Un poco traspapelada en el tiempo, un poco fuera de lugar, tengo ahora ante mí esta voz ronca y «bien», este monólogo que me encuentra a trechos pero que me sigue desde siempre —Maite la única muchacha de la burguesía con la que coincidí en la universidad, la única a la que quizá por eso mismo he seguido viendo regularmente después—, la boca densa y oscura, la lengüita rosada dispuesta al lametazo, la lengüita de una gata grande y sedosa, una gata perezosa que se lame indiferente los bigotes y está en el fondo al acecho, los dientes mordisqueantes y perfectos. Maite pregunta atropellada y aparentemente distraída por mi madre, por Guiomar, por Julio al fin; y tengo ahora la sospecha de que ha venido para esto, de que tal vez la hayan mandado para esto, la certeza casi de que sabe, de que saben (¿y quién puede habérselo contado?) que Julio ha partido una vez más con rumbo desconocido (es curioso que yo sólo pueda imaginármelo en la cubierta de un yate, una rubia al lado, el vaso con la bebida de moda en la mano, una chaqueta y un gorro de marino: el galán maduro y anodino de cualquier spot televisivo), tan conocido por otra parte, tan seguro el regreso (ese regreso que prometen y garantizan a dúo mi madre y Guiomar, como si yo pudiera dudar por un instante que ha de volver, o como si esto pudiera en lo más mínimo afectarme), sólo que esta vez no ha de encontrarme a mí al regresar, porque he escapado a mis antiguas madrigueras, he abandonado el redil.
Y esto sí justifica por lo visto que me hayan seguido hasta aquí, que hayan mandado a ese gato grande de lengua rosada a acecharme en las grutas ancestrales de mis sueños primeros, aunque Maite no parece escuchar apenas mi respuesta, mi «no sé cómo está Julio, se ha marchado» —¿habrá venido hasta aquí en definitiva por un motivo distinto?— y se precipita en frívolos arpegios sobre el pasado, me propone —horror de los horrores— una cena de antiguos compañeros de curso y me pregunta a quiénes veo de los viejos tiempos, y mientras le digo que a ninguno, que no veo a nadie, —salvo a ella algunas veces, y ahora está claro que no me escucha porque es evidente que no ha venido hasta aquí para hablarme de esto, aunque quizá tampoco sea exactamente para averiguar mis trifulcas o no trifulcas con Julio—, recuerdo de forma repentina que vi a Marcos en Londres. Marcos o lo que queda de Marcos. También la cena, si llega a celebrarse, será una cena de despojos, un festín de fantasmas, un banquete de múltiples convidados de piedra, los espectros de la más brillante promoción de la posguerra, derrotados los más inexorablemente por el fracaso en bruto, definitivo y sin engaños —¿es alguna vez imposible el autoengaño?—, derrotados los más por el fracaso en bruto, vencidos unos pocos de modo más sutil —apenas un poco más sutil— por la parodia grotesca, infinitamente lamentable, de haber quizá triunfado, un éxito risible que nos acarrea, a esos pocos, el odio rencoroso de los más —los del fracaso a secas— y que sólo consigue hacer para nosotros, porque nunca es bastante, porque nunca es verdad, porque nunca ha llegado en el momento justo —a veces un poco demasiado pronto, a veces definitiva, desoladoramente tarde, siempre fuera de tiempo—, porque nunca se parece sobre todo a lo que anhelamos en nuestra infancia, y es precisamente lo que anhelamos en nuestra infancia lo que hemos venido buscando a lo largo de la vida y lo único que tal vez podría satisfacernos, porque hay una diferencia ofensiva e insultante entre las realidades y el deseo, porque ha tenido siempre el éxito un precio exorbitante y loco o porque nos ha sido regalado por nada y no vale en consecuencia nada, un éxito risible que hace mucho más dolorosa y sobre todo mucho