Clara sube ahora todas las tardes a la casa del acantilado, sobre el mar variante de las hojas todavía recientes, todavía nuevas. Y el primer día me pregunta riendo —rota por un instante su huraña timidez, esa tensión incómoda que me cohíbe y que la paraliza— si tengo muchas más, si es que me dedico formalmente a ir coleccionando casas viejas y deshabitadas. Casas viejas, cerradas y vacías, con ese olor a polvo acumulado en las tapicerías y las alfombras, ese amarillear y apolillarse de cortinajes y visillos, moho y flores marchitas entre las páginas de los libros, discos pasados de moda, que evocan a veces todo un tiempo perdido, amontonados de cualquier modo junto al tocadiscos, y esa luz filtrada y ambarina propia de los acuarios y las catedrales. Y río yo también —es delicioso reír juntas durante unos instantes— y le digo que no, que tengo por principio no coleccionar nada de nada, dedicarme sólo a piezas exclusivas, aunque en el fondo quizá tenga Clara algo de razón, y esto que guardo y mimo y le exhibo sea en definitiva una valiosa colección formada por dos piezas únicas: la casa de mi abuela junto a la playa, entre el rumor del mar, el silbido periódico y acordado de los trenes, el viento en los cañaverales (menos oído que adivinado) y en lo más hondo y secreto el mágico pozo de las buganvillas, y el viejo piso de mis padres —de mi madre— con los tres balcones dominando el triángulo cabalístico sobre el mar variable —y también rumoroso— de las hojas primaverales.
Dos casas vegetales y acuáticas, susurrantes y oscuras, en las que viví yo hace mucho tiempo y en las que algo mío, planta tenaz, soterrada y maligna, de muy hondas raíces, siguió misteriosamente creciendo, para ver emerger ahora, ver brotar ahora, en el calor de mayo —como una enredadera magnífica y carnívora, como una enredadera voraz de vertiginoso crecimiento— esta parte ignorada de mí misma, que yo creí ya muerta y que iba entretanto multiplicándose en las más hondas simas de las prohibidas profundidades. Y en esta casa museo, en esta casa templo, en esta casa tumba, en esta casa umbral del mundo del ensueño, voy disponiendo a Clara Ariadna, una Ariadna que tal vez no sirva de guía a nadie, pero que me sigue a mí sin hilo alguno a lo largo de los complicados recovecos del laberinto, a Clara diosa azteca —inútil recordar que no hubo aztecas en Colombia— de cultos sanguinarios y corazón purísimo, a Clara Angélica morena que maduró en las selvas tropicales unos labios dulcísimos y unos senos de miel cuyo sabor buscará inútilmente en múltiples panales Orlando loco enamorado: única habitante de mi tiempo deshabitado, de mi pasado ido, muñeca zanquilarga que paseo morosamente por los laberintos de mi tiempo inencontrable. La acodo en el balcón sobre la baranda de piedra, el viento agitando sus cabellos largos y oscuros contra el fondo verde tierno de las hojas, trasladado mágicamente el torreón de Rapunzel desde la selva oscura al borde de las olas; la siento en el butacón de cuero donde papá leía el periódico y le voy poniendo en las manos fotografías y cartas, libros subrayados, libros dibujados, libros de memoria aprendidos, más parecida que nunca a una muñeca grande y zancuda vestida de azul —teja— nos azul, suéter azul; —o la tumbo blandamente sobre las alfombras, una lámpara tenue prendida en un rincón y el lamento amoroso de Isolda, que se confunde a trechos con el lamento enloquecido de Orlando— inundando en embates enteros y redondos la habitación —como olas redondas que se persiguieran y cabalgaran unas sobre otras antes de romper en la playa o contra el acantilado, se derramaran por todo el piso, escaparan a través de los balcones abiertos hacia los ruidos de un exterior ahora anulado y vencido.
