantial secreto, una fuente sellada, la única entre las elegidas, la reina por la que serán despreciadas vírgenes y concubinas —¿y por qué no puedo hacerle callar hoy, aunque debía haberlo hecho mucho antes, hace casi treinta años?— ¿por qué no explicarle aquí, ahora mismo, que nada de todo esto que lleva siglos repitiendo me ha interesado nunca lo más mínimo, ni siquiera la primera vez que se lo oí, porque había leído por mí misma, antes de conocerle, el Cantar de los Cantares, y además lo cita siempre mal? ¿por qué no he de levantarme hoy, aquí y ahora, mientras no esté todavía demasiado borracha, y dejar definitivamente atrás el borgoña y el foiegras francés y las rosas rojas, definitivamente atrás este papel grotesco de mujer oficial de un pigmeo supuestamente importante que a mi no me importa nada? ¿levantarme sin necesidad siquiera de decir una palabra —sé bien que existe una sola manera de dejar a un hombre: levantarse e irse— y correr al jardín de las buganvillas? ¿por qué no iniciar hoy, quizás al lado de Clara, el aprendizaje solitario de volar, por qué no intentar andar por fin sobre las aguas sin que nadie me tienda previamente una mano y me diga «ven conmigo»? ¿por qué no habría de escribir sonetos inmortales, o al menos por qué no intentarlo? ¿y por qué no hacer la guerrilla en las selvas amazónicas, o el amor con quien se me antoje bajo las estrellas, o en la jungla urbana, por qué no iniciar hoy cualquier lucha tal vez imposible, seguramente inútil, pero viva y real, siempre mejor que esta representación mediocre de un yo en el que no me reconozco, ese calco rechazo, esta venganza, que mamá y Jorge planificaron para mí? ¿por qué no aceptar hoy de una vez, por todas que la vieja dama inglesa que recorre continentes y desdeña nativos y manda postales de letra inmensa y regalos absurdos, tiene muy poco en común conmigo y ha quedado —con su amor o su desamor— definitivamente atrás? ¿y por qué no aceptar —pero cómo aceptarlo, que Jorge está muerto desde hace treinta años, y que eligió su destino por él y para él, pero no por mí y para mí, al dejarme de aquel modo tan cruel e incomprensible, sin un adiós, sin una nota, abandonada la princesa tonta en la isla de cristal, y puesto que no decidí entonces seguirle, puesto que no me arrojé tras él al mar, que es el morir, puesto que de algún modo elegí en definitiva seguir viviendo en un mundo sin Jorge, por qué no dejar a partir de hoy esta media vida, este suicidio lento y cobarde, a los que, tal vez para castigarle, me condené entonces, por qué no intentar, al menos durante los años que me queden, una vida real?
Pero no me levanto, sostengo entre los dedos el tallo largo y frío de la copa de cristal —esto y el color es lo único que me gusta del borgoña— y digo en voz alta que Clara debe de estarme esperando, y Julio me responde que podemos telefonear y mandar el chófer a buscarla, y añade —creo que es en este momento, Clara, amor, cuando perdemos definitivamente la partida— que, si esto ha de hacerme a mí feliz, a él no le importa que te vengas a vivir una temporada con nosotros, y es como el instante en que mi padre colocó en las rodillas de la pobre Sofía el cesto disparatado lleno de rosas de cera, y por primera vez en lo que va de noche surge la aprensión de que quizá no podré en ningún momento levantarme —entre otras cosas porque dentro de muy poco voy a estar, sin gustarme el borgoña, demasiado borracha—, y de que tal vez tú, Clara, pasarás la noche entera sola en el patio de las buganvillas, esperándome —¿hasta qué hora? ¿en qué instante nacerá la sospecha, en qué instante se afirmará la certeza de que te he, de que me he, traicionado?—, esperando y odiándome, mientras se eche a perder tu cena para gnomos, tu festín de hadas, mientras se “vayan consumiendo lentamente las velas, y todas las mariposas nocturnas caigan una tras otra al suelo o sobre el mantel con las alas abrasadas.
