Me sumerjo de nuevo en la fiesta de disfraces, en este nosotros que en realidad no es más que una ficción, porque ni ellos ni yo podemos estar nunca seguros de ser de veras una misma cosa, y siempre hay en mí vestigios de una rara incomodidad, un sentirme fuera de lugar, y hay en ellos un leve desasosiego envuelto en sutiles suspicacias, me sumerjo en la fiesta de disfraces y reanudo la tierna apoteosis de los senos, el intercambio de sonrisas y de besos, mientras decimos a coro, sacándonos unos a otros las palabras de la boca, las más monstruosas ridiculeces y arrebatamos blandamente de las grandes bandejas de plata las copas delicadas, por cuyos largos tallos se desliza la espuma del champán, y ya es idea esta profusión de champán en una fiesta, como si estuvieran adivinando y siguiendo mi juego y quisieran buscar una sutil analogía con las bacanales de nuestros abuelos, aunque Clara, ella sí y no sé cómo, ha conseguido encontrar en algún lado una botella de whisky y un vaso grande, sin tallo, y se sirve y bebe al borde de la piscina, y seguramente por eso, porque también ella está bebiendo demasiado, no nota que sus pies chapotean en el agua y que tiene mojados los zapatos y el trasero, o si lo nota no le importa, porque me mira, me sigue obstinadamente con la mirada mientras yo deambulo por el jardín, me mira y me sonríe y levanta en alto el vaso en un brindis burlón, y bebe por mí o por ella misma o por todos nosotros, y yo pienso que nunca la había visto beber y que quizás esté bebiendo más de lo debido, pero quién no bebe más de lo debido en una de estas fiestas, y cómo sería posible, sin beber, soportarnos los unos a los otros, y soportar la memez ajena y potenciar la propia, y hasta creernos ingeniosos y guapos y tremendamente importantes como grupo, y sólo somos una copia mala del peor o del mejor Fellini —y seguro que dentro de la casa en ningún rincón encontraré a la Vitti releyendo a Pavese—, los mezquinos residuos de una raza a extinguir y que quizá no existió nunca como la imaginamos, cómo sería posible, sin beber, estrechar así las filas del clan, y mantener como un fuego sagrado ese chisporroteo cálido en miradas y sonrisas, ese alegre encresparse de pezones bajo la suavidad o la rugosidad de unos terciopelos y lamés que cabalgan a pelo, sin riendas y sin silla, sobre nuestros pechos, cómo podríamos llevar adelante la farsa, porque esta fiesta como todas nuestras fiestas es una farsa, menos real incluso que la Casa de la Troya de nuestra juventud, y representamos ahora un papel distinto pero con mucha menos convicción que cuando pretendíamos ser unos jóvenes y despreocupados estudiantes que se fuman la clase y bajan paseando hasta el mar, quizá porque el entusiasmo se ha ido quedando con los años por el camino o quizá porque no tenemos ahora suficiente público —dónde están los viejos que leían el periódico sentados en los bancos, las mujeres gordas desbordadas por los niños y las cestas de la compra, los adustos conserjes del Ateneo—, aquí somos nosotros público y espectáculo, porque los criados son sólo sombras, fantasmales soportes de unas bandejas de plata que parecen deslizarse solas por el jardín, aquí no hay otro posible público que Clara, y por eso brinda burlona en nuestro honor, desde la escalerilla de la piscina, y sabe que estamos interpretando mal, que somos actores de segunda, y sospecha que quizá la he arrastrado hasta aquí para tener al menos un espectador ajeno a esta representación lamentable, porque sin un espectador, aunque sólo sea uno, el teatro ya no existe —tendré que explicarle luego que no es eso, que la he traído en realidad para ponerla a prueba y descubrir si encontraba el guisante y era la más princesa de todas las princesas—, y he de reconocer que también a mí me gusta representar, me gusta disfrazarme, me gusta sumergirme en esta interminable sucesión de farsas que se inició en la adolescencia: antes de la adolescencia no había farsas, sólo juegos, y los juegos han sido y son siempre sagrados, nacemos y crecemos en el mundo sagrado de los juegos —donde todo es real— para desembocar después en esta mascarada de los adultos.
