Hace mucho tiempo —porque el tiempo ha empezado a transcurrir con un ritmo distinto, y cuatro o cinco o seis días son ahora una enormidad de tiempo dentro de nuestra historia, la historia de Clara y la mía, que tal vez no sean tan siquiera una misma historia, sino dos historias absurdas y paralelas que no habrán de encontrarse en ninguna parte, porque quién cree todavía en el infinito, o mejor, antes que una historia, un mero pretexto mío para contar y revivir viejas historias—, hace mucho tiempo pues —exactamente cinco días—, desde la mañana en que la introduje por vez primera en el hondo verdor de mi pozo encantado, entre el rumor constante y apagado de las olas y los cañaverales, y, a intervalos, el pitido y el traqueteo de los trenes antes de adentrarse en el túnel, desde el día en que buscamos a la Bestia entre las hortensias y cayeron las buganvillas maduras sobre el regazo inerme de mi muñeca azul, desde entonces, proyectamos esta salida al mar en primavera, un mar limpio y sin gente, todavía virgen, o nuevamente virgen después del invierno.

Pero algo se ha trastocado en el juego y ahora somos cuatro en la barca, cuando eso debió haber sido una salida a dos en persecución de alguno de mis viejos fantasmas. Porque el ruiseñor de oro se nos ha subido a bordo —insensible a mis resistencias, por otra parte no irreductibles ni demasiado difíciles de vencer, no sé si por una secreta debilidad hacia el ruiseñor o tal vez por malignos deseos de mortificar a Clara—, ha subido a la barca metamorfoseada en cisne negro: tiene sin duda preferencia por los disfraces de ave, y aunque pienso que hubiera sido mucho más adecuado un blanco atuendo de gaviota, algo sencillo, mañanero y marino, la reconozco deliciosa con su largo pescuezo de nácar y su cabello azabache recogido en la nuca, mientras emergen cuello y brazos de una nube levísima y espesa de volantes negros. Y efectivamente tiene también la boca roja como la sangre, aunque en realidad se parece más a la pérfida reina que a la princesa candorosa que juega bobamente entre palomas, porque esta Odette medio bruja odia inequívocamente a las ingenuas muchachitas inocentes, advenedizas y tropicales, y Odette me acosa desde el día de la fiesta en el jardín con un deseo torpe y denso, que debiera ofenderme o quizás asustarme, pero que me divierte y me conmueve, tan patética y desvalida en el fondo la hechicera de los disfraces de pájaro, de las máscaras innumerables.

Sostengo el timón sin esfuerzo, el mar está levemente picado, muy poco, y no hay otra embarcación más que la nuestra —las barcas de los pescadores que siguen haciéndose a la mar están a estas horas ya muy lejos—, y mantengo yo los ojos cerrados, aunque veo perfectamente al cisne negro, petrificado en un gesto altivo, la mirada vacía, y el largo cuello emergiendo entre volantes, tan artificiosa y tan bella que nadie adivinaría en ella a la bacante del gesto descompuesto y la voz ronca, y veo la espalda flaca y el cabello al viento de mi patito feo enfurruñado, petrificado también él en la proa como una cariátide, cabalgando con una pierna a cada lado del espolón, demasiado ofendida para mirarnos ni para dirigirnos la palabra a ninguna de las tres, ni a la pérfida reina negra de los malignos hechizos, ni a mí, que la he traicionado introduciendo pájaros brujos en nuestro santuario, ni siquiera a esta muchachita que se ha traído ella consigo, cuando supo que la salida al mar no iba a ser solas como la habíamos proyectado, una jovencita esplendorosa que lleva su juventud como una profesión y su belleza como un estandarte —a Julio le volvería loco—, toda ella largas piernas, hociquillo gracioso, ojos traviesos y almendrados, bronceado uniforme: una juventud de calendario, de anuncio en tecnicolor, esa juventud estereotipada en la que parecen creer algunos tontos y cuatro viejos como aquellos que nos veían bajar por el paseo hacia el mar, tan envidiosos o tan alejados de su propia juventud que todo —la angustia, la soledad y hasta las largas noches de furia, desconcierto y llanto, aunque nada de esto parece afectar a la amiga de Clara y quizá sea una excepción— lo habían ya olvidado. Yo me he traído un pájaro exótico y maligno con sus cien disfraces —debajo una bacante sucia y enamorada—, y Clara se ha traído ese emblema simplista de juventud y de belleza, esa envoltura perfecta —debajo, cualquiera sabe. Nos hemos sacado de la manga dos peones disparatados y tramposos, lanzados ahora al tablero de juego de dos reinas locas, y aquí estamos las cuatro, en la barca panzuda que corta de un modo tan hermoso el mar levemente rizado— y si estuviéramos solas yo le explicaría a Clara que no existen dos barcas que corten el mar de modo parecido, que