Empiezo para Clara la Historia de Jorge como se empiezan casi todos los cuentos —como si así, bajo el disfraz de un cuento, pudiera doler quizás un poco menos—: Érase una vez un rey y una reina… La reina era blanca y rubia, con unos ojos azules, enormes e impávidos, unos ojos regios de mirada fulgurante (ojos de diosa o de hechicera), y unas manos también mágicas que congregaban los secretos perfumes de los bosques. Y el rey tenía un aire misterioso y distante, exquisitamente fatigado, y sus ojos eran tan claros como los dé la misma reina —aunque no igualmente fulminantes y letales—, su cabello era también muy rubio, y fumaba en pipas de madera oscura y hermosamente veteada un tabaco inglés —casi todo lo que utilizaba el rey era importado y casi todo inglés— que inundaba las habitaciones y los patios de las buganvillas con un humo blanquecino que olía deliciosamente a miel. El rey y la reina no se amaban —era evidente que no se amaban, y que el amor entre ellos, aun revestido de formas anglosajonas y sofisticadas, hubiera resultado algo fuera de lugar, algo tópico y lindante con el mal gusto (el mal gusto era en aquel reino el supremo delito)—, pero se apoyaban y se respetaban: se miraban satisfechos el uno al otro, el uno reflejado en el otro, y decían tonterías sublimes como «realmente la belleza del ser humano empieza en el esqueleto» —qué distinto a «mi soledad empieza a dos pasos de ti», pero no podía negarse que los dos tenían unos huesos largos, finos y armoniosos— o «no hay nada como tener los ojos azules» (los de papá eran de hecho verdigrises, pero este matiz no modificaba demasiado la situación).
Y ser rubio y blanco, el tener los ojos claros y un esqueleto de huesos largos, se ligaba de un modo muy extraño al hecho de fumar tabaco inglés oloroso a miel, de vivir en casas amplias, llenas de luz y de objetos hermosos, de asistir a la ópera y al teatro y a conciertos, de comprar cuadros, encargarse retratos al óleo —mi madre vestida de amazona, con una fusta de puño de marfil y un setter tendido a sus pies—, llenar estanterías de caoba con libros de bordes dorados encuadernados en piel, coleccionar armas antiguas o figurillas de marfil, cambiar todos los años de coche, tener bonitas casas junto al mar, casas con patios traseros llenos de buganvillas y campanillas moradas, casas rumorosas de trenes y cañaverales, y tener sobre todo a su alrededor montañas de gentes dispuestas a halagarles y a servirles.
Mi madre la reina entraba en las tiendas, en cafeterías y restaurantes, en el peluquero, en la modista o en un taxi, como una diosa disfrazada por capricho de mujer y a través de cuyas burdas ropas resplandeciera inconfundible el brillo olímpico. Y mi padre el rey disertaba —siempre remotamente suficiente, pedante y aburrido— sobre arte, filosofía, política y moral, como si estuviera dando nombre a las cosas por él recién creadas y estuviera colocándolas en su lugar exacto —era terriblemente importante en nuestro mundo el que las cosas se mantuvieran inamovibles en su lugar exacto— para el resto de la eternidad. Los dos tenían sin embargo esta amabilidad condescendiente y glacial que imagino en los dioses. Ambos también, y con ellos todos sus iguales, se movían en la isla —porque la historia, Clara, transcurre en una isla pequeña, pobre y gris, perdida e ignorada en la inmensidad del océano, aunque esto no lo saben las gentes chatas y mezquinas que la pueblan, una isla que parecía condenada desde siempre, o al menos desde hacía mucho, a la grisura y la mediocridad, y, sacados de su isla, los reyes no hubieran sido siquiera tan guapos ni tan altos ni tan rubios, ni las casas hubieran resultado tan amplias y hermosas, ni los coches tan nuevos y tan largos, ni las armas tan antiguas, ni hubieran mantenido tampoco una mínima validez, extrapoladas de la isla, las sentencias estéticas y morales, aquella estética centrada en el buen gusto y aquella moral de pequeños tenderos y comerciantes—, se movían por la isla como si el mundo les perteneciera (peculiar forma de existir que se viene atribuyendo tenazmente a los dioses).
Hasta que llegó el día en que el rey y la reina tuvieron una hija, y ni todas las hadas madrinas del reino de las hadas hubieran podido convertirla —por más que amontonaran movidas por la mejor voluntad dones y más dones sobre su cuna— en una princesa verdadera, en la más princesa de todas las princesas, en una princesa bonita, graciosa y gentil, porque salió la niña —y esto sucede algunas veces hasta en las familias más radiantes, más prepotentes y doradas— oscura y flaca, una criatura de huesos mezquinos, de piel pálida que no blanca o marfileña, de ojos castaños —para colmo estrábicos, aunque esto sí se pudo corregir con los años y sin hadas madrinas—, una niña con todos los miedos sobre sus espaldas y con una irrenunciable vocación por la tristeza, una criatura —y lo vieron todos en seguida, hasta el mismo rey, todos menos mi madre— absolutamente irrecuperable, tan distinta a los restantes cachorros de su raza que uno se preguntaba en qué día fatídico de algún año bisiesto, en qué noche sabática en que andaban sueltas todas las brujas, habría sido engendrada, y los innumerables profesores y señoritas para los niños que pasaron por la casa —menos Sofía, pero es que Sofía se pasó en cierto modo al enemigo y selló a mi lado un pacto secreto con las sombras.
