Hemos bebido champán —porque aunque Clara me haya mirado sorprendida y suplicante, no he querido ceder y pedir al bar unos vasos de whisky—, hemos bebido casi toda la botella de champán en unas copas largas y finas de cristal tallado, sentadas las dos, un poco rígidas y sin hablar apenas, en el sofá de terciopelo azul —el mismo sofá en el que me senté yo niña durante años, tantos años y hace tantos años, las piernas colgando sin llegar al suelo, un vestidito beige con florecillas rosas bordadas, todos los pétalos y hojitas en relieve, saboreando marrons glaces y caramelos de menta, mientras se iban apagando las luces, y este modo tan lento en que se apagan las luces de la sala, dejando sólo prendidas unas lamparillas rojas, este silencio breve que precede al estallido de la música, al alzarse de los telones, me sigue resultando tan delicioso y excitante como entonces, o quizás más delicioso y excitante ahora, después de todos estos años y con Clara sentada aquí a mi lado. Y cuando la sala está definitivamente a oscuras y ha empezado hace unos segundos la música y se ha alzado el telón y he apagado yo también las luces del antepalco, cojo repentinamente a Clara de la mano y la arrastro conmigo hasta la escalera larga y empinada, alumbrada sólo en rojo, y emprendo audaz, sin soltarle la mano y sin volverme a mirarla— aunque esto no es una huida, sino una bajada a los infiernos, el descenso por el estrecho túnel sangriento y aterciopelado, mientras Eurídice sigue dócil tras de mí, y es tan sólo una mano temblorosa y un poquito húmeda, un levísimo jadeo, unas inciertas pisadas a mi espalda, porque no puede ver en la oscuridad los peldaños y no los conoce como yo de memoria desde siempre y yo avanzo quizás demasiado aprisa para alguien que no sabe el camino ni el lugar al que vamos, y de todos modos parece que estemos mil eternidades bajando esta escalera, y, aunque hay al llegar abajo un poco más de luz, ella sigue sin ver, y tengo que agarrarla por los hombros y empujarla y sentarla —otra vez igual a una muñeca— en el banquillo a mi lado.
Quedamos quietas y calladas en las sombras rojizas, muy cerca la una de la otra pero sin rozarnos, y ante nosotras, muy muy lejos, a la otra orilla de hondos mares de sombra —seguramente insalvables— evolucionan en torno a un príncipe de cartón piedra —ojos densamente maquillados, labios rojos y sexo abultado bajo los pantalones de raso celeste—, evolucionan gráciles ninfas de pies alados. Pero a Clara —sentada rígida, en una posición que debe serle necesariamente incómoda, el ceño fruncido y los ojos fijos en el centro de luz— le interesan muy poco las muchachas inocentonas abandonadas en su noche de bodas por príncipes perversos o inconstantes, esas muchachas que viven con repetido fervor una historia de amor que terminará irremisiblemente mal, o quizá no se trate de una muchacha campesina sino de la sirenita bobalicona y dulce de mis cuentos de hadas, porque todo allí abajo parece diluirse y distorsionarse como en las imágenes del fondo del mar, o será tal vez porque esta historia tan necia y eternamente repetida sin posibles variantes —escrita de una vez por todas con su final no feliz— me ha llenado de nuevo los ojos de lágrimas, y sólo faltaría que Clara, a la que evidentemente no le interesa la historia y que está mirando sin ver lo que ocurre en el escenario, como no le ha importado tampoco hoy nada mi templo —aunque la haya intrigado o divertido— o lo que pueda o no pueda significar esa leyenda de razas viejas y enanas que viven —como las muchachas campesinas, como la sirena— unas historias tontas que terminan siempre mal, una única, una misma aventura, con un único previsto final, como no le importan tampoco seguramente nada hoy las andanzas de su raza, quizá más noble, de aventureros y señores, perdidos hace siglos en junglas tropicales; sólo faltaría que Clara, que —ella sabrá por qué— se ha forjado de mí una imagen estereotipada de mujer fuerte y superior —o quizás no—, viera que estoy llorando, y adivinara que lo único que irremisiblemente habrá de hacerme llorar no son las catástrofes que ocurren en la India ni las atrocidades del Vietnam, no es siquiera lo absurdo de la condición humana, ni los abandonos de Julio ni mi propia irremediable soledad, ni este vacío sin fondo en el que ha naufragado mi vida, sino los tontos cuentos para niños con princesas infelices y muchachas abandonadas, las historias de patitos feos, de panteras que mueren en la nieve, de sirenas convertidas en espuma.