cada barca compone una escultura única con su quilla y las olas, chocando la proa en limpias acometidas contra el agua y dividiéndola en dos bandas de espuma que se deslizan raudas a lo largo de los flancos suaves, mientras salta en el aire dorado la espuma blanca y salpica los eternos tejanos de mi patito feo hoy casi princesa cisne blanco, una Odile que se mantiene obstinadamente de espaldas y avanza mayestática —en juego de cariátide— con los pies —otra vez, ya es manía— casi sumergidos en el agua; salpica la espuma salobre los volantes levísimos, satinados y enhiestos de un cisne negro de sonrisa distante, hija perversa y única del hechicero —me pregunto si mantienen tal vez relaciones incestuosas de las que nacerá algún extraño monstruo— que retiene cautivas a tantísimas doncellas otrora Cándidas, cisne negro que invoca tal vez secretos maleficios para cerrar para siempre en su cárcel de plumas a ese patito torpe y desdichado —no cabe duda de que hoy es desdichado— que ha de llegar a ser muy pronto la esposa de algún príncipe o el cisne más hermoso de todo el lago: cisne negro y cisne blanco salpicados de espuma dorada, hostiles los dos, obstinadamente mudos y enfrentados —aunque ellas no se miran— y entre los dos unas piernas soberbias, absolutamente impersonales, más remotamente humanas que los mismos pájaros, un pulpo en un garaje o una anunciante de pepsi-cola en una asamblea de aves, piernas soberbias y no humanas recubiertas también a trechos por brillantes chispitas de espuma.

Y yo sigo con los ojos entrecerrados, y el sol me pone estrellitas de colores detrás de los párpados, y sé que si los oprimiera levemente —como hacía de niña, como hacen todos los niños— con las puntas de los dedos, las estrellitas bailarían una danza de metamorfosis como los cristales de un caleidoscopio, pero con una mano sujeto el timón y con la otra me aferro al borde de la barca, y es tan delicioso el sol y el sabor a sal entre los labios y el entrechocar constante y repetido de la quilla contra las olas, y me importan tan poco de repente las querellas de reinas o las riñas de pájaros —y sé por otra parte que está echada a perder desde el comienzo la búsqueda de cualquier tiempo perdido o de cualquier fantasma apolillado, incompatibles los fantasmas con las chicas anuncio, con las chicas emblema, con las chicas que llevan su belleza y su juventud como un estandarte, incompatibles los entrañables fantasmas de la infancia con los perversos cisnes negros cautivadores de doncellas—, que me dejo arrastrar amodorrada y lenta, perezosa como un lagarto, o como la imagen que tenemos los humanos de los lagartos adormecidos al sol, ajena a todo, aunque las otras tres mujeres se han lanzado a hablar, roto por fin el mutismo obstinado, y el ronroneo o el graznido de sus voces secretamente agresivas se mezcla al de las olas, al rumor del viento, se mezcla ahora al alarido repentino, áspero, salvaje de las gaviotas, porque la barca se ha deslizado en el interior de una rada, y un círculo casi cerrado de rocas agrestes, cortadas a pico sobre el agua, altísimas y oscuras, nos rodea, y el agua queda ahora súbitamente inmóvil y es de un azul profundo, casi negro, y ha cesado también de pronto el viento, y en lo más alto de los riscos, apretadas la una al lado de la otra, en una línea densa e ininterrumpida, lanzan las gaviotas un alarido irritado, nos increpan furiosas desde las rocas negras que se hunden en su base en las aguas negras, destacan contra un cielo que parece repentinamente sombrío y amenazador, y estoy echando el ancla, aunque en este mar denso, metálico, la barca no se mueve, y, cuando cesa el ronroneo del motor, aumenta y se multiplica terrible el alarido de las gaviotas, y siento casi frío, y me tumbo de espaldas en la madera tibia, al sol —porque sigue haciendo sol aunque parezca que el día se ha entenebrecido—, me tumbo con los ojos nuevamente cerrados, y pienso que en definitiva quizá no estén tan lejos mis fantasmas, mecida yo suavísimamente por el agua de plomo o de mercurio, tan plata y tan oscura, con un cielo del que parece —sólo parece— haberse borrado el sol sobre mi cabeza, y esos pájaros salvajes increpándonos airados a miles desde los riscos, apagando casi el parloteo trivial que mantienen un cisne negro, un patito feo y un pavo real, aves en definitiva de corral o de estanque, que pelean con rabia pero sin brío, sin alcanzar ese alarido terrible de las gaviotas enfurecidas, aves de corral en tonta competencia gallinácea, una competencia que aun siendo por mí —porque hablan para mí, por más que parezcan estar hablando entre ellas— ha dejado de interesarme: no tiene sentido esta pelea de corral en tan soberbio decorado wagneriano.

