Tengo la sensación pues de haber terminado el repertorio de mis historias, aunque sólo es una sensación, puesto que las las historias son infinitas, casi siempre de amor, como si amar fuera únicamente encontrar el mejor de los pretextos para evocar, o para inventar quizás, para sacar viejos recuerdos polvorientos del armario, para abrir el baúl de los disfraces y vestirse el disfraz de tristezas antiguas —en el fondo una misma, una única tristeza—, de las múltiples renovadas soledades que constituyen una vida, ante un espectador inédito, y tal vez —oh milagros del amor— incluso remotamente interesado, amar es un pretexto —estás exagerando, dice Clara, no eres tan narcisista— para ofrecer todavía una vez más esta preciosa imagen de mí misma —sí soy tan narcisista, Clara, aunque es muy posible que esta imagen, que mimo y halago como mimó y cuidó mi padre hasta el final su imagen de hombre abúlico y cansado, un tanto cínico y muy capaz de estéticas vilezas, es muy posible que esta imagen ni siquiera me guste—, ofrecerla en una triste parada nupcial, mucho más gris e infinitamente menos vistosa que la de muchos peces y la de tantísimas aves, y me he vestido y desnudado ya todas mis plumas, con sus copetes y penachos, he hecho danzar aletas traslúcidas y colas multicolores en los cálidos mares tropicales, en las profundidades abismales de mis grutas, he vertido sobre una Clara atenta —la más atenta y la más excepcional de todos mis oyentes, porque Clara no es, nunca he querido decir esto, una más en una larga serie de amantes, y nadie nadie hasta llegar a ella estuvo tan cerca de compartir y asumir conmigo un pasado irreparable, tan a punto de acompañarme en imposibles soledades terminadas— la agridulce marea de unos recuerdos que todavía viven, aunque tal vez no fueron nunca tal como yo los evoco y se los cuento, le he relatado las historias más lejanas, más entrañablemente mías —menos aquella que nunca conté hasta ahora a nadie, que me negué obstinada a discutir o comentar con nadie, aquella que yace oculta y ponzoñosa en lo más hondo de mis ciénagas, palpitante y quemante como una herida siempre abierta, la historia que me expulsó, que destruyó y que me condenó no obstante para siempre a mis laberintos, y tal vez no la haya contado nunca a nadie, ni siquiera todavía a Clara, porque no soy capaz de reducir a historia, de ordenar y reducir a la forma de una historia, aquel daño letal e interminable que marcó en realidad el final de todas las historias y abrió una etapa gris constituida sólo por datos, por hechos y por citas—, he contado mis historias, me he vestido y desvestido mis disfraces, he agotado los recovecos de mis laberintos y mis grutas, y ahora estoy en paz —o casi en paz—, entre los fantasmas de un pasado que he reconstruido amorosamente para Clara, o para mí misma aprovechando el pretexto que Clara me brindaba, o tal vez para que al resucitarlo una vez más, al resucitarlo por fin para una oyente distinta, este pasado fuera definitivamente muerto, dejara de vagar como un espectro desdichado e insomne, pudiera descansar en paz bajo el almendro en flor del cementerio, porque los fantasmas se desvanecen y el pasado se está desmoronando manso y sin estridencias a nuestro alrededor, dejándome vacía y apaciguada, mientras en este paisaje de ruinas y despojos, Clara —una Clara que pregunta riendo, al concluir yo la historia de Sofía, ¿por qué me cuentas estas cosas? ¿de qué pretendes asustarme o contra qué intentas prevenirme? ¿de ti? ¿de mí misma? sabes que de todos modos voy a correr el riesgo—, Clara florece y se expande entre las ruinas, veo nacer una Clara distinta en la vieja casona de la abuela, por la que nos buscamos y nos acariciamos sin tregua, pero también sin impaciencias ni ansiedades, con suavidades nuevas recién aprendidas, impuesto todo sin duda por esta Clara risueña y expansiva que parece haber tomado —tras aniquilar los fantasmas de un pasado— segura el mando, porque no ha vuelto a repetirse la desolada violencia de las caricias de los primeros días, terrible como el graznido de los pájaros marinos perdidos tierra adentro las tardes de tormenta, ni siquiera ha vuelto a repetirse la brutalidad —sin embargo tan tierna de la tarde en que llegó Clara a la casa y nos amamos ante las brasas agonizantes en la chimenea, porque ahora los días y las noches se confunden en un acto único de amor infinitamente prolongado, un amor que Clara inventa para mí segundo tras segundo, ha tenido forzosamente que inventarlo, pues ni ella ni yo sabíamos que pudiera existir tan siquiera—, un amor vacío de programas y de metas, tan tierno y torpe y delicioso y sabio como el de dos adolescentes que llevaran siglos ocupados en amarse, un amor que no conoce apenas paroxismos ni desfallecimientos —no hay antes ni después—, porque donde el placer debiera culminar y el deseo morir queda siempre encendido un rescoldo sutil y voluptuoso, y hasta dormidas las dos siguen nuestros cuerpos meciéndose, acunándose, buscándose enlazados, y nos amamos entre sueños o en un duermevela interminable, aunque no sé en realidad si Clara habrá dormido alguna vez de veras en todas estas noches y todos estos días —asegura que sí—, porque cuando despierto, allí están siempre sus ojos muy abiertos acechándome, velando mi dormir, allí están para mí sus manos y su boca iniciando la caricia, sus piernas prontas a enlazarme, y el que yo sienta a veces sueño o sienta hambre —que yo pueda sentir cualquier otra cosa que no sea amor— constituye para esta adolescente loca una debilidad difícilmente comprensible, aunque eso sí conmovedora, y me deja dormir o me trae comida con un gesto condescendiente y burlón