He querido quedarme sola en la casa, después de tantos besos húmedos, de tantos estrechos abrazos, de tantas palabras flotando entrañables y vacías a mi alrededor, he querido que todos se marcharan antes en sus coches y quedarme yo la última, para ordenar un poco todo esto he dicho, y mi madre y mi hija, aunque han intercambiado rápidas miradas de consulta y extrañeza, han decidido no intervenir y dejarme aquí sola —tiempo tendrán después, en la ciudad, para aleccionarme, para convencerme de que Julio es el mejor de los maridos y de que en un hombre como él sus escapadas no tienen importancia, tan cortas siempre además, y yo debiera estar ya muy habituada y no se comprende que esta vez me haya subido así a la parra—, y se han largado juntas, tan impecables y fragantes como al llegar aquí unas horas antes, lustroso el pelaje sin sudores ni espuma, dos magníficas jacas que saltan con soltura y sin esfuerzo sobre ese torpe obstáculo que algunas veces interpone la muerte en el soberbio paseo que es la vida, que es su vida, hermosas jacas relucientes de ojos limpios y claros, mientras yo quedo aquí jadeando y ahogándome, sabiéndome húmeda y sucia desde la cabeza hasta los pies, contaminada por la proximidad de la muerte, por el manoseo de los vivos, apestosa a sudores y a salivas ajenas, arrugado el vestido, polvorientos los zapatos, torcidas las medias, y entre el olor a sudores y el olor a los besos, el tufillo inconfundible de la angustia y el miedo: huelo a animal asustado. Un desastre.

Y, por primera vez, soy yo la que recurro a Clara —se invierten finalmente los papeles—, y la llamo con dedos temblorosos, equivocando los números, teniendo que reempezar cinco o seis veces, y oigo sonar el teléfono allá en su casa con el corazón en la garganta, invocando a todos los espíritus benignos para que no me digan que ha salido, y repito —cuando oigo su voz al otro lado del teléfono— repito su nombre como una exhortación, una mágica palabra de dos sílabas sonoras, y le pido que venga, ahora mismo, inmediatamente, que lo deje todo y venga, porque ha muerto mi abuela y el entierro ha sido un horror y estoy sola en la casa y la necesito —te necesito, Clara—, no importa que no tenga dinero, que suba al primer taxi y yo la esperaré en la puerta para pagarlo. Y, ya segura de que Clara va a venir —me pregunto qué le habrá parecido esta mujer que ella inventó segura, hoy desmoronándose, esta pretendida mujer distante y superior, cómo odio esta imagen de mí misma, reducida ahora a una bestezuela angustiada, y de repente me traspasa la certeza de que Clara, ella única entre todos desde hace tantos años, me supo desde el principio así, sin necesidad siquiera de seguirme dócil hasta lo más profundo de mis pozos y de que yo vistiera para ella mis disfraces, me traspasa el presentimiento de que tal vez por fin alguien ha vuelto a amarme en mis tristezas y mis miedos, en mi soledad irrecuperable—, segura de que Clara estará a mi lado antes de una hora, me sumerjo en una bañera llena a rebosar de agua perfumada y tibia, me adormezco casi en el colchón de acuosas plumas, mientras un espeso vapor va empañando los cristales, el espejo, los azulejos, y pienso que podría desmayarme —estoy de veras un poco mareada— y morir aquí, en este intenso aroma de un aceite francés que se llama sortilegio de amor, placeres de Venus o algo parecido, y pienso que en cuanto salga del agua —si es que no muero aquí— voy a encender la chimenea para quemar en ella ese horrible vestido negro, que no sé siquiera quién me consiguió ni de dónde ha salido, esas asquerosas medias tupidas y oscuras, hasta los zapatos y la ropa interior —todo huele a muerte—, y pienso que nunca voy a recordar a mi abuela —muy pocas veces, cierto, pero hasta estas sobran porque no hubieran debido ser ninguna, hubiera debido largarme de viaje o inventar cualquier excusa, o llevar simplemente a sus últimos extremos mi egoísmo feroz y sin