más sucia la derrota, de modo que los presuntos triunfadores nos encontramos de pronto justificándonos avergonzados por nuestros éxitos, o fingiendo creer absurdamente en ellos, o envidiando secretamente a los auténticos, primigenios, inequívocos fracasados. Y si al menos se tratara de una cena muy digna de convidados de piedra enjutos y lejanos, con voces cavernosas y monótonas, con espléndidos silencios, con aromas a musgo y a cavidad cerrada, mármoles fríos y gestos retardados: honestísima cena de fantasmas en la que nadie jugaría ya a nada —jugados ya y perdidos todos los juegos—, en la que nadie intentaría pasárselas de listo, ni simular ni fingir nada; si nos reuniéramos sólo para estar juntos en silencio un rato, mirarnos comprensivos —mirarnos compasivos— y estrecharnos al irnos tristemente las manos, en un velorio honroso de tantos sueños muertos; sin urbanizaciones en Ibiza ni masías en el campo, sin departamentos de español de cuyos jefes es uno infaliblemente la mano derecha, sin tesis presentadas —sin tesis perennemente demoradas— ni artículos publicados, sin fotos de niñitos —durante todos estos años los hijos y pronto ya los nietos—, entre las servilletas sucias de salsas y sangría, sobre el mantel en el que invariablemente se ha derramado el vino —y alguien se ha mojado en él los dedos y se los ha llevado a la frente y nos ha untado nuestra propia frente— y sobre el que se acumulan los ceniceros desbordados y las cáscaras de gambas; sin esa culminación grotesca de los cónyuges engalanados, con los cuellos de las camisas abiertos sobre los suéters de lana inglesa, porque somos lo bastante inconformistas y snobs para que ellos ya no lleven corbata —Julio por suerte no ha asistido nunca a una de estas cenas, ni con corbata ni sin ella—, ellas sí con collares de perlas, con abrigos de visón o de astracán, o los no abrigos de visón ni de astracán sino de gato, con los bolsos de cocodrilo, y las risitas tontas y los posesivos necios, donde se agiganta y se evidencia y estalla purulenta la mentira monstruosa, no creída por nadie, de pensarse vivos, importantes, hasta —casi— felices.
Porque ahora, mientras Maite prolonga un monólogo que ya no escucho, segura como estoy de que habrá algo, un chisporroteo en los ojos, un ademán nervioso de las manos, o sobre todo un temblor especial en la voz, algo que me advierta que ha llegado el momento en que acometa lo que ha venido a decirme, si es que ha venido a decir algo y no sólo a escudriñar mi soledad sin Julio (qué pueden saber ellos de lo que ha sido durante casi treinta años mi soledad con Julio), ahora recuerdo —y lo diría si creyera que Maite iba a escucharme— que vi a Marcos en Londres, y le explicaría a Maite —si existiera la más remota posibilidad de que entendiera— que apenas al entrar en la casa, ya en el mismísimo umbral, como en este instante ambiguo y alarmante en que la bella, esa bella temeraria irresponsable, a menudo mal envuelta en una bata de seda que se desliza suave por los hombros y se entreabre entre los pechos tibios, a menudo con una vela me apago no me apago en la mano, la bella, pues, en lugar de echar todos los cerrojos y amontonar los muebles contra la puerta de la alcoba —quién me mandaba a mí salir del hotel y aventurarme así en el tenebroso cubil de un amigo del pasado—, o quizá no fuera la bella insensata de pechos mal velados, sino el audaz compañero que hasta allí se ha adentrado tras ella, amándola en silencio y sabiéndola peligrosamente extraviada por las selvas de Transilvania, la bella o su amigo, lo mismo da, desde el preciso instante en que empujan la puerta chirriante que deja atrás la seguridad relativa de la alcoba y lleva a las dependencias secretas del