Conduzco el coche por la vieja carretera que bordea la costa. Y el placer de la mañana limpia, del aire primaveral que entra violento por La ventanilla abierta, del mar azul que se riza y se cabalga a sí mismo en mechones sucesivos de espuma, es casi mejor hoy, con esa gata flaca y esquiva que se agazapa al otro lado del asiento, todo lo lejos de mí que le permite el espacio cerrado del coche, acurrucada junto a la ventanilla, obstinada y huraña tras el pitillo encendido —y es raro que el placer de un paseo en coche junto al mar sea más intenso con alguien al lado que a solas conmigo misma—, una Clara casi hostil. Aunque es su maullido lo primero que he oído esta mañana al otro lado del teléfono: Soy Clara. Y luego un silencio largo, que se ha prolongado tenso y casi doloroso —quizá sea esto lo que ahora la pone contra mí—, porque me ha divertido no intervenir en seguida, callarme yo también, a la espera de que balbuceara ella cualquiera de las excusas que habrá estado elucubrando estos días o la primera que se le ocurriera. Como si no supiera, yo, para qué llamaba, como si no hubiera sabido desde mucho antes —un mucho antes que se reduce a tres días reales— que era inevitable esta llamada, que en un momento u otro ella tendría que deponer en parte sus defensas y acabar de marcar los números —todos los números hasta el último— en el teléfono, después de haber marcado infinitas veces los primeros para colgar sin terminar, y tendría que dejarlo sonar sin colgar tampoco, y esperar hasta que yo descolgara y dijera ¿sí?; como si no supiera yo las vueltas que ha dado por su cuarto y los pitillos que ha encendido y apagado antes de decidirse (todos los que caben en estos tres días). Porque he entendido ya el juego de Maite y he entrado en él —imagino que el juego hubiera surgido de todos modos, aunque Maite no hubiera acudido a la casa de mis padres para alertarme, estimularme o prevenirme— y todo tendrá que sucederse de forma casi inevitable. Y ella tenía que telefonear antes o después, aunque no podía ser mucho después, y tenía que decir en un maullido agónico: Soy Clara, y yo tenía que dejar que se prolongara un silencio angustioso, más angustioso para ella que para mí, porque a mí me divierte callar. Como me ha divertido estos tres días dar las clases sin apenas mirarla, llegando con el tiempo justísimo —casi tarde— y precipitándome a mi tarima, ya con las palabras en la boca, para escabullirme al terminar, con tantas prisas como si hubieran prendido fuego al mapa de España en relieve justo a mis espaldas o hubiera estallado un petardo debajo de la mesa. Dejándolos a todos clavados en sus sitios y como alelados, con las bocas abiertas y los ojos incrédulos, porque nunca nunca han oído en la universidad algo tan disparatado como mis clases de estos tres últimos días (los mismos tres días que ha pasado Clara en su cuarto, fuera de la hora de clase, encendiendo y apagando cigarrillos, contando sus pasos de pared a pared, descolgando y colgando mil veces el teléfono sin haber marcado más que las primeras cifras de un número que se sabe, desde hace tres días, de memoria), con una Angélica por momentos más flaca y más castaña, de labios voraces y ojos abrasados, que recorre cual bacante loca unas selvas inesperadamente tropicales, unas selvas inconfundiblemente amazónicas, mientras las altas ventanas conventuales son tapiadas por enredaderas densísimas, y silban las serpientes y los monstruos en el oscuro umbráculo, y enloquecen a lo lejos los roncos alaridos de Orlando enamorado.

