Bajo una mirada febril, extrañamente fija, en unos ojos demasiado abiertos —que no estoy segura de que me vean, ni a mí ni a nada— se agita una boca ansiosa e ignorante, que parece haber intuido en sueños, o haber aprendido en otras vidas pasadas y a medias olvidadas, todos los besos, una boca salobre y ardorosa, de labios cortados y levemente ásperos, que arremete una y otra vez obstinada —en un oleaje intenso, furioso, desolado— y va a estrellarse contra la mía, mientras tiembla todo el cuerpo de Clara en convulsiones incontenibles y rueda su cabeza de un lado a otro de la almohada, y uno de sus brazos me rodea con fuerza sorprendente la cintura —estoy arrodillada en el suelo, a su lado, junto a la cama— y la otra se aferra a mi nuca, a mis hombros, a mi pelo, y atrae mi cabeza repetidamente hacia la suya, hacia su boca abierta, anhelante, sedienta y abrasada, su boca que me besa y emite al mismo tiempo —o entre beso y beso— un gemido ahogado, que no es humano ni animal siquiera, un gemido ronco como el del mar o el viento en las noches sin luna de sábados terribles, en que andan sueltas las meigas y las brujas calientes del sur, entre maullidos de gatos negros encelados y furioso restregar de sexos ávidos contra las escobas.
Y yo no sé si Clara está realmente muy enferma, o si está sólo drogada y borracha, porque ha pasado, hemos pasado las cuatro, horas enteras delante de la chimenea encendida, tan agradable el interior iluminado por las llamas después de la mañana en el mar, y el cisne negro se ha vestido una vieja bata de mi abuela, absolutamente disparatada y fastuosa, una bata de terciopelo escarlata con volantes de encaje, y me pregunto cómo es posible que mi abuela se atreviera a llevar, ni siquiera en privado, semejantes ropas, una bata que se desliza acariciante a lo largo de los muslos finos de la mujer pájaro y se abre una y otra vez dejando aparecer los senos de pezones oscuros, y la francesa, porque la muchachita pepsi ha resultado para colmo francesa, se ha puesto un batín de mi abuelo, de seda azul marino con diminutas flores de lis en oro, ceñido a la cintura con un cordón también dorado, y las dos han hablado interminablemente, se han secado la una a la otra el pelo, se han untado de cremas hidratantes, se han arreglado las uñas, todo sin que cesara el charloteo, Clara y yo finalmente al margen, finalmente ignoradas, finalmente dejadas por imposibles, porque yo me he tumbado en el sofá, como antes en la barca, viendo bailotear ahora los reflejos de las llamas en el techo, bebiendo perezosamente una taza tras otra de un té muy cargado y oyendo su parloteo como si oyera el rumor del mar o de los cañaverales, un rumor placentero y sin sentido en el que casi me adormezco y en el que no pienso intervenir, como tampoco interviene Clara, acurrucada junto al fuego, en un gesto hostil, replegada sobre sí misma, una botella y un vaso al lado, un vaso que llena y que vacía sin cesar, pero estoy demasiado cansada para protestar, o quizá no sabría simplemente qué decirle, cómo reñir a una muchacha loca que está bebiendo demasiado, y que acepta y chupa en silencio, con un gesto aplicado de niñita buena, de primera de clase, el cigarrillo que las otras han preparado morosamente, voluptuosamente, calentando con cuidado la barrita grisácea, mezclando sus pedacitos en el tabaco mentolado, liando el cigarrillo con la pericia de viejos campesinos o viejos marineros, más agradable el ritual de las dos mujeres ante las llamas que el placer mismo de fumar, y pienso fugazmente que no debiera permitir que Clara fumara ahora, después de haber bebido tanto, pero cómo inmiscuirme y qué pereza infinita, y me adormezco en el sofá, porque también yo he aceptado el cigarrillo y he fumado en silencio, y floto relajada en un vértigo delicioso, pronta a escapar en un vuelo, a encaramarme al palo de la escoba de la bruja más bella y joven, la del sexo más ávido y la del gato más negro, no, no es esto, a encaramar a Clara al palo de mi escoba, porque entre las brujas quizá puedo ser yo todavía, a mis casi cincuenta años, la más bella y la más joven, y pueden venir con nosotras todos mis gatos, sólo que Clara está tan enfadada conmigo…
Pero cuando me vuelvo hacia el fuego —y no sé si han pasado unos minutos o han pasado horas— ya no está allí, ha desaparecido de la habitación, donde, sobre la alfombra, el charloteo de la joven-muchacha-francesa-hermosa y del cisne-pájaro se ha transformado en un ronroneo de felinos encelados como los de las brujas, los dos cuerpos enzarzados en una lucha extraña en que se confunden muslos, largas piernas, pechos erizados, bocas anhelantes, y yo me he levantado y he buscado a Clara por la casa, hasta encontrarla aquí, temblando en esta cama, con ojos de demente, unos ojos que no estoy segura tan siquiera de que me vean, la cabeza agitándose de un lado a otro de la almohada, el cuerpo estremecido, y yo no sé si tiene una curda fenomenal de alcohol y hachís, o si está al borde de un ataque de pura histeria, o si está cultivando y desarrollando, ayudada eso sí por el vino y la droga, una representación con trampa de la que soy única espectadora, y no sé bien tampoco si debo ponerle colonia en la frente, prepararle una infusión de manzanilla, llamar a un médico o propinarle una buena tanda de azotes en el culo.