castillo —muy distinta la atmósfera que en el piso de Londres, pero en el fondo lo mismo—, sienten esa aprensión vaga, muy breve la primera acometida del miedo, rápidamente resuelto en un fruncir de cejas y un encogerse de hombros, la aprensión vaga, pero certísima de que allí hay algo que no funciona. Y sigues adelante, y no encuentras en estos primeros pasos, en esa medrosa primera incursión por el castillo, nada que puedas calificar definitivamente de alarmante, hermosos los arcones y candelabros góticos, las viejas oxidadas armaduras, hasta los mismos instrumentos de tortura, tan naturales en el castillo antiquísimo de un duque de genealogía más que insigne, tan naturales los muebles supuestamente españoles —¿cómo habrán conseguido estos horrores en una ciudad donde lo cotidiano es casi siempre tan hermoso?—, las flores de plástico en jarrones de Murano, el televisor de color presidiendo la sala, las reproducciones de Gauguin y Renoir, en el departamento de un profesor de español en Londres, o casi naturales, o por lo menos no muy alarmantes, aunque uno se inquieta de todos modos, y parece que parpadea la vela, al borde de apagarse, aunque no se apaga del todo, ni siquiera cuando un murciélago enloquecido cruza en raudo vuelo la estancia, rozando incluso los cabellos rubios recogidos en la nuca con una cinta rosa, el inicio palpitante de los senos de la bella, ahora más agitados —debí haberme quedado en la alcoba, no debí haber salido de mi hotel—, o los cabellos negros de su amigo, y es en el piso de Marcos un gatito loco, desmedrado e histérico, el que resopla y bufa y me araña las piernas y me rompe las medias y el vestido, para terminar escondiéndose, el pelo aún erizado y los bigotes tiesos, bajo el aparador.
Y ahora la leve aprensión, la remota inquietud, se convierten en alarma, y la bella se pregunta a sí misma por primera vez si no hubiera sido mejor atrincherarse en su dormitorio relativamente seguro en lugar de lanzarse a explorar medio desnuda antiquísimos castillos con una vela me apago no me apago en la mano, y, si no quería quedarme en el hotel, hubiera podido ir de tiendas o meterme en el primer cine y limitarme a tratar con Marcos en las sesiones del congreso, porque qué diablos está una buscando aquí y quién la ha mandado meterse en camisa de once varas. Y la alarma no procede meramente de los arcones góticos, las viejas armaduras —los floreros que desbordan plástico multicolor— y el potro de tortura donde se adivinan todavía las huellas de la sangre, no procede siquiera del roce estremecido de las alas oscuras de un murciélago ni de los arañazos histéricos de un gato medio loco, sino de la sospecha de que tal vez todo esto no sea algo fortuito, sino una escenografía cuidadosamente dispuesta por alguien para algo, y este alguien, que nos repugna y nos asusta, pero que nos atrae no obstante también lo suficiente como para arrastrarnos hasta el centro de su cubil fascinados por lo inesperado y misterioso, o tal vez fascinados en el fondo por lo que sabemos desde siempre que allí vamos a descubrir, este alguien va disponiendo en nuestro camino y mandando a nuestro encuentro a estos peones que son sus emisarios, en un crescendo pavoroso que sólo puede terminar en él, que sólo puede terminar en ella. Seguro que nos espía ya desde las espesas tinieblas en que culmina la escalera de caracol, desde detrás de la puerta entornada de la cocina, por más que mande todavía un postrer emisario, más íntimo, más suyo, más patético incluso que el pobre gato, un jorobado verrugoso envuelto en harapos de desdicha o una rubita gorda en sus mocos y sus cintas, una niñita fofa, desangelada, imposible, y se apaga la vela, y nos sentimos definitivamente enfermos.
