Hace muchos años que el piso está deshabitado, y hace mucho tiempo que mi madre, o tal vez Julio, o los dos al unísono como tantas veces y como en tantas cosas, habrán querido venderlo —qué sentido tiene conservar este piso enorme, vacío, implacablemente invadido día tras día por el polvo y la humedad, en un centro de la ciudad del que han ido desertando uno tras otro los parientes y amigos, hasta dejarlo reducido a un barrio de bancos, oficinas y agencias de viajes—, y habrán desistido únicamente por pereza a enfrentarse a una de esas oscuras tozudeces mías que ellos no entienden ni justifican, pero que, quizá precisamente por incomprensibles e injustificables, les inquietan vagamente, y a fin de cuentas qué más daba conservar este piso, con unos gastos que casi no se han movido desde hace treinta años y una portera —no el antiguo bulldog, sino una muchacha rubia y andaluza, una de esas andaluzas de ojos claros y carnes blancas y apretadas, dos o tres chiquillos piando siempre a su alrededor— que puede subir algunas tardes a abrir un rato las ventanas, sacudir las alfombras y pasar un trapo por encima de los muebles. O tal vez presentíamos los tres que llegaría un momento en que esta compleja maquinaria siempre a punto, que tantos afanes les ha costado mantener, iba a desplomarse por fin sobre nuestras cabezas —o tal vez únicamente sobre la mía—, y que Julio partiría una vez más con rumbo desconocido, grotesco capitán de algún yate fantasma, junto a una rubia de celuloide, sólo que en esta ocasión —lo mismo pudo haber ocurrido hace diez años, o pudo tardar otros diez en ocurrir, o pudo quizá no producirse nunca— todo iba a parecerme demasiado tonto, excesivamente banal, una chata historia incansablemente repetida que era preciso cortar antes de llegar a la náusea insoportable de su infinito, y entonces el pulido universo de cartón piedra en el que se me había adiestrado a vivir iba a derrumbarse finalmente sobre mí, y es posible que los tres intuyéramos que entonces yo tendría que buscar refugio en mi primera madriguera.
Y aquí estoy, una maleta en la mano y cierto aire de huerfanita envejecida, mientras me invade el olor a cerrado y a humedad, y veo desde el umbral el pasillo interminable, larguísimo y oscuro, las motas de polvo bailoteando locas en los ríos de oro pálido que se filtran a través de las ventanas emplomadas —las ventanas desde las cuales espiaba yo por las noches las llegadas triunfales de mi madre, y durante las largas tardes del invierno las entradas y salidas de los vecinos—, un pasillo al que dan las puertas del baño, la cocina, el despacho de papá, el dormitorio de los invitados, el pasillo oscuro al que se abrían todos los miedos de la infancia, y que recorro ahora hasta el salón, donde abro uno tras otro los tres balcones del paseo. Es como asomarse a un mar levemente encrespado de verdores tiernos desde una isla perdida y escarpada, un acantilado al borde de las aguas. Oigo el chasquido húmedo, incesantemente repetido de las olas, un ruido en el que me gustaría dormitar —me ha gustado tanto siempre dormirme en algún sitio desde el que oyera el mar—, y, si pongo, atención y me esfuerzo por penetrar tras esta danza en verde, si entrecierro los ojos para atenuar el exceso de luz, veo asomar algún retazo de la ciudad sumergida: guijarros grises del asfalto en el fondo marino o marcha veloz y fugitiva de un coche pez entre las ondas.
Sé que después, al adentrarnos en el verano, el mar se tornará día a día más oscuro, más polvoriento en unos puntos, en otros más dorado, lejos ya el verde purísimo esmeralda, hasta desaparecer por fin arrastrado por el viento —muelles montones de hojas rojizas y putrefactas sobre las aceras, en torno de los árboles— y dejar emerger tras su esplendor otoñal la ciudad ahora sumergida. Y entonces se verá desde aquí, desde cualquiera de los tres balcones de este primer piso, que los troncos de los árboles están negros, con la negrura de una inevitable condena a muerte. Pero estamos sólo a principios de mayo y el otoño queda muy lejos todavía. Pienso que tampoco este año me he dado cuenta —que tampoco este año he querido darme cuenta, como sólo ocurrió una vez hace mil vidas— de la llegada de la primavera, y que falsamente he acechado en vano las ramas desnudas, para descuidarme luego en el momento preciso, ese instante brevísimo y escurridizo en que brotan las hojas, unos puntitos limpios, unos botones tiernos, contra el cielo azul, o, visto desde aquí, el embate amoroso e inicial de las olas bajo mis ventanas. Ha habido en mi ciudad algunos años —muy muy pocos años— unos primeros días tibios, de sol pálido y aire ligero, sin peso. En días así fue posible —al menos una vez, hace mil vidas— ver brotar el verde candoroso, las vírgenes yemas asustadas, pezones adolescentes que se encrespan y crecen bajo el aire todavía frío. Pero este año, como en casi todos los años de mi ciudad, el verano ha irrumpido a deshora y de repente, y, cuando me doy cuenta de que ha terminado el invierno, los árboles estallan ya en un verde lujuriante. Ondulantes senos de matrona bajo mis ventanas. Pero en cualquier caso es el mar, y me gusta que una vez al año mi casa —mi vieja casa, mi única casa, la antigua casa de mis padres— quede así rodeada por las olas, y que mi ciudad —tan distinta, tan chata, tan empobrecida— recobre durante unos días su mágico prestigio de ciudad sumergida, mientras yo resucito el remoto sueño, remoto e infantil —o es que acaso no son infantiles y remotos todos los sueños—, de vivir a la orilla del mar, de dormirme arrullada por el mar, en una isla, en la cima de un acantilado, en lo alto de un faro.
Esto atenúa la obscenidad imposible de los meses de mayo, de los parques y jardines de mayo en mi ciudad sin candor ni primavera, con ese olor a turbio y a cerrado que invade extrañamente los espacios abiertos, olor a leve podredumbre, flores de mayo descomponiéndose lentas ante la madona azul y blanca, rosario entre los dedos, de la capilla. Hace también mucho tiempo. Ha llegado un instante en mi vida en el que de todo hace ya demasiado, mucho tiempo. Entonces mayo era el mes de la Virgen y las flores, acaso fuera también el mes inconfesado de los más imposibles amores, y mientras lirios y rosas blancas —las únicas rosas que detesto— agonizaban feamente sobre tapetes níveos con bordados en hilo de oro, nosotras soñábamos en alcobas nupciales atestadas de nardos —y yo ni imaginaba que mucho tiempo después llegaría una mañana en que abriría riéndome una puerta, con los brazos inundados de nardos, y que nunca nunca podría volver a soportar, sin un asomo de náusea, el perfume de estas flores—, en alcobas nupciales atestadas de nardos, donde la sensualidad cálida de su aroma nos provocaba artificiosos desmayos y jóvenes todavía sin rostro —¿príncipes del Oriente? ¿hermosos muchachos de ojos claros?— nos azotaban sin piedad con ramos de mimosa, hasta que nuestras nalgas, nuestras espaldas, nuestros pechos, quedaban recubiertos de un polvillo dorado. Entre la corola grasienta —color a carne muerta— de los lirios, asomaban los penes amarillos envueltos en pelusa, y todavía más obscenas, más sucias, más putrefactas, unas florecillas blancas diminutas —sólo las he visto en los altares blancos de la Virgen durante el mes de mayo— rodeaban como una lluvia de semen las rosas y los lirios. Por las tardes —el agua de los jarrones despedía un olor nauseabundo, también carnal y muerto—, retirábamos esos jarros —verdes, azules, estrellitas de oro— de sobre los tapetes almidonados, bordados y planchados hasta el infinito por manos ásperas y virginales, y los llevábamos a la sacristía para cambiar el agua y renovar las flores: traemos por turno, todas las mañanas, uno de esos horribles ramos de flores blancas.
La sacristía está casi a oscuras a esta hora, y muy fría. Aquí no ha llegado el verano: sólo la obscenidad de los lirios, la opulencia marchita de las rosas de cera, las sucias florecillas que parecen semen, el hedor de tantas corolas descompuestas entre nubes de incienso —y otra vez la cámara nupcial, ahora ya no hay duda, con un príncipe oriental de ojos de azabache, labios glotones, pelo negro, surgido directamente de una versión expurgada y por lo mismo doblemente excitante de las Mil y Una Noches— y canciones a varias voces —todas desafinadas— en latín. Pero nosotras nos escabullimos, sombras rientes, torpes aprendices de bacantes locas, por la capilla en sombras, recorremos con dedos curiosos, no del todo inocentes, los largos penes amarillos, ásperos, llenos de pelusa, nos escondemos solas o de dos en dos en los confesionarios, nos embriagamos con el polvillo tan dorado y maligno de las flores. Y una tarde de mayo, en la capilla lateral, la misma de los ejercicios espirituales, de las voces terribles y dispares, ora un susurro quedo, ronroneante, casi enamorado, que acaricia sin tocarlos apenas todos los lirios del valle, que nos roza el cabello y las mejillas como una brisa, como el ala de un pájaro, ora un aullido trémulo, sostenido en agudos intolerables, que prende fuego en todas las primaveras y en las supuestas venus que del mar salieran, y que no obstante, por debajo o por encima del miedo, o abrazado al miedo, formando un mismo todo con este pavor desesperado a lo desconocido, va inventando un placer extraño, como si el mismísimo Savonarola nos tuviera allí atadas y desnudas, atadas y a su merced desnudas, mientras nos arañara con una uña larguísima y luciferina el espinazo, desde las ancas hasta el cogote.
En la capilla del espanto y del éxtasis, culminación y abismo de mórbidas densidades no prohibidas, encontramos —una tarde de mayo— una monja muerta en una caja blanca. La voz tonante que nos viola desde el púlpito y el aroma dulzón de las flores de mayo la han traído hasta aquí, la han rodeado de gruesos cirios encendidos que humean en la penumbra, de infinidad de rosas blancas, y han deslizado un rosario enorme entre las manos arrugadas, rígidas, amarillas. Y aunque nos asomamos furtivas a la capilla, y hablamos en susurros exaltados, y la tentación de ver y el miedo a lo que estamos viendo nos detienen en el umbral, aunque esto se parece mucho al primer conocimiento, a la primera voluptuosidad, excitante también y estremecida, de lo que puede ser la muerte, no llegamos al fondo del horror y no hay apenas sentimientos de angustia, porque sabemos con certeza extraña que nunca ha estado viva, viva como nosotras —tan distante—, o quizá que no está muerta ahora de veras, que es sólo un toque imprescindible y genial, la realidad y la vida superándose a sí mismas, trascendiéndose en la imagen certera que da su plenitud a un conjunto de aromas y de imágenes. Mayos de la capilla y de los cantos a muchas voces en latín, de las nubes de incienso, mayos mes de María y de las monjas momia sin edad que mueren siempre en primavera. Mayos sofocantes y lascivos, con el pecho oprimido y un sabor especial entre los labios —quizá sólo el deseo de ser azotada con ramos de mimosa en una alcoba nupcial, en una alcoba mortal, atestada de nardos—, y desde estos balcones, ver cómo nace verde y nuevo, en breves embestidas juguetonas, el mismo mar de todos los veranos.