Y entre estas luces tamizadas, en estos interiores con música, mi muñeca flaca, tan insignificante en clase entre los compañeros —un gesto huraño y la gabardina gris ceñida a la cintura—, tan anodina y casi fea en las calles estallantes de sol, en las terrazas de los cafés, en las carreteras junto al mar o en el vestíbulo de los cines, florece con un encanto nuevo: muñeca de interior, su fragilidad y su torpeza se tornan graves, conmovedoras, entrañablemente distintas, mientras amanece un fulgor húmedo en sus ojos abrasados, tan intensa la mirada que no puedo sostenerla y me siento turbada como en la primera adolescencia, y despereza su cuerpo largo y fino —relajado por fin—, su cuerpo de piel que imagino morena y mate, piel carnosa como un fruto, con la gracia lenta de un felino.
Pienso que desde hace mucho la nueva Ariadna estaba buscando ella también sin saberlo mis mismos laberintos, y que es como yo subterránea, oscura, vegetal, propensa a extraños cultos selénicos y prohibidos, a perversas iniciaciones báquicas, rumorosa de mar y de cañaverales, predestinada a debatirse torpemente, lánguida y adormecida, entre las pezuñas agrestes del Minotauro y el aliento denso y ardoroso, el sexo bífido, de Dionisos (en cierto modo Teseo estuvo siempre de más en esta historia: un fútil paréntesis de esperanza entre dos magníficas fatalidades, y Ariadna transitó en un ensueño letal, del que no pudo en instante alguno despertar, desde los laberintos a los bosques báquicos, nunca ella misma junto a un imposible Teseo proclive al abandono).
Clara felino, Clara princesa más oriental que nunca —quizá Lancelote haya olvidado por fin sus amores con la ingrata Ginebra y fuera él quien la subiera a la torre en que lo mantienen prisionero junto al mar, quizá no fuera en realidad la torre de Rapunzel— se despereza y florece sobre la alfombra persa, donde hermosos guerreros de largas lanzas encabritan sus corceles, y se pierden y ensortijan los cabellos oscuros entre los cascos ágiles y duros, en pleno campo de mítica batalla, y es por ella quizá que pelearon hace un milenio sin conocerla esos hombres extraños de ojos almendrados y negros bigotes lacios —me he preguntado siempre, desde niña, por qué reñirían esos tipos extraños de la alfombra persa tan encarnizada batalla—, los guerreros jinetes que hacen ahora caracolear sus caballos encima —debajo— del cuerpo hermoso de la muchacha en flor, tendido ahí como una ofrenda, como un desafío, como el premio quizá para el que sea más bravo en la pelea, mientras se extiende por la alfombra como una enredadera sin raíces —no necesita raíces—, enorme ella —tan pequeña— entre los guerreros miniatura, nuevo Gulliver en el país de los enanos, pero un Gulliver hembra y flor e increíblemente delicado: la piel cremosa y suave, el largo pelo oscuro, el azul desteñido de los tejanos se pierden y se desvanecen absorbidos en los rosas, los malvas, los azules intensos del tapiz, hasta que sólo quedan vivos en ella los ojos abrasados que me turban y me devuelven a la adolescencia, y un palpitar insólito, levísimo, inquietante también, en ese cuello largo, flaco, desnudo e inerme, ya toda ella seda, toda ella tapiz, toda ella desconocida historia de hace casi un milenio, salvo los ojos quemantes y el ritmo agazapado en la garganta.
