Clara, al despertarme esta mañana —casi este mediodía— con un vaso grande de naranjada fría entre las manos, me ha preguntado risueña si se parece a Sofía, y yo le he respondido que no, que no se parece nada a aquella Sofía golosona, pizpireta, sensual, de cuerpo delicado, carne perfumada, cejas cuidadosamente depiladas, labios carnosos y muchos rizos de cobre sedoso que se recogía a veces, sobre todo al volver de la playa, en un rodete sobre la cabeza, una Sofía que a mi abuela se le antojaba «muy francesa», y que a la Generala le parecía definitivamente mal, y que había conseguido una complicidad alegre y casi cómplice por parte de mi madre —casi siempre, por otra parte, tan correcta pero tan distante con los sirvientes—, porque era sin lugar a dudas la más bonita y la más cariñosa de todas las señoritas que habían entrado y salido de la casa para cuidar de mí, la Sofía que ponía unas maños de nieve —tan frías y tan suaves casi como las de mi madre, e infinitamente más maternales— sobre mi frente, en las noches de fiebre o en las noches de miedo, y que sentada al borde de mi cama me contaba, antes de que yo me durmiera, fascinantes historias de hombres y mujeres que había conocido y que yo creía casi siempre que era su propia historia sólo que camuflada bajo otros personajes inventados —esto, lo de las historias de hombres y mujeres, tampoco le parecía ni pizca bien a la Generala, ni creo que le pareciera bien tan siquiera el que Sofía se sentara en mi c ama, tan unidas, tan iguales, tan amigas—, unas historias mucho más fascinantes, infinitamente más mágicas y difícilmente asimilables que los cuentos de princesas cabello de oro, príncipes hermosos, guapos guerreros tontorrones y conejos parlanchines que yo leía en los libros o que me explicaban los demás —y que han perdurado sin embargo con mayor intensidad a lo largo de los años que las historias, entonces tan misteriosas y sugestivas, de Sofía—, y lo contradictorio, lo desconcertante en ella, lo que hizo que yo me equivocara quizá respecto a Sofía durante todos aquellos años, era su aire audaz y desenvuelto —que se vestía, creo ahora, como me visto yo tantos disfraces—, su aparente pisar fuerte y saber lo que quería en la vida —y ya se vio lo que en definitiva quería—, y hasta tenía aspecto de mujer hecha y derecha —«mujer con un pasado», aseguraba la Generala, y lo cierto es que Sofía, pese a sus rasgos aniñados y a sus rizos cobrizos, no debía de ser ya muy joven cuando entró en la casa, no una chiquilla en cualquier caso, ni una adolescente, por más que nos sintiéramos hermanadas e iguales cuando se sentaba al borde de mi cama y me contaba en tercera persona historias que yo sabía suyas—, y yo, a lo largo de aquel verano tan suave, tan entrañable, tan prolongado —por qué serán tan entrañables, tan suaves y prolongados los mejores veranos de la infancia—, en que mi padre, que habitualmente no paraba en la casa y apenas si ponía los pies en la quinta de la abuela donde mamá —siempre eficaz y siempre ausente— organizaba a base de criadas, generalas y señoritas para los niños mis vacaciones de hija única, se aposentó aquel año —no sé con qué pretexto inicial, tal vez había estado enfermo o creía poder terminar allí uno de aquellos trabajos que siempre quería hacer, pero que nunca terminaba, y a lo peor ni siquiera empezaba, porque nunca le dejaban un hueco otras ocupaciones más apremiantes y que no hubieran debido serlo, y recuerdo invariablemente a papá ideando proyectos que luego no tenía tiempo de emprender o concluir, aunque eran los realmente importantes, mientras se ocupaba de otros asuntos que al parecer no le interesaban nada—, se estableció pues mi padre aquel verano en el patio trasero de las buganvillas —nunca le habían gustado los paseos ni la playa—, en la mecedora de mimbre con el cojín de flores de la abuela, una montaña de libros y papeles a su lado sobre el velador de mármol —el mismo donde Clara ha dispuesto ahora el desayuno y donde comimos el primer día que la traje aquí— y en los labios una hermosa pipa de madera cobriza, de la que brotaba un hilo tenue de humo limpio con olor y sabor a miel
