Cruzo la puerta de hierro y cristal, pesada, chirriante, y me sumerjo en una atmósfera contradictoriamente más pura —menos luz, menos ruidos, menos sol—, como si desde la mañana polvorienta y sucia, esas mañanas sofocantes y obscenas de los primeros días del verano en mi ciudad sin primavera, me hubiera refugiado en el frescor de piedra de una iglesia muy vieja, donde huele remotamente a humedad y a frío, el frío de un invierno no ahuyentado todavía aquí por el bochorno del verano, y en cuyo aire se entrecruzan, desde las altas cristaleras polícromas, múltiples rayos de luz. Me gusta la penumbra y el silencio, y me quedo de pie, en el umbral, de espaldas a la puerta que se cierra sola a mis espaldas con un chasquido, mientras mis ojos se van acostumbrando poco a poco a la oscuridad y empiezan a distinguir objetos en las sombras. Unas sombras que, por otra parte, conozco de memoria desde siempre, porque aquí, como en las viejas catedrales, son muy pocas las cosas que han cambiado, y por eso sonrío a la escultura antes de verla, y cuando la distingo al fin, no sé si en realidad la estoy viendo o la adivino de tan sabida. Está sentado en un reposo sin desmayos, una mano extendida en gesto amistoso, baja y extendida con la palma hacia arriba, en un gesto tranquilizador, como el que utilizamos ante un perro desconocido que puede no estar seguro de nuestras intenciones, un gesto de aproximación que preludia casi la caricia. Y sin embargo, muy cerca, un poco más arriba, el noble rostro helénico se pierde en quién sabe qué ensueño, tan distante que cuesta armonizar los ojos perdidos en el infinito y la sonrisa estática con el gesto cordial de la mano extendida, aunque nos conocemos, claro está, desde hace mucho tiempo, y no se lo tengo en cuenta, y le sonrío sin rencor, por más que él ni me mira, y en un impulso reflejo, maquinal, infinitamente repetido a lo largo de tantísimos años, busco curiosa entre sus piernas. Un viejo juego o un viejo rito. Para niñas expectantes y ansiosas, remotamente —sólo remotamente— excitadas, o para mujeres maduras que vuelven al cabo de los años, que se refugian aquí como en las naves de las viejas catedrales, como se vuelve siempre a los oscuros subterráneos, o quizá no sea siempre, quizá sea sólo cuando en el mundo exterior algo nos hiere mucho o algo termina o todo parece demasiado estúpido.
Sigo pues el viejo juego o el viejo rito, y le miro curiosa —realmente curiosa— entre las piernas, y compruebo con un suspiro de alivio —realmente todavía hoy con un suspiro de alivio— que todo sigue en orden y que el sexo campea desnudo entre las largas piernas, entre las lisas piernas de bronce. Y ahora mi madre, una madre desinhibida, juguetona, voluntariosa y terca, mucho más bella y mucho más distante que todas las estatuas, una madre que nunca ha necesitado refugiarse en viejas catedrales huyendo de la luz, de la herida implacable de la luz, y que sólo está aquí de paso, como debe estar uno en los vestíbulos, pues de un vestíbulo se trata en definitiva y no de una iglesia o de una catedral, sólo el vestíbulo de un vieja casa del centro de la ciudad, una madre cuarenta años más joven que esa especie de dama inglesa que me manda postales de las que desborda el saludo, el abrazo de su letra tremenda, enorme, sin vacilaciones, desde ciudades de las que apenas si conozco el nombre, pero en las que la imagino bien, demasiado bien, poseyéndolas con su paso seguro y deportivo, elástico el cuerpo todavía joven, todavía hermoso —la belleza, no lo he olvidado, radica y empieza en el esqueleto—, en unas ropas que en otra mujer pudieran parecer extravagancia pero que dan en ella la justa medida de una distinción perfecta, mirando con sus ojos de lapislázuli irónicos y duros —aunque algunas veces, pocas veces, también pudieron ser benévolos— a funcionarios y nativos, y pienso que los nativos nunca son tan nativos, los funcionarios