Y el mirar se torna más y más fijo y paulatinamente más ausente, y aumenta el temblor en todo el cuerpo, el gemido marino o mineral en que se mezclan palabras incoherentes, y arrecian los besos, aunque no sé si son propiamente besos ese restregar y golpear y morder con sus dientes y sus labios los míos, entre un aroma mareante a algas marinas, a tabaco y vino, y todo esto resulta terriblemente irritante y fuera de lugar y muy incómodo —tan bochornosamente adolescente—, pero yo sé que aunque sus manos me soltaran ahora, yo ya no me levantaría de su lado, y que estos besos agrios y rasposos, tan torpes o tan sabios, cualquiera sabe, me encuentran extrañamente vulnerable, y cuando esta inquietante princesa llegada de un planeta peligroso e ignorado, cuando mi muchachita mineral y marina rompe por fin a llorar —en una avalancha de lágrimas incontenible e histérica—, se encienden a una todas las alertas rojas de mi nave —quizá la bruja joven y hermosa de sexo ávido contra el palo de la escoba no cabalgue en realidad una escoba sino una nave espacial con rumbo a lo imposible—, entre un ensordecedor alarido de alarmas y sirenas, y presiento que si una sola de estas lágrimas tibias y salobres que descienden en catarata por las mejillas redondas de mi muñeca azul llega a tocarme, no habrá ya salvación posible para la nave, para la tripulación ni para el capitán. Porque unas plantas maléficas avanzan desbordantes en un crecimiento monstruoso —no sé si las habrá traído la extranjera del planeta desconocido, o si son aquellas plantas que crecieron ocultas durante años en mis propios subterráneos particulares—, y han invadido ya las salas de mando, los camarotes, la enfermería, los largos pasillos, y entre gruesos tallos que no sé si son raíces o son ramas —que no sé si han nacido de mí o han nacido de Clara, y cuál de las dos va a ser definitivamente Teseo o Ariadna—, entre hojas carnosas y empapadas de savia o de rocío, entre enormes flores rojas que huelen a vino y a mar, me muevo torpemente, dificultosamente, como en un mal sueño, una angustiosa —deliciosa— pesadilla de la que no puedo ya querer despertar.