Aquel verano Sofía se sentaba en un taburete bajito, las manos quietas en el regazo, un poquito más pálidas, o un poquito más sonrojadas las mejillas que de costumbre, y yo jugaba un poco más allá, junto al lavadero, con las crías de nuestra gata recién parida —porque tampoco a mí, tan amante del mar, me apetecían aquel verano los baños ni los paseos en barca—, y aquel verano no me di cuenta de que en los ojos de Sofía, los ojos de una mujer aparentemente hecha y derecha, de una mujer que tenía incluso su pasado e infinitas historias que contar, iba naciendo una mirada terrible, terrible para ella —la mirada que ahora sé tan bien a quiénes corresponde y todo lo que significa—, una mirada que la hacía día a día un poquito más joven e infinitamente más vulnerable, que la entregaba inerme, no sólo a aquel hombre abúlico y cansado que había dejado que se abriera desde hacía años un foso demasiado profundo, demasiado insalvable, entre lo que él creyó debía ser el mundo y la realidad de su propia vida, demasiado remotos sus pensamientos de sus actos para poder dar marcha atrás y ser quizá recuperable, no sólo pues a aquel hombre prematura y definitivamente viejo, sino inerme también ante la malicia resentida y mezquina de la Generala, ante la maledicencia perversa y aburrida de aquel pueblo en que las gentes de mi clase, de mi raza mediocre de niños envejecidos —nunca nunca adolescentes— mataba como podía, más mal que bien, los meses del verano, inerme sobre todo ante la diosa marmórea de serena blancura —blanca mi madre hasta en las playas del verano—, de armonías inconmovibles, la diosa distante que irrumpía muy de tarde en tarde —siempre fugazmente— en la intimidad mágica y a tres de nuestra gruta, mientras se levantaba presurosa Sofía —inoportunamente sonrojada, cómo pude no darme cuenta—, y papá se quitaba fastidiado unos instantes la pipa de la boca, y había unos cuantos besos y unos caramelos y ciertas reconvenciones y consejos, tan rutinarios y anodinos, tan dichos para no ser por nadie escuchados, como los rezos en la iglesia, aquella deidad magnífica que nos llegaba extemporánea desde los templos de Apolo —Apolo no nos importaba nada a ninguno de los tres—, pero que podía convertirse cualquier día —que pudo convertirse ante mis ojos atónitos un día de aquel mismo verano— en la más desmelenada e incontrolada de las bacantes dionisíacas, en una arpía vocinglera y destemplada, que gritaba y gritaba como una rata sucia a la que le estuvieran rompiendo a escobazo limpio el espinazo —aunque nadie le estaba haciendo, ni siquiera diciendo, nada—, entre un pataleo pueril —por el que a mí me hubieran dado una buena azotaina— y un frenético agitar de brazos, las facciones —nada helénicas ya— contraídas en un rictus grotesco, la boca llena de espuma, los ojos —los grandes ojos claros— ahora achicados y mezquinos —ojos de alimaña furiosa, de rata acorralada—, mientras nos insultaba a todos —hasta a la misma Generala, que era sin duda la que había organizado la escena, y ahora a medias gozaba a medias se asustaba de ella entre bastidores—, nos insultaba a todos con un lenguaje que yo sólo había oído a los pescadores o a las mujeres más ordinarias del mercado, un lenguaje que pretendía ser terrible, pero que allí, y sobre todo en boca de mi madre —dónde habría aprendido ella tan fina semejantes palabras—, me parecía meramente grotesco, una parodia bufa, como era asimismo grotesco y disparatado y fuera de lugar el contenido del discurso, porque la diosa olímpica —siempre por encima del bien y del mal, siempre creando y aceptando sus propias y exclusivas normas de conducta y sobrevolando desdeñosa el común parecer de los mortales— nos gritó hasta perder el resuello que la habíamos puesto en ridículo —todos nosotros, incluidas yo y hasta la Generala—, y qué dirían sus amigas y qué habrían pensado los vecinos, y durante todo este tiempo, que fue muy muy largo, mientras mi madre se desprendía a manotazos de aquel estilo y de aquella clase, aquel maldito señorío —porque nadie se atrevió a dudar nunca de que mi madre era una auténtica señora, tanto como la mejor princesa guisante.