Quizás algo hubiera sido distinto de tener un hermano varón, o igual hubiera terminado por asesinarlo en alta mar y desparramar sus pedazos sobre las olas espumosas de salitre y sangre, esto nunca se sabe. Lo cierto es que los profesores del colegio y las distintas frauleins y mademoiselles y señoritas que me atendían en la casa, no sabían siquiera qué era exactamente lo que fallaba ni qué podían intentar conmigo, porque yo les aprendía pronto y bien las lecciones, me estaba quietecita, me ponía dócil los vestidos que compraba mi madre y hasta asistía a regañadientes a las fiestas que organizaban los hijos de sus amigos, ¿y qué se podía hacer si algunas veces entendía cuentos y lecciones al revés —me armaba a menudo un lío sobre quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos, me ponía infaliblemente en el bando de los perdedores y los perseguidos, e igual me daba por llorar inconsolable en los finales supuestamente más felices—, qué se podía hacer si las ropas que eran realmente dignas de la princesa más princesa de todas las princesas a mí me caían rematadamente mal (seguramente porque no era ni la más princesa, ni un poquito princesa siquiera), y si en las fiestas —en el cuarto de niños de aquellas mismas casas en cuyos salones mi madre irradiaba su luz y su perfume como primera indiscutible entre sus pares— acababa siempre refugiada en el último rincón, en el más oscuro —amiga de las sombras y las noches sin luna— o, en el mejor de los casos, jugando con los gatitos recién paridos en la cocina o bien hojeando los libros de la biblioteca?
Nada de lo que yo sentía, nada de lo que yo pensaba —y algunas veces me arriesgaba a expresar, ante la consternación y el pasmo generales, porque cuando yo hablaba, y hablaba poco, se producían unos silencios tan incómodos y consternados que hasta yo comprendía que había dicho un despropósito, aunque no supiera cuál— encajaba en aquel mundo isleño y cerrado en el que había nacido y que era el único mundo que yo en aquel entonces conocía. Y —pregunta o asevera Clara— Ariadna construyó sus laberintos. Sí, Ariadna, desde muy pequeña, desde que leyó los primeros cuentos refugiada entre las patas de la mesa del despacho de su padre, sobre la alfombra blanda de un verde oscuro —o antes quizás incluso— comenzó a excavar en secreto sus laberintos. Ariadna se buscó desde siempre oscuros aliados —tal vez porque había sido engendrada una noche sabática de algún año bisiesto—, seres que, como ella, no pudieran subsistir en aquel orden acerado, en aquel mundo aséptico y resplandeciente, seres que supieran orientarla por lo mismo en su vuelo hacia las tierras de Nunca Jamás, para encontrar juntos allí una casita subterránea, un verdadero hogar para niños perdidos, un refugio cálido y cerrado, donde no pudiera penetrar la luz excesiva del sol ni las terribles miradas de los ojos azules. Y allí surgió, compañero de juegos nacido de la terrible soledad de Ariadna, el Minotauro, y crecieron los dos juntos en las profundidades húmedas, donde brotaban extrañas flores carnívoras y purpúreas, y había ciénagas insondables de arenas cálidas, había reptiles de un verde hermosísimo, de cuerpos escamosos y colas interminables, reptiles que no habían subido jamás a la superficie. Allí jugaron y crecieron y se amaron durante años Ariadna y el Minotauro. Hasta que un día llegó Teseo.
