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MICAELA despertó muy temprano. Vistiose calladamente y cuando salió al corredor, había esa luz indecisa que anticipa el alba. Serían las cuatro de la madrugada. Grande fue su sorpresa al ver que la puerta del cuartucho de aperos estaba abierta. Acercose con paso cauteloso y asomó los ojos fisgones.

—Buenos días —saludó la desconocida, que terminaba de hacer su atado.

—¿Se va? —inquirió Micaela, y no le pareció que sobraba la pregunta dada la forma en que la forastera procedió antes.

—Sí, señora —replicó la extraña, echándose el atado a la espalda, sobre un pañolón gris que la cubría desde la cabeza.

Agregó a guisa de condescendiente explicación:

—De caminar tanto, me dolían los pies. Quise descansar un día.

—¿Por qué no me dijo? —Se asombró Micaela—… no era para callar eso.

—Lo mismo habría dado; usté no me hubiera creído —sentenció la forastera, a la vez que salía al corredor, llevando una sonrisa entre compasiva y burlona.

Un pájaro madrugador cantó en los álamos. Micaela decidió acompañar a la extraña hasta el camino, para no hablar en el corredor, a riesgo de que Candelario despertara.

—Sí, supe una cosa —dijo Micaela apenas cruzaron los álamos—; doña Moncha me contó que la culpan a usté de la muerte del minero… que la andan buscando.

La forastera se detuvo, diciendo:

—No tuve culpa. Ya se convencerán. A ustedes no les hablé de eso por ver si sabían. ¿Comprende? No puedo ni preguntar…

El tono de su voz fue más que nunca triste. Micaela consideró que mentía pero cualquier cosa podía pasarle por alto a condición de que se fuera pronto.

—Cuídese —le dijo con ironía, a modo de adiós.

—Caminar enseña, señora. ¿No soy una pobre andariega? Algo sabré por eso…

Tomó entonces el camino y Micaela la estuvo mirando hasta que bajó de la loma y se perdió entre los arbustos y la luz incierta de la madrugada.

La dueña de casa pensó que mejor habría sido que la apresaran los guardias, pero no pudo atajarla con el pretexto de que tomara desayuno, o cualquier otro. Candelario habría podido despertar entretanto y, según se vio en la noche, quería seguir enredándose. Ahora, si la forastera deseaba realmente irse, tendría tiempo de llegar lejos hasta que Candelario se levantara. Si no, siempre podría echarle encima a los guardias. Micaela fue al cuartucho de aperos y lo revisó, en previsión de que la andariega, que se reconocía como tal, hubiese robado alguna cosa. No faltaba nada y era seguramente por el peso del atado, con el cual apenas podría. Sólo le quedaba esperar a que pasasen las horas. ¡La cara que iba a poner Candelario!

Micaela se estuvo sentada un rato. Cuando cantaron más los pájaros y se abrió una brecha blanca por el lado del sol, comenzó a preparar el desayuno. Apenas la luz asomaba, entre sonrosada y violeta, salió Domi. Micaela le hizo señas de que callara y tomaron el desayuno silenciosamente. Serían más de las siete cuando apareció Candelario en la puerta. Viendo que le servían el desayuno, comenzó a tomarlo con desgano. Micaela había cerrado la puerta del cuartucho