Clara me encuentra de bruces ante el fuego encendido —encendido para quemar ropas y zapatos, y también porque hace todavía frío aquí, tan cerca del mar, en las noches de mayo—, sobre la alfombra: al fondo, a través de los cristales del balcón ahora cerrado, se vislumbra el sombrío rincón de las macetas de hortensias, las campanillas moradas, las buganvillas. Estoy rodeada de viejos libros polvorientos y, mientras ella busca el dinero en mi bolso y sale a pagar al taxista que espera, mientras se quita la chaqueta, se sirve un vaso de vino y se sienta cerca de mí, yo sigo pasando un trapo por las cubiertas, volviendo las páginas de mis libros de niña, ilustraciones coloreadas por mí a lápiz y calcadas infinitas veces en leves papeles de seda, que escapan ahora de entre las páginas y se deslizan sobre la alfombra. Atmósferas verdiazules de las que emergen narizotas malignas y hermosos rostros pálidos: la grácil princesa que avanza —siguiendo algún extraño hechizo que he olvidado— a lomos de una tortuga gigante, la mirada ensoñada y la oscura trenza tupida cayéndole a lo largo de la espalda hasta el caparazón del animal lentísimo en su marcha, se parece mucho a Clara, y yo debo de ser una de estas altivas reinas ya maduras, con rígidos vestidos de tejidos pesados y suntuosos, una enorme corona en la cabeza, todavía hermosas sin embargo, aunque tal vez un poquito acartonadas y duras, haciendo tontas preguntas a unos espejos que no pueden ser a un tiempo aduladores y veraces, o pinchándose las yemas de los dedos con cuchillitos de oro para dejar caer tres gotas de sangre maternal y protectora en leves pañuelitos de encaje —cualquier parecido entre las inermes princesitas bobas que cuidan de enanitos en el bosque o cabalgan sobre Falada y Guiomar sería pura coincidencia, y tal vez por eso yo no haya podido asumir nunca una imagen arquetípica normal, tan tranquilizadora para una misma: madre envidiosa y agresiva o/y clemente madre bondadosa—, voy pasando despacio las páginas de mis viejos libros, mientras siento crecer cerca de mí la impaciencia y el enojo de Clara, una impaciencia y un enojo que van invadiendo como un gas denso y picante la habitación, de modo que no necesito mirarla —apenas la he mirado desde que ha llegado, sólo una ojeada breve y un gesto indicándole mi bolso sobre el sofá— para saberla impaciente e irritada, sino que me basta respirar para que su enfado y su impaciencia me llenen con el aire los pulmones, me estallen como burbujas levemente cosquilleantes en las orejas y en las sienes, y sigo centrada no obstante en mis dibujos, sin levantar siquiera la cabeza, porque —primero— esa furia espumeante de animalito joven me conmueve, y —segundo— debo hacer que Clara pague de algún modo el hecho de que sea yo la que hoy la haya llamado, debe compensarme en algún modo por el temblor de mis dedos en el teléfono, por mi voz de ahogada que pide auxilio, por esta necesidad imperiosa y desvalida de tenerla junto a mí, o quizá sea sobre todo —y tercero— el gusto de la espera, el placer de dejar que Clara y yo y el aire se vayan cargando lentamente hasta que la tensión estalle libre de controles, capaz de transgredir todos los límites.
Sigo pues hojeando mis libros, y ahora cojo otro del montón, sin poner atención en la cubierta, y lo abro al azar, y tengo ante mí a un niño duende, mallas, blusón y caperuza amarillos, lindo rostro de niña, y, a sus pies, en blanco camisón con una cintita rosa anudada a la altura del pecho, con unas trencitas rubias increíblemente bien peinadas para alguien que se supone acaba de levantarse de la cama y estaba ya durmiendo, con expresión calma y dulcísima y —me doy cuenta ahora por primera vez, repugnantemente posesiva y maternal— una niñita está cosiendo: la escena transcurre en un interior entrañable y hogareño, con un muñeco de peluche en el estante donde se apilan los juguetes, una vela encendida en el suelo y el cestito de la labor junto a la vela, todo muy habitual y familiar, pese a la indumentaria un poco rara del niño con carita de niña, a no ser porque fuera, al otro lado de la ventana cerrada, junto a la luna menguante, flotan unas figuras equívocas, verdeantes y aladas, y porque todos sabemos —Clara y yo sabemos— que lo que la pequeña está cosiendo tan cuidadosamente a los mocasines del niño es ni más ni menos que su sombra, y tiene vagas connotaciones inquietantes esto de que alguien haya perdido su sombra, y más si el accidente se produce en noche de luna menguante y si minúsculos homúnculos verdosos asoman la nariz tras la ventana.
