Me sumerjo para pasar la mañana en otro de mis antiquísimos pozos de sombra. Me siento en la mesita de siempre, adosada a uno de los balcones entreabiertos que dan al patio interior, y, sin necesidad de que los pida, me traen mis librajos y mis papeles. Hace muchos días que no me han visto, ¿he estado enferma quizás? No, no he estado enferma, aunque es posible, pienso, mientras digo sonriendo cansancio primaveral, y el conserje me dice, sin sonreír, que trabajo demasiado, y yo quedo como siempre perpleja y me enzarzo en una de estas prolijas peroratas repletas de contradicciones y matices, en las que al final ni yo misma sé lo que quiero justificar, si mi supuesta laboriosidad o esa profunda pereza, esa mortal laxitud, de la que mi invicto puritanismo se sigue sintiendo culpable, por más que no logre, el puritanismo, hacer que me comprometa seriamente en algo, que salga de esta ridícula actitud de aficionada snob, de señora bien, lista y sensible, que entretiene sus ocios con la literatura.
Aunque en cualquier caso el conserje ha hablado por hablar, es increíble la cantidad de cosas que a lo largo del día se dicen y se escuchan por escuchar y por decir, y no me oye ya: me ofrece fuego (ahora sí con una sonrisa), me pregunta si quiero una coca-cola, y se aleja con la sonrisa aún puesta hacia su mesa, la sonrisa esfumándose en el aire en el transcurso del caminar, porque vuelve a ser un gatazo rígido y severo, pronto a protestar ante cada demanda y a dar en cuentagotas los volúmenes de la historia del arte a todos los insolentes mozalbetes que preparan aquí los exámenes, el que se encarama al alto taburete de Cheshire, ¡que les corten a todos la cabeza!
Es posible, pienso, que no me sienta tan bien como de costumbre, aunque no estoy exactamente enferma, más bien con esta sensibilidad extrema y deliciosa de las convalecencias, o con esa sensibilidad aguda de las esperas que preceden a las metamorfosis. Y es muy posible que hoy no haya venido hasta aquí para trabajar —apenas si miro legajos y papeles— sino porque en esta biblioteca había —como hay ahora— el mismo silencio roto por cuchicheos y risas, la misma luz tenue de la capilla de las flores agonizantes, los níveos tapetes, las monjitas que yacen en una capilla lateral entre lirios y rosas y que están muertas desde siempre. Un deslizarse de acuario entre las estanterías y un murmullo confuso de rezos. El humo de nuestros cigarrillos, tan ritual, tan trascendente, cual las nubes de incienso. ¿Y esto? Una mano cubriendo el pie de la ilustración. El rey sacerdote de Cnossos dieciséis antes de Cristo. ¿Y esto? Nefertite Tell el Amarna demasiado fácil no puede salir. ¿Y esto? ¿Y esto? Amiens, Rheims, la Primavera de Botticelli, la Ronda de Noche, la mezquita de Damasco. Asociaciones mecánicas entre imágenes y palabras, sin divagaciones, sin reflexión, sin placer: maniobrábamos sin placer entre cosas que tal vez hubiéramos podido llegar a amar, entre cosas que he llegado a amar por caminos laboriosos e invertidos muchos años, después. Me pregunto si seguirán preparando así el examen de arte de primero, y si es la misma historia en tantísimos volúmenes la que estarán mirando ahora a través del humo de los cigarrillos, a través del rezo de las confidencias —Vézelay fuisteis a Castelldefels y entonces qué te dijo, nada siglo trece me dijo que no podía ser—, mientras la luz nos llega, tamizada y teñida de verde y oro por las ramas de los árboles, a través de los balcones que dan al patio, y las plantas de las catedrales góticas se mezclan con evocaciones misteriosas, y la sala está llena al otro extremo de viejas momias que hojean el periódico y nos miran mal —de viejas momias que fingen consultar legajos y papeles y los miran a ellos con molesta curiosidad—, y hasta los conserjes, hasta los atildados gatos de Cheshire que han perdido en el aire la sonrisa, nos miran mal, porque no damos propina, o porque hacemos demasiado ruido, o porque la historia del arte tiene doce —¿eran doce?