Y sabemos con toda certeza que no podemos ya retroceder, que está perdida la tibieza segura de nuestra alcoba, el cálido refugio de las tiendas o los cines de Londres, y que al salir a la calle y regresar a nuestro hotel —si es que algún día regresamos— no seremos ya por entero los mismos. Y aquí está ella por fin. Sonriendo ampliamente con la boca torcida, haciendo los honores del castillo, convirtiendo en desdén o en amenaza cada gesto supuestamente amable, ofreciendo un borgoña que tiene un sabor raro y unas galletas humedecidas —como sacadas realmente de la herrumbrosa alacena de un desván de Transilvania—, mientras resopla furioso el gato, incordia la niñita y se llena la estancia de murciélagos ciegos y enloquecidos. El conde-chupa-sangre-de-doncellas-tiernísimas-de-lánguidos-pajecillos-cabello-de-estopa: la terrible-diosa-madre-devoradora-de-genios-devoradora-de-niños-devoradora-de-genios-niños. Triunfal e irrebatible en su mediocridad, centro absoluto de un mundo sórdido creado por ella para glorificación de sí misma, una atmósfera maléfica en que las conversaciones, los inicios de conversación, caen a nuestro alrededor muertos como pájaros, una atmósfera maléfica donde no pueden crecer los árboles ni subsistir las flores de no plástico, bien apoltronada ella en la niñita gorda que devora bombones en un rincón, me mira atravesada y berrea por nada, en el gato neurótico que te salta a las piernas o a la nuca, siempre al acecho del instante de descuido en que le das la espalda, en esta escenografía prodigiosamente lograda donde a base de astucia y de difícil cálculo, y de una tradición ancestral sabiamente acumulada de hembra en hembra, se hace de un piso supuestamente normal un cubil inhabitable —y ahora acabo de descubrir, en el último estante de la librería, perdido en el castillo de los mil horrores, el hocico negro del perrito de trapo que le regalé a Marcos hace tantísimos años, y tengo que concentrar toda mi atención en las galletas y el borgoña, en el ridículo insalvable de la situación, para no aumentar este ridículo echándome a llorar—, un cubil inhabitable donde ella ceba y devora a su Hansel perdido y encontrado, cada día más gordo y más fantasma, un Hansel que ni siquiera en las sesiones del congreso, ni en la ponencia que él preside, tiene ya nada que decir, porque ha dejado de amar hace mucho las palabras, dejó de amarlas seguramente en el preciso instante en que dejó de amarse a sí mismo, aquel Hansel de hermosos ojos y voz de terciopelo, con su adscripción al Partido, sus preguntas agudas e impertinentes en clase, su afición al buen borgoña y al coñac francés, sus sabias disertaciones sobre literatura provenzal, tan comprometido y exquisito, aquel Hansel que parecía predestinado a una de esas mujeres de boca demasiado grande, mirada tristísima y profunda, paso elástico, que disertan en tono grave sobre la soledad y la muerte en las películas de Bergman, que parecen hablar cara a cara con la muerte y jugar con el desamor una peligrosa partida de ajedrez, esas mujeres que traslucen haber comprendido algo que los demás no vemos, haber establecido —siempre a la deriva— por encima de nuestras cabezas achatadas un pacto cómplice con lo desconocido. Un Hansel vaciado ahora de sí mismo y que no tiene nada que decir, nada que decirme, en el salón de la tele y las flores de plástico —y el hocico triste de mi perro viejo asomando entre los libros de la más alta estantería: lo ha guardado a pesar de todo durante tantos y tantísimos años—, mientras bebemos un vino medio agrio y mascamos galletas enmohecidas y su mujer le riñe porque bebe, porque fuma, porque calla, porque trabaja demasiado, y, por más que yo busco en vano las manchitas sangrientas en el cuello seboso, las marcas inequívocas de los agudos dientes chupadores, y no las encuentro, es este un Hansel vaciado de su vida, un pobre tipo que perdió en algún punto la sombra y la sonrisa, un Hansel que