Lo cierto es que esta imagen hace que estallen por fin los gases espumeantes que han ido llenando la habitación, como una botella de champán agitada demasiado rato junto a la chimenea, y me echo a reír y digo quedamente: «Homero, Shakespeare, Peter Pan», y le agarro la mano —siempre fina, pequeña, temblorosa y sudada— y la atraigo hacia mí en un gesto casi brusco, juguetonamente violento, y la mantengo estrechamente abrazada, las dos tumbadas en la alfombra delante del fuego, hasta que por fin va dejando de temblar, y han debido de transcurrir eternidades porque son sólo brasas los leños de la chimenea y hace rato que ha oscurecido ya tras los cristales —ni siquiera se adivina al fondo el rincón secreto de las buganvillas—, pero aunque pienso vagamente que debiera hacerlo, no me decido a levantarme para añadir madera al fuego ni para encender la luz, se está bien así, casi a oscuras, y no hace ningún frío, y también está bien que todo discurra muy muy despacio, que se consuman eternidades entre gesto y gesto, porque tenemos por primera vez todo el tiempo —se lo digo a Clara: no tengas prisa, disponemos de todo el tiempo— y no habrá de interrumpirnos nadie en la vieja casa de mi abuela, que es desde ahora mía, y esta noche, con Clara a mi lado, estoy tomando en cierto modo posesión de ella, porque la casa, Clara, mi infancia, son de repente una misma cosa temblorosa y cálida, tan entrañablemente mías, tan para siempre y desde siempre mías, que tengo todo lo que me queda de vida para lentamente desvelarlas y poseerlas, y estaría fuera de lugar cualquier impaciencia, y no se trata por otra parte —acabo también de descubrirlo— de posesión: no quiero poseerlas, quiero hundirme en ellas, quiero perderme en ellas, quiero sumergirme en ellas como en un mar quieto y templado, y que no exista ya posibilidad de retroceso o de retorno —que no exista sobre todo posibilidad de retorno—, y lo único que importa ahora es que Clara haya dejado de temblar, porque quiero que se expanda y florezca esta noche sin miedo y sin sudores, que triunfe Angélica segura y terrible, mi fragante princesa tropical, sobre la niña ansiosa y asustada, y la mezo, la arrullo, la consuelo durante horas y horas —me consuelo al consolarla— de todos los miedos que ni tienen nombre, la freno suavemente —despacio, Clara, despacio, tenemos todo el tiempo— porque no quiero una vez más, no quiero aquí esta noche, esa agresión febril, esa acometida de animalito salvaje y desamparado, ese placer sombrío y terrible de otras veces.
Y sólo mucho más tarde, cuando estamos desnudas, hermosa su blancura escuálida y ya no avergonzada a la luz de las llamas —ahora sí he añadido leña al fuego, he cerrado las cortinas, he buscado unas mantas— entre el cabello oscuro y lacio de sirena, sólo ahora, casi de madrugada, dejo que se apretuje contra mí con este deseo oscuro, torpe, desolado que casi me da miedo, pegada a mí, la piel contra la piel, iniciando un gemido que muere en estertor, restregándose contra mi cuerpo, sus dos piernas enlazadas como una trampa mortal en torno a mis caderas —suavecito, Clara, despacio, tenemos todo el tiempo—, hasta que me desprendo del estrecho lazo de sus piernas y sus brazos —quieta, Clara, quieta, amor—, la tumbo de espaldas, la fuerzo a no moverse, la sujeto contra el suelo con mis dos manos, y mi boca empieza un recorrido lentísimo por la garganta fina, palpitante, donde agonizan los gemidos, la garganta de alguien que se está ahogando y que no quiere gritar —silencio, Clara, quieta, todavía es de noche, tenemos todo el tiempo—, un recorrido lentísimo por los hombros redondos que no logran de cualquier modo contener el temblor, por los huesos que se le marcan delicados en el escote, por los pechos chiquitos, por los pezones pálidos, de pezón a pezón mi boca mordisqueante, hasta que crecen hacia mí erizados y locos, encrespados bajo el aire abrasado de mi boca, bajo mis labios duros y mis dientes punzantes y breves, y son ellos ya los que buscan dientes y labios, y los muslos de Clara se levantan hacia el vacío, también buscándome, porque yo sigo con mi boca sobre ella, mis manos inmovilizándola, mi cuerpo todavía distante —despacio, Clara, despacio, pronto llegará el alba—, y los flancos de Clara arqueados de un modo tan violento y contorsionado, tan pálidos y flacos a la luz de las llamas, evocan imágenes sombrías de terribles torturas ancestrales, y ahora sí deslizo mi cuerpo sobre el suyo, y dejo que me aferren frenéticas sus piernas —despacio, Clara, despacio, amor, despacio—, y mi mano va abriendo suavemente el estrecho camino entre su carne y mi carne, entre nuestros dos vientres confundidos, hasta llegar al húmedo pozo entre las piernas, unas fauces babeantes que devoran y vomitan todos los ensueños, y yo me hundo en él como en la boca de una fiera, arrastrada en las ondas de un torbellino en que naufrago, y crece el vaivén de nuestros cuerpos enlazados y el roce de mi mano entre sus muslos, y el gemido de Clara es de pronto como el aullido de una loba blanca degollada o violada con las primeras luces del alba —pero no hay temblores locos esta vez, no hay gemidos entrecortados, porque el placer brota, seguro y sin histerias, de lo más hondo de nosotras y asciende lento en un oleaje magnífico de olas espumosas y largas—, y después Clara yace a mi lado, desmadejada como un muñeco de estopa, jadeante todavía, pero relajada al fin, recuperada finalmente su sombra o liberada para siempre de la caterva de los niños perdidos.