— volúmenes y nunca recordábamos a qué correspondía cada uno ni en cual estaba lo que queríamos mirar. Y las mesas largas desbordan de libros, de cuadernos y de papeles —¿estarán entre los libros la traducción de Juan Ramón y de Zenobia de los poemas de Tagore, los versos de Omar Khayam?, seguro que ya no las novelas de Sartre o de Camus—, como desbordan colillas y ceniza los siempre demasiado escasos ceniceros. Todo un poco excesivo, porque seguro que no necesitan consultar tantos libros y que podrían prescindir de la mitad de las libretas y papeles. Demasiados cuchicheos, demasiados pitillos —apenas consumidos—, demasiados gestos. Hasta su gravedad, sobre todo su petulante gravedad, es excesiva. Me provocan como de costumbre un ligero fastidio —han estado aquí todos estos años, hemos estado aquí años y años, antes, durante y después de mi tiempo, bastante idénticos a sí mismos, a nosotros mismos, apretujados y ruidosos, insolentes y tímidos, en torno a las mesas grandes y largas—, porque tengo algo ya de vieja momia yo también, algo de gato de Cheshire sin sonrisa, pero hoy los observo con interés —quizás en realidad hoy me he sumergido en el pozo de sombra únicamente para encontrarlos—, porque estamos en mayo, y es un mes sofocante y extraño en que muchas cosas parecen volver a mí ligadas a recuerdos de exámenes, de flores en la capilla, del brotar incipiente de los brotes tiernísimos —aunque tampoco este año he visto aparecer en los árboles las primeras hojas—, al sabor de las fresas —y ya casi no se encuentran fresas en esta ciudad—, a los largos paseos hacia el mar, o quizá se deba todo a que Julio ha emprendido por milésima vez un estúpido viaje con rumbo a ninguna parte, y todo me resulta demasiado tonto, inmensamente vacío, hasta el abandono de mi madre y Guiomar, y Maite acudió ayer a la casa de mis padres para contarme una historia curiosa —estuvo contando mil historias, pero acudió, estoy segura, para contarme una única historia, con la que logró, por más que me irrite reconocerme así manipulada, poner en pie mi afán de juego y mi curiosidad—, y lo cierto es que, por una razón o por otra o por todas ellas, este mayo de hoy se enlaza misteriosamente con mayos ya lejanos, y es como si todos estos años —casi treinta— supuestamente densos, supuestamente colmados, supuestamente fructíferos, estos casi treinta años que abarcan lo que debiera haber sido la plenitud de mi vida, con todo lo que durante ellos he vivido, he conocido, he hecho —¿he vivido?—, no fueran de repente otra cosa que un paréntesis banal y un tanto estúpido —tan estúpido en el fondo mi vivir como el de mi propia madre o el de Julio—, un sueño aparatoso y vulgar que al desentrañarlo carece de interés y de sentido, un paréntesis que ahora, de repente, pudiera borrarse mágicamente en cualquier instante, un sueño del que ahora pudiera finalmente despertar, devuelta a la realidad única —sin sueño ni paréntesis— de mi adolescencia y de mi infancia.
