DESPUÉS de observar a los guardias, Candelario picó espuelas para escapárseles de los ojos pronto. Había resultado cierto cuanto pensó de la posible acción de Micaela y ahora no debía permitir que la fugitiva errabunda, de seguro inocente, cayera en manos de los perseguidores. Tenía más razones que antes para hacer que se recostara en su brazo. No creía que fuera capaz de matar de la manera achacada, quien tenía el privilegio de ser libre. Sólo era necesario encontrarla pronto. Ya desaparecerían, fuera de los caminos frecuentados, bajo el sol o las estrellas.
Candelario detúvose y sus ojos reconocieron el camino, en todas sus curvas, hasta que llegaron a la llanura. No había ningún movimiento humano. La figura de la viajera parecía haberse esfumado. Como la bajada era larga, no podía pensarse que llegara tan pronto al final de la misma. Pero la faja quebrada del camino, a ratos rojiza, a ratos amarillenta, estaba sola. Él miró empecinadamente la falda del cerro, a uno y otro lado, fuera del sendero. Rocas, magueyes, cactos, arbustos, una salvaje naturaleza cubría las laderas, y la mujer no aparecía por parte alguna. Menos se alzaba abajo en la pampa, a la que pudo llegar pronto, sólo corriendo. El camino llaneaba entre ligeras ondulaciones, pasando junto a la casa en ruinas y el bosque de eucaliptos, para encumbrarse de nuevo a lo lejos.
Candelario echó el caballo por la bajada, lo más rápido que pudo, con riesgo de que el animal se fuera de bruces. A medida que descendía, iba escrutando los contornos. Quizás entre los achaparrados arbustos, o junto a un pedrón, o al pie de uno de los contados árboles, se disimulaba la imagen buscada. Era como si la esperanza de Candelario fuera negada por esa tierra. La angustia comenzó a apretarle el corazón. ¿Qué podía haberse hecho la forastera? Quizás se escondió en una de esas hondonadas del bosque tupido que cortaban verticalmente los cerros. De ser así, debía llamarla. ¿Pero respondería a su llamada? Pese a que la había poseído y se le entregó buenamente, esa mujer continuaba siendo para él una desconocida. Por cualquier causa, se negó a explicarse la noche anterior y ahora, se le escapaba en los campos, tal si se hubiera confundido con la tierra o el aire.
Negándose a aceptar completamente la posibilidad de perderla, llegó a la llanura. Caminó un buen trecho y luego encarose al cerro, plantando el caballo. Una amplia perspectiva le permitía abarcar la falda. No había trazas de la mujer. Algo que se movía allá en media bajada, a unos pasos del curvado camino, resultó un arbusto gris agitado por el viento. Candelario gritó: «Eeeeeeey». El eco rebotó apagadamente y después cayó el silencio sobre la falda y la llanura. Si la extraña estaba escondida tenía que haber oído el grito y saldría ahora. Esperó un rato, pensando en verla surgir por algún lado, de las hoyadas, de entre los árboles, de cualquier accidente de la montaña. Pero nada apareció. Candelario no se resignaba, sin embargo.
Dirigió el caballo hacia la casa en ruinas y el bosque de eucaliptos. Encontró entre las paredes derruidas dos pequeños lagartos que tomaban el sol y la sensación de que la vida humana había dejado de alentar allí hacía muchísimos años. Los prietos muros, roídos por la lluvia, se habían disgregado hasta ser montículos. El caballo, al caminar entre las ruinas, relinchó penosamente. Candelario siguió buscando. El pequeño bosque de eucaliptos era fragante y penumbroso, de grata frescura, y podía ser que allí se encontrara la mujer que tenía el ánimo de recatarse y era dolorosamente hermosa. El caballo trotó fácilmente entre los troncos añosos, bajo los altos brazos tranquilos. Y el eco blando de las pisadas recorrió el bosque, por un lado y otro, sin encontrar el eco de la voz que esperaba el hombre, tal si fuera a surgir de cualquier lado como esas alegres brechas de luz que cernían los ramajes…
Acaso, yendo camino adelante. Al salir del bosque, Candelario avanzó a trote largo. En una eminencia que flanqueaba el camino, se encaramó con caballo y todo, para otear de nuevo. Y de nuevo la bajada, la llanura, la casa en ruinas y el bosque, las colinas próximas y distantes, le aventaron soledad a los ojos angustiados. Varias veces gritó de nuevo. Era como si la desconocida hubiese muerto. ¿Qué la hacía continuar sola? Después de lo ocurrido entre ambos, podía existir una razón. Contuvo el llanto, pensando que ella lo rehuía para evitar que padeciera su suerte de perseguida. Por eso mismo, para defenderla y caminar en tan noble junta, más que nunca deseaba poderla encontrar. Pero ella había resuelto evidentemente otra cosa, perdiéndose ahora en el campo para tomar después algún camino.
Candelario descendió de la eminencia y anduvo un trecho más, alejándose del cerro, aunque volvió otra vez la cara para mirarlo, deteniendo el caballo.
En la casa de la loma estaba la vida de todos los días. ¿Cambiaría alguna vez la suerte? Él había caminado mucho en cuarenta años. Con todo, no quería volver al mismo sitio. Quizás nunca la iba a encontrar, pero era como si la desconocida estuviera cerca y lejos. Detúvose para pensar en lo que haría. ¿Volver? Si era de nuevo libre y con todos los espacios abiertos le estaba gritando el destino. Entonces siguió camino adelante a trote largo…
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