Todo el tiempo ante mí: sin hitos, sin compromisos, sin horarios, sin nadie que me espere a ninguna hora en ninguna parte. Sin nadie que me piense, sin nadie que me imagine vagando melancólica por esta casa vieja —porque sólo mi madre y Guiomar, y acaso Julio, sí, quizá Julio también, saben que estoy aquí; y mi madre, que naturalmente no ha interrumpido el viaje, me dedica sin duda algún pensamiento nervioso e irritado, esa hija siempre inesperada que le quita el sueño y no acaba nunca de encajar en sus planes, y sin duda Guiomar, entre seminario y sesión de laboratorio, un problema más en una serie etiquetada de problemas, se pregunta qué van a hacer con esta madre incorregible, pero ninguna de las dos me piensa de verdad, para ninguna de las dos existo de verdad, al igual que tampoco he podido existir nunca para Julio, porque si hubiera existido para él, de verdad, tal como soy, un solo instante, se hubiera producido el milagro, o al menos todo hubiera sido necesariamente distinto—, paseando mi nostalgia de habitación en habitación, acurrucándome herida —¿herida?— en lo más hondo de la más profunda madriguera, porque me he encerrado aquí como se refugia una alimaña enferma en su cubil, en un intento quizá desesperado de tender mágicos puentes entre esta niña de aire envejecido, que pende patética y grotesca sobre el vacío de la más espantosa soledad —no ser pensada por nadie—, y aquella niña triste, que no tuvo otra compañía que la de sus fantasmas, acaso he venido a reencontrar mis viejos fantasmas, o a encontrarme a mí misma en aquella niña, que, aun triste y solitaria, sí existía, anterior a la falsificación y al fraude de todos los papeles asignados y asumidos. En este tiempo sin tiempo, he retirado las fundas de los muebles, habitación tras habitación, he quitado el polvo a infinidad de libros, me he asomado repetidas veces a los tres balcones —y he visto el tono, la licuidad, la luz del mar, a las distintas horas del día—, me he tumbado en los cuatro sofás de que dispongo, me he acurrucado en el sillón de cuero, las rodillas junto a la nariz, he bebido coca-colas solas, con limón, con ginebra y hasta con fundador —y siempre con un sabor impreciso a primera juventud—, y me he contado a mí misma tantas historias, medio inventadas medio recordadas medio soñadas, historias sentimentales, historias tristes, que repiten con distintas melodías un único fracaso.

He escudriñado los armarios, me he zambullido en los espejos, he paseado por el paisaje de los cuadros. Y vuelvo una vez más, y todas, hasta el balcón central, y me asomo a la mar, y en el mar ahora gris —está cayendo la tarde— lucen tibias y trémulas las luces, es un mar de mil barcas, de enormes transatlánticos inmóviles y resplandecientes, de vibrantes motoras superrápidas que se cruzan y se persiguen entre las olas. Justo delante, separado sólo de mi acantilado por un breve espacio de sombra marina, empavesado de blancos cegadores, de agresivos azules, de rojos centelleantes, multicolor y fantástico, señor indiscutible de la noche y las olas —por las mañanas no existe apenas, y sólo en las primeras horas de la tarde va cobrando nueva vida este buque fantasma, cuya luz va aumentando paulatina en la misma medida en que la pierde el día—, magnífico palacete encantado de un fabuloso parque de atracciones, lujosísimo yate de placer, suntuosa góndola veneciana anclada por órdenes del duque al pie de mis ventanas, justo delante, pues, está el cine que inauguraron cuando yo era niña, que construyeron durante meses ante mi espera incrédula y apasionada —porque tener un cine delante mismo de mi casa era a mis siete ocho nueve años una posibilidad maravillosa—, que vi crecer, colorearse, enjoyarse de luces y carteles, para estar luego allí yo una tarde, muy pegada a mi abuela, una abuela todavía joven, todavía hermosa, con el cabello blanco, los ojos de un azul muy claro, como el de mamá, pero sin su dureza y su brillo metálicos, la piel de porcelana, muy pegada a mi abuela, un vacío en el pecho y la mirada extasiada, mientras iban cediendo despacio las luces rosas que escapaban de mil conchas de oro y teñían blandamente tapizados turquesa, cortinajes crema, suelos alfombrados.

Ahora, tantos años después —las conchas de oro están desde hace tiempo desconchadas, y hace mucho también que se suprimió la cortina crema y quedó la pantalla desnuda, mucho que se cambió el tapizado turquesa de las butacas por otro tapizado marrón oscuro—, me parece oír música en cubierta —aunque no aparece por ninguna parte el más tonto y más bello de los príncipes—, y veo zambullirse parejas presurosas, grupos rientes de jovencitas, mamás con muchos niños, en las hondas bodegas del navío, en las mismísimas fauces del castillo encantado.