Estoy detrás de la mesa —definitivamente al otro lado—, sobre la tarima, y sólo con alargar la mano, puedo tocar a mis espaldas el encerado. Y un poco más allá, entre el encerado y la primera de las altas ventanas, un mapa de España en relieve. Verdes y ocres atenuados por polvo de mil años. No creí que se siguieran fabricando este tipo de mapas, aunque es muy posible que sea el mismo de entonces, inútil y olvidado desde siempre entre el encerado y la primera ventana, porque lo extraño de mi regreso este octubre —esta vez al otro lado de la mesa y encima de la tarima— no son las cosas que han cambiado, el incontenible ultraje del tiempo, de tantos años, de casi treinta años —¡volví a la universidad después de casi treinta años y todo era, claro, muy distinto!—: lo sorprendente, lo extrañísimo, es que aquí no había cambiado —como en el pozo de sombra de la biblioteca— casi nada. Uno despierta al cabo de los siglos y ya tiene en la punta de la lengua las palabras consabidas —¿dónde estoy? ¿qué significa todo esto?—, uno tiene ya a punto una mirada que va a lanzar a su alrededor con atónita extrañeza, pero la mirada de atónita extrañeza se produce lo mismo, sólo que en este cuento lo que la produce es que estás en el mismo lugar y entre los mismos objetos entre los cuales te dormiste, porque en el Bosque Encantado todo ha dormido contigo los mismos idénticos cien años, todo ha dormido bajo los influjos de un hada benéfica para que no te sientas incómoda al despertar. Los mismos bancos de madera oscura, con inscripciones pacientemente grabadas en el sopor de las clases —se habrán añadido algunas, muchas, pero seguro que las de mi tiempo siguen todavía ahí, incólumes a nuevas posibles capas de pintura—, el mismo verde tierno y oscilante tras los cristales de las altas ventanas —no se oye, pero se ve el rumor de los árboles en la plaza, y sólo con ver esas ramas agitándose ahí arriba es como si todo el calor de la primavera se colara de rondón en el aula todavía fría y oscura.
Era en mañanas así, en los mayos de exámenes, cuando fuera rumoreaba la primavera y dentro era todavía el peor invierno, mañanas en que estábamos ya a la puerta de la clase, a punto de entrar en la biblioteca o en el seminario, era en mañanas como esta de hoy cuando decidíamos de pronto que la esencia misma de las humanas libertades, la plenitud de un existir donde radicaba nuestra esencia ultimísima, consistía en algo tan sencillo como salir a la calle y bajar paseando hasta el mar (las Ramblas eran como un gatazo verde y ronroneante, la puntita de la cola sumergida en el mar), y de no habernos levantado todos a toque de despertador, de no habernos vestido y desayunado con prisas (para estar allí, a las nueve en punto), de no correr el riesgo de cruzarnos en el vestíbulo con el curita rechoncho que nos enseñaba supuestamente griego o latín, porque escapábamos de clase minutos, segundos antes de la llegada del profesor (ahora estoy al otro lado de la mesa, encima de esa tarima grotesca y carcomida que ha de venirse abajo cualquier día, y no reconozco quizá el rostro de los muchachos que se habrán escabullido a mi lado hacia la primavera mientras yo me adentraba a contracorriente en el invierno), de no haber sabido que faltaban sólo tres cuatro quince días para los exámenes y quedaban todavía diez quince veinte todas las lecciones por estudiar, quizás el hecho de salir a la calle y bajar paseando hasta el mar —antes nos llenábamos la boca de sabor a mil fresas sumergidas en nata— no hubiera tenido aquel carácter de acto gratuito, libre, casi perfecto, y creo que era en parte la expresión, las palabras, lo que nos gustaba tanto, porque sonaba bien eso de fumarse la clase y bajar paseando hasta el mar, y nosotros, entonces quizá peor que en ningún otro instante de la vida, actuábamos sometidos a la magia de las palabras y representábamos con fruición nuestro papel, brindábamos, al atropellarnos desdeñosos y vocingleros por el paseo en sombra, quitándonos la palabra de la boca, abusando de actitudes apenas aprendidas, mal aprendidas tantas veces en el cine o entre libros, brindábamos una imposible Casa de la Troya a los viejos que —como el conserje de la biblioteca— nos miraban reprobadores desde los bancos, a las mujeres que arrollábamos casi a nuestro paso y que