de asentimiento, como accediendo a las necesidades —tan distintas a las nuestras— de un niñito pequeño o de un pobre terráqueo caído con todos sus lastres y limitaciones, el pobre, en una tierra de ondinas o marcianos, y yo no tengo la certeza de que ella haya dormido una sola hora en los días y noches que llevamos amándonos por la casa vacía, aunque asegure, cuando le pregunto, que sí, y únicamente para que yo deje de darle la lata y de ocuparme en tonterías, sólo para que me dedique enteramente a lo único importante y sobre todo lo único real —que es amarnos— ingiere apresurada e indiferente los zumos de fruta o los grandes vasos de leche con miel que le preparo, y sólo ante mi insistencia consiente en hacer por fin una llamada al exterior pidiendo carne, huevos, pan —alimentos sólidos y desagradables para uso exclusivo de una terráquea famélica, porque la ondina seguirá subsistiendo obstinadamente a base de leche y de zumos frutales, más compatibles al parecer con el amor—, aunque el exterior —todo lo que queda al otro lado de la puerta de la casa— no debiera existir, y la voluntad de Clara está convirtiendo paso a paso la vieja mansión de la abuela en el castillo inexpugnable de la Bella del Bosque Encantado, y su deseo hace brotar y crecer en torno a los muros una selva intrincada y espesa de setos y malezas, donde agonicen los anhelos y las curiosidades de cualquier posible violador de nuestra soledad, convierte la casa junto al mar en el palacio del monstruo, por cuyos salones y jardines secretos triunfan los amores de la Bella y la Bestia (y ahora sé que las dos somos la Bella y las dos somos igualmente la Bestia), sin que nadie pueda osar interrumpirlos ni trasponer la verja encantada donde florece el rosal de las rosas blancas, habitado el palacio únicamente por servidores invisibles —avisé a la mujer de la limpieza que estos días no viniera, y el polvo se va acumulando sobre los muebles, pero ni a Clara ni a mí parece importarnos—, porque cuando alguien siente de veras «mi soledad empieza a dos pasos de ti», entonces no queda otra salida que esperar que un espeso muro, una selva impenetrable, crezcan alrededor de las dos soledades, mágicamente fundidas en una sola compañía, sólo cabe esperar que empiece ya, ahora mismo, la eternidad.
Y mientras Clara anula con su empeño constante y apasionado la realidad exterior —si es que existe una realidad, si existe acaso algo exterior—, mientras mantiene alejado este supuesto mundo que subsiste ajeno a nosotras y tal vez hostil al otro lado de setos y murallas, mientras vigila sombría, mordiéndose las uñas, mis breves, escasísimas —las imprescindibles para que no se presenten ellas en la casa— llamadas telefónicas a mamá y a Guiomar, en que intento explicar que he querido quedarme aquí durante unos pocos días, para recuperarme de la muerte de la abuela o clarificar lo que ellas llaman mis «problemas con Julio» —¿qué entenderán ellas por mis problemas con Julio?—, mientras mantiene luego horas enteras el teléfono descolgado y contesta a Maite —cuando la pobre consigue al fin comunicar— que yo no estoy en casa o que me he muerto, y ve pasar al cartero ante la verja del jardín con una infinita desconfianza —pero Clara, Clara, ¿a quién iba a ocurrírsele escribirme aquí?—, mientras despide al tendero y a la mujer de la limpieza (que ha pasado por fin, extrañada de que no la necesitemos) con urgencia febril, como si su mera presencia en el umbral supusiera ya un peligro, como si olisqueara ella un oculto incendio en algún rincón de la casa y tuviera que correr a apagarlo, y los despide poniéndoles en las manos unas propinas desorbitadas y olvidándose otras veces de pagarles la cuenta —ellos ya en la calle sin haber entendido nada de lo que aquí pasa—, mientras hace todo esto, va construyendo entre tanto a base de palabras otra realidad distinta, situada en no se sabe bien qué lugar del tiempo y del espacio, va erigiendo —al otro lado del capullo de seda en que me envuelve: porque esto es lo que está haciendo Clara, tejer en torno a mí un capullo de seda—, va construyendo un futuro imposible para nosotras dos, un futuro improbable que se contrapone y que prolonga mi pasado inverosímil y perpetuamente reinventado —que duerme en paz por fin bajo los almendros en flor—, y al que habremos de volar muy pronto las dos convertidas en radiantes mariposas, un futuro que tanto puede situarse en los suburbios de Marsella como en las selvas colombianas, y que a veces parece desarrollarse en París o en Nueva York o en la misma Barcelona, pero en el que estamos invariablemente juntas, sin fin juntas, siempre amándonos, y convirtiendo este amor en mágica palanca que pueda transformar el mundo, porque este amor excepcional —ha decidido Clara—, este amor que se da tal vez sólo una vez cada mil años, no puede concluir en nosotras mismas, debe abarcar también a todos los oprimidos, a todos los tristes, a todos los injustamente pisoteados, a todos los solitarios de la tierra, este amor debe ser capaz de arrastrarnos hasta cimas insospechadas, debe llevarnos a trasgredir por fin todos los límites, a violar de una vez para siempre todas las normas, y luego a reinventarlas, y me temo —me temo muchísimo— que en sus fantasías Clara nos imagine a las dos en disfraz de guerrilleras, que a ella, cierto, no le sentaría mal, componiendo —entre asalto a mano armada y bomba terrorista— unos sonetos inmortales o un definitivo estudio sobre Ariosto, y acariciándonos con caricias cada vez recién aprendidas en los descansos del combate —el viejo sueño de ver unidos arte, amor, revolución—, olorosas todavía las manos a tinta fresca y a pólvora de fabricación casera.