Sí, entonces llegó Jorge, Clara. Porque Jorge —como Teseo— no pertenecía al mundo de mis padres, no hubiera querido sentarse jamás —no quiso de hecho sentarse jamás— a esta grotesca asamblea de los hombres dioses, no quiso asimilarse a esta raza informe de niños prematuramente envejecidos: Jorge no tenía los ojos azules y luminosos, ni la piel blanca, y estoy casi segura de que no poseía un hermoso esqueleto, pero Jorge venía de muy lejos y no pertenecía tampoco a la raza proterva de los siervos, no pertenecía al grupo informe que se inclinaba y se arrastraba en torno a unos pocos elegidos: Jorge llegaba de muy lejos, de otros continentes, y se burlaba de nuestro ridículo montaje, de aquellas querellas de pigmeos —empeñado él en una lucha inmensa y verdadera—, se reía de unas estructuras que me habían aplastado, y me habían hecho sufrir sobre todo tanto tanto durante tantos años, se reía de aquel mundo que yo temía y detestaba pero que nunca había puesto seriamente en duda, porque lo creía superior y por ende inmutable, aquel mundo que me había rechazado y relegado a oscuros laberintos —¿entiendes, Clara?—, Teseo se rio de aquellos falsos dioses de opereta, de nuestra estética basada en el buen gusto —una estética de armas antiguas y estatuillas de marfil, estética de naturalezas muertas y acuarelas con paisaje, de retratos de señoras en traje de amazona con un setter a los pies—, se rio de nuestra pobre moral de mercachifles, de nuestras castas, y aunque en ciertas ocasiones se indignaba —porque mis padres y los otros se movían, repito, por el mundo como si el mundo les perteneciera—, en general, al menos en una primera época, sólo le daban risa y lástima, o como mucho rabia: Teseo miraba a mi madre cara a cara —a papá ni tan siquiera se molestó en mirarlo—, los ojos graves fijos sin un pestañeo en los ojos azules de ella, y se reía, no reía siquiera con maldad, reía, creo, casi con pena, como si se dijera o le dijera «¡qué espléndida mujer desperdiciada!» (porque incluso a Teseo debió de parecerle mi madre, aunque sólo en potencia, una mujer espléndida), y entonces el artificio en el que yo había vivido presa se tambaleó desde sus cimientos y hubo un movimiento de pánico y de incredulidad en aquel olimpo de cartón piedra, porque había ocurrido lo inimaginable, había ocurrido aquello, Clara, tan inesperado y que yo venía esperando no obstante sin saberlo desde hacía mil años, mil años dormida mi soberbia humillada pero nunca acabada ni vencida en su peñasco de fuego, aguardando al único de los héroes que pudiera entre todos trasponer el muro de las llamas y despertarla, mil años soñando Ariadna en sus laberintos secretos, sin saber exactamente si era el Minotauro producto de mi ensueño o si era toda yo entera sólo el sueño que soñara una noche de fiebre el Minotauro, sueño cada uno de los anhelos y los miedos del hermano.
Hasta que un día había llegado Teseo, había llegado Sigfrido, y era él el más fuerte, y las llamas se extinguían a su paso, y se allanaban los montes y picachos, se desmoronaban los laberintos, y él me cogió de la mano —porque era el más fuerte— y yo dejé sin pena que ardieran a mi espalda los palacios de los dioses, dejé que se desplomaran las grutas subterráneas y dejé morir al Minotauro —que no murió en la lucha a manos de Teseo, murió poquito a poco, en sucesivas muertes diminutas, por la tristeza de mi ausencia, o porque Jorge lo fue anulando en mí y fui yo, sí fui yo tal vez la que le di definitiva muerte en lo más hondo de mí misma—, y le seguí a él a bordo de su nave, pero lo mismo le habría seguido andando por la superficie del mar, porque si él me lo hubiera ordenado, si Jorge me lo hubiera pedido, si Teseo me hubiera tendido su mano en medio de las olas y me hubiera dicho «ven», es seguro que las aguas me hubieran sostenido, es seguro que yo hubiera andado sobre ellas hasta el mismísimo confín del universo, y mis padres no existían ya, ni su mundo chato, ni aquella raza de enanos en la que yo por un error había nacido, ni existían siquiera los refugios subterráneos que había tan amorosamente construido junto con el Minotauro para que fueran nuestra guarida, porque yo avanzaba al fin con él, y él me llevaba por fin hacia la libertad, hacia el encuentro definitivo conmigo misma y con los hombres —ni reyes, ni siervos, ni dioses: hombres entre hombres—, porque avanzábamos hacia unas tierras sin fronteras donde las gentes tenían que ser forzosamente mejores y distintas… porque la vida, es lo que tú dices, Clara, puede ser distinta, y yo lo creí entonces —creí porque le amaba, si tú pudieras entender, si tú pudieras imaginar por un instante cómo le amaba—, y todavía ahora, todavía ahora, en las noches sin sueño, me obstino en creer que la vida hubiera podido ser distinta… La vida iba a ser distinta…
Ahora Clara ha recogido delicadamente, con las puntas afiladas de sus dedos suaves, mis lágrimas salobres, y me pone una mano leve sobre los ojos, entre mis ojos y el sol, y habla tan quedo, con tanto cuidado y con tantísima ternura, como si se estuviera dirigiendo, como si estuviera cuidando de un enfermo terriblemente grave, un enfermo que fuera todo él una herida, y con su voz que se hace bálsamo Clara concluye, para que yo no tenga que seguir —porque le duele o porque me duele demasiado—, para que no tenga que decirlo yo, para evitarme el sufrimiento extremo de decirlo: «Pero Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos».