Despierto tarde, en un brusco sobresalto, después del sueño largo y casi siempre sin ensueños que sigue a una dosis excesiva de barbitúricos, con la boca amarga, los ojos turbios, el cuerpo entero desmadejado y entumecido —incapaz por lo que parece de habituarme a una casa sin gente, a una habitación que no comparto con nadie, a una cama grande que sólo mal lleno yo—, y esta transición brusca y sin matices desde un sueño de plomo a una vigilia total, hace que hoy me sienta casi enferma, absolutamente incapaz de sumergirme de nuevo, siquiera unos instantes, en un duermevela tibio de tonos apagados, incapaz de reproducir aquellas mañanas de los días de fiesta de mi infancia, en que despertaba también sobresaltada —y no había necesitado para dormir un sueño profundo dosis alguna de válium o de aneurol—, sobresaltada por el miedo a llegar tarde, por la aprensión al frío oscuro de la calle, a los deberes a veces sin terminar o la lección sin aprender, para recordar de pronto que era domingo, y desperezarme en el calor de las sábanas, y volverme a dormir tranquilizada, y volver a despertar al poco en un sobresalto breve, más breve cada vez, cada vez más rápida y total la conciencia de una mañana de fiesta, hasta llegar al punto en que este grado mínimo de sobresalto, de creer por un segundo que una tenía que levantarse, entraba a formar parte del placer total de saber que me quedaba en cama.

Ahora todos los días son domingo —las clases no las doy nunca antes de las once de la mañana— y en mis despertares no hay, ni aquí ni en casa de Julio, el menor asomo de placer. Despierto abruptamente a este mayo empolvado, sofocante y hostil. Y al poco estoy pensando en Clara, en esta colombiana silenciosa que sorbe café amargo, que fuma con vicio y sin placer, que apenas habla, que ama según parece a Shakespeare, Homero y Peter Pan, que va llevando arriba y abajo hojas subversivas para que las firmen sin leerlas profesoras que vegetan perdidas demasiado lejos y desde; hace demasiado tiempo en parajes demasiado distantes de las realidades de la vida, esa muchachita colombiana de la que no sé apenas nada, y es sorprendente cómo puedo pensarla tanto tiempo, sin tener casi datos concretos a los que pueda aferrarse mi pensamiento, porque las explicaciones delirantes de Maite se han derrumbado y ya no sirven, puesto que no hay posible coincidencia con la muchacha de la que —cierto— aún no sé casi nada, pero que es, al menos en ciertos aspectos, próxima y real.