El suéter otrora bandera se retrae hacia arriba como la corola de una flor nocturna y móvil a la caída de la tarde, y mis manos se hunden y quedan aprisionadas en la cintura fina, como en una ciénaga sin fondo, fija cada una de mis manos a cada lado de su cintura, que tiene exactamente la carnosidad fragante, levemente húmeda, de una flor tropical en el pantano. Y sus pequeñas zarpas —sus terribles zarpas de gatito desvalido y acorralado— me han soltado ya, porque sabe muy bien que no podré escapar de estas blancas arenas finísimas que me devoran, que no tengo ni la más remota posibilidad de levantarme, de decir una frase trivial, de salir de la habitación encendiendo quizás un cigarrillo o proponiendo traer una taza de té, sabe que el arrullo de las otras dos mujeres —que han reanudado su parloteo abajo en la sala— queda ya ahora a una distancia infinita, en la que agonizan todos los cisnes negros del pasado, en que se frustran todos los cisnes negros de cualquier futuro, porque aquí —en este ahora— sólo hay lugar para una muchachita mágica y azul que se ha subido al palo de la escoba, que ha invadido la nave, que lo ha poblado todo de enredaderas carnívoras —que ignoro aún si nacen de mí o si nacen de ella, pero que en cualquier caso ella ha provocado—, de rojas flores lujuriosas, de ciénagas sin fondo en las que ambas naufragamos sin aliento, sólo hay lugar para esta princesa desnutrida llegada de un planeta remoto, princesa sin mamá, princesa para siempre poco amada, ignorante con una sabiduría de siglos no aprendida, una muchachita tan frágil y vulnerable que parece que alguien debería acudir en su ayuda y salvarla de sí misma, alguien debería acunarla, mecerla, hacerla germinar entre caricias cálidas, tumbarla al sol, darle a comer gruesos filetes sangrantes, tazas rebosantes de espeso chocolate con nata, darle a beber tibios vasos de leche y miel, tal vez la más guapa y joven de las brujas, o tal vez este mismo capitán, este deplorable capitán que sucumbe sin remedio entre ciénagas que no tienen fondo y muchachas flor, y que mantiene ahora —que mantendrá la noche entera— el cuerpo pálido, sudoroso, flaco de Clara estrechamente abrazado, atrapado y seguro entre mis brazos —que han empezado a mecerlo, que han empezado a acunarlo, entre un arrullo de palabras tiernas y de besos suaves—, mientras las lágrimas han alcanzado ya a todos los miembros de la tripulación y naufragan o se pierden en el espacio todas las naves con rumbo a lo imposible, y no hay otra salvación para princesas azules ni muchachas flor que hundirse hasta lo más hondo de las ciénagas, hasta el mismísimo fondo de las arenas blandas y cálidas, porque unas plantas carnosas, perfumadas, terribles y antropófagas se han adueñado de la nave o han florecido en las escobas.
Coloco la carta en la mesa del desayuno, junto al café muy negro y muy amargo, las tostadas crujientes, el vaso grande de naranjada helada —un intento más de mantener los viejos mitos, aunque he sido yo la que he tenido que prepararme hoy, como todos estos últimos días, el desayuno, y es curioso que pueda renunciar fácilmente al almuerzo o a la cena pero no a este desayuno ritual, y aunque mi madre no deambule arrogante y todavía hermosa por el salón, en bata y zapatillas, el periódico y las gafas en ristre, siempre dispuesta a meterme el dedo en el ojo o a buscarme las cosquillas, y aunque soy también yo la que abriré dentro de unos minutos los dos grifos del baño, y no echaré en el agua unas bolitas blandas de colores que se disuelvan y la tiñan de rosa o de verde y azul, mientras un olor dulzón, supuestamente lujurioso, versión en tecnicolor de las Mil y Una Noches, impregne la habitación, sino que echaré el contenido de unas botellitas minúsculas y exquisitas que lleven en una etiqueta dorada el nombre francés, y que no responden demasiado a lo que ahora soy, responden a lo que hace muchos muchos años, cuando aún no sabía que existieran aceites franceses y compraba las bolitas Myrurgia en la perfumería de la esquina, me hubiera gustado poder echar en mi baño—, deposito pues la carta —que acaba de entregarme el portero— sobre la mesa del desayuno, y, mientras sorbo el café amargo y fuerte sin azúcar —a estas horas sí me gusta el café amargo y sin azúcar— y cubro de una mantequilla cremosa y pálida, que se funde y desaparece, y de una densa capa de mermelada de frambuesas —otro mito— las tostadas doradas y recién hechas, doy vueltas a la carta, sin demasiada prisa por abrirla, y pienso que la habrá escrito de un tirón, después de iniciarla y romperla dos o tres veces: siempre se escriben así estas cartas, durante la noche, en un largo insomnio que se habrá prolongado hasta el amanecer, porque habrá querido releerla mil veces y habrá esperado luego enferma de impaciencia y de angustia junto a la ventana, hasta que ha sido realmente de día y ha podido salir a las calles todavía frías, llenas de grave gente malhumorada que se precipita hacia lugares inhóspitos en los que no quisiera estar, para llegar a mi casa y entregar personalmente a los porteros la carta, quizá con un aviso inútil de que era personal, o no tan inútil —puesto que la han subido ahora mismo, antes del desayuno— de que era urgente.