no vive, que fantasmea y engorda, que no vive en cualquier caso su vida, o lo que hubiera podido ser su vida, o una prolongación a medias coherente con la vida que yo le conocí, aunque aliente tal vez con una vida vegetal, en este curioso mundo cerrado, clausurado, donde mantienen los vegetales existencias de plástico, doble metamorfosis concordante y genial, y en cualquier caso, en el peor o el mejor de los casos, no ensuciará tampoco de un golpe de navaja con su savia verdosa la moqueta de nylon, ni se saltará la tapa de los sesos ante las bombillitas rojas de la falsa chimenea de falso mármol, apagado el disparo por el estruendo de la televisión, y casi no iba a distinguirse en la moqueta una sangre tan pálida y ya casi ni verde, no habrá de permitirse siquiera la rebeldía mínima, la mínima decencia, de regalar el gato esquizofrénico —seguramente ya irrecuperable— a gentes que puedan tener gato, ni de mandar a la monstruita rubia de mirada torcida —al fin y al cabo es hija suya— a un internado en las antípodas. Y aunque rehúye mis miradas —acusadoras o desoladas—, y sé que esquivará cuidadosamente mis preguntas, aunque parece, eso sí, un poquitín incómodo, no puede decirse en absoluto que sea desgraciado —no más de lo normal, estoy segura de que me diría si pudiera atraparlo yo a solas en uno de los pasillos del congreso, no más de lo normal, porque ha decidido hace tanto tiempo que la vida no puede ser, no pudo haber sido, otra cosa—, engorda y se afantasma, vegeta monstruosamente entre flores de plástico. Eso es todo.
Empiezo a explicarle que vi a Marcos en Londres, pero su monólogo alcanza ya otro punto del discurso y Maite no parece dispuesta a interrumpirlo ni a escucharme. Quizás haya adquirido algo también de gran diosa madre devoradora protectora de hombres genios niños, pero huele muy bien, tiene lindas piernas y bonitos senos, deja a los niños en casa y no parece haber cambiado mucho: inconformismo a flor de piel y unas ganas enormes de jugar. Y mientras me acurruco resignada al otro extremo del sofá, las piernas dobladas entre los brazos, y la miro sin prestar tampoco yo mucha atención a lo que dice, surge de pronto en el tono siempre ardiente y excitado de su voz esa inflexión mínima, ese leve cambio en el tono, casi imperceptible, pero que he aprendido a detectar al cabo de los años, que me indica que está empezando a hablar de lo que en realidad ha venido a decirme: y es muy curioso, porque no se trata de Julio, ni de sus jovencitas rubias o pelirrojas, ni de mis posibles amantes o no amantes, no se trata siquiera de criticar el abandono en que me tienen mi madre o Guiomar.
Maite está hablando de una muchacha colombiana, me está dando una imagen delirante y folletinesca de una aristócrata salvaje y solitaria, que cabalga a pelo sobre corceles pura sangre y azota con la fusta a la servidumbre de palacio, una muchacha inteligente, sensible y exquisita —eso no se liga demasiado bien con lo de la fusta— que asiste por lo visto desde hace días a mi curso sobre Ariosto y en la que nunca he reparado. Y es muy extraño que haya venido hasta aquí para hablarme precisamente de esto, pero hay un brillo malicioso en sus ojos claros que me indica sin lugar a dudas que todo forma parte de un juego, un juego tontorrón y frívolo, uno de estos juegos que la excitan y la hacen sentirse bien y viva, pero en los que personalmente nunca arriesga ni arriesgaba demasiado, como recorrer las casas de citas de la ciudad para casarse luego virgen con un hombre que no la había llevado a ninguna, o pasar contrabando bajo las faldas, bien escudada tras su aparente ignorancia, tras el nombre poderoso de una familia por encima de toda sospecha, o tontear con un amigo al que sabe no le interesan las mujeres para excitar así a otro pobre tipo al que sí le interesan, pero que no se atreverá jamás, se le caería el pelo, a aproximarse a ella. Juegos de sociedad no demasiado peligrosos.