Y esto no lo sabe Clara, que sigue mirando muy seria —menos rígida, cierto— hacia el escenario, sin volverse ni una sola vez hacia mí, aunque una mano frágil, unos dedos delgados, de rumbo inseguro, están recorriendo leves el dorso de mi mano, mi muñeca, mis propios dedos apoyados en la barandilla. Y me reclino contra el respaldo de terciopelo y entrecierro los ojos —las lágrimas se deslizan ahora mejillas abajo, pero tengo el rostro tan quieto que Clara, aunque me mirara, no se daría seguramente cuenta de que estoy llorando— y es delicioso estar aquí, en la oscuridad, tan distante de los demás espectadores que tendría que asomar todo el cuerpo sobre la barandilla para adivinar sus cabezas abajo, hundidas en la platea, estar aquí, en esta segura madriguera tan cálida y aterciopelada, como si hubieran trasladado mi cama de niña, conmigo dentro, invisibles las dos, al mismo centro del espectáculo, y no sé si todos los niños —no sé si también Clara— habrán soñado como yo en una cama mágica que los lleve en volandas por callejas y plazas, a través de ferias, circos y palacios, al centro de escenarios, bien arrebujados entre colchas y mantas, a salvo y presentes, sin participar. El mundo entero discurre y gira incesante en torno a mi cama pequeña, a mi cama de niña, mientras un dedo largo y afilado —ahora es un solo dedo— deambula errante en un leve cosquilleo por mi muñeca.
Y aunque las lágrimas y la oscuridad casi no me permiten ver, siento que las muchachas sílfide me rodean en su danza, que se han sentado a mi alrededor, y que la reina de la noche o la reina de las hadas —pero no, no es la reina de la noche ni de las hadas, es sólo una muchacha tonta, una sirena loca, la ondina más torpe del estanque— se ha arrodillado en el suelo a mi lado. Ciñe con sus brazos flacos mi cintura y apoya la cabeza en mi regazo; jadea un poco, aunque trata de contenerse, y tiene las manos húmedas; quizás se deban, sudor y jadeo, al esfuerzo de la danza. Es una ninfa alada de ojos muy verdes y temerosos, y se ha aferrado a mí como si en mí radicara —qué sarcasmo— el centro mismo de la vida. Ha emergido de las aguas, misteriosa y ambigua como cualquier anfibio, temblorosa como una ondina asustada que no habrá de encontrar jamás a su príncipe, que no adquirirá nunca un alma de mujer —para qué demonios puede quererla— y deberá vagar eternamente convertida en espuma. Le pongo una mano compasiva en el pelo suave —y, qué extraño, está seco— y recorro despacio la cabellera larga, cabello de sirena, que llega casi hasta el inicio de la cola, mientras ella deja de temblar por un instante, se aferra aún con más fuerza a mi regazo y después, firmes las dos manos en mi cintura, levanta su cuerpo casi en vilo, apoyado todavía en el suelo por los pies o las escamas últimas de sus aletas, y se acerca así, tan lenta como un sueño —sólo en los sueños o en los fondos marinos puede desarrollarse la acción con tanta lentitud— hasta mis labios. Lástima que la boca no tenga sabor a mar, remotas reminiscencias lacustres: sabe a ducados y a champán. Pero cuando abandona la cabeza húmeda sobre mi pecho y la música languidece en unos acordes apagados, se restablece íntegra la pureza del ensueño, con esa cabeza que casi no tiene peso refugiada ahora en el hueco de mi hombro, y esta manita diminuta, mojada y fría en el borde mismo de mi escote, acariciando una y tantas veces un pedazo tan pequeño de mi carne que al final casi me duele la insistencia del levísimo roce, y siento un asomo de escozor, como un calambre, y pongo mi mano sobre la suya, mi mano tan suavecita, tan hermosa, tan delicada, que siempre han dicho que parece —casi como las de mi madre— una mano de princesa o de hada, pero que ahora, por contraste, colocada sobre la mano de Clara, parece una manota grosera de giganta, y es que nunca hasta hoy había tenido que competir en blancura y suavidad con la manita de una ninfa.
Pongo mi mano pues sobre la suya, en un intento de interrumpir su caricia interminable, pero ella no entiende, o tal vez yo me habré expresado mal, porque lo cierto es que la mano interrumpe la caricia incesantemente repetida y cambia de lugar, pero no precisamente para alejarse, y ahora ha rebasado el límite frontera que marcaba el escote de mi vestido, y se sumerge y pierde bajo la ropa y va rondando cautelosa mi pecho hacia su centro, como un gnomo curioso —y travieso aunque asustado que pretendiera robar el diamante que fulgura en la cumbre, no se concibe tamaña audacia en una ondina, ni siquiera loca y enamorada—, rodea el gnomo una y otra vez la colina, siempre un poco más arriba, pero no mucho, sólo un poquito más alto, e incluso alguna vez, en una de las vueltas y revueltas, la altura disminuye, y el pequeño duende parece resignado a retroceder, a iniciar el descenso, a renunciar por hoy a coronar la cima.