La carta aún no abierta huele a juventud, a primera juventud todavía sumida a medias en el sueño grave de la adolescencia: inconfundible olor a cachorro, y es extraño que la juventud en sí, privada de cualquier otra consideración, esa juventud torpe, turbia, inerme, ese aroma cálido a leche tibia, pueda de pronto conmoverme. Quizá porque he alcanzado hace muy poco la distancia precisa y estoy ahora por primera vez definitivamente al otro lado, porque están ya tan lejos aquellas noches mías, el encierro opresivo de la habitación y de la casa, el oscuro frenesí contra las puertas cerradas, mi corazón golpeando contra las paredes, noches de adolescente bien nacida, que no sale a las calles, que no recorre de noche las largas calles hasta el mar, que no conoce aún esos oscuros templos casi particulares, a menudo subterráneos, tapizados de terciopelo grana o de arpillera marrón, donde unos camareros amables o impersonales te sirven largos vasos de menta con mucho hielo y te encienden los cigarrillos, mientras alguien canta quizá un tango muy triste o suena el último disco rock, adolescente bien nacida que no ha aprendido todavía los recursos, las trampas, para escapar a sí misma y a la soledad, que no sabe que esta tristeza y esta angustia y este miedo pueden quizá conjurarse con unas copas, o con una charla estúpida que ocupe —sin llenarla— la noche entera o con una parodia más o menos grotesca —a veces casi tierna, casi verosímil algunas veces— del amor, y que por más que lo supiera no iba a encontrar copas ni charla ni amor, porque, a las tres a las cuatro a las cinco de la madrugada, las adolescentes bien nacidas no pueden escapar de sus casas, porque les están prohibidas las calles y la noche, y tienen que quedarse apresadas allí, entre sus muebles y sus cachivaches, limitado su deambular —un deambular que debería llevarlas ahora más que nunca hasta la mar— al espacio que media entre el armario de caoba y la consola con espejo, o a una escapada con frío —los pisos de las niñas bien nacidas están fríos de noche— hasta la biblioteca o la cocina, en busca de un vaso de agua helada —que se bebe sin sed, porque la sed no es esta— o de un nuevo libro —que se hojea sin lograr descifrar una tras otra las palabras—, limitada toda posibilidad de espacio libre a la ventana abierta.
Y ahí estoy yo, con la luz apagada para que no me vean desde la calle —las niñas bien nacidas no se asoman medio desnudas a la noche, ni siquiera a esta noche pequeña de la ventana—, respirando hondo, tan hondo como puedo, pelándome de frío, escuchando a unos tipos que hablan en la esquina, ante la puerta del único bar que no ha cerrado, y un ladrido de perros a lo lejos —me pregunto si quizá tan encerrados como yo—, hasta que, cubierta toda de distancias y sombras, me meto de nuevo en la habitación y cierro la ventana y prendo las luces, y, como no puedo lanzarme a recorrer las calles, ni mezclarme con la gente, ni meterme en estos garitos entrañables por lo imposibles que soñamos en la adolescencia —viejos barracones en ruinas, viejas barcazas desvencijadas amarradas ahora en los muelles oscuros, pálido deambular de mujeres en rojo y adolescentes tristes, tan tristes como una misma, entre licores glaucos, música de tango o de bolero y palabras desgarradas que se arrastran letales—, como no puedo estremecerme en los brazos de hombres aún sin rostro (aunque aquello no es propiamente sexo —un ahogo en la garganta, una opresión en el pecho, un dolor casi en el corazón— y la emoción tuvo que seguir un largo camino descendente hasta llegar a las regiones que yo entonces ignoraba, porque a mis catorce a mis quince o a mis diecisiete años yo no tenía muslos, ni vagina, ni vientre, y no sabía nada todavía de una posible herida entre las piernas, no sentía siquiera mis senos: sólo un deseo macizo, ineludible, de amar, una necesidad de amar tan feroz, tan desesperada, como imaginaba pudieran serlo el hambre o la sed, una errabunda y perpleja necesidad de amar, como un peñasco enorme bajo el que agonizaba la niña que yo había sido), en las noches así a veces escribía una carta muy larga —acaso parecida a la que tengo ahora entre las manos—, una carta con toda la soledad y con toda la angustia de la noche, cartas arrebatadas, delirantes e inciertas, que casi siempre se rompían antes del alba, pero que algunas veces, cuando llegaba sorpresivo el día sin que se hubieran disipado por entero los vapores nocturnos, y cuando llegaba el momento en que una adolescente bien nacida podía desertar por fin de los muebles de caoba, las cortinas de tul y las consolas panzudas con espejo, y podía escapar del dormitorio y de la casa, recorrer precipitada y sin aliento las calles, entrar en un portal o en el vestíbulo de un hotel, y entregarle aquel sobre —siempre con las letras de personal y de urgente y siempre con cierta vocación de mágica transparencia, que nos llenaba de sofoco por si alguien podía leer en su interior— a un conserje soñoliento o a un portero aburrido, que nos miraban con suspicacia socarrona o con glacial indiferencia, entonces, estas rarísimas veces, una de las cartas llegaba a su destino.
