Fue entonces mi padre quien eligió por los tres, o había decidido tal vez ya desde antes de que se iniciara la historia, desde la primera mañana en que se quedó allí charlando con Sofía y en que yo me di cuenta de que nos perdíamos la playa, y no me importó, se quedó allí con una pipa apagada entre los labios —la reencendía de vez en cuando, pero se le volvía a apagar aquella mañana casi en seguida— y entre él y la mujer sentada en la banqueta una montaña de papeles sobre la mesa de mármol, mi padre eligió torpemente por los tres, reduciendo a mi madre a representar un papel de rata —el único posible, el único que le habían asignado en la historia— donde perdería, por unas horas, su calma y su dignidad olímpicas, porque en cierto modo mi padre la quiso así: una diosa capaz de convertirse en una arpía, como fue asimismo mi padre el que condenó a Sofía a la desolada aceptación de la derrota —una derrota que ella no entendía—, dándose voluptuosamente mi padre a sí mismo un motivo más para compadecerse y despreciarse —nada le gustaba tanto—, para mimar y cultivar su imagen de hombre fatigado, abúlico y vencido.

Y fue en realidad muy propio de papá, tan literario casi siempre y tan amante de los gestos simbólicos, brindarnos aquel golpe de efecto, imponernos a todos aquel final de acto en verdad magnífico —final de tercer acto y la obra sólo tenía tres, porque el hecho de que mi madre pusiera en la calle a Sofía a la mañana siguiente era un dato accesorio, un epílogo del que el espectador podía sin perjuicio prescindir, una insignificante nota a pie de página, de la que mi padre-autor, por otra parte, no pareció siquiera darse cuenta—, final de tercer acto que se desarrolló en el marco de la gran fiesta con que la ociosa burguesía en vacaciones cerraba el veraneo, la famosa fiesta del casino, que pareció aquel año no iba a poder celebrarse, porque nunca jamás había visto llover yo de modo tan torrencial y desmedido —empezó la lluvia muy poco después de la trifulca en el patio de las buganvillas—, y se desbordó la riera, se inundaron los bajos y los sótanos de las casas, y las calles bajaban como ríos en los que flotaban cosas increíbles, mientras naufragaban y se atascaban los coches en ciénagas de barro y las avalanchas de agua arrastraban hasta alta mar algunas de las barcas de la playa.

Pero todo estaba dispuesto y la fiesta debía a toda costa celebrarse, y con mucho retraso, en pequeños grupos —cómo esperé yo que nosotros no fuéramos— fuimos llegando todos al casino, unas figuras remotamente extrañas, cubiertas por todo tipo de chaquetas viejas y de impermeables, con paraguas a los que daba vuelta el viento y gruesos zapatones o botas de agua, para emerger allí, entre bromas y risas y resoplidos —los vestidos de seda o tul, las sandalias doradas, los complicados peinados de cabezas crepadas, de altos moños y sedosos rizos—, y allí llegamos los cuatro, porque papá las obligó a arreglarse como si nada hubiera pasado —recuperado el dominio de la situación, los poderes de mando, que únicamente porque no quiso no había asumido en el patio la misma mañana—, las obligó a ponerse los vestidos que habían preparado, a peinarse y maquillarse con cuidado —quiero que estéis muy guapas, quiero que seáis las reinas de la fiesta—, y llegaron las dos al casino, colgada cada una de uno de sus brazos, para ocupar, como siempre, la mejor mesa junto a la pista.

Y mientras los hijos de nuestros amigos —el grupo juvenil de la colonia veraniega, algo mayores que yo— cantaban los ritmos entonces de moda, y bailaban con una falsa modestia doblemente procaz unos bailes supuestamente exóticos, para terminar escenificando los mismos chistes de todos los veranos, mientras yo sentía que todos —los muy hijos de puta— nos miraban y que la atención se repartía por igual entre las actuaciones de la pista y lo que se suponía iba a ocurrir en nuestra mesa, mi madre volvía a ser la más bella entre las bellas, la primera e indiscutible entre aquellas que se soñaban sus pares, la reina de la fiesta (como había dicho en tono de chanza pero en el fondo muy en serio mi padre), y dispensaba —dueña absoluta de sí misma y del casino y del mundo; increíblemente radiantes y claros los magníficos ojos azules, como si no hubieran vertido unas horas antes, y hasta el momento mismo de vestirse y acicalarse por orden de papá, todas las lágrimas— dispensaba, como una diosa que reparte benigna flores e hidromiel en la asamblea de los pocos elegidos, aplausos y sonrisas, y las sonrisas más cálidas, las palabras más afables, las miradas más encendidas, eran para mi padre, que estaba sentado a su lado muy natural, muy callado, muy apacible —había dicho cuanto tenía que decir, y lo que había callado no tendría nunca ya, y él lo sabía, ocasión para decirlo—, un Zeus tal vez ligeramente fastidiado, pero sólo ligeramente, como si su única preocupación en la vida fuera que no faltara el champán en las copas de las dos mujeres y que no se le apagara a él la pipa.

