La tengo aquí, por fin, delante de mí, tendiéndome un papel. El cabello castaño, muy largo, muy suave, caído a la espalda, los ojos color miel, los pómulos salientes, y una gabardina gris ceñida a la cintura: hoy está lloviendo tras las altas ventanas conventuales y grisea el verde tierno de las ramas. Durante estos últimos días de clase he estado revisando involuntariamente, casi sin darme cuenta, las hileras de rostros serios en los bancos e intentando hacer coincidir alguno con la descripción delirante de Maite: indómita princesa azteca —no, nunca hubo aztecas en Colombia—, ojos de noche, cabellera al viento, montando a pelo caballos salvajes; labios finísimos y pálidos, sienes azuladas, breves senos y largas piernas, subiendo de tres en tres los peldaños de la escalinata de palacio —¿un palacio entre selvas tropicales? ¿un palacio a la orilla de la mar? ¿un palacio quizás en el lado más noble de una vieja plaza castellana?— y golpeando con la fusta —todavía húmeda y caliente del sudor y la espuma del caballo— a criadas descalzas de negras trenzas que la ayudarán a desnudarse, a quitarse las botas, a darse un baño, y acarrearán luego el servicio del té sobre carritos de marquetería, en macizas bandejas de plata; mirada ausente, ceño fruncido, mohín irónico e impaciente, desdeñando a príncipes y embajadores, a primeros cónsules, a intelectuales de paso y de salón, en las recepciones de su padre el tirano, mientras una madre muy marfileña, muy europea, muy lánguida —Maite me dijo «muy francesa»— agoniza interminablemente entre cojines de pluma y colchas de encaje.

He estado inventando rostros, recomponiendo escenas, secretamente divertida e irritada al saberme manipulada una vez más por alguien que no me comprende en absoluto, pero que sabe pulsar con habilidad mis mecanismos, esa Maite maliciosa de labios glotones y regias piernas, que anda por ahí prendiendo bobamente interruptores aunque en su vida haya entendido qué pueda ser la electricidad, esa sabiduría chata de las hembras genuinas, esa manipulación escandalosamente torpe pero terriblemente eficaz —algo hay también de esto en mi madre e incluso en la propia Guiomar—, esa facilidad para encontrar motivaciones sórdidas o para provocar historias confusas. Porque Maite sabía, con esa odiosa astucia femenina para accionar y profanar los mecanismos ignorados, que su descripción delirante, esa fotonovela edulcorada que vino a ofrecerme a domicilio y que hubiera debido repelerme aunque sólo fuera por sus fallos de estilo —por la ausencia total de cualquier estilo—, esa descripción delirante en la que ella, por otra parte, no creía ni por un instante, que no dejaba la menor huella en ella, iba a lanzarme a mí —que tampoco la creía— a fabular historias, a perseguir imágenes, siempre pronta mi inmadurez de adolescente a responder a cualquier envite, a aceptar todo lo que tenga visos de desafío, a interesarse con relativa seriedad en el juego, hasta en el más tonto y previsible de los juegos.

Y así, suscitadas por Maite, una larga serie de imágenes ha precedido a la presencia real y desmitificadora de este rostro pálido, enmarcado por cabellos lacios y oscuros, esta presencia definitivamente insignificante, que hace huir en confusa desbandada tantos rostros de cabellos negrísimos y ojos verde mar, tantas cabelleras rojizas que culebrean vivientes y maléficas hasta las rodillas, tantas guedejas de oro —Rapunzel Rapunzel suéltate el pelo— capaces de llevarme hasta la más oculta de las torres hechizadas sin puertas ni escalera, tantas sienes morenas de verde luna, tantas bocas sensuales con aroma tenaz a frutos tropicales. Porque Clara (seguro que fue ella quien escribió en la ficha sin firmar, donde debían figurar sus autores y libros preferidos: Shakespeare, Homero, Peter Pan) está por fin aquí, previsible final de un primer acto que no podía terminar —ahora lo sé— de ningún otro modo. Sólo que sorprendentemente flaca, sorprendentemente joven —más incluso su aspecto de lo que debe ser su edad real—, sorprendentemente desvalida e insignificante, un poco ruborizada de repente y con un leve, ligerísimo temblor en la mano que mantiene extendida ante mí con el papel, un papel en que se manifiestan y reivindican y exigen muchas cosas, y que yo miro sin ver —voy a firmarlo de todos modos—, porque —mientras lo firmo y le explico que Maite me ha hablado de ella, mientras la invito a tomar un café— estoy pensando que tuvo que ser forzosamente ella quien escribió Shakespeare, Homero, Peter Pan, y, cuando estamos bajando la escalera oscura de paredes desconchadas, recuerdo que mi bar no existe ya, porque lo eliminaron hace muchos muchos años, después de un curso tumultuoso —yo había terminado la carrera y preparaba los cursillos del doctorado— en que uno de los primeros líderes universitarios, un tipo largo y flaco, algo descolorido, soltaba sus arengas encaramado en uno de los bancos del patio de Letras, el curso en que la policía irrumpió por primera vez y todos —profesores y alumnos— corrimos por los pasillos, nos refugiamos en las aulas, saltamos —los más afortunados— la verja del jardín, el curso en que aparecieron los primeros pasquines, las primeras octavillas, las primeras pintadas, y en que —un día glorioso— una de las alumnas más locatis de primero se trepó hasta la torre e hizo sonar delirante la campana de la libertad, de un tiempo nuevo, mientras la oíamos atónitos desde los claustros y las aulas y el jardín —y la oían las gentes agolpadas en la plaza—, y hasta paraba por un instante el golpear encarnizado de las porras, y aunque aquello no tenía sentido, ni eficacia ninguna, y cualquier jefe de cualquiera de los grupúsculos que estaban empezando a perfilarse y a operar en la universidad se hubiera opuesto de modo tajante a un acto tan gratuito y tan insensato, porque todos sabíamos, y ella la primera, que en algún momento tendría que bajar de la torre, antes, mucho antes sin duda de que los suyos —¿existirían unos suyos?— o los míos o los nuestros o quien fuera pudiera tomar cualquier parcela de poder, antes de que se estableciera algo remotamente parecido a una era de la libertad, antes incluso de que se retirase de allí la policía, aunque era, repito, una insensatez sin objeto, ¡qué hermoso oír sonar durante minutos, durante múltiples minutos enteros y redondos, ante la furia de los grises que, pasado el primer momento de estupor, reanudaron y arreciaron los golpes, aquel sonido claro, inusitado, en la mañana nueva!, el mismo curso creo en que se encerraron alumnos, y con ellos algunos profesores, en el salón del paraninfo, y fuimos o creímos ser —también sin objetivo posible, sin otro posible final que cruzar cabizbajos y caricontentos o quizá secretamente orgullosos la puerta, esperando que no cayeran sobre nuestras cabezas las porras y que no nos quedaríamos demasiado tiempo sin el carnet de identidad, esperando sobre todo los estudiantes no perder la matrícula ni el pasaporte ni el curso (como mi alumna loca y libertaria no tenía otro posible final que bajar de la torre y quedar a merced de los tipos que la esperaban abajo o que subían ya a buscarla)—, fuimos o creímos ser dueños de nuestro destino en un recinto inviolable e inviolado, y, aunque no estaban todavía los tiempos maduros para nada y fuera, en la ciudad, entre la gente congregada en la plaza o que escuchaba las noticias de la radio, crecía contra nosotros un ambiente hostil, una incomprensión cerrada, algo había empezado sin embargo a cambiar después de tantos años, tantos como llevaban viviendo la mayoría de aquellos muchachos, algo estaba naciendo, tibio y frágil pero embriagador, y aquel lanzar una campana al vuelo en insensato arrebato (aunque la policía esperara sin impaciencias al pie de la torre y fuera, en la ciudad, no sucediera casi nada), aquel encerrarnos sin proyecto ni propósitos y ver surgir por vez primera un tipo especialísimo de íntima solidaridad (aunque a la puerta aguardaban los grises y más allá, en la ciudad, en el reino, no se movía todavía apenas nada) era terrible y hermoso y esperanzador.

Y ahora, al bajar la escalera oscura y desconchada, recuerdo todo esto, traído por el recuerdo algo tardío de que no existe ya en el bar aquel banco corrido a lo largo de las paredes, tan propicio a las tertulias y los conciliábulos y las confidencias, donde Maite se me acercó un día para comunicarme que ella era igual que Kafka, donde Marcos pontificaba sobre filosofía oriental con su hermosa voz de terciopelo, donde conocí a Jorge unos años —no muchos— después, el bar donde en los últimos tiempos se sucedían las reuniones apasionadas y los mítines semiclandestinos, y por eso sin duda lo cerraron durante un curso entero, y luego, al reabrirlo, el banco ya no estaba allí, las mesitas se alineaban equidistantes y separadas las unas de las otras, rodeadas de sillas de rígido respaldo. Y el bar, sin el banco, sin sus rincones, no es buen lugar para un primer café, por lo que agarro a Clara por el codo y la empujo otra vez escaleras arriba, y luego a la calle, hasta el Pasaje de los Cerezos, y allí otra vez hacia arriba, en dirección a la cima —hoy cubierta y otros días clarísima— de la montaña azul. Y, mientras la arrastro en volandas paseo arriba, las dos sin decir palabra, apresuradas y veloces como si llegásemos tardísimo a ninguna parte, me pregunto si Clara atisba como yo entre las copas de los árboles el paso de una vaca danzarina en vuelo hacia la luna o si espera ver asomar tras cualquier tronco las cabezas rizadas de los mellizos.

El tercer vértice del triángulo mágico de mi infancia —hacia el que arrastro a Clara esta mañana de nuestro primer encuentro— no se yergue en el aire como un buque empavesado y ostentoso, ni se hunde en las sombras cual gruta subacuática: se abre a la superficie misma de la calle, de la superficie marina, y tiene la cantidad exacta de luz. Está casi vacío a estas horas —aunque se llena por las tardes de señoras y niños tragones y vociferantes— y el aire gris de la mañana lluviosa se filtra tenue por los cristales de la puerta y de las ventanas. Nos sentamos en un rincón, aquí sí sobre un mullido sofá de terciopelo, y esperamos en silencio que una de las aburridas camareras abandone su tenaz inercia tras la barra para acercarse a averiguar qué queremos. Clara calla obstinada y no echa ni siquiera una ojeada al gran espejo que cubre la pared, donde, en la parte inferior, una caligrafía cuidadosa, chiquitina —casi ni se lee desde aquí—, muy elaborada, hace un análisis objetivo, un análisis crítico, absolutamente científico y aséptico, del contenido: número y clase de bolas, aroma del jarabe, adiciones de guindas, almendras, licores, crema de chocolate o chantilly, mientras sobre estas letras minuciosas campean los dibujos de colores, tan sugerentes y tan poco asépticos: mágicos ríos de chocolate y de grosella, espumosos océanos de nata, inaccesibles cumbres de crocante o de limón o de coco y naranja, fragilísimos flanes tambaleantes, en una apoteosis delirante de ocres tiernísimos, rosas de nube de ocaso en primavera, marfil de princesas pálidas aquejadas de un mal misterioso e incurable, rojos como la sangre, negros como el ébano, blancos más blancos que la nieve, muy bonitos los dibujos, mucho más bonitos que los helados de verdad, y sin embargo no es esto lo definitivo —ni la explicación exhaustiva y científica del contenido, ni la apoteosis delirante de formas y colores—, porque lo definitivo es el nombre, situado en la parte más alta del espejo, en letras grandes, polícromas e historiadas, que contrastan ostensiblemente con la correcta caligrafía anodina de la parte inferior del espejo, para que nadie pueda llamarse a error.