Y ahora, millones de años después, soy yo la que recibo una de estas cartas. Y aunque hace eternidades que no puedo escribir una carta así, aunque ya nunca nunca, ocurra lo que ocurra, podré volver a escribirla —porque crecí, o maduré, o me pudrí o morí, cualquiera sabe—, lo cierto es que no necesito abrir el sobre para saber lo que dice, y la carta tiembla entre mis dedos con todo el frío de la noche, y un aleteo de escarcha que añora cualquier nido me asciende brazos arriba, me cosquilletea en la nuca, me hace sonreír, y dejo a medias el zumo de naranja, y, mientras mordisqueo una tostada, estoy marcando el número de teléfono —que también yo me sé ya de memoria—, aunque después de los besos sonámbulos de la otra noche —besos de los que no hace mención en la carta, y que no sé si recuerda ni si tan sólo sabe— me había propuesto cortar esta historia tan tonta, tan artificiosa y egoísta por mi parte, y no obstante quizás solapadamente peligrosa, pero cómo cortar una historia apenas iniciada, cuando una está por primera vez al otro lado de la juventud, y cuando empieza a temer que hayan terminado para siempre todas las historias, y cuando es tan chato el mundo a nuestro alrededor y nos aburrimos todos tanto y tan desesperadamente, y sólo un pasado doloroso y remoto parece a veces todavía vivo, parece conservar todavía los aromas y el gusto y el color, en un universo que se nos ha vuelto poco a poco gris e insípido e inodoro, tan poco a poco que ni siquiera nos hemos dado cuenta del cambio, hasta que es ya muy tarde, demasiado tarde, y estamos inmersos en un vacío opaco y sin contornos, y entonces, en este preciso instante —entre un marido fatuo que escapa siempre hacia islas posibles y conocidas, de las que regresa también siempre, una madre remotísima viajera que manda abrazos en postales, y una hija grandota y sabihonda que nunca ha entendido ni podrá entender, porque nació incapacitada, nada de nada, un marido una madre y una hija que me lanzan su amor al abismo, un amor benévolo que no me encuentra nunca en mis subterráneos, como echarían a tientas alimentos a las fieras que vagan errabundas y heridas por los fosos oscuros—, en esta soledad sin esperanzas, emerge de otro mundo, de otro tiempo, de otros planetas, una muchacha que trae consigo toda la magia de las noches insomnes, el perfume cálido de los sueños, el fervor de las primeras pasiones no aprendidas, una muchacha de cuerpo flaco, rostro pálido, largo cabello oscuro, un poco patito feo, un poco muñeca grande, un poco gato perdido y salvaje, y cuando el patito feo se nos mete de rondón en el jardín y sabemos que puede ser, que va a ser ciertamente muy pronto aunque él mismo no lo sabe, el más hermoso de los cisnes del lago, cuando la muñeca vestida de azul se sienta en la mecedora de la abuela, en lo más hondo y sombrío y secreto del patio, y una buganvilla o una campanilla morada puede caerle vencida en el regazo o entre el cabello, cuando el gatito inerme —pero siempre salvaje— se lanza contra nuestra boca en acometidas desoladas o araña insistente con su patita el cristal de la ventana, pronto a acurrucarse junto al hogar, quizá por mucho tiempo, y a escuchar ronroneante todas nuestras historias —historias que creímos muertas—, pronto a dejar que nos vistamos en su honor, en nuestro propio honor, tantos viejos disfraces, y su presencia quieta, el mero hecho de que exista y nos escuche y nos vea, hace que todo pueda parecer de nuevo vivo, cuando esto se produce, entonces ¿quién es capaz de expulsar del jardín a un patito cisne, de arrinconar en el desván una muñeca grande, de cerrar la ventana a un gato vagabundo?