doblemente funcionarios, como bajo esa mirada azul de vieja dama inglesa que pasea condescendiente por sus posesiones, ignorante de que el mundo haya cambiado, de que pueda siquiera cambiar, porque a donde no alcanza su dureza llega siempre infalible su encanto, y, distingamos, mi madre no pasea propiamente por el mundo un orgullo de casta sino una altivez de diosa. Y ahora mi madre, digo, desde cuarenta años atrás, surge entre las sombras, se acerca al joven de bronce —quizás sea Mercurio, porque, estoy casi segura, por más que no las distingo, de que hay adheridas al dorso de sus tobillos unas pequeñas alas—, arranca decidida de entre sus piernas una hoja de parra también de bronce pero inequívocamente superpuesta a la primitiva escultura, la mira burlona, la hace bailotear entre sus dedos largos —la belleza comienza en el esqueleto—, sus manos perfumadas, frunce luego la nariz, el ceño, resopla brevemente por una boca cálida de la que escapa la risa, una risa contenida que estremece su espalda y agita como una brisa los encajes, los volantes de la blusa de seda, del traje de terciopelo, las plumas de la boa magnífica que le acaricia los hombros desnudos —unos hombros anchos de diosa griega, porque la belleza comienza en el esqueleto—, y mi madre mira a su alrededor en mirada cómplice a los felices mortales a los que se digna considerar sus amigos, y, mientras ellos se ponen sobre dos patas, hacen bailar la pelota de colores en la punta del hocico, dejan enloquecer el rabo en coletazos frenéticos, la hoja de bronce desaparece rápidamente en un resquicio que dejan las molduras del pedestal, en la maceta de la fucsia moribunda y pálida, en el hondo repliegue del sofá de raído terciopelo donde debieran esperar teóricamente los visitantes y donde nunca he visto esperar a nadie, en el oscuro pozo sin fondo del hueco del ascensor, sobre el mismísimo marco de la puerta que da a la portería o en el mismísimo buzón de las tres señoritas (y no sé por qué hace mi madre todo esto con gestos rápidos y apresurados, porque la escena, las múltiples variantes de una misma escena, se produce siempre cuando todos duermen, y sólo yo, en la casa, estoy al acecho), y es unas horas o unos minutos más tarde, al empezar el nuevo día, porque esta madre de mirada acerada y sonrisa burlona —y lo de madre es sólo el nombre con que la ligo a mí de modo harto fantasmagórico e incierto, pues la maternidad en modo alguno la define y no agota o quizá no cabe entre las posibilidades de su esencia magnífica— gusta de llevar a cabo, insisto, amparada en las sombras cómplices de la medianoche o en las menguadas primeras luces del alba su insolente fechoría, y es al empezar el nuevo día cuando las tres señoritas, las tres hermanas solteronas que viven en el entresuelo —pues tenían que ser tres, como en los cuentos de la infancia—, al final de una escalinata con baranda de mármol, mucho más suntuosa que la escalera que utilizamos los restantes vecinos, lujosa escalinata alfombrada que sólo lleva hasta su piso, las tres hermanas que se pasan la vida en un refunfuñar por el mal trato que se daba al ascensor, la suciedad que invadía los rellanos, las supuestas bombillas de la gran araña de cristal del vestíbulo que al parecer los vecinos cambiábamos por otras fundidas —y ni siquiera los años de la posguerra daban en una casa de la burguesía motivo para tanta miseria—, y los novios de las criadas que las acompañaban hasta dentro o las besuqueaban contra el portal, y los guateques de las niñas del quinto en que zumbaba demasiado alto el tocadiscos —y cómo iban a oírlo ellas medio sordas desde el entresuelo—, pero refunfuñando sobre todo en una irritación nunca apaciguada contra la insolencia sin límites de la diosa rubia y riente del primer piso, tan pecaminosamente extranjera en su propia ciudad —o en la de ellas—, que vadeaba el vestíbulo entre sus pieles y sus risas y