Pero yo sé muy bien que no lo hará, he cerrado los ojos —ya sin lágrimas— y espero vacía de impaciencias: es delicioso este cosquilleo, este avance tan lento y plagado de parciales retrocesos, y ahora me están besando además con cuidadito el cuello, las orejas, las sienes, me mordisquean el cuello —será una caterva de gnomos o una bandada de ondinas—, con mucho cuidadito todo para que yo no despierte, porque a ciertas montañas esquivas no les gusta que las derroten, ni que coloquen en su cima una banderita de no sé qué países —quizá en este caso del reino de las hadas—, y bastaría que la montaña se enfadara un poquito, que sintiera un asomo de alarma o desagrado, para que se sacudiera de un solo gesto al gnomo temerario que asciende cauteloso por sus laderas, pero son precavidas y sin peso estas criaturas de las aguas y de las profundidades, y la ondina ha elegido tal vez al más astuto y artero de sus gnomos para enviarlo a esta expedición virgen por tierras ignoradas, y ahora han cesado los besos y la ondina yace a mi lado, muy cerca pero sin tocarme, mientras su emisario, el único y breve punto de contacto, se aproxima más y más a la cumbre, y de repente oigo que la ondina, muy bajito, ha empezado a gemir, en un lamento ronco y prolongado que yo he oído ya antes en alguna parte, el llanto de una niña pequeña en lo más hondo del pozo, y el gemido me ahoga como si brotara de mi propia garganta, me pesa intolerable sobre el pecho, me araña cruel entre las piernas, no es otra cosa, no, es el gemido, mientras el gnomo ha seguido ascendiendo y la ondina jadea, tan próxima y siempre sin rozarme, y entonces el gnomo ha llegado por fin a la cima y olvida toda cautela —ya innecesaria— y aferra feroz el diamante con su mano tan dura y tan pequeña y hunde en la cumbre algo —seguramente una bandera— y a la montaña le duele, pero no tengo tiempo de preocuparme del posible dolor de la montaña, ni de averiguar si le han hincado un gallardete o si son sólo las uñas, porque en este preciso instante el cuerpo de la ondina, todo su cuerpo, rompe en un temblor desconsolado, y siento que la herida que el gemido ha abierto en mí se hace honda y lacerante, la punzada feroz de un hierro al rojo vivo, y me levanto, mientras el gnomo se despeña por las laderas de la montaña incorporada, y cojo a la ninfa entre mis brazos, y la oprimo, la mezo, le acaricio una y mil veces el pelo largo, sedoso, lacio, las mejillas mojadas, los hombros estremecidos, y, entre beso y beso, en los breves momentos en que mis labios se separan un poco de sus labios, la arrullo con palabras increíbles, tan extrañas, palabras que no he dicho nunca a ningún hombre, que no dije ni siquiera nunca a Jorge, ni siquiera a Guiomar cuando era chiquita y no había adquirido todavía estos ojos duros de mujer que sabe, palabras que ignoraba yo misma que estuvieran en mí, en algún oscuro rincón de mi conciencia, agazapadas, quietas y a la espera de ser un día pronunciadas, ni siquiera pronunciadas, sino salmodiadas, cantadas, vertidas espesas y dulcísimas en una voz que tampoco reconozco aunque debe forzosamente ser la mía, tantos años ocultas esta voz y estas palabras en un centro intimísimo y secreto, para brotar al fin en esta oscuridad grana, en este cubil con aroma a mar y a cachorro, en esta guarida cálida y aterciopelada donde me he sentado año tras año a lo largo de casi toda mi vida, en este templo mío donde asumo todo lo que soy y lo que no soy y lo que amo y detesto a un tiempo, mientras suenan trémulos —siempre desafinados— los violines, y las princesas cisne, las muchachas abandonadas en la noche de bodas, las sirenas enamoradas, aletean, se estremecen, agonizan en los brazos de un príncipe de cartón, y quedan lejos, tan lejos las cabezas confusas de los espectadores, y estoy yo sola, aquí, en esta primavera polvorienta en que me he sentido tan exaltada y tan triste, en que he tenido por primera vez conciencia de empezar a envejecer, aislada aquí con esta niña grande y flaca, con esta muchacha loca loca, de largo pelo oscuro y ojos tempestuosos, que se queda ahora muy quieta, como adormecida —sólo un estremecimiento fugaz riza a ráfagas su piel suavísima—, mientras la tiendo sobre las pieles lustrosas —¿será para esto que las habrá traído?— y acaricio sin prisas las piernas de seda, me demoro en la parte tiernísima, turbadora, del interior de los muslos, para buscar al fin el hueco tibio donde anidan las algas, y, aunque la ondina ha salido hace ya mucho del estanque, el rincón de la gruta está extrañamente húmedo, y la gruta es de repente un ser vivo, raro monstruo voraz de las profundidades, que se repliega y se distiende y se contrae como estos organismos mitad vegetales, mitad animales, que pueblan los abismos del océano, y después cede blandamente, y desaparecen los gnomos y las ninfas, y yo no siento ya dolor, ni oigo ningún ruido, porque he llegado al fondo mismo de los mares, y todo es aquí silencio, y todo es azul, y me adentro despacio, apartando las algas con cuidado, por la húmeda boca de la gruta.