Y aquí estamos pues otra vez, en la heladería de siempre, casi vacía a esta hora, porque no son ni siquiera las doce de la mañana y no hay ni sombra de hembras vocingleras que toman té con pastas, o de mamás gritonas, regañonas, más o menos impotentes y desesperadas, que intentan meter vanamente en cintura a los críos que trepan y berrean y sorben juntamente mocos y chocolate —ninguna, esto hay que reconocérselo, tan hermosa, tan rubia, tan maniblanca y ojiazul, tan riente y olorosa a bosques como lo fue la mía—, sólo algún cliente varón y apresurado que bebe abrasándose un café en la barra. Y nosotras nos hemos sentado en la mesa del fondo y de la esquina, la que más nos gusta, en realidad la que más me gusta a mí, porque Clara no ha dicho nunca cuál es la mesa que le gusta más, y todas estas cosas parecen traerla sin cuidado, y yo he pedido —aunque a estas horas y ya desayunada no tengo ningún hambre, pero no se trata de tener hambre, sino de afirmar oscuramente algo que tal vez pudiera ser importante— un chocolate con nata y con bizcochos de oro. Y los cojo uno a uno entre los dedos, y los hundo a poquitos, y sobre el dorado de los bizcochos rezuma un marrón denso y humeante salpicado de espuma, mientras Clara sorbe su café, que sigue tomando sin nata y sin azúcar y sin otros bizcochos que los que yo le paso —también esto debe de ser una afirmación de algo, que hoy me irrita, como tal vez la esté irritando a ella mi modo de tomar el chocolate—, y enciende como obsesa pitillo tras pitillo, obstinada en no hablar y en que sea yo la que pregunte. Y pienso que Clara sorbe, bebe, fuma, se chapuza en el agua, todo sin placer, siempre concentrada y tensa, como si el café amargo, o el whisky rubio y frío, o incluso este tabaco —tan delicioso si se mezcla morosamente con sabores picantes o muy dulces—, como si el mismo mar, o hasta mis propios labios, fueran tan sólo un trámite a cumplir, o mejor algo que hay que apurar frenéticamente, viciosamente, dolorosamente, hasta las heces, aunque sin saber quizá muy bien el porqué y desde luego sin placer. Pienso que ni siquiera allí, en la proa, una pierna colgando a cada lado de la barca, el viento salobre rizándole la piel caliente bajo el sol de mayo, el mar saltándole hasta las sienes y los labios —esos labios resecos, un poco cortados, ligeramente febriles—, ni allí tuvo Clara un instante de languidez o de abandono, y pienso también que fueron sólo angustia, desconsuelo, borrachera o histeria momentánea aquellos besos de unas horas más tarde, aquel dejarse acunar y mecer entre mis brazos hasta el alba —besos y noche por los que no voy a preguntar, aunque ella está esperando que sí pregunte, y me ha escrito la carta y me ha arrastrado hasta aquí esta mañana y se obstina ahora en su silencio oscuro, sólo para que sea yo la que pregunte, y le insista, cada vez más acuciante, para resistirse ella primero e ir soltando luego a poquitos la verdad, como a regañadientes, pero yo no le voy a preguntar, porque no quiero entrar hasta tal punto en el juego que me impone, y del que quizá ni ella misma conozca las reglas, y porque repentinamente ha dejado de interesarme averiguar si se debieron al mal vino, a la droga, a su propensión a la histeria, a torvas artimañas o a un comienzo de amor, aquellos besos tristes como el grito de los pájaros marinos perdidos lejos del mar en las tardes de tormenta, como el golpeteo desolado de las olas contra los peñascos.