Y he dejado que el silencio se alargara, como un hilo tensísimo y doliente, que podía malherirnos al romperse. Aunque sabía ya que por último iba a hablar yo, y sabía que iba a traerla aquí, a otro de mis ancestrales pozos de sombra, a lo largo de esta carretera vieja, por la que desde que inauguraron la autopista ya no transita casi nadie, en este recorrido junto al mar que hoy parece todavía más secreto, más mágico, más entrañablemente mío, con Angélica azteca sentada aquí a mi lado, todo lo lejos de mí que le permite la amplitud del coche, tan enigmática, tan hostil, tan replegada detrás de sus mil púas, que me echo a reír cuando una bocanada de viento inesperado se cuela por la ventanilla, y hay un revoloteo breve de largos cabellos oscuros y chispas encendidas, y una mano afilada y pequeña golpea vivaz el azul descolorido de los tejanos, el tapizado del coche, apaga lo que queda del cigarrillo humeante, devuelta la esfinge al movimiento y a la carnalidad, porque no quiere, de todos modos, quemarse. Y me río también cuando pregunta —resulta que la esfinge, además de moverse, puede incluso hablar— si esto es la Costa Brava, ¿qué sabrán las princesas orientales, vengan de las nuevas o de las viejas Indias, de mis costas particulares? Y es en cierto modo su extranjeridad irreductible lo que hace posible introducirla aquí, en estos ritos que no entiende, y tal vez no sabe siquiera que se trata de unos ritos, como tampoco supo, hace tres días, que era asimismo un rito de iniciación secreta, una pagana eucaristía, la cúspide de nata cremosa y densa, el licor espeso rezumando de las guindas y el helado de limón, junto a la montaña de bizcochos dorados, no supo que estábamos en uno de mis templos, en la encrucijada de caminos que en el espejo mágico se abría a todas las opciones.

La estoy introduciendo sin advertencias previas en un rito iniciático, quizá con la esperanza de que no entienda, o quizá con la secreta esperanza, con el prohibido deseo, de que después de tanto tiempo alguien pueda entender algo por fin. Porque esto no es en absoluto un paseo junto al mar —no es por lo menos básicamente y ante todo un paseo junto al mar—, sino un paseo ¿por el tiempo?, un complicado ritual —tan delicado, tan frágil que puede destruirse o quebrarse en cualquier instante—, un complicado ritual que a través de tres pozos sucesivos de sombra —un pozo dentro de un pozo que está dentro de otro pozo: tienen que ser tres los pozos como han sido tres los días de la espera— puede llevarnos a un punto muy lejano. Si es que Clara quiere y puede seguirme, si avanza con muchísimo cuidado —porque cualquier error suyo, cualquier leve torpeza, la más ligera desviación del tono exacto, puede romper el hechizo, y yo no quiero prevenirla, ni darle instrucciones aleccionadoras ni prestarle hilo alguno para el laberinto, porque así es este juego, y en esto precisamente radica la prueba, tal vez tan sólo porque yo así lo he decidido—, si quiere y puede seguirme, si acierta a descubrir retazos de mi vida engarzados como gallardetes en las ramas de los plátanos y las palmeras del paseo, zarandeados —para siempre inmóviles— entre las olas que rompen en la playa, agazapados en el mercado, entre los tenderetes donde compré mis primeros manojos de claveles para la abuela y los tenderetes a los que traían desde la barca recién arribada a la costa los pescados rojizos, plateados, escamosos y coleantes.

Tendrá que seguirme —si es que quiere y puede— de gruta en gruta, de pozo en pozo, sin dejar tras de sí hilo alguno que permita una airosa, una discreta retirada, sin saber tan siquiera tras qué peñasco, en qué recodo, bajo las aguas de qué laguna subterránea, la acecha amoroso o asesino —amoroso y asesino— el Minotauro, seguirme por su propio pie —si es que quiere— hasta un tiempo distante que no comparte nadie, que no recuerda nadie, que no le importa a nadie. Y en mi primer pozo de sombra —hemos dejado la carretera general y ahora se inicia el rito— hay altas ramas contra un cielo repentinamente más lejano —no en vano empezamos a sumergirnos—, hay cañaverales cercanos, viejas casas amigas entre troncos enormes, unos troncos tan gruesos, que casi no puedo rodearlos con mis brazos de niña y cabemos holgadamente dos o tres de nosotras acurrucadas tras ellos en el juego del escondite, unos troncos que tienen la corteza delgada y quebradiza, de modo que si se mete bajo ella una uña por un resquicio y se hace saltar así por el aire la placa irregular y abarquillada, hay una huida aterrorizada de decenas de hormigas. Este mi primer