Un poco más allá, el segundo vértice del mágico triángulo de mi infancia desaparece casi en el gris de las aguas: es un vértice oscuro, casi sin luces propias, y se esfuma, como se está esfumando el día, entre las olas. Este segundo vértice es una gruta sombría: seis peldaños y un mundo de sordos recovecos. Buceas, te sumerges, y ya en lo hondo, al volverte hacia arriba, al mirar hacia arriba y hacia atrás, ves los ríos de luz esmeralda que descienden magníficos hasta las profundidades, nunca tan bella la superficie radiante del mar como vista invertida, desde abajo, desde las profundas simas de una gruta marina, que a esta hora, aplacadas ya las esmeraldas, hace doblemente sombrías las sombras. La gruta está repleta de mohosos estantes que desbordan tesoros. Maravilla de cajas carandache de treinta y seis colores, y todos diferentes, aunque sólo son siete los colores del arco iris y con ellos si quieres pueden conseguirse los demás, por lo que la exuberancia de los treinta y seis lápices distintos adquiere un matiz de derroche ostentoso, de exceso casi pecaminoso y exótico —y todavía hoy no puedo pasar sin detenerme ante un escaparate donde se exhiba una caja de lápices carandache con sus treinta y seis colores—; lujuriosos juegos de compases adormecidos en su plata sobre el más negro o grana de los terciopelos, prontos a salir de su ensueño para crear un universo extraño de círculos imposibles; gomas muy grandes, muy blandas, de contornos suaves y redondeados, sobre las que se agitan muellemente Blancanieves y los Siete Enanitos y el Príncipe Encantador —siempre un poquito bobo aunque no sea esta vez el más tonto, ni tampoco el más bello, de los príncipes—; series completas de postales de arte, con hipódromos y señoras gordas rodeadas de niñitos rubios, y señoras, también rubias, con pamelas enormes, esas señoras de las que mamá diría que tienen mucha clase, y jarrones que estallan en flores multicolores —que no huelen a nada—, y perritos de lujo con cara de no muy listos y lacitos azules; y cajas misteriosas adormecidas —hechizadas— bajo el polvo de los últimos estantes —los más altos—, que quizá no podremos saber nunca qué contienen, y unos secantes con dibujos a todo color, un tesoro tan raro que ni el niño más mimado ha utilizado nunca uno de estos secantes, porque no están a la venta, y no tienen por lo tanto precio, y hay que obtenerlos —inapreciables— mediante méritos o mediante halagos de los dos grifos-hembra, aunque no excesivamente sexuados, al igual que tampoco tienen demasiado definida la edad, dos grifos probablemente andróginos e inmortales —en cualquier caso intemporales— que señorean por la gruta, que te entregan los lápices y las postales, o unos cromos siluetados cubiertos de una purpurina reluciente que nos deja los dedos teñidos de plata, dos grifos arbitrarios o magnánimos que conceden a veces, de modo caprichoso, uno de los secantes y que incluso abrirán quizás un día para tus ojos admirados las misteriosas cajas polvoriento-hechizadas del estante más alto. Pienso que igual me sumerjo de nuevo cualquier tarde en la gruta —si es que soy todavía capaz de bucear hasta tan secretas profundidades—, y compro una botellita de tinta china. O mejor una caja entera, una fragante caja de madera blanquísima, traída como todo de Alemania o quizá del Japón, donde se alinean parejos los frasquitos cuadrados, un imposible hecho realidad, porque la caja no contiene sólo tinta azul y tinta negra, o incluso tinta roja —roja como la sangre sobre el alféizar de la ventana de una reina triste—, un rojo más o menos previsible, sino este despropósito de la tinta naranja, la tinta morada, la tinta marrón —y me salían siempre tan mal todos los mapas pese a la multiplicidad de colores de las tintas—, que culmina en lo inverosímil de la tinta amarilla, y en la tinta blanca, un despropósito total.

Bajaré cualquier tarde a comprarme una caja de tintas chinas, la más cara, la más grande, la que lleve más etiquetas de Made in Japan o Made in Germany, la que contenga más colores, y compraré también unas hojas de cartulinas satinadas, cartulinas crema, cartulinas rosa, cartulinas oro, y a lo mejor los grifos sin sexo y sin edad se sienten especialmente benévolos y me regalan un secante a todo color, para los niños —y ya no hay niños, sólo esta Guiomar tan distinta, tan lejana, tan legitima nieta de la elegante dama anglosajona, de la diosa viajera, que no ha interrumpido naturalmente su viaje, la diosa que aniquila a su paso los cultos de Deméter, que ignora para siempre y desde siempre los secretos festejos dionisíacos, y no recuerdo siquiera que a Guiomar le llamara la atención esta tienda, ni que coleccionara nunca cromos o secantes—, para mí, aunque es muy posible que tampoco existan ya, una más entre las tantas cosas que han dejado de existir, porque las damas anglosajonas y sus nietos escriben sólo con bolígrafo —si es escribir el llenar postales con una letra enorme que deja únicamente lugar para el saludo, o emborronar grandes hojas cuadriculadas con letritas como moscas que se estructuran en un juego de números y fórmulas—, pero siempre puede quedar un ejemplar oculto y solitario, un superviviente único de las especies extinguidas, en el más hondo recoveco de la gruta marina, como subsisto yo —niña envejecida— en los pasillos oscuros de una casa deshabitada.