En la vieja heladería de mullidos sofás de terciopelo —por qué se mantendrá Clara tan rígida, tan tiesa, tan incómoda, en unos sofás ideados para hundirse, para sumergirse, para desmadejarse en ellos—, de sofás de terciopelo y grabados ingleses donde niños demasiado rubios persiguen aros de oro entre la fronda de los parques, braceando entre nombres de cuento, nombres míticos, en un mundo donde en lugar de nata piensas Blancanieves y el rojo no es nunca simplemente rojo sino rojo como la sangre y el mar no es una reunión fortuita de mucha agua salada sino una inmensidad azul donde se oculta la más enamorada de las sirenas, en este mundo engañoso y maléfico, yo aprendí a malvivir eligiendo palabras, nunca realidades. Y es una lástima que el espejo —a pesar de todo limitado— ofrezca sólo combinaciones previsibles y ortodoxas, y que uno no pueda escandalizar a la aburrida camarera —que se limitaría por otra parte a seguir en su actitud de no entender ni interesarse por nada— solicitando pecaminosas mezclas incompatibles y prohibidas, inventando cada vez manjares perversos o imposibles, en lugar de pedir una vez más el helado de siempre —el punto único en el que desembocan desde hace más de cuarenta años mis andanzas dubitativas por el espejo—, aunque no me apetece mucho esta mañana lluviosa el sabor a limón, ni este licor espeso que recubre y rezuma de las guindas.

En este rincón de terciopelo, junto a una muchacha desconocida que me ha seguido hasta aquí pero que ahora no habla ni me mira, ante un espejo que, entre letras historiadas y dibujos de múltiples colores, nos refleja borrosas, saboreo en tu honor, tiernísima sirena de senos adolescentes y hermosa cola casi piernas, un helado de sabores que en el fondo no me gustan, porque de un modo u otro yo siempre vuelvo a ti —esa imagen confusa y gris en el espejo de una mujer oscura que vuelve siempre a los mismos lugares—, y adorarte, sirena, darse de cabeza contra las rocas, ignorando la turba de japoneses ocultos tras sus cámaras, todos idénticos tras sus cámaras, ignorando las hordas de suizos sentimentales, de alemanes tan bien informados y tan supuestamente sedientos de lo que suponen forma parte de una supuesta cultura, gorduras y jadeos multinacionales prontos a ser engullidos de nuevo por los autocares que aguardan en fila interminable tras el verde seto que bordea el mar, ignorar todo esto y avanzar hacia el agua, por piedras resbalosas, por rocas que verdean, al borde mismo de partirse la crisma en un traspiés idiota, en ese intento idiota de tocar las piernas imposibles, nacidas del imposible amor por un príncipe tonto que nunca entendió nada —como no entienden nada los japoneses que fotografían todo, ni los alemanes que lo han leído ya todo antes de llegar hasta aquí, lo han leído en la guía antes de abandonar el hotel esta mañana, ni los novios suizos o belgas o tahitianos que se besan ahora, precisamente ahora, ante el más imposible de los amores, porque resulta, mi sirena, hermosa niña del más hermoso cuento, que este príncipe tuyo no fue siquiera un soñador, no fue sencillamente que no acertara por un azar maléfico a entender— te aseguro que la bruja del mar tuvo poco papel en esta historia, —fue simplemente un poco bobo, y en sus ojos distantes nunca hubo misterio, fue sólo bobería, incomprensión radical, no fortuita, sino irrevocable— de lo que era tu mundo mágico y submarino, y unas ansias muy cortas, muy chatas y vulgares de sentarse glotón al festín —este festín que a ti, sirena, te pareció siempre ajeno y asqueante—, al festín de la vida, unas ansias muy cortas de magrear princesas redonditas, tan chatas como él en sus anhelos, princesas de boca de cerdito y buenas pantorrillas, princesas bien pensantes y de buena familia —terrestre, claro, nunca