resquicios— como la vi estos dos últimos meses, una figura informe y vacilante, con sus tontas manías, sus olvidos, sus insoportables insistencias y reproches, con los huesos deformados por la artritis y la boca sumida y los ojos sin brillo, tan ajena y extraña —ni siquiera acertaba a llamarme por mi nombre—, sentada en la silla de ruedas o recostada —más tarde, ya reducida su existencia a un sobrevivirse vegetal— entre montañas de almohadas, tan ajena y extraña que me era imposible asociar estas imágenes con las de aquella abuela que había sido, en mi infancia y hasta en mi juventud, una figura mítica, la más exquisita entre todas las hadas madrinas, cuando sentada en el patio de la casa de verano junto al mar —una belleza muy dulce y delicada, muy distinta a la imponente belleza, siempre distante y sobrecogedora, de mi madre o de Guiomar, mucho más parecida a mí, siempre dijeron que nos parecíamos, aunque yo, y esto no lo decían claro, nunca fui tan hermosa—, una mujercita frágil de cabello oscuro, me contaba historias vividas o inventadas de otros tiempos y me cantaba habaneras, mientras realizaba en relieve unos bordados increíbles, mezclando los tonos de unas madejitas sedosas de colores pálidos. Una abuela delicada y tiernísima que narra historias en el patio, entre las hortensias y las buganvillas, entre el trino oro de los canarios, y que, pese a ser todavía muy bonita, pese a ser indiscutiblemente encantadora, me costaba asociar entonces con la arrogante muchacha desafiante y sacrílega de la que hablaban en voz queda mi madre y Sofía, de la que se escandalizaba la Generala, la joven malcasada que acudía a los bailes de carnaval envuelta —ella y los otros— en una malla roja y unisex, que participaba en báquicos asaltos, en desaforadas verbenas, que permitía se le atribuyeran múltiples amantes y se llenaba la boca con las increíbles hazañas que llevaría a cabo en cuanto muriera su marido, una muchacha que se veía tal vez a sí misma como una mezcla extraña de princesa de Eboli y de sensible alondra, esbeltísima gacela temblorosa, puesta por la inclemencia de la suerte en la cama de un toro, o de un oso, o quizá de un buey, en cualquier caso de una bestia torpe que nada podía entender de sus anhelos, y que no quiso hacerle tan siquiera el favor mínimo de morir cuando todavía era tiempo, cuando ella hubiera podido asumir su elegante disfraz de viuda alegre y llevar, utilizando astutamente sus encantos femeninos y su inteligencia de varón, una vida magnífica y disipada, o hubiera podido encontrar tal vez la pareja adecuada que la hiciera feliz, porque mi abuelo vivió mucho, demasiado. Y dejó al morir una mujer rencorosa y amarga.

Es curioso que en esta cadena de mujeres, en esta familia matriarcal donde en cierto modo sólo parecemos existir nosotras, los machos castradores e importunos se sobrevivan siempre demasiado, de modo que cuando por fin murió el abuelo, ya no la dejó libre, la dejó únicamente un poquito más sola, y en cualquier caso yo no podía asociar aquella gentil malmaridada de los comentarios de mamá y Sofía, unida por error o por torpeza o por impaciencia de una madre casamentera o por exceso de inexperiencia y juventud al destino de un buey, y que, frustrada para siempre cualquier posibilidad de dicha, condicionada toda posibilidad de dicha a la previa muerte del otro —que no parecía dispuesto a morir nunca—, se lanzó —vestida en malla roja y con rabo y con cuernos de diablo— a un esplendoroso carnaval desolado, porque le estaban permitidos —como le han estado permitidos a mi madre o a mí misma— los disfraces y los amantes y hasta las orgías, pero no le estaba permitido liberarse del buey que la pisoteaba, que la poseía noche tras noche en la cama sin entenderla, sólo la muerte hubiera podido liberarla, y el viejo no moría, mientras ella —nosotras— sí iba muriendo un poco cada día, un poquito todos los días, yo no podía asociar aquella casada