La casa está vacía y en penumbra —han apagado hace rato las arañas de cristal y sólo quedan algunas luces bajas—, hermosa como un decorado sin gente. Y ante el tocador de mármol rosa, ante el gran espejo que cubre casi la pared, me divierte —como cuando era niña y me escabullía en el baño de mi madre— empolvarme la nariz con la borla satinada color crema, pasarme el cepillo de plata labrada por el cabello, rociarme el cuello y las mejillas con las minúsculas gotitas de colonia muy fría que salen disparadas del perfumador de cristal. Me inunda el aroma intenso y desconocido, y cierro los ojos un instante largo, lo bastante largo para que alguien se deslice a mis espaldas, y yo piense Clara, pero sepa que no es Clara, ni es tampoco Maite, que nos ha estado mirando toda la noche con curiosidad creciente, la que me ha seguido hasta aquí, que no son las de Clara estas manos sin peso que se me posan en los hombros, que no es de Clara este jadeo leve, la respiración un poco más rápida y difícil de lo normal, que me roza el oído, que me roza la nuca, ni este segundo aroma, también desconocido pero mucho más agresivo e intenso, que se mezcla ahora con el que yo he extraído del perfumador.
Las manos inician desde mis hombros una caricia lenta, graciosa, casi un ademán de pantomima o de ballet, como si más que tocarme me dibujaran en el aire; se deslizan por mis costados, me rozan la cintura, se demoran unos instantes, ascienden hasta mis pechos y se inmovilizan allí, alcanzada por lo visto su meta, con un temblor levísimo. Después, en una decisión súbita, suben de nuevo hasta mis hombros y me obligan a darme la vuelta. Y me enfrento ahora a unos ojos verdísimos —que no son los de Clara y no son los de Maite, claro—, dos piezas gemelas de hermosísimo jade, en lo hondo de la sima sobre la que aletean asustadas las larguísimas pestañas de oro, me enfrento a una boca rosa pálido, un rosa fragante y húmedo que florece en el rosa mate y más claro de la piel, porque alrededor de las piedras verdes y las pestañas doradas el rosa se difumina y se tamiza, en una imitación casi perfecta de la carne, y lo real y lo imaginario encuentran un punto de conjunción exquisita en esa delicada muñeca de salón (porque es la señora de la casa la que me ha seguido hasta el tocador), y el rosa mate de las mejillas se atenúa todavía más en la garganta, deja transparentar allí muy levemente las venas azuladas, para volver a enriquecerse en tonalidades más cálidas al alcanzar los hombros y el pecho, hasta la cúspide violácea de los senos, semejantes a las puntas de los capullos de las flores de nardo, una repetición, una suave consonancia con el rosa de los labios y el rosa, sólo un punto más encendido, de las uñas.
Es un objeto rarísimo y exquisito, tremendamente costoso, importado de tierras muy lejanas para solaz del miembro más poderoso del clan, es la pieza más lograda de una amplia colección de marfiles y jades, de tallas góticas y armas renacentistas, el más precioso de todos los tesoros que llenan este palacio de pacotilla en el que todo es costoso y auténtico pero en el que nada es real, soberbia pieza de orfebrería cincelada por orfebres expertísimos, magnífico ruiseñor de oro y esmeraldas traído hasta aquí desde muy lejos para recreo y ornato de un falso emperador, aunque para consolarle esta vez por la pérdida de nada, pues por quién o por qué podría estar un día triste el señor de esta casa. Un valioso juguete de pedrería que cantará tan bien quizá como un pájaro verdadero, porque lleva en el pecho hueco una voz oculta, toda ella —la voz— oro halagador y rosa acariciante, una voz opaca y melodiosa, que rima delicadamente con el esmeralda de los ojos, con el mate marfileño rosado de la piel, una voz programada para encresparse a veces hasta la intensidad voluptuosa del rosa carmín, para que languidezca luego, tan exquisitamente, en el rosa nácar, una voz que debe conocer una única canción, bien grabada y aprendida, un disco de una sola cara que el emperador puede accionar cómodamente oprimiendo un botón. Pero algo debe de haberse roto hoy —y por qué precisamente hoy, que he venido a esta fiesta con Clara, mientras Maite nos espía a las dos, o a las tres, con sus ojos al acecho— en el complicado mecanismo, y sin duda el ruiseñor de pedrería se ha metamorfoseado en un pájaro loco, y si al menos hubiera enmudecido, pero no, no ha enmudecido, sino que está distorsionando monstruosamente la canción y está musitando ahora en mi oído una salmodia blasfema, una salmodia oscura y sin sentido —sin sentido al menos en el mundo de Apolo y del emperador—, con una voz sangrante y turbia, como coágulos viejos de una sangre sucia, una voz que ningún orfebre habilidoso pudo disponer en su pecho, y que no rima ya con los suaves tonos marfileños ni con el verde purísimo de las esmeraldas, aunque también allí, en lo más hondo de las piedras traslúcidas y frías, está naciendo ahora un brillo alucinado, y se ha incendiado el rosa tenue de las mejillas, y en las sienes de nácar está brotando algo que se parece muchísimo al sudor.