La primera mañana, en el patio de las buganvillas, no le había importado nada que se le apagara una y otra vez, mientras pontificaba radiante y Sofía le escuchaba con ojos atónitos, pero esta noche sí, esta noche parecía vital que no se le apagara la pipa, y mi madre dispensaba pues sus mejores palabras y sus más cálidas sonrisas a papá y a Sofía, Sofía sentada allí muy rígida en su vestido de fiesta, como una muñeca engalanada —¡Clara, Clara!—, el rostro inexpresivo y pálido, las manos extrañamente frías —no con el frío bueno de mis noches de fiebre, con el frío benigno de mis noches de miedo, cuando las posaba mansas en mi frente, no aquellas manos que me alargaban todas las mañanas un vaso grande de naranjada: tenían ahora un frío distinto, como muerto, y no reaccionaban a mis furtivos contactos—, pero lo peor eran los ojos, aquellos hermosos ojos pardos que no habían derramado, creo, ni una sola lágrima, unos ojos secos, impecablemente maquillados —implacablemente secos y maquillados— y tan espantosamente vacíos, unos ojos en los que ya no había miradas, sino el vacío atroz de una única mirada asesinada, unos ojos terribles como el lugar en que se ha cometido un crimen irreparable: los ojos de Sofía ya no se abrían a nada, habían dejado de darnos asimismo paso a los que intentábamos torpes acercarnos y adentrarnos como tantas otras veces en ella, se habían convertido en una lisa superficie pulimentada y sin resquicios, tan irrevocablemente cerrados —aunque los párpados siguieran abiertos— y tan definitivamente vacíos que yo no entendía que el mundo pudiera seguir dando impávido vueltas en su órbita ante aquella realidad terrible —qué eran unas gotas, un temporal, un aguacero de verano, para reflejar la magnitud cósmica de la catástrofe—, no entendía que pudiera celebrarse una fiesta y que nuestros amigos pudieran espiarnos sólo con curiosidad maligna, en lugar de observarnos con horror, no entendía ante todo que mi padre siguiera llenando copas y mi madre siguiera repartiendo sonrisas, y cuando llegó la media parte del espectáculo, y de pronto cambió la dirección del viento y arrastró lejos en un instante todas las nubes, y amaneció una luna soberbia, redonda, como un globo henchido de sangre, y era tal vez un poco excesiva aquella escenografía tan lorquiana, excesiva en relación a la escena que mi padre nos tenía preparada, pero yo no me daba mucha cuenta de nada, pendiente sólo de los ojos de Sofía, de sus manos heladas, de su gesto rígido.

Tampoco atendí a la muchacha castaña y muy bonita, vestida con un vaporoso traje de tul turquesa, que salió entonces al escenario con un enorme cesto lleno a rebosar de rosas de cera —y era uno de estos inventos divinos y grotescos, divinos por lo grotescos, que tan bien saben organizar las gentes de mi clase, tan capaces de organizarlos y de llenar con ellos un veraneo, porque desde hacía tres meses no se hablaba de otra cosa que de aquellas horrendas rosas de cera y del precio más o menos exorbitante a que se pondrían a la venta, esto del precio había sido muy discutido, y se acordó finalmente establecer un precio desmesurado, muy muy alto, no tanto para que se pudiera alcanzar la cantidad requerida y construir por fin el altar lateral de una capilla de la iglesia consagrada a no recuerdo qué santo y el párroco nos dejara por fin en paz a este respecto y tuviera otro tema para el sermón de los domingos, no tanto para eso como para que sólo los más poderosos del lugar pudieran comprar una rosa para la esposa, para la novia, para la hermana, y al fijar un precio tan alto triunfaba por una vez el afán de vanidad sobre su inveterada tacañería—, y ni siquiera me di yo cuenta de que mi padre, como movido por un resorte, se había levantado en cuanto salió a escena la muchacha, y cuando por fin le vi estaba ya allí, junto a la chica de las rosas, en el centro mismo de la pista, y se habían encendido todas las luces, y todos los reflectores convergían en ellos, en aquel punto único, tan potentes que anulaban con creces la luz rojiza de la luna, y todos cuantos ocupaban el casino se habían dado cuenta de lo que ocurría mucho antes que yo, porque se había hecho un silencio denso, incrédulo, que fue lo que me alertó por fin y me hizo darme cuenta de que algo muy insólito estaba sucediendo o a punto de ocurrir, y de que mi padre estaba dando en nuestro honor —en honor de Sofía ondina abandonada, en honor de mi madre diosa-arpía, en honor de los veraneantes a los que había logrado dejar por fin atónitos y desbordados, pero sobre todo en su propio honor— el gran golpe de efecto de la noche, porque papá se había acercado rápidamente a la muchacha, deslizándose elegante por la pista sin perder su aire displicente, le había dicho unas palabras, le había llenado las manos de billetes —o quizá le entregó sólo un talón y estoy fantaseando—, le había cogido el cesto entero con las rosas intactas —ninguna, ni una sola de las esposas, las novias, las madres, las hermanas de los patricios de la localidad podría obtener ya nunca una de aquellas rosas tan feas, pero tan habladas— y volvía a avanzar ahora, siempre impertérrito y natural, quizá ligeramente sonriente, pero podía ser efecto de los focos su sombra de sonrisa, hacia nuestra mesa, y todos sabíamos ya —al menos lo sabíamos mi madre y yo y hasta Sofía— lo que iba a suceder, y que mi padre —como un hermoso gesto teatral destinado a sí mismo, o como sarcástica burla desdeñosa a aquella panda de tipejos en smoking y de tipas empingorrotadas que habían estado chismorreando malignos y ociosos a nuestra costa a lo largo de todo el verano, o quizá como un castigo ritual, un castigo simbólico pero necesario, a la diosa convertida unos instantes en arpía, y a la que él había forzado a comportarse así, a la que él había querido así, pero que debía ser no obstante purificada antes de retomar su lugar en el Olimpo, una diosa a la que sobre todo debía poner él, por más que la hubiera elegido unas horas antes desmadrada y fuera de controles, en su sitio exacto, y sobre todo, quiero creer que sobre todo, como postrera ofrenda dolorida y culpable a una mirada por él asesinada— sabíamos que mi padre iba a depositar sobre el regazo de una Sofía al borde del desmayo la disparatada cesta llena de rosas.