joven, loca y desesperada —no lo bastante loca sin embargo, o quizá nadie lo era en aquellos tiempos, ni siquiera en los míos apenas, para romper el yugo— con la encantadora mujercita madura que bordaba con sedas multicolores y finísimas entre las hortensias y las buganvillas —habíamos regado el suelo del patio y cantaban delirantes en la tarde los canarios—, adorada por todos, por todos finalmente respetada, tan hermosa los domingos con su mantilla de blondas en la misa del pueblo, tan digna y tan afable en la guantería —tan pequeñas sus manos que se deslizaban sin esfuerzo en los guantes más chiquitos y la dependienta tenía que sacar sonriendo unos guantes casi de niña—, en la floristería, en la pastelería, donde mozos y camareros —y hasta el mismo dueño— se apresuraban a atenderla, a abrirle las puertas, a llevarle hasta el coche los paquetes, como si quisieran también ellos compensarla por algo, quizá por su belleza y su juventud y su pasión tan burdamente desaprovechadas, porque mi abuela no tenía ya amantes —cuando yo nací había concluido ya esa etapa, que se perdía en la bruma de chismorreos y leyendas— y no asistía ya a quiméricos asaltos vestida de sirena o de diablo, no iba siquiera a fiestas, pero siempre —hasta que quedó medio paralizada, hasta que la enfermedad y la vejez la convirtieron en ese ser informe y vegetal que, por fidelidad a su recuerdo, yo debí haberme negado a visitar— entró en cualquier habitación, pública o privada, con la absoluta suficiencia de su propio encanto —igual en esto, y sin embargo el estilo era distinto, a mi madre o a Guiomar—, siempre se dirigió a los hombres, a cualquier hombre, con la certeza ciega de que aquel hombre concreto hubiera podido y querido amarla, y se dirigió a toda mujer, a cualquier mujer, con la condescendencia amabilísima que se dedica a aquellos que nos suplen porque hemos querido cederles graciosamente el puesto pero a los que podríamos suplantar en cualquier instante, porque mi abuela había elegido finalmente la virtud, pero la eligió como un encanto más: ella era una dama muy virtuosa —puestos a ser virtuosos, su ambición la llevaba a serlo más que nadie—, y su vida se había malogrado, pero persistía incólume la certeza —tanto más incólume cuanto que ya no podía ponerla realmente a prueba— de que ella era por derecho propio, tomo todas las mujeres de mi familia —rota la tradición en mí, único eslabón débil en una cadena por lo demás irrompible—, la primera entre sus pares.

Y mientras bordaba en finísimos hilos de seda de colores matizados hasta el infinito unos maravillosos ramos y pájaros en realce, y me contaba románticas historias de otros tiempos, y se inventaba otras —siempre ella en el centro, siempre protagonista—, y cuidaba de las flores y de los canarios, e impartía órdenes al servicio, y era querida y admirada por los amigos, los parientes, los conocidos, los dependientes, los porteros y hasta los desconocidos que se cruzaban un día al azar con ella por la calle —al menos así lo creía ella a pies juntillas, y así lo creí yo que, eso sí era bien cierto, la adoraba—, dentro de ella, en su centro, ardía como un diamante vivo la certeza de que cualquier marajá oriental con rebaños de cientos de elefantes y un rubí como un puño en lo alto del turbante, cualquier excelso poeta que acumulaba premios nacionales o incluso extranjeros, el arrogante militar cubierto de cicatrices y condecoraciones —con unos ojos tan dulces— que hacía caracolear ante ella su caballo en el desfile, o el presidente del banco al que acudía para abrir una cuenta y pagar a través de ella el teléfono o la luz, y que la recibía obsequioso en su despacho, hubieran debido forzosamente amarla hasta la muerte con sin igual pasión, con inalterable ternura, de no darse la extraordinaria circunstancia, absolutamente fortuita e inexplicable de que una mujer como ella hubiera despertado una triste mañana en la cama de un buey.