La pienso pues en un hieratismo estático, mezclado incoherentemente este pensarla con el recuerdo de otros despertares magníficos y que casi tenía ya olvidados, recién al terminar la universidad —y hacía poco, muy poco entonces, que había conocido a Jorge—, ya sin miedo a los exámenes, a los retrasos, a oscuridades frías, o a los deberes sin hacer de las mañanas de mi infancia. Se encendían en el techo, justo encima de mi cabeza, reflejadas desde la ventana, unas rayas paralelas de luz, y la misma mano que había abierto las rendijas en la persiana —una mano que no era ya la de Sofía, aquella mano muy suave, de piel finísima, casi transparente, que me había despertado un amanecer tras otro en la niñez, y en la que entonces, aquellos meses magníficos en que acabé la universidad y conocí a Jorge, en que despertaba todas las mañanas a la vida como a una fiesta recién dispuesta en mi honor, no pensaba nunca, aunque me pregunte ahora cómo me las habré arreglado para no recordarla un solo instante, para subsistir sin ella, sin su contacto protector y suave, durante esta infinitud vacía que ha durado millones de años—, la misma mano que había subido la persiana, justo las rendijas exactas para que mis ojos recién salidos del sueño se habituaran gradualmente a la luz, una mano que no era en cualquier caso la mano de Sofía, sino la mano sucesiva de las tantísimas doncellas que mi madre introdujo y despidió de la casa, me alargaba un vaso enorme —con el borde de oro, con estrellitas de oro por toda la superficie— de naranjada helada. Y yo lo cogía con las dos manos —me pregunto si Clara en su palacio de las selvas tropicales haría algo parecido, aunque a ella le servirían en bandejas de plata unas manos mestizas zumos misteriosos de nombres emponzoñados y exquisitos—, sólo para sentir el frío del cristal contra las palmas tibias. Y. mientras lo bebía a sorbitos, oía el rumor de la bañera que se estaba llenando en el cuarto contiguo, e irrumpía inevitable mi madre aún en bata, las gafas y el periódico en una mano, la otra —todavía blanca y lisa, todavía muy bella— agitándose veloz en la penumbra, para explicarme lo mal que había dormido, las reformas que proyectaba introducir en el piso, lo espantoso que podía resultar que una hija como yo —o sea, supuestamente irrecuperable— se marchara de viaje sin pasar antes por la modista (tal vez se debía a aquella preocupación el que hubiera dormido tan mal aquella noche, que eran todas las noches, pese a las pastillas de válium o de veronal, y es curioso, pienso ahora, por qué caminos extraños terminamos coincidiendo con unas madres con las que parecía imposible la más remota coincidencia), y me sonreía yo secretamente divertida, porque me constaba que si mi madre supiera lo de Jorge, si mi madre supiera que había conocido a Jorge y cómo era él y cómo yo le amaba, si mi madre supiera que había surgido por fin en mi vida el hombre que yo esperaba, y que íbamos a decirles muy pronto adiós a todos, que iba a romper muy pronto con aquel futuro grotesco que tan cuidadosa como inútilmente habían ido disponiendo para mí, que iba a dejar un mundo que no era, que no había podido sentir jamás como mi mundo, e iba a romper también con mis ocultos subterráneos, con los amores prohibidos e incestuosos que me habían ligado al Minotauro, porque Jasón o Teseo estaban allí y me llevarían consigo en la nave de los argonautas hasta un planeta desconocido aunque soñado, donde yo iniciaría a su lado una vida ni siquiera imaginable pero desde siempre elegida, si mi madre hubiera sabido todo aquello, la reforma del piso o lo improcedente de mi vestuario —qué podía importarme mi vestuario, si nada de todo aquello iba a servirme en Marte— hubiera perdido de golpe todo peso y mi madre hubiera tenido —como lo tuvo de todos modos unos meses después, sólo que para mí era entonces definitivamente tarde y no había ya esperanzas ni planetas habitables, porque hasta la tierra había dejado de ser habitable— algo serio y mejor en lo que afanarse y ocuparse (puesto que tanto parecía gustarle eso de sufrir por algo y dormir pésimamente casi todas las noches), aunque era cierto que entonces, los días de aquellos despertares magníficos de mi juventud única y tan breve, quedaban atrás los años de mi batallar desesperado, mi tumultuoso pataleo báquico por escapar a su influencia olímpica y omnipresente, y a mí me parecía muy cercano aquel momento en que yo, vencedora en las últimas leves y casi juguetonas escaramuzas, podría lanzarme al ataque y proclamar rotunda «la guerra ha terminado: yo vencí», sin que a la diosa le quedara otra arma que esta carta postrera y un poquito innoble, un poquito sucia, pero tremendamente eficaz, de su envejecer (en una metamorfosis que nos deja desarmadas e inermes de puro atónitas: el dragón de los cien ojos transfigurado en gatito desvalido, ratoncito blanco, pajarito que de tanto volar, y no de ignorar el vuelo, se ha caído del nido), y quizá porque sabía que la guerra estaba ya ganada, quizá porque se anticipaba en mi imaginación la postrera carta, la última ficha que movería inevitablemente mi madre sobre el tablero, no le había hablado todavía de Jorge y esperaba a estar a bordo de la nave, a que la nave hubiera levado las anclas y se alejara mar adentro, para decirle desde el puente, ya sin posible encono, hasta con cierta dulzura: «nuestra guerra ha terminado y yo vencí».

Porque en aquellos días mamá Juno estaba todavía muy hermosa, en sus batas de terciopelo grana, azul turquesa, rosa pálido, las zapatillas plata u oro, a veces de satén y con pompones, a veces babuchas carmesí bordadas asimismo en oro y plata, mientras la regia mano se agitaba frenética y sin pausa —demasiado frenesí para tan poco objeto, demasiado frenesí para una diosa— pero con gracia alada, y surgía en sus ojos fulminantes una mirada casi humana. Todo en mi madre —su cuerpo, sus pañuelos, sus vestidos, sus guantes, hasta las mismas ropas que había arrinconado años atrás en el último estante de las ropas viejas— tenía un olor inconfundible: a tomillo y a bosques y a lavanda. Yo me sentaba a veces en su tocador, un tocador de palosanto vestido de tul blanco y lazos rosa de terciopelo, ante el juego de cepillos, de frascos y de peines, y destapaba el frasco y me ponía su colonia en el pelo, en el vestido, en la palma de la mano, y era un perfume similar pero distinto, una evocación fiel pero empobrecida de aquel aroma que brotaba de su bolso cuando yo curioseaba en él, de su cuello y sus pechos cuando se inclinaba para besarme —y en mi madre el inclinarse era siempre un inclinar más intenso que el de la distancia real que nos separaba—, de su mano de hada posada unos instantes en mi frente durante las noches de fiebre. Y cuando pienso en la madre de mi infancia, con sus ojos azules que podían realmente y sin metáfora despedir rayos de fuego, o tal vez fríos rayos de hielo, que te dejaban en ambas posibilidades fulminada, bien clavada en tu silla con el terror en el pecho, mi madre con sus palabras medidas, razonables, tan justas que no admitían réplica, con sus labios distantes que besaban tan poco, tan asépticos —los besos exactos que prescribía tal vez el manual de pediatría—, creo que yo la amaba por el perfume agreste que emanaba de ella y tomaba para siempre posesión de sus cosas, y por aquellas manos tan suaves, tan hermosas —que parecían adecuadas para poder ser, quizá, tan maternales—, siempre secas y frías, que se posaban como manos de hada sobre mi frente en las noches de fiebre.