resoplaban como ballenas agresivas tras los niños y el carrito de la compra, y era en definitiva una representación en su honor (jóvenes estudiantes insolentes que se fuman la clase y bajan paseando hasta el mar), entonces más que nunca obligados a darnos en imagen, a constituirnos en espectáculo, a vivir de palabras, como si ser joven no supusiera acaso, no hubiera supuesto desde siempre, no siguiera suponiendo imagino también hoy —porque no me parecen tan distintos, por más que fumen hierba, hagan libremente, ¿libremente?, el amor, lleven tejanos y no hayan leído, no sepan siquiera qué es, La Casa de la Troya—, yacer horas enteras en la penumbra de las habitaciones tras las puertas cerradas, enfermos de humo, de literatura, de este letal aire de mayo, el cuerpo laxo, inquieto y agotado, debatiéndonos torpes en la tristeza y en la angustia que nos acosaban desde la adolescencia —o quizá, como a mí, desde la infancia— y que ahora, a punto de desvanecerse, o al menos de modificarse o atenuarse, alcanzaban su paroxismo último y parecían al borde de aniquilarnos, pobres víctimas de la grandeza y servidumbre de tener sólo diecisiete años, porque entre nosotros, en habitaciones rebosantes de humo y tañer de guitarras, entre bocadillos de queso aún infantiles y cuba-libres de la emancipación, nos confesábamos solos y tristes y asustados, infinitamente faltos de apoyo y orientación, pero en la calle, y especialmente en las Ramblas, y sobre todo en época de exámenes, y si bajábamos paseando hasta el mar, nos veíamos obligados a brindar esta imagen ruidosa, atropellada, un tanto irresponsable e insolente, esta imagen que provocaban en nosotros, para luego rechazarla, aquellos viejos sentados sin sonrisa en los bancos, las mujeres ballena tras sus niños y cestos.
Los mismos bancos de madera oscura, el mismo verde tierno y oscilante tras las altas ventanas conventuales, la misma tarima, ya entonces carcomida y amenazada de derrumbe, la misma mesa larga y vieja —tan vieja entonces como ahora—, el mismo mapa de España en relieve. Todo un poco mugriento. Raído, mugriento, empolvado. Frío. Hoy siento impulsos de acercarme al mapa y pasar cuidadosamente las yemas de mis dedos por los picos de las cordilleras, sumergirlos en las cuencas de los ríos: ¿para qué puede servir, si no, este mapa absurdo perdido desde siempre en un aula de la universidad donde ni siquiera se ha enseñado nunca geografía? Pero dado que estoy al otro lado de la mesa y encima de la tarima —que no sepa muy bien el porqué ni qué diablos hago aquí es otra historia—, dado que no puedo ya definitivamente llenarme la boca de mil fresas con nata en las granjas, porque las fresas no existen casi este año en mi ciudad desangelada y donde estaban las granjas han abierto hace poco un self-service siniestro, dado que no puedo bajar paseando hasta el mar, porque he perdido los acompañantes y la primavera y hasta las ganas, mejor será que me quede quietecita en mi lugar, hablándoles de algo —en cuanto terminen de llenar las fichas con unas preguntas que les he dado simplemente porque hoy no sabía cómo empezar—, sin dar lugar a que me tomen, ahora que casi he terminado el curso, por una tipa medio loca. En pleno mes de mayo, con los árboles agitando sus últimas ramas tras las altas ventanas conventuales, con todo el rumor y el sofoco de la primavera en la amplia plaza, con los parques que imagino más obscenos que nunca en el lujuriante estallido de las hojas nuevas, con todos los caminos abiertos hacia el mar —me pregunto si la muchacha colombiana estará ahora recorriendo uno de ellos, o bajo el magnolio de un jardín en flor, o sentada entre los tontorrones que se han quedado y que se afanan sobre las fichas—, me parece un disparate haber permitido que me situaran al otro lado de la mesa, sobre la tarima, un disparate estar esta mañana aquí. Y me parece aún más extraño que ellos —insisto en que no sé si demasiado distintos a nosotros, aunque vayan en suéters y tejanos, con las cabezas rizadas o con largas melenas, los pitillos o los porros (eso sí ha cambiado) permanentemente encendidos— me vayan entregando uno tras otro con toda seriedad las fichas y vuelvan a sus puestos y se sienten en silencio, los ojos fijos en mí —no en las altas ramas—, mientras empiezo a hablarles de Ariosto.