Como los terráqueos, además de ingerir regularmente proteínas animales y de quedar neciamente dormidos en los momentos menos oportunos —por ejemplo, mientras nos están contando (porque Clara se ha lanzado a hablar, roto su mutismo obstinado de niñita hostil), a las cinco de la madrugada, cómo será eso de hacer el amor bajo las estrellas, con aroma a dinamita y a poemas frescos y a frutos tropicales, a nuestro alrededor el trino de pájaros exóticos y el silbar de las culebras que pueblan las selvas colombianas—, como los terráqueos necesitamos también algunas veces cambiar de ambientes y hasta tomar el aire —otro aire que no sea precisamente el del patio de las buganvillas—, una Clara recelosa, pero en definitiva comprensiva, consiente en acompañarme al amanecer a dar un paseo en barca (sin cisnes ni francesas, claro). Escapamos furtivas con el alba, yo, porque no quiero ni imaginar lo que estarán diciendo de nosotras las gentes de este pueblo, que me conocen y acechan y desaprueban desde niña, y prefiero no dar más pábulo, más imágenes concretas, a sus habladurías malignas; Clara, porque cualquier contacto con el exterior —y es exterior todo cuanto alienta más allá del capullo que ella segrega y que va tejiendo lenta pero implacable a mi alrededor, a nuestro alrededor— le parece oscuramente peligroso, capaz en cierto modo de quebrar el hechizo (de romper el capullo).

Y sólo cuando estamos ya en la barca, sueltas las amarras y el motor en marcha —un sol enorme, disparatadamente grande, redondo y rojo alzándose en el cielo desde el mar, emergiendo del mar y dejando tras sí, en las aguas, una huella sangrienta: excesiva esta escenografía para mis gustos y mucho más acorde con la sensibilidad teatrera de mi padre—, descubro que no era en realidad la asfixia de la casa y del patio, ni siquiera la asfixia del capullo de seda o del aburrimiento, lo que me ha impulsado a salir, sino el antojo de volver a situar a una Clara ahora tan distinta en un viejo paisaje, y avanzamos silenciosas” por un mar de sangre y de plomo hasta la ensenada de las gaviotas enloquecidas, y de nuevo echo el ancla en el centro de la rada casi circular, donde el mar es como aquel día profundísimo y oscuramente azul, donde los riscos lunares se elevan escarpados hacia el cielo, pero hoy han desaparecido las gaviotas que coronaban las cumbres, y el agua no se mueve, y el silencio es total cuando paro el motor. Y después de que Clara muchacha flor, muy hermosa en el bañador entero, de reluciente seda negra, con los cabellos sueltos y lacios cayendo a sus espaldas —flotando luego a su alrededor— se ha lanzado al mar, y yo tras ella, y nos hemos zambullido, perseguido, acariciado —qué raro el roce de sus piernas largas, de sus brazos finos, de sus flancos escurridos, de su boca dulce, dentro del agua densa y helada—, subimos de nuevo a la barca, y ella se sienta en la madera tibia, caldeada apenas por este primer sol de la mañana, mientras yo me tumbo de espaldas, envuelta en la toalla, y la cabeza refugiada en el hueco que forma uno de sus muslos, levemente erguido, con su vientre, y la siento palpitar, viviente y cálida, contra mi oído, como si me hubiera acercado a la oreja una caracola marina, doblemente mecida mi cabeza por el levísimo ondularse del mar bajo la barca y por el acompasado respirar del cuerpo de la muchacha, y me siento navegar —flotar— en uno de estos raros instantes en que todo se apacigua y en que la vida fluye mansamente, y con una sorpresa incrédula constato que soy de nuevo ahora, por primera vez después de tantísimos años, absolutamente feliz, y mientras cierro los ojos, y unas lágrimas salobres —que fluyen también mansas, sin sollozos ni sobresaltos— se funden y confunden en mis mejillas con los densos goterones, también ellos salados, que se desprenden desde el cabello de Clara sobre mí, y lágrimas y aguas marinas me inundan mezcladas la garganta y se despeñan por el fino surco entre mis pechos, y no estoy demasiado segura de si Clara ha preguntado realmente con palabras «qué es lo que pasó con Jorge».

Pues es muy posible que ni siquiera haya abierto la boca y que nada haya quebrado un silencio casi total —sólo se oye el rumor apagado del mar contra los flancos de la barca y, pegada a mi oído, la respiración de Clara—, pienso que tal vez, en tiempo de prodigios —y es un prodigio poder sentirme casi acompañada, casi en paz, un prodigio poder llorar de amor, un prodigio que el rostro de Clara inclinado sobre mí, que su cabello goteante que llueve sobre mi cuerpo como sobre una tierra desierta y abrasada por mil soles de estío, que su mano sobre mi vientre desnudo, puedan parecerse tanto tanto a la felicidad—, en tiempo de prodigios, pienso que tal vez fuera también posible sacar a luz la herida y que tal vez pudiera reducir ahora por fin lo ocurrido a los límites —ha sido tantos años una angustia sin límites— razonables de una historia, tal vez pudiera construir una historia con Jorge, una historia más entre toda la serie de historias, sólo que mucho más íntima e infinitamente más dolorosa, y ofrecérsela a Clara —para que pudiera archivarla y ordenarla junto a las otras, completa por fin la serie de mi vida—, ofrecérsela a Clara, por esta felicidad inconcebible y disparatada que ella ha inventado obstinadamente para mí, que ella me ha impuesto, más allá de cualquier posible merecimiento o esperanza, ofrecerle esta historia, o los fragmentos torpes de una historia inconexa y lamentable, como si le regalara un gatito salvaje, famélico y lleno de pulgas que acabara de encontrar en la calle perdido, porque únicamente ella, a lo largo y a lo ancho de años de soledad, ha querido y ha podido romper el aislamiento, adentrarse en mis laberintos oscuros, y merece que yo le entregue —tembloroso, miserable y enfermo— este yo más profundo, y por más profundo más herido, esta realidad última, que yace soterrada y letal por debajo de todas mis apariencias y mis medias verdades, por debajo de todos mis disfraces…

In principio era il dolore, ¿verdad, Jorge?, al principio era el dolor, y el final —me pregunto si habré llegado al final, si estaré ahora muy cerca del final— debe de parecerse mucho a un apaciguamiento definitivo y sin fisuras del dolor —hasta tú, y es extraño incluso pensarlo, dejarás ese día de dolerme—, y en medio abismos insondables —mucho más hondos, mucho más anchos, de lo que parece dar de sí la medida del hombre— en que se alternan o se simultanean el dolor y la insensibilidad.

Sólo que en pleno abismo se producen a veces, muy muy pocas veces, entre océanos de desdicha, unos breves, muy muy breves, instantes de felicidad, como este momento en que me he refugiado en Clara como en un nido, y todo su cuerpo se hace cuna, se hace caracola marina, se hace para mí guarida cálida, y brota la ilusión disparatada (de todas las ilusiones es esta la que habrá que pagar después más cara, la que cobrará un mayor tributo en lágrimas y en sangre, pero no quiero pensar en esto ahora), enteramente disparatada, de que no estoy del todo sola y de que cualquier cosa —hasta la soledad, hasta la tristeza y el miedo, hasta la misma historia que viví con Jorge— debiera alguna vez poder compartirse.