pozo es verde y húmedo, y nos envuelve en un aroma dulzón, vegetal, ligeramente corrompido. Quizás aguarda ya muy cerca el mundo mágico de los secretos ritos subterráneos donde juega Deméter, donde baila Deméter la danza de la muerte con el Minotauro, quizá nos baste descender un poco más y no sea demasiado duro el camino, Clara, para alcanzar a ver la puntita erguida del rabo esquivo de un conejo pedantorro y blanco, para encontrar a la bondadosa —a la cruel— Comadre Nieve, o a tres enanos barbudos, que habrán de devolvernos a la superficie convertidas en monstruos de circo, cubiertas indeleblemente de oro o pez, vomitadoras infatigables de rosas y perlas, o de sapos y culebras, ¿qué más da?, igual podría ser una rosa y un sapo, una perla entre serpientes, porque el bien y el mal quizá no estén tan separados y distantes como en los cuentos de la infancia, y ¿soy yo de verdad una niñita buena?, mirada preocupada en los seis ojos de las tres maestras —porque las maestras también son tres, como en las mejores historias, siempre uno o tres o siete o doce, nunca podrían ser dos o cuatro o seis, con esa chata redondez acabada y cerrada, en alguna parte leí que femenina, de lo par—; las tres maestras resecas y ásperas, tan dulces ay también y tan conmovedoras, me miran preocupadas, qué será en el futuro de esa chiquilla loca loca, de esta chiquilla apasionada que parece pedir siempre la luna —y tenían toda la razón, les sobraba razón para preocuparse, porque no suele sucederles por el mundo nada bueno a las mujeres locas locas que andan por ahí esperando que alguien les regale, prendida en un ramo de rosas rojas o en la cola de un gato callejero, un cachito si no más de la luna—, y las tres maestras dejan oscilar sus tres cabezas, y en cada una de las cabezas arden dos pupilas rojizas y pequeñas de dragón, la doncellez y el monstruo fundidos estrechamente, doncellez con escamas de dragón, y una vagina húmeda y cerrada —paulatinamente un poco menos húmeda y un poco más cerrada a medida que van pasando los años—, una vagina que es también otro pozo ciego, una vagina que a fuerza de ignorada es como si no existiera y que grita tan fuerte desde esta casi no existencia que su aullido angustioso puede desquiciar el universo: vírgenes adustas que esperan vanamente a un San Jorge tardón, perezoso y esquivo, capaz de hundir su espada en los tres pozos y liberarlas de su encantamiento, pero quizá San Jorge no haya descubierto todavía que la princesa y el monstruo son una misma cosa, que son una misma cosa las doncellas y sus dragones, quizá no sepa oír ese alarido desesperado y mudo que les brota del hueco oscuro y salobre, de la herida quemante entre las piernas. Torvas, severas, adustas, conmovedoras, tímidas, tiernísimas vírgenes escolares. Dejaban oscilar sus cabezotas grandes y pesadas, sus cabezotas torpes en las que el bien y el mal —verdades absolutas, realidades cerradas— libraban una batalla aburrida e interminable, dejaban oscilar sus cabezotas y me miraban compasivas con sus ojillos rojos de dragón —pero yo sabía que tenían un pozo oscuro y cenagoso entre las piernas, y que de este pozo brotaba un alarido desesperado y letal, llamas de fuego densas y larguísimas que todo lo agostaban, y sabía que este pozo les dolía como una herida incurable, de la que quizá no conocían siquiera la existencia, a la espera de la lanza milagrosa que ningún Lancelote, que ningún San Jorge había de traer para hundir en ella—, me miraban compasivas las viejas, porque me querían a su modo —como las quería yo a ellas— y porque yo era al parecer una criatura débil y apasionada, tan orgullosa como vulnerable, condenada a los embates de una furia fatal, de una pasión devastadora, que habría de estrellarme inexorable contra los acantilados del vicio, o contra los acantilados, no menos escarpados, de la santidad y la virtud.

Y en este paseo umbroso de mi infancia, entre los mismos árboles enormes de cortezas resquebrajadas donde sólo habrán cambiado las hormigas en estos cuarenta años, oyendo el rumor apagado del mar contra la playa, adivinando cerca el silbido del viento en los cañaverales, donde otros niños nuevos deben estar construyendo hoy idénticas cabañas, me acuerdo con muchísima lástima, con enorme desprecio, con tan honda ternura de mis vírgenes adustas, que me querían ángel o demonio, en una lucha constante entre mi ángel y mi demonio particulares, abocada a los más altos o —y— a los más sórdidos destinos, y me pregunto qué dirían si supieran que la vida —al cabo de tantísimas revueltas— me ha traído hasta aquí.