Clara lleva sus eternos tejanos, un suéter de cuello alto —no demasiado limpio— y encima, absolutamente fuera de lugar, un espléndido abrigo de pieles: demasiado largo, demasiado grande —las mangas la cubren casi hasta las uñas—, con el forro descosido y colgante por uno de los lados, pero es de todos modos un abrigo de pieles sedosas, brillantes, ligeras, magníficas. Se me ocurre que en cualquier momento va a acercarse alguien y a preguntar de dónde lo ha cogido, o del armario de qué pariente insospechada lo ha tomado prestado sin permiso, o si se han equivocado tal vez en el guardarropa, pero nadie nos dice nada, nadie se acerca con aire cortés y no obstante amenazador —porque imagino que en sitios como este los asuntos turbios y engorrosos se resuelven con amenazadora cortesía, doblemente amenazadora por la aparente delicadeza bajo la que se oculta una brutalidad inalterable—, y cruzamos el vestíbulo, las dos atónitas y divertidas, yo de esta niñata larguirucha que se prueba a escondidas —quién iba a sospecharlo en ella— los vestidos de gala de su mamá, y ella de esa amiga tan extraña que se empeña en arrastrarla a sitios increíbles —porque ¿qué demonios estamos haciendo en un teatro de ópera? ¿qué hacíamos en un baile de disfraces no disfraces, o a bordo de una barca con un cisne brujo y una francesa pepsi como polizontes?— en un peregrinaje cabalístico, nostálgico y —me pregunto si Clara lo sabe— ritual. Me mira de reojo, sonrojada y burlona, mientras avanzamos por el pasillo largo y curvo, sobre una alfombra rameada de un rosa desteñido, bajo unas bombillas tristísimas que difunden una luz pobre y lúgubre, más lúgubre aún en las paredes desconchadas de un color bilis sucio —y es característica en nosotros esta mezcla de esplendor y sordidez—; me mira curiosa, a la espera de una explicación, de la clave secreta que pueda hacer interesante para ella este Visconti de pacotilla —o el Fellini apócrifo bajo los árboles del jardín— y justifique que la haya traído hasta aquí: me mira a la espera de un guiño cómplice que le permita saber con certeza que nada de esto ha de tomarse en serio, que se trata de una broma y podemos reírnos sin reparos de los señores fatuos en smoking y de las señoras enjoyadas, emplumadas, escotadas, casi siempre ridículas, ocasionalmente —como era el caso de mi madre— muy hermosas.
Lo malo es que ni siquiera yo sé si la cosa va en serio o en broma, sólo sé que de un modo u otro vuelvo siempre, porque este teatro es una parodia lamentable, pero, parodia o no, es el templo más auténtico de mi raza —un templo paródico para una raza de fantasmas—, y aquí acudimos, más o menos en serio, para sentirnos nosotros, para sabernos clan, para inventarnos quizá —ayudados por la hostilidad que reina en la calle contra nosotros, ¿nosotros?, una hostilidad incómoda desde que se ha tornado agresiva, pero que refuerza no obstante la vigencia de oxidados mitos, de cultos en los que hace ya mucho dejaron de creer los propios dioses— inventarnos quizá durante unas horas que somos fuertes, hermosos e importantes, que somos los mejores, o quizás algunos, como yo, volvamos sólo de tarde en tarde para constatar una vez más y todas hasta qué punto somos mediocres, feos, irrelevantes. En cierto modo, Clara, esto también es un rito, pero no es un rito privado, como la heladería o el patio de las buganvillas: es el rito de una gente enana que pasó hace ya muchos años de ser una raza niña a ser una raza vieja, pero sin crecer ni madurar jamás, sin conocer la plenitud ni alcanzar un real esplendor —por eso no hay aquí Visconti ni hay un auténtico crepúsculo de los dioses, sino una decadencia interminable de un sueño que duró apenas un instante y que lleva más de un siglo desmoronándose—, el rito de una clase hecha de gentes chatas y mezquinas: todo es en nosotros pequeño y encogido, como frustrado antes de nacer, porque hubo hace mucho unos niños pujantes y entusiastas que descubrieron algunas cosas —tampoco tantas— y creyeron quizá que se podrían comer el mundo, pero el mundo los engulló a ellos antes de dejarlos crecer y los vomitó convertidos en unos vejestorios grotescos —nunca trágicos— que se sobreviven enconadamente a sí mismos para nada, y es extraña una decadencia tan larga y que no arranca de una grandeza real, sino sólo de un pueril sueño —nunca realizado— de esplendor. Y tienes todas las razones, Clara, para mirarme cada vez más sorprendida y burlona, a la espera de un guiño cómplice que no llega y a punto tú de soltar la carcajada —más burlona todavía que aquel día de la fiesta en el jardín, sentada al borde de la piscina—, porque no entiendo tampoco yo, no lo he entendido nunca y no voy a empezar a entenderlo hoy, por qué amo en cierto modo todo esto, por qué asumo una historia que no me gusta y para colmo termina mal —jamás debieran asumirse como propias las historias colectivas que terminan mal—, por qué sucumbo siempre a la tentación de enorgullecerme —aunque sea un instante, aunque sea fugazmente— de un pasado mediocre, y vuelvo una vez y otra al recuerdo de aquellos niños, en los albores de una raza, tan pujantes, tan ingenuos en su misma malicia, en su codicia desenfrenada, en su crueldad, tan esperanzados, los niños que hace más de cien años construyeron entre otras cosas —ni muchas ni importantes— este templo absurdo y para mí maravilloso.