Hasta que algo me obliga a incorporarme, el codo sobre la madera y la cabeza apoyada en la palma de la mano, algo me obliga a abrir los ojos y hasta a olvidarme de las gaviotas y de los fantasmas, porque en la proa inmóvil, contra las rocas negras, la muchacha emblemática se ha quitado el suéter y el slip, en un gesto rápido, natural y sencillo, y se yergue desnuda, toda la piel uniformemente bronceada, más parecida que nunca a la portada de una revista, toda ella imagen, sin la menor evocación al olfato o al tacto, tan tremendamente impersonal, tan joven y tan hermosa, y cerca de ella el cisne negro se está despojando en gestos sabios y lentísimos de volantes y plumas, emerge laboriosamente de múltiples encajes y bordados, prendas íntimas minúsculas y exquisitas, como pedacitos de espuma negra, como el ajuar de una muñeca lujosa de otros tiempos —aquí sí se expanden los aromas, aunque apenas si llegan hasta mí absorbidos y devorados por el aire salobre que huele a mar—, y ella se demora, se estremece al contacto de una brisa imperceptible, se despereza lenta y sin sonrisas, y emerge milímetro a milímetro un cuerpo escueto y suntuoso, de muslos escurridos, largas piernas, senos pequeños y erguidos que culminan en unos pezones ásperos, rugosos y casi violetas, suntuosa carne satinada en tonos crema, y es un hermoso espectáculo el de las dos mujeres —tan natural la una, tan artificiosa la otra— espléndidamente ataviadas en su propia desnudez, más cubiertas que nunca, más a salvo que nunca, tras la coraza de sus cuerpos desnudos, erguidas allí, entre el círculo casi cerrado de los riscos negros y amenazantes, bajo el graznido airado de las gaviotas, sólo que en los ojos grises de mi patito feo, que por fin ha vuelto también la cabeza y ha perdido por fin su compostura de cariátide, hay un fulgor herido, una rabia desconcertada y salvaje, pobre gaviota atrapada en extrañas redes y más que nunca vulnerable, más que nunca un gatito famélico y perdido, pero que acorralado aquí, en la proa inmóvil sobre el mar quieto y negro, va a tener que saltarme forzosamente a los ojos o a la garganta, porque no cabe duda de que es un animalito inerme y herido, pero no me cabe tampoco la menor duda de que es un animalito salvaje, y el salto se produce repentino, fabuloso en el aire, tan brutal y violento, tan doloroso para ella —porque la agresión es más contra sí misma que contra mí—, que me deja atónita y conmovida: no ha saltado a los ojos ni a la garganta de nadie, se ha lanzado al más vertiginoso vacío, y veo surgir la espalda flaca, traslúcida la piel que recubre los huesos pequeños, delicados, veo surgir los brazos blanquísimos, la cabeza con el pelo oscuro ahora revuelto, mientras sostiene valerosa en alto, como una bandera, el suéter azul, y ahora queda ahí, ligeramente temblorosa, firmes los labios y desconcertados los ojos, más parecida que nunca a una niña que no sabe, pero las dos sabemos que tiene que seguir, porque yo no puedo gritar me rindo, ha sido un juego estúpido, vuelve a ponerte la ropa, ni puede ella volver a alzar en alto el suéter bandera y deslizárselo por la cabeza, y en esta pantomima idiota —que nos lastima a las dos— habrá que llegar necesariamente hasta el final, y Clara se quita en bruscos tirones desmañados los tejanos, el sostén —para qué diablos llevará sostén— y las bragas, y queda ahí su cuerpo niño, casi ni adolescente, los largos cabellos oscuros desparramándose hasta la cintura, blanca como la nieve, negra como el ébano, roja como la sangre, no los labios —ahora morados de tan lívidos— sino las mejillas que se incendian, en un rubor que ella detesta pero no puede contener, y si la hermosa joven pepsi y el fascinante cisne negro se han vestido su desnudez, como un atavío suntuoso y magnífico, el propio cuerpo cubriéndose a sí mismo, y no puede decirse propiamente que estén desnudas en este nuevo disfraz, ahora el cuerpo de Clara, tan crispado y tan pálido entre el cabello oscuro, este cuerpo que no es siquiera todavía un cuerpo de mujer, que no es siquiera adulto, resulta tan terrible, tan turbador en su ambigüedad y en su desamparo, que ha concentrado en sí toda la posible desnudez del mundo, y mientras oigo las tres zambullidas sucesivas de los tres cuerpos en el agua, vuelvo a tumbarme en la popa, esta vez con un frío más intenso y distinto, buscando el calor reconfortante de la madera tibia.