Y cuando Julio me coge por el brazo y me arrastra casi en vilo hasta el coche y me acomoda en el asiento —ahora sí necesito me acomoden, reducida en estas pocas horas a ser una inválida—, ni siquiera se me ocurre proponerle que me devuelva a la casa de la abuela, porque ya para qué, y no quiero la amargura de veros juntos a los dos —él, tan amable y sienes plateadas, tan comprensivo y encantador; tú, mirándome con tus ojos atónitos, ojos de sirena traicionada—, y dejo que me lleve donde quiera, qué importa ya, si la noche, al menos esta noche, está irremediablemente para las dos perdida, y Julio me introduce en una extraña caja de cristal, de suelo intensamente blanco, tan grande todo que parece a medida de gigantes, un quirófano de gigantes donde fuera a tener lugar una monstruosa operación, una amputación siniestra —de mí misma, pienso—, pero no, no es un quirófano, por más que lo parezca, ni es un estudio cinematográfico recién construido para él, como Julio se esfuerza en explicar a su mujer, demasiado borracha por otra parte para entenderle: es una caja para mariposas muertas, una caja de coleccionista a dimensiones siderales, todo blanco y cristal, blanco también mi cuerpo bajo los reflectores —se han encendido a destiempo todos los reflectores—, mientras Julio me acomoda sobre unos almohadones blancos, entre blancas colchas llenas de plumas blancas, y mientras él me lame, me toca, me chupa, me babea, me muerde, yo no siento ya nada, ni siquiera tristeza —ni por mí ni por Clara—, porque sé que ahora todo se desarrollará inexorable hasta el final, y es —aunque esto no sea un estudio— como una película que estuviera ya filmada y que alguien —quizás yo— contemplara indiferente muchos años después, y ni siquiera en esta ocasión la película le ha salido mínimamente verosímil, ni siquiera esta vez ha sido capaz de crear hombres y mujeres de carne, y en esta película que definitivamente no me interesa ni me creo, el hombre coleccionista me manipula, me maneja, me dispone en posturas distintas como a una muñeca bien articulada: un despliegue de malabarismos y posturas, aunque de nada sirve, porque el guión es endeble y los personajes que viven la historia poco tienen de verdaderos, pero al final estoy como corresponde, tendida de espaldas, los ojos fijos en el techo blanco, su cuerpo pesando sobre el mío, sus brazos y sus piernas aferrándome en el cepo mortal, y no es posible ni volar, ni caminar sobre el mar, no es posible siquiera ya moverme, y entonces, en una embestida brutal, su sexo me traspasa como un alfiler al rojo vivo, no, como una bola de fuego que atraviesa certera el aro, como la flecha que se clava en el centro preciso de la diana, sin que haya necesitado el arquero ojos ni manos, y es un gesto tan espectacular, tan circense, tan exacto, que te dan ganas de aplaudir —lástima que no pueda moverme ni liberar las manos—, y pienso que tal vez el coleccionista se sienta orgulloso de su proeza, siempre repetida, y que quizá esas chicas a las que hace incluir en el reparto de películas supuestamente de vanguardia y aparecer en las portadas de revistas porno intelectuales, le admiren o le quieran también por esto, tal vez a los sexos de bordes depilados y recién bañados en badedás les guste esta acometida, y tal vez no sean como yo una pobre mariposa agonizante, una pobre mariposa enfurecida —Clara dijo una vez, en otro mundo, que yo era una mariposa enfurecida—, que no puede siquiera agitar las alas, mientras en golpes rudos, sucesivamente acelerados, seguros y rítmicos, la van clavando para siempre una vez más en el fondo blanquísimo de la gran caja de cristal, y sólo puedo permanecer inmóvil, los ojos fijos en el techo —blanco sin remisión ni tregua, sin manchas de humedad, sin antiguas pinturas que asomen recalcitrantes, sin molduras de flores entre las que amanezcan las viejas hadas amigas de la infancia: blanco implacable—, los labios apretados y la garganta contraída para no gritar, para no gritar de dolor, pero sobre todo, ante todo, para no gritar de placer, este torpe placer que ha de llegar al fin, histérico y crispado, inevitable y odioso como la misma muerte, odiado como la muerte, otra forma de muerte, porque es mi propia muerte la que cabalga sobre mí, la que me tiene aferrada entre sus piernas sin escape posible, la que me penetra en acometidas sucesivas y brutales, cada vez más brutales, es mi muerte la que me colma, me inunda, me desborda, este Julio letal montándome como a una pobre jaca definitivamente domeñada, aunque no por él, no por ese macho de exhibición de circo, no fue él quien me puso el freno, las bridas, la silla, los estribos, no fue él quien clavó el primero las espuelas hasta reventarme los flancos y obligarme a ceder, eres sólo un disfraz, Sigfrido me cabalga ruinmente bajo las apariencias de un rey incapaz, Sigfrido que me despertó para nada —me despertó para la muerte— de mi sueño profundo en los peñascos, Jorge que me arrastró a esta muerte, que eligió a Julio —sin conocerle— para que perpetuara en forma de muerte lo que pudo haber sido para siempre vida, y sólo lo fue en Guiomar, nunca en mí, nunca para mí, y ahora una vez más, mientras mi muerte me cabalga y me destruye, mientras mantengo los ojos fijos en la tapa de la caja implacable que se cerró hace mucho sobre mí, mientras lucho denodadamente por no gritar, en este histérico sucedáneo del placer, sólo acierto a pensar confusamente, tan dolorosamente, en todas las sirenas que recorrerán para siempre las playas en inútil persecución de un alma de mujer, en cierta ondina tan tontamente burlada, en las muchachas abandonadas sin motivo en la noche de sus bodas, en un joven adolescente moreno de ojos orientales que acaba de ser asesinado por error, en Ariadna abandonada en la isla de Naxos.