Ahora mi madre, en una mano las gafas y el periódico en ristre, me sigue, sin dejar de hablar, hasta el cuarto de baño, frunce unos segundos la nariz ante el perfume denso, algo dulzón, un poquito o un mucho vulgar, que brota de unas bolitas blandas y multicolores que colorean el agua y lo invaden también todo con su aroma (imposible percibir ya el perfume, mucho más tenue, más matizado y más discreto, del tomillo, los bosques o las matas de lavanda), mi madre se pregunta interiormente —también ella ha perdido con los años las ganas de batallar conmigo— si obedecerá todo a innata ordinariez, heredada posiblemente de mi padre, o si se tratará más bien de formas múltiples de llevarle la contraria, condición que bien puedo haber heredado asimismo de mi padre, ese perfume horrible aniquilando su aroma discretísimo, y como —es evidente— no quiere hacer ningún comentario sobre las bolitas multicolores que enloquecen a las terceras concubinas de Harum-el-Rachid, la sultana, la única entre mil reinas, se limita a fruncir la nariz, agitar el periódico como si mi baño estuviera invadido de moscas, y aventurar en voz amable alguna observación sobre mi piel morena —dice que incluso ahora, en el invierno, demasiado oscura— y mis huesos pequeños —esos hombros estrechos, esas caderas escurridas, esas piernas flacas y larguiruchas—, porque la reina, claro está, ha sido traída como dueña y señora hasta el harem desde lejanas regiones nórdicas, y es rubia, blanca, grande, indiscutiblemente aria.

Pero el agua está deliciosamente caliente y su voz me adormece —es una voz de tono amable aunque no sean cosas muy amables lo que la voz me diga—, y no me importa un pito estas mañanas —me está amando Jorge, me ha elegido Jorge— ser sólo la tercera concubina de un palacio que muy pronto habré de abandonar sin posible retorno. Y más tarde nos sentábamos una frente a otra en el comedor, ella de espaldas a la luz, centrada ahora su atención en el periódico, yo ante un tazón de café negro —entonces tomaba también el café sin azúcar, como tú, Clara: debe ser cosa de la juventud—, café negro y amargo, ante una montaña de tostadas crujientes y doradas, tibias, recién hechas, en las que se fundía la mantequilla. Y el sol entraba a chorros por las ventanas y hacía enloquecer el canto de los canarios. Creo que todo aquello, la naranjada fría y grande, servida en un vaso constelado de estrellas, las rayas paralelas de la luz en el techo, las irrupciones periódico en ristre de mi madre, la lucha denodada de perfumes contrapuestos entre los azulejos rosas del baño, el amarillo intenso de los canarios en el otro amarillo más pálido del sol de la mañana tamizado por múltiples cortinas de muselina blanca, la charla intrascendente, siempre un poco punzante, siempre, aunque en este período fuera medio en broma, buscándome las cosquillas y la carne, ha quedado para siempre ligado a los recuerdos de mis meses con Jorge, de mi imposible escapada en la nave de los argonautas, de mi imposible abandono del laberinto letal, y me dejó esta nostalgia permanente, este gusto quizá por los grandes hoteles, por los ambientes confortables, por amplios dormitorios alfombrados, donde busco tan sólo el placer breve y tonto de que alguien me despierte con una naranjada fría y grande, tras haber entreabierto un poco las cortinas, haber abierto los postigos, subido tres cuatro cinco rendijas las persianas, mientras disponen café y muchas tostadas en una mesita próxima a la cama y se oye correr en la estancia contigua el agua de mi baño.