A la diosa rubia de las manos blancas, a la vieja dama de porte anglosajón que me manda saludos y postales desde ciudades cuyo nombre no he oído jamás, y que no ha interrumpido desde luego su viaje, cómo pude pensar que ocurriría, cómo pude imaginar una reacción, no ya maternal, sino al menos humana, que la hiciera regresar hasta aquí desde el otro lado del mundo, para que yo no me sintiera tan sola en mi vieja madriguera, aunque ha mandado eso sí una carta sapientísima, por una vez una carta y no una postal, levemente alarmada, llena de invocaciones a la prudencia, y hasta ha telefoneado un par de veces para explicarme lo nerviosa que la tiene mi absurda decisión, y lo mucho que he aumentado con ella sus taquicardias y su insomnio, apenas si consigue dormir la pobre en las lujosas suites de los hoteles americanos, desde donde sale todas las mañanas para fotografiar viejas piedras y pintorescos indígenas, seguro que le he estropeado el placer del viaje, como tantos otros placeres del pasado, con una de mis rarezas siempre inoportunas, una más en la larga lista de rarezas y agravios de una hija disparatada, y supongo también que debió de ponerse rápidamente en contacto con Guiomar, muy serias las dos, una a cada lado de la línea del teléfono en la llamada internacional que unía el poblado miserable de la India con la flamante universidad norteamericana, lamentándose a dúo de una hija insensata y una madre loca, y me pregunto qué diablos pinto yo en esta genealogía de vírgenes prudentes, un eslabón torcido en una cadena irreprochable, mientras ellas se entienden perfectamente por encima de mí, la diosa y la doctora intercambiando opiniones sobre la niñita difícil, como sobre un perrito que han encontrado en la calle atropellado con la pata rota, y con el que no saben qué hacer, porque encima muerde, y les preocupa tanto, aunque no hasta el punto de dejar de fotografiar ruinas o interrumpir la tesis sobre el funcionamiento del cerebro en cierto tipo de ratones, y volver unos días aquí.

A la diosa rubia de las manos blancas, digo, no le gustó nunca esta casa oscura, destartalada, vieja, demasiado grande, llena de recovecos y resistencias irritantes. Intentó siempre imponernos —a este piso y a mí— sus ideas del orden, la luminosidad y la belleza. Una y mil veces se abrieron nuevas puertas, se cerraron ventanas, se unieron y dividieron habitaciones, se cubrió de papel o de nuevas capas de pintura los antiguos papeles o pinturas de las paredes, se sepultó bajo moquetas beiges, rosas, verde-azuladas las baldosas polícromas —tan bellas— que trazaban en el suelo sus cenefas geométricas o florales, se recubrieron con capas y capas de estuco las molduras doradas de los artesonados. Y era una barahúnda constante de muebles que llegaban, eran trabajosamente subidos por la escalera —los hombres resoplando bajo su peso, de rellano en rellano— o izados con poleas e introducidos por los tres balcones, muebles que, apenas llegados, iniciaban un galopar frenético por el piso, de pared en pared, de habitación en habitación, para ser prontamente desechados, enviados a un exilio definitivo, de nuevo balanceándose en el vacío, sobre las cabezas curiosas de los transeúntes, o golpeados en los recodos de la escalera, entre bufidos irritados de la portera. A la señora le gustaba lo nuevo, lo ultimísimo, lo rutilante, tan poco europea en esto, tan de nuestra ciudad, que a veces he pensado si existiría un acuerdo secreto, una conspiración maligna, entre ella y el alcalde, entre ella y los concejales, entre ella y los dignos comerciantes de esta ciudad, para ir sustituyendo, destruyendo, renovando, las cosas más bellas y entrañables. A la señora le gustaban también las niñitas rubias, indiscutiblemente anglosajonas, muy arias, herederas de al menos otras veinte generaciones de otras niñitas rubias de su mismo linaje, niñas que lucían sus gorritos de punto, sus deliciosos trajecitos escoceses, en las revistas extranjeras ilustradas. Y mientras el piso se llenaba de ebanistas, pintores, decoradores, yeseros y anticuarios, el renacuajo morenucho y zanquilargo, demasiado flaco, demasiado oscuro, y con algo indefinido que rompía invariablemente la armonía del gesto y la figura, algo siempre escaso o excesivo, era arrastrada a modistas especializadas en ropas infantiles, peluqueras francesas, zapaterías de lujo, a clases de tenis y de danza, a horribles fiestas infantiles, todas las niñitas con faldas muy huecas y calcetinitos blancos, viendo actuar a unos payasos tristísimos y a unos danzarines folklóricos de pantalones de pana remendada —ellos— y bombachas atadas a la altura de las rodillas, para que no se les vieran las piernas entre el revoloteo de las faldas —ellas—. Todo para nada. Porque la madre de inconformismo fácil y de risa insolente, nos atacó durante años con su furia renovadora y terrible, con su racionalismo olímpico, con su esteticismo cuadriculado y perfecto, arremetió de frente, y sus ojos —tan pavorosamente azules, tan despiadadamente claros— me dejaban, al traspasarme, desarmada y desnuda, y sus manos tan blancas parecían capaces de dar nueva forma, de dar simplemente una forma al universo, y era, oh espejito mágico, la más bella y la más inteligente entre todas las mujeres del reino —ahí estaban mi padre y todos sus amigos para atestiguarlo—, tan bella y tan inteligente, oh mi reina y señora, que ya no sois siquiera humana —ni humanidad tenéis para imaginar, para aceptar, que vuestra hija puede necesitaros ahora, perdida en sus primeras madrigueras al otro lado del mundo, aunque no sé para qué podría servirme tenerte aquí a mi lado, rotos como están desde hace años, acaso desde siempre, los cauces naturales de la comprensión y la ternura, y en definitiva es mejor, mucho mejor, que ni Guiomar ni tú hayáis cambiado por mí vuestros planes—, pero no pudo jamás jamás con nosotras, porque ambas, la casa y yo, mudas, pasivas, oscuras, obstinadas, le ofrecimos una resistencia doblemente feroz, poblada de penumbras enfermizas, de insalubres humedades recónditas, de tiernísimos secretos subterráneos, de placeres dionisíacos prohibidos. En aquel frenético cambiar muebles de sitio, desterrarlos, abrir nuevas ventanas o tapiarlas, repintar una y mil veces las paredes, la casa siguió siendo vieja y triste, una guarida cálida y abierta al mundo del ensueño. A través de las casi infinitas capas del estuco emergieron tenaces en los techos las guirnaldas de oro, los residuos de colores antiguos, la enramada secreta donde se congregaban las brujas. Siempre volvía a brotar en algún punto el papel que recubriera anteriormente las paredes, y si no resurgía, el flamante papel o la impoluta capa de reciente pintura era alterada entonces de inmediato por la humedad o por el moho, se resquebrajaba el discreto tono monocolor, se rompía la línea del dibujo elegante y simétrico, y brotaban allí las figuras terribles, desorbitadas y amigas: una cabalgata desenfrenada de corceles y dragones, princesas hechizadas de larguísimas trenzas de oro —Rapunzel, Rapunzel, suéltate el pelo—, ahorcados pavorosos que pendían de ramas retorcidas, un trozo de lengua asomando entre los labios tumefactos y los pies enormes balanceándose sombríos por encima de la ciénaga donde la sirenita aprendiz de mujer convivía amigable y asustada con la hija del rey del marjal. Y aunque todo lo decrépito, lo que tiene algún punto de grotesco o de enfermo, lo que se mece tiernamente sobre el vacío de lo cursi, no tenía cabida en el universo rutilante y acerado de una diosa helénica o una reina bruja, aunque el cuarto de juegos amanecía inundado con frecuencia de juguetes caros y maravillosos, siempre con instrucciones en algún idioma extranjero, y un Made in Japan, Made in England, sobre todo Made in Germany impreso en algún rincón, nunca parecidos a los juguetes que veía en casa de los otros niños, volvía a aparecer una y otra vez imperturbable, misteriosamente incólume, la muñeca de celuloide a la que le faltaba un brazo y que no tenía vestidos, sólo una manteleta de punto medio deshilachada, sin duda la más pobre, la más fea y enferma de todas las muñecas, o el oso de peluche, medio calvo y bastante chamuscado desde el día en que alguien lo olvidó junto a la estufa, o un libro que surgió de modo misterioso —alguien debió traerlo, pero quién pudo traer una cosa así—, un libro escrito en un idioma indescifrable —no era alemán, ni inglés, ni francés, ni portugués, ni italiano—, y que llegó ya a mí y a nuestra casa con la mitad de las hojas arrancadas y perdidas, pero que contenía en las hojas restantes los dibujos más hermosos que yo había visto jamás, sobre los que podía —dado lo indescifrable del texto— inventar libremente todas las historias. Creo que la casa vieja y la niña oscura sellamos un pacto en las tinieblas. Inventamos extraños mitos órficos, secretos ritos subterráneos, para escapar así a la diosa de la luz, Atenea tonante; introdujimos tenaces el desorden, la angustia, lo ambiguo y mutilado en un universo que se creía o al menos se quería perfecto. Y en esta guarida, en esta gruta hechizada y maléfica y enternecedora, floreció el país de las maravillas y de nunca jamás.