Y yo me preguntaba ahora para qué diantres podía servir ser tan señora si luego, llegada la ocasión, y qué ocasión, porque tampoco había para tanto alboroto, te comportabas lo mismo que una rata, aquel maldito señorío de clase con que me había apabullado y mareado desde niña, aquella serenidad de diosa que no puede permitirse tan sólo el desmán de la efusión y la ternura —ni siquiera con su propia hija—, mientras mi madre nos insultaba a todos a gritos.
Estuve esperando —me dolía la intensidad de la espera— que Sofía se echaría finalmente a reír, yo estuve esperando sobre todo que mi padre agarraría a aquella furia vocinglera por el pescuezo —como se agarra a las alimañas— y la pondría en la puerta o la encerraría en su habitación, castigada sin postre, tras propinarle unos buenos azotes, pero no sucedió nada de esto, mi madre siguió y siguió hasta perder el resuello —y tuvo mucho—, hasta que se le acabó por fin la cuerda, y mi padre la escuchó con aire fatigado —una de tantas injusticias de la vida, parecía decir—, la escuchó como si oyera sólo a medias —se le había apagado la pipa y la sostenía incómodo en la mano, sin saber qué diablos hacer con ella—, la escuchó como si él no tuviera mucho que ver en definitiva con todo aquel enojoso asunto.
Tampoco Sofía parecía oír más que a medias lo que decía mamá, era como si escuchara atentamente, tan atentamente como si de ellas dependiera su vida, las palabras de mi padre —las palabras que mi padre no decía, porque no había abierto tan siquiera la boca—, porque, ahora me di cuenta de ello, también Sofía estaba esperando, y lo que no sé es si estaba pendiente de las palabras que mi padre hubiera debido decir y no decía, o de un secreto discurso interior que mi padre pronunciaba únicamente para ella y que sólo ella oía, pero era evidente que la diosa-rata no tenía poder directo alguno sobre Sofía, que no podía alcanzarla, ni ofenderla, ni herirla, y que hubiera sido tal vez en cambio muy sencillo para Sofía hacer callar a mi madre en un instante, muy fácil interrumpir aquella escena lamentable que parecía no iba a terminar nunca, muy fácil intentar al menos defenderse o pasar al ataque.
Pero Sofía estaba allí como paralizada, atenta únicamente a las reacciones —a la no reacción— de mi padre, a las palabras que mi padre no decía, y eran estas palabras necesarias por la misma lógica del absurdo de la situación y sin embargo no dichas, y no la verborrea reiterativa y disparatada de mi madre, lo que la estaba destruyendo, porque en los ojos de Sofía hubo al principio una mirada combativa y ardiente, una mirada indómita y apasionada, y esta mirada se fue muriendo poco a poco, se tornó más y más opaca —es terrible presenciar la agonía lenta, el moroso asesinato de una mirada—, hasta quedar reducida a un rescoldo tristísimo, moribundo, el mismo que debió de aletear en los ojos atónitos del adolescente en cuyo pecho acababa de hundirse por error el cuchillo fatal, o en los ojos de la sirena cuando su príncipe le anuncia que va a casarse por fin con la más vulgar y anodina y cotidiana de las princesas —y lo peor no es saber que ella no conseguirá ya nunca un alma de mujer, a estas alturas los humanos y sus almas han perdido para ella cualquier posible prestigio, lo peor y más triste es descubrir que el príncipe encantador es también, como su princesa, el más vulgar de los príncipes, que todo ha sucedido en definitiva para nada, como es terrible para la ondina, no el hecho de perder a Hans, sino el que él se haya perdido a sí mismo, al traicionarla tontamente con una muchachita mezquina y presuntuosa, una ruin asesina de pájaros amigos, a la que ni siquiera ama de veras—, o en