dejaba tras sí un perfume inconfundible, que persistía minutos enteros, como el olor a azufre de Lucifer prolonga su aparición en las representaciones navideñas, el mismo perfume que yo buscaba en sus pañuelos y en su guantera y en los encajes de sus enaguas, las tres señoritas pues, tres dragones resecos y castísimos, todas ellas grititos destemplados, estremecidos resoplidos, crujir de huesos y corsé —porque las tres señoritas llevaban los senos, que en otro tiempo debieron ser voluminosos, oprimidos sin piedad en corsés de acero, que los hicieron a la larga fundirse y desaparecer, dejándolas flacas y lisas—, las tres señoritas con su bulldog al frente —un bulldog disfrazado de portera, porque los perros de verdad las espantaban tanto como las asustaba mi madre o el sexo de bronce que blandía el dios griego entre las piernas—, y pienso que los dos, la escultura del vestíbulo y la señora del primero, eran para las tres señoritas una misma cosa, por igual hermosos, por igual amenazantes e insolentes, y por igual indestructibles e indesterrables de sus vidas, puesto que no se atrevían o no podían echarnos de aquel primer piso que veníamos ocupando desde que acabó la guerra —insolentes o no, estábamos indiscutiblemente entre los vencedores, más allá de toda sospecha, pese a las juguetonas heterodoxias de mamá, y no encontraban justificación válida, ante ellas mismas o ante los vecinos, para sacar del vestíbulo una valiosa escultura (algo habrían oído de que el desnudo en arte no es pecado) que había estado allí desde siempre.
El bulldog de anchas posaderas y vozarrón oscuro que las precedía en sus pesquisas por la escalera y el vestíbulo, mientras hacían llegar hasta la rendija entreabierta donde yo, cuarenta años atrás, estaba al acecho, un guirigay destemplado de gritos muy agudos y de ladridos graves —en ningún caso sonidos humanos— y recorrían como pulgas histéricas el vestíbulo y la portería, se asomaban a la calle, escudriñaban en las sombras del hueco del ascensor, hurgaban con dedos malévolos los recovecos de la escultura, los pliegues del sofá, removían la densa capa de polvo acumulado bajo la alfombra, se asomaban a las tulipas de los apliques y rebuscaban entre las lágrimas de cristal color caramelo de la araña que pendía del techo, porque incluso allí, suspendida entre las lágrimas, sujeta con un lacito rosa, amaneció cierto día la dichosa, bien pensante, virtuosísima hoja de parra. Y aunque yo no lo vi, la niña imagina a su madre con una risa contenida, sólo un punto demasiado aguda en el momento en que su divertida excitación la desborda, izada en alto por dos hermosos hombres de ojos claros —siempre había hombres hermosos, hombres jóvenes, elegantes muchachos de ojos claros alrededor de mamá— a los que la diosa se digna llamar amigos, el padre no, el padre no está bajo la lámpara, el feliz mortal al que la diosa se digna llamar mi marido sonríe un poco apartado, junto a la puerta que da a la calle, y no se sabe —la niña no lo sabe— si la sonrisa es reprobadora o secretamente divertida, o si el padre ha iniciado ya el interminable camino hacia la indiferencia y el hastío, sonríe desde la puerta, da breves chupadas a la pipa y observa al grupo que se apiña bajo la araña de cristal, mientras la madre se balancea levemente al compás de la risa, acunada y mecida por su propia risa, y sostiene en lo alto, flamante gallardete de la libertad —qué libertad puede haber sino esta, y aun para unos pocos, para la asamblea de los dioses vencedores, en los años cuarenta—, la hojita de bronce. Vacila unos instantes, intenta sostenerla en equilibrio sobre los resbaladizos brazos de cristal, engarzarla en los alambres que sujetan las lágrimas, y por último —es ahora cuando la risa pierde definitivamente su armonía y estalla incontenible, esa risa de mamá siempre un poco excesiva, y la oiría la niña si estuviera asomada esta noche, como tantísimas otras noches, a la ventana entreabierta del primer piso, y hasta es posible que despertara a las tres señoritas pulga, a las tres señoritas dragón, de no ser tan profunda su sordera— la mano blanca, fina, larga se desliza veloz, como un animalito juguetón y ronroneante, dónde, se preguntan aterradas las tres vírgenes y el bulldog, en el cabello tupido y denso que huele a secretas madreselvas, dónde, se pregunta la niña, entre los pechos blanquísimos que no se sabe por qué le dan siempre un poquito de sueño y le recuerdan el mar, o quizá hurga la mano —las pulgas desfallecen y ni fuerzas les quedan para persignarse y el bulldog gruñe aterrado ante la imagen— quizá hurga en un gesto fugaz, visto y no visto, bajo las amplias faldas de gasa, bajo las suaves faldas de terciopelo, bajo las faldas suntuosas de lamé de oro, y ahora la madre, literalmente muerta de risa y a punto de perder el equilibrio sobre los brazos que la sostienen en alto y que vacilan bajo su peso bamboleante, la madre eleva en una mano la hoja de parra y en la otra una cintita breve, sedosa, de un rosa escandalosamente íntimo, y un segundo después cuelgan las dos allí —la pudorosa hoja de parra y la procaz cintita—, provocación sobre provocación, provocaciones no sumadas sino elevadas al cubo, balanceándose entre las lágrimas de la solemne araña de cristal.
Y allí siguen toda la mañana como una enseña triunfal, mientras la niña regocijada, que ahora sí está de guardia en la ventana y que ha descubierto mucho antes desde su atalaya la hoja y la cintita, ve a las tres pulgas flacas de gritos estridentes y al oscuro moscardón de voz ronquísima saltar enloquecidos por el vestíbulo y enmudecer de golpe, paralizadas, la cabeza en alto y las cuatro bocas muy abiertas, desbordada su capacidad de comprensión, desbordada asimismo su capacidad de respuesta iracunda, por la magnitud insólita del agravio, aniquiladas, barridas, anuladas desde siempre por aquella madre distinta, tan de esta ciudad y sin embargo como extranjera, una madre burlona y combativa, de risa fácil y de manos blancas.
Hasta que un día la hoja de parra, oculta tal vez en un escondite perfecto donde pasará años y años, eliminada quizá por una madre siempre vencedora que se ha cansado del juego pero que no quiere darse por vencida, o quién sabe si secretamente escamoteada por las tres señoritas hartas de dar saltitos y de hacer aspavientos y de salir siempre derrotadas, o incluso por el bulldog de los roncos ladridos, que no quiere seguir perdiendo las mañanas en un monótono husmear por los rincones tras sus dueñas virginales e histéricas, mientras la señora siempre culpable pero nunca convicta, objeto inequívoco de todas las sospechas pero nunca atrapada —no constituye prueba concluyente el perfume indeleble, pero sólo para mí absolutamente inconfundible, ese aroma único e irrepetible de la mezcla de su colonia con su piel—, duerme a pierna suelta entre almohadones suaves, idénticamente perfumados, blandas almohadas de pluma sobre las que se desparrama suntuosa su cabellera rubia, una mano asomando, posada en las sábanas de hilo, un día pues, la hoja de parra desaparece definitivamente. Y aquí sigue todavía ahora la escultura, con su gesto amable y condescendiente, el gesto de acariciar a un perro, el noble rostro helénico perdido en el más noble —o en el más bobo— de los ensueños, y el sexo definitivo, insolente, triunfal entre las piernas, aquí sigue, cuarenta años después, y le sonrío al pasar, y me responde con un gesto aquiescente, de amistosa complicidad, casi casi de afecto, aunque yo no soy, esto está claro hasta para un Mercurio de bronce, la mujer de risa divertida y desafiante, de ceño burlón, de hermosísimas manos ronroneantes, la bella dama marmórea y lejana, siempre vencedora, con la que estableció hace mucho un pacto entre estatuas o entre dioses, en cualquier caso no entre seres humanos.