Hasta que los troncos de los árboles se fueron poniendo poco a poco negros, y la ciudad cambió, y los pájaros —hace años, cuando yo era pequeña, había multitud de pájaros distintos en los árboles del paseo, pájaros que vivían aquí todo el año, y pájaros que arribaban con cada primavera— emigraron hacia zonas más altas, zonas periféricas de barrios residenciales, las mismas zonas hacia las que emigramos nosotros y todos nuestros amigos. Y mi madre cubrió con fundas blancas los cuadros y los muebles de una casa que odiaba —no se llevó apenas nada: todo debía ser nuevo, rutilante, no estrenado, en el sitio donde íbamos a vivir—, encargó a la portera que ventilara de vez en cuando las habitaciones, y no habló nunca de alquilar o de vender porque le daba demasiada pereza algunas veces enfrentarse conmigo. Aunque quizá no previó esto, quizá no pudo imaginar que yo regresaría aquí un buen día, una maletita en la mano y cierto aire de niña envejecida, que volvería a ocupar mi cama de soltera, mi cama de adolescente, una hermosa cama con pies y cabecera de metal dorado, con una colcha de ganchillo, y se me irían las horas —el tiempo ha perdido sentido— asomada a los tres balcones que dan sobre el paseo, o extrayendo —muy lentamente, casi sin objeto— los muebles del salón de sus blancos sudarios.

Aliados, amigos, siempre cómplices, los muebles emergen sin protesta —mansamente— de su paréntesis de sombras y silencio. Y yo los palpo antes, los acaricio a través de las fundas y de las sábanas, los adivino y los dibujo en el recuerdo, para, sólo después de este previo reencuentro del tacto y la caricia, tirar con tiento de un extremo de la sábana, del borde de la funda, donde el polvo ha trazado en los pliegues profundos surcos grises, y dejarlos desnudos, desnudos en el sol de mayo y en el ruido que sube desde la ciudad vocinglera y estrepitosa —aunque sumergida— de las once de la mañana. (El sol entra a esta hora desbordante por los balcones abiertos, y el leve polvillo de oro de las primeras horas de la mañana cesa en su bailoteo y parece casi inmóvil en los chorros de luz). Me derrumbo después en el sillón de cuero donde mi padre leía el periódico y dormitaba a la hora de la siesta, o sobre la alfombra muelle y cálida, o en el sofá de almohadones de pluma tapizados con curiosos dibujos de mapas antiquísimos y derroteros marinos, y pienso que quizá más adelante, en otros días, seguiré por la biblioteca. Desnudando otros muebles y quitando, uno a uno, el polvo de los libros, y, mientras, los hojearé sin prisas, entremezclando fragmentos al azar, las mujercitas puritanas y arquetípicas de Louise May Alcott, los gestos grandilocuentes —tan literarios— de los hombres, pero sobre todo de las mujeres, de Somerset Maugham o de Stefan Zweig, o estas deliciosas traducciones al francés en que Ovidio, el Cantar de los Cantares o el Satiricón escapan a duras penas de lo cursi para caer en la pornografía. Quizás reencuentre incluso el placer de las lecturas de mi adolescencia, la lectora que fui y que murió —son tantos los yos que en mí murieron— hace ya mucho tiempo: desordenada, caótica, heterodoxa, poco crítica, pero voraz, omnívora y apasionada. Porque ahora por primera vez desde hace muchos, muchísimos años, tengo todo el tiempo.

También tengo, por primera vez en muchos muchísimos años, tal vez por primera vez en mi vida, toda la soledad. Al término de múltiples naufragios, he recobrado el tiempo. Y no hay, de esto estoy segura, otra cosa mejor que hacer, nada más importante, más urgente, que tomar posesión sin prisas de la casa de mis padres —la única casa que de veras ha sido una vez mía—, deambular por salones y pasillos, abrir los tres balcones del paseo, ver ascender, rizarse el mar de hojas bajo las ventanas, espiar la ciudad sumergida, restablecer contacto con los muebles cómplices, releer tantos libros a medias olvidados, o tenderme en cualquier lado, un vaso al alcance de la mano —he vuelto, qué extraño, a beber cuba-libres—, un montón indistinto de discos sucediéndose en el gramófono, todo lo que me resta de vida centrado en ver bailar en el aire los puntitos de luz, medio oír dormitando los rumores que suben de la calle, recontarme a mí misma por milésima vez las interminables, las inagotables viejas historias.