Y ante Clara tapiz, Clara en flor, Clara vegetal y lejana, abro yo el baúl de los disfraces —¿no es esto acaso un hermoso, un perverso juego de suplantaciones y disfraces?— y me voy vistiendo lentamente mi tristeza de niña, y descubro que es eso en definitiva lo que he vuelto a encontrar en este mayo sofocante y polvoriento, en esta primavera sin primavera de mi ciudad torpona que poco sabe de matices y gradaciones: en esta primavera de exámenes y flores a María y brotar secreto de las primeras hojas, me ha sido devuelta íntegra —me ha sido devuelta intacta— una tristeza vieja que creía para siempre perdida —que había tal vez incluso ya olvidado— y que no hacía otra cosa que aguardar paciente su momento, a salvo de todo deterioro en el baúl de los disfraces. Es inútil que Clara me interrogue —está empezando a hacerlo— sobre los hombres o mujeres que yo he amado, sobre las aventuras que he vivido o los trabajos que he realizado, es inútil buscar rastros de la dama inglesa que recorre medio mundo tomando el té —con leche— a las cinco de la tarde, repartiendo sonrisas y propinas entre los nativos, mandándome postales con una letra tan grande, tan segura y posesiva que sólo queda espacio para unos besos —asépticos y asimismo posesivos—, o mandando unos regalos siempre equivocados y magníficos —túnicas bordadas a mano sobre sedas antiguas varias tallas más grandes que la mía o pendientes aztecas de plata labrada para unas orejas que ella misma, madre muy progresista y europea, no quiso agujerear jamás—, como es inútil buscar indicios de la otra mujer, esa Guiomar tan igual en el fondo a mi madre y también tan extranjera —aprisionada yo entre dos mujeres que me son extrañas, una al comienzo y otra al término de mi tiempo—, por más que recorra universidades americanas buscando referencias exactísimas, escriba unas postales en su letra menuda de médico o científico y mande unos regalos que de puro utilitarios y sensatos resultan peregrinos y no me sirven tampoco para nada, inútil buscar indicios de estas dos mujeres que me son extrañas y que están ahí, a plena luz, autosatisfechas, divinas, apolíneas —y como todo lo autosatisfecho, como todo lo divino y apolíneo, un poco bobas—, orgullosas la una de la otra, intercambiando por encima de mi cabeza halagos y sonrisas, y lanzando inquietas y llevadas por ramalazos de su mala conciencia un amor temeroso que dirigen a mí pero que no ha de encontrarme nunca en mis subterráneos, que se pierde infecundo en los laberintos.
Es asimismo inútil que Clara me interrogue sobre los hombres que he amado, aunque han sido bastantes, y aunque a algunos —por lo menos a uno— debí sin duda amarlos mucho, y aunque hubo otro que fue el padre de Guiomar y que ha sido parece mi compañero —¡mi compañero!— durante la casi totalidad de mi vida, por más que parta periódicamente en un spot televisivo con rumbo a mundos chatos y conocidos, pero lo cierto es que no hay rastros de ninguno de ellos en el baúl: ningún disfraz de novia, ni de amante, ni de mujer que ha descubierto el amor —porque hubo un día en que Ariadna conoció por fin a Teseo, un día en que cierta valquiria fue despertada de su sueño por Sigfrido—, ni de compañera fiel o de madre amantísima, ningún disfraz siquiera de mujer realizada o importante o simplemente feliz. Sólo encuentro en el baúl este disfraz agobiante e incómodo, que me oprime de una forma terrible el pecho y la garganta —ya oprimía de niña, y habré crecido tanto, ¿habré crecido tanto?, desde entonces—, tan pesado que hace que me tambalee y vacile bajo su peso, tan monstruoso que pienso puede arrastrarme en cualquier instante a morir, tan conocido y tan entrañablemente mío que se pega a mi cuerpo como una segunda piel, y sin embargo tan hermoso, el más hermoso de todos los disfraces, nacido de los delirios solitarios de una niña desolada que quizá presintiera ya que algún día habría de conocer y perder luego a Teseo, que otro día —mucho mucho después— habría yo de vestirme este disfraz para danzar ante ti —o ante ella— la danza de la más honda agonía bajo su peso letal, un disfraz guardado años y años en el baúl de los disfraces —el disfraz de todas las angustias, de todos los miedos, de toda la tristeza de una infancia—, y que me pongo lentamente, dolorosamente, ante ti, princesa enredadera, nueva imagen de una Ariadna que prefigura todos los abandonos, torva princesa en flor entre jinetes liliputienses, florecida mágicamente, entre los lamentos redondos de una Isolda también ella traicionada, florecida y fundida mágicamente en una alfombra persa.