Y es monstruoso ese despertar a la vida de un ser inanimado, es terrible ese segundo ser que emerge vivo, perfilándose línea a línea tras los rasgos evanescentes de la muñeca-ruiseñor, hasta engullirla y eliminarla, como si la devorara desde dentro para poder crecer él hacia afuera, esta mujer de carne que ahora nace, o que yo descubro ahora tras sus máscaras, y que no es ni siquiera una mujer hermosa. Me envuelve el graznido ronco —dime que tú también sientes lo que yo, dime que no has podido pensar en otra cosa desde que nos conocimos… ¡qué disparate en un ruiseñor de esmeraldas!—, y siento que me diluyo en el rosa y el nácar, en el brillo enfermizo de pedrerías locas, en el aroma pegajoso y demasiado denso de los dos perfumes que se mezclan, en el chirrido del disco equivocado que musita una canción imposible, mientras tengo la lengua de la mujer-pájaro, de la mujer-serpiente, enroscándose a la mía, hundiéndose hasta lo hondo de mi garganta, y sus labios me chupan como ventosas encendidas, y las garras terribles —de dónde demonios sacarán su fuerza insospechada— me lastiman el pecho y la garganta, desgranan en un gesto monótono, obsesivo, mis pezones asustados, y me repito que debo hacerla entrar en razón, devolverla lo antes posible —antes de que entre Maite, de que nos vea Clara, de que se dé cuenta de algo el emperador— a su magnífica envoltura de objeto suntuario, a la seguridad inerte de piedras y metales, a la lujosa inmunidad de sus mil máscaras, debo advertir a esa muñeca rota que no puede permitirse aquí tales desmanes, que nunca debe adivinar su dueño y señor —me conozco tan bien a los emperadores de mi tierra—, el señor que la trajo de muy lejos para exótico ornato de sus salones y, esto ya es más dudoso, para placer de su cama, nunca debe descubrir, por mucho que la agasaje y que la mime y la cubra de obsequios y caricias, nunca debe entrever, por más que esté dando en su honor las fiestas más fastuosas de la ciudad —que a Clara, todo hay que decirlo, no le parecen tan fastuosas, porque a ella, también llegada de otro mundo, todo, los coches y los whiskies y las joyas y la servidumbre, le parece pequeño y corto y ajado y mezquino en este mundo nuestro—, nunca debe intuir, pues, el emperador que hay algo en su magnífico juguete que no funciona como es debido, que hay un rostro casi humano y ni siquiera especialmente hermoso detrás de tantas máscaras, y en el pecho un disco secreto que conoce y murmura otras palabras, para él blasfemas, y que la sofisticación obra de habilísimos orfebres del Oriente puede arrastrar algunas veces a senderos prohibidos o ignorados.
Porque mi pobre mujer-serpiente, mi desvalida mujer-pájaro, sólo programada para ser ornato de camas y salones, sería devuelta de inmediato a los más lejanos confines en un paquete cuidadosamente lacrado, y eso si no le ocurría algo todavía peor. La aparto pues muy suavecito de mí, sus manos todavía en mis pechos, las mías en sus hombros, le doy un beso cariñoso y breve, y me escabullo veloz hacia el jardín —Clara sigue en el borde de la piscina y no creo haya advertido nada—, un poco divertida en el fondo, y un poco conmovida también, porque no asiste una todos los días a la dolorosa metamorfosis de un ruiseñor de oro en una bacante desmelenada —y que hasta olía un poco a vino, no a champán—, con la ferviente esperanza de que nadie nos haya visto en el tocador ni nadie pueda poner en peligro el triste porvenir, el brillante futuro, de un pájaro tan elegante y tan hermoso, aunque también, para su desgracia, tan inoportunamente real y vivo.