submarina—, sólo fue esto, mi sirena, y avanzar cierto día, tropezar tontamente, resbalar en el musgo humedecido, entre gordas albinas, novios chupeteantes, cámaras fotográficas y guías que «te» explican en siete ocho nueve diez idiomas, todo para poner un segundo la punta de mis dedos, este punto tan sensible y tan íntimo de las yemas, en la suavidad fría de tu cola casi piernas —tan cercana y tan lejos del mar— es lo mismo, princesa subacuática, que avanzar en la noche —y soy en cierto modo yo la que con ellos avanzo—, las olas susurrantes como fondo, pleno ensueño amoroso tu carita dulcísima, para cortarte con cuidado y con saña —ay demasiado tarde, siempre se hace demasiado tarde— la cabeza, cortarte despacito la cabeza, con qué placer, mientras avanza la sierra, con qué dolor, milímetro a milímetro, por tu cuello tiernísimo, y arrojar luego esa carita de muchacha insulsa, con qué amor desolado, a lo más profundo e inencontrable de este océano del que no debió, no debiste, salir jamás, porque hay que cortarte la cabeza o ponerte unos grotescos sostenes de satén y de encaje, y vive el cielo que no los necesitas, hija del mar de hermosos senos adolescentes (aunque la dama inglesa y su sapientísima nieta griten a dúo que es una gamberrada que no entienden, y tampoco entenderían si les dijera que yo avancé en las sombras con los asesinos, que yo te decapité y escarnecí con ellos, y hubiera violado si hubiera podido, estoy segura de que te hubieran violado si hubieran podido, tu inútil sexo de bronce donde tejen sus ensueños las arañas marinas), o hay que acariciar un segundo fortuito (más allá de cualquier posible ridículo o vergüenza, e intentando no pensar en lo que dirían la anciana anglosajona y la doctora en Harvard, la divina Atenea y su más brillante sacerdotisa, a dúo y escandalizadas, o quizá sí pensándolo y hallando un incentivo nuevo en ello, porque es más vergonzoso amarte que decapitarte, es más terrible acariciar un segundo tu cola que cortarte la cabeza o ponerte sostenes de raso, a riesgo de romperse la crisma o mojarse el culo o estropear la foto de un japonés pequeñito, o darle la foto del año, cualquiera sabe), hay que acariciar, pues, un minuto fortuito, en un gesto furtivo, tu tierna, tu salobre, húmeda cola casi piernas, como hay que comer ahora en tu honor, sirena, un helado que en el fondo no me gusta, pero lleva tu nombre, mientras me pregunto una vez más si tú y el bobo insigne de tu príncipe, y este mundo mágico del cuento donde aprendí a elegir palabras y a enamorarme de los sueños, no habréis contribuido un poquito bastante a hacernos, a hacerme, cisco la vida, aunque Clara no entiende nada de todo esto, y mira sin verlos los dibujos y los nombres —Negrito, Blancanieves, Sirenita, Tropical—, y ni se le ocurre que tiene ante sí la posibilidad de elegir y de perderse sin remedio en los senderos del placer, ya que el menor de los tres príncipes ha llegado, también él, a la encrucijada de caminos y ¿cómo decidirse entre el sabor de moka o el de fresa, entre los nombres que indican los sabores o algo más secreto y más íntimo e infinitamente más peligroso que los sabores?

Pero hoy Clara no entiende hoy definitivamente nada, y yo no voy a darle la clave, aunque pienso que no puede resultar nada bueno de esta chiquilla paliducha, anodina y flaca, que prefiere un café solo y sin azúcar al más fantasioso de los helados o a la coronación gloriosa de espuma y nieve sobre el denso marrón del chocolate, una chiquilla que moja distraída los bizcochos que yo le ofrezco en su café amargo, sin darse ni siquiera cuenta de que los come, del mismo modo en que enciende uno tras otro los cigarrillos, y los fuma vorazmente —tiene los dedos amarillos de nicotina—, obsesivamente, viciosamente y sin placer.