los ojos de las muchachas campesinas abandonadas en el transcurso de su noche de bodas —y también aquí la angustia es aparentemente por ellas mismas y por el propio abandono, pero es, a un nivel más profundo, por los tristes novios fugitivos, que deberán danzar agonizantes con las sombras durante la noche entera y morir con el alba—, o en los ojos de Ariadna al despertar abandonada en la isla de Naxos y descubrir que también había huido aquel Teseo que parecía invulnerable, porque hasta los héroes sin mancha, hasta aquellos que son capaces de afrontar en el límite de su audacia al mismo Minotauro —tan tierno el Minotauro en sus secretos traicionados laberintos—, hasta los príncipes más encantadores y valientes, hasta los viajeros que han sobrevivido a mil naufragios, sienten miedo al encontrar en su camino lo nunca imaginado: la mirada terrible del amor total (huye Teseo, no de las peores tempestades ni de las amenazas airadas de los dioses, huye Teseo del amor de Ariadna, terrible y peligroso como un ejército en marcha), un amor como pueden sentirlo tan sólo ciertos adolescentes, una sirena o una ondina, algunas vírgenes incautas, tal vez Ariadna perdida en el ensueño de sus laberintos —nunca ya Ariadna reencontrada por Dionisos en la isla de Naxos—, y aunque hayan vagado todos ellos —Teseo y los demás—, aunque hayan creído vagar la vida entera en busca del amor, cuando lo encuentran así, en este grado que nunca han imaginado, en este grado que les resulta inconcebible, casi monstruoso, de plenitud y de abandono, un amor tan quemante, tan acerado, tan peligroso, tan predispuesto a las apuestas límite y a los riesgos supremos —pues hasta una Gretschen candorosa y dulcísima de rubias trenzas puede acabar suministrando a su madre una dosis excesiva de somnífero que le provoque la muerte, puede acabar ahogando al recién nacido en una acequia, acabar provocando que su único hermano sea en un duelo desigual asesinado, ¿y qué iba a hacer el pobre Fausto con aquella criatura angelical que se había metamorfoseado por su amor en un monstruo, y que en el fondo fondo le inspiraba ahora, después de tanta sangre y tantos crímenes, de tanto transgredir límites, un repeluzno de asco y hasta de miedo?—, cuando lo encuentran, todos tienen forzosamente un gesto de pavor o de rechazo, y se ven conminados a destruirlo y a escapar, o a destruirlo meramente con su simple huida.
Sienten el mismo miedo que debió de sentir mi padre aquella mañana en el patio de las campanillas moradas y de las buganvillas, hace ya tantos años, no miedo a los ojos relampagueantes de una Atenea enfurecida —aunque es casi seguro que él debió de creerlo así, y hasta yo misma durante tiempo y tiempo creí que la irrupción abrupta y tan violenta de mi madre en el patio había sido decisoria y terrible, y sólo mucho después, quizás únicamente ahora, he comprendido que también mamá, con todos sus gritos y su rabia y su sofoco, estaba allí en función de aquello que todos, y en esta ocasión concretamente mi padre, esperaban que hiciese—, miedo a la mirada con que Sofía, sencilla y limpiamente, ponía el destino de los dos —el de mi padre y su propio destino— en sus manos, el mismo miedo que me inspira a mí hoy la mirada de Clara, que intento vanamente desvanecer entre besos, porque no quiero correr el riesgo extremo de tener que destruirla finalmente como destruyó cobardemente mi padre aquella mañana con su silencio la mirada de Sofía, traicionándola a ella y perdiéndose a sí mismo para siempre —traicionándola tal vez para poder así perderse a sí mismo para siempre—, renunciando de modo irrevocable a la posibilidad, no ya de recuperar a la mujer, sino de reencontrarse.