Porque es un templo como el que han soñado todos los niños del mundo, con mucho falso oropel y mucha purpurina, con mucho terciopelo grana —en los cuentos, te habías fijado, el terciopelo es siempre grana, rojo como la sangre—, con una gran escalinata por la que se puede subir majestuosamente arrastrando suntuosas colas de brocado o bajar de estampida a riesgo de perder una chinela de cristal, porque la raza —hasta esta miserable raza mía— es en sus albores lo bastante pujante para permitirse absorber sin demasiado riesgo algunas cenicientas, y las muchachas de cuatro cinco seis generaciones se han disfrazado, con o sin ayuda de algún hada madrina, por ver de hallar aquí algún romántico príncipe encantador; un templo con espejos y columnas, con lámparas doradas de múltiples brazos, con mármoles veteados, con pesados cortinajes, con maderas oscuras, y en el techo, entre la yesería de oro, unas estampas muy iguales a las que ilustraron los cuentos de mi infancia, y un redondel vacío donde pudo haber colgado —siempre he supuesto que la hubo, pero nunca lo he averiguado— la más fastuosa araña de cristal del más fastuoso cuento. Hay muchos elementos de pacotilla, ya lo sé, y muchos sucedáneos —¿acaso no es mi clase, la raza enana que construyó este templo, el mero sucedáneo de una raza?—, pero esto a los niños no les importa demasiado, y cuando los abuelos de mis abuelos terminaron este templo, que como todos los templos que levantan los niños —y quién iba a levantar ya templos como no fueran los niños— era un templo consagrado a sí mismos —por más que se adscribiera a sonoras y en este caso musicales divinidades—, como lo habían levantado ellos para ellos y era suyo, hicieron la más increíble y sin embargo la más consecuente de las niñerías: lo distribuyeron entre sí, lo repartieron para sí y para sus hijos y para los hijos de sus hijos, lo repartieron para la eternidad.
Y yo soy una de las hijas de sus hijos. Y esta parcela es mía. Y ahora sí que Clara me mira atónita, porque mientras el acomodador matusalénico que he visto aquí desde siempre y que venimos heredando también conjuntamente con el teatro de generación en generación, nos trae unos emparedados y una botella de champán —había que rizar el rizo y llevar el número hasta sus posibilidades límite—, mientras yo echo por dentro el pestillo de la puerta —no vaya algún intruso o algún espectador despistado a molestar a las señoras o a llevarse el abrigo de nutria—, le voy explicando que todo esto, lo que queda del lado de acá de la puerta, es literalmente mío, que puedo venderlo, arrendarlo, clausurarlo, mantenerlo para siempre vacío, hacer que se prohíba mediante un reglamento la presencia en el palco a los señores calvos y bajitos con bigote o a las señoras vestidas de rojo —o simplemente a las mujeres, como ocurre en otro de los proscenios—, le explico que cada mueble, desde la mesita de patas curvas y madera veteada, hasta los sofás tapizados de terciopelo azul, pasando por los grabados ingleses y las fotos de divas debidamente dedicadas, todo, todo, ha sido comprado, elegido, traído aquí por mis papás o por mis abuelos… seguro que en tus selvas tropicales no existe nada parecido, Clara, seguro que allí los templos —que, no lo niego, deben ser más grandes y quizás más suntuosos y dorados, quizás más europeos— pueden tener en ocasiones un solo dueño, un tirano veleidoso y grandilocuente que los levanta un día para su propia gloria o para regalo y placer de una hermosa dama que agoniza interminable entre sábanas de blonda, pero estoy segura de que no se ha dado nunca allí un reparto tan organizado, tan inalterable, tan conmovedor y tan grotesco, tan propio de mi gente, una gente que ríe, tose, habla a gritos, deja prendidas las luces del antepalco —todo esto en plena representación— y que se larga infalible y olímpicamente antes de que el espectáculo termine, porque para algo son ellos los que pagan, y quien paga manda, y suyo es todo esto, incluidos los bufones que se desgañitan para casi nadie en el escenario —y, no han cobrado acaso, pues sólo faltaría que además se les aplaudiera o se les escuchara— y en definitiva el espectáculo no son los cantantes sino ellos, y la auténtica función tiene lugar siempre en los pasillos, en los salones, en el círculo o en los antepalcos, porque una cosa es que uno financie ciertos niveles controlados, ciertos grados asimilables de cultura, y otra cosa muy distinta —y quizás incluso peligrosa— sería tomarse la cultura en serio.