La casa está vacía. Huele muy levemente a polvo y a cerrado. Quedan fuera los rumores del mar y de las hojas, el viento adivinado más que oído en los cañaverales. En mi segundo pozo hay un silencio total —casi total, porque suena insistente el tic-tac de varios relojes— y una luz tenue. Porque alguien, aunque ahora no haya nadie en la casa, ha levantado las persianas, ha ventilado un poco las habitaciones, ha pasado una gamuza apresurada por encima de los muebles y hasta ha dispuesto algunas margaritas y claveles en los floreros. Incluso se han acordado de enchufar la nevera y ya están cuajados los cubitos de hielo. Y hay provisiones por si nos apetece comer en la casa: frutas, ensalada y pollo frío en las fuentes blancas y azules de cerámica. Ahora Clara se ríe, tímida y huraña aún, pero inconfundiblemente divertida: «¿Cuál de las dos es la Bella? ¿Y en qué rincón nos espera la Bestia?». Y seguimos avanzando por la casa encantada, entre muebles macizos y panzudos de caoba, mecedoras de mimbre, altos maceteros, transparentes visillos, cortinas floreadas, tapetitos de encaje bajo figurillas un poco desconchadas. Seguimos avanzando hacia el fondo ultimísimo de mi mundo subterráneo, hasta el tercer pozo, un pozo dentro de otro pozo dentro de otro pozo, porque allí, de aparecer en alguna parte, es donde podemos encontrarnos con la Bestia, donde puede revelarse el Minotauro, donde juegan todos los atardeceres Comadre Nieve y el Conejo Blanco.
Y Clara es sin lugar a dudas la Bella de mi historia, y yo soy apenas un espectador tal vez curioso, tal vez ligeramente interesado, pero en modo alguno comprometido, porque no puedo comprometerme en esta trama que ocurre al otro lado de mil paredes de cristal o de espejo, prisionera yo y a salvo —o eso creo— en el acuario de mi tiempo ido, siguiendo en la bola hechizada del adivino o en la mágica pantalla donde se reflejan las futuras edades una peripecia a la que pienso no he de incorporarme. Estamos en el patio interior, en el punto más hondo y sin salida de mi último pozo, en el mismísimo centro del santuario subterráneo, en la escondida cámara de los ritos inocentes, perversos y prohibidos. La luz ambarina de la mañana primaveral se tamiza de verde, de azul, al cruzar entre las buganvillas y las enredaderas de campanillas moradas, azules. Zumba la luz en el polvillo denso, como en los rayos que cruzan desde cristales polícromos la oscuridad callada de viejas catedrales, y hay también aquí el mismo frescor húmedo, la gozosa certeza de que la vida —esa bagatela vulgar, desordenada, tan molestamente ruidosa que es la vida— ha quedado detrás de las puertas, sigue vibrando fuera, nos da un respiro hasta el instante de la salida (porque siempre se sale de los patios y de los pozos y de las viejas catedrales). Sumergirse en este patio es como emerger desde la plaza del mercado de una tarde pueblerina de agosto al hondísimo silencio umbrío de una catedral casi vacía. Los ojos se acostumbran lentamente a la penumbra llena de matices, y vislumbramos ya en aquel rincón el lavadero grande. Antes de poder verlo, hemos oído el gotear monótono del grifo en el agua todavía invisible. Sólo este goteo monótono, acompasado, y el estallido inesperado de una campanilla que se rompe contra las baldosas, sobre la mesa de mármol, entre las macetas de hortensias. Y aquí, entre las macetas, en una mecedora de mimbre, he sentado yo a Clara, como si fuera una de mis muñecas, la más zanquilarga, la más flaca, la menos expresiva de mis muñecas de antes. Debajo de las buganvillas y las campanillas, porque me gustaría que una flor densa, morada, olorosa, vencida, le cayera madura en el regazo o entre el cabello oscuro. Si pudiera dejar de fumar por un instante y permanecer absolutamente inmóvil, esa muñeca grande vestida de azul… Estática y remota, todavía un poquito huraña, secretamente divertida quizás y burlona, deja sin hacer un solo gesto —más que el de llevarse el cigarrillo a los labios— que yo prepare las copas, acerque un cenicero, disponga sobre la mesa de mármol los platos y cubiertos, las fuentes con la ensalada y con el pollo frío, y no sé si esta naturalidad prodigiosa con que me deja hacer procede de cien generaciones de princesas aztecas —es cierto que no hubo aztecas en Colombia—, vestidas, bañadas, peinadas, cepilladas, alimentadas por esclavas morenas de pies descalzos, o si es la naturalidad mansa y conmovedora de un niño desvalido, porque surge en torno a ella la certeza de que, si alguien —yo por ejemplo esta mañana— le pidiera que transportara unos platos o trajera un tenedor, le iban a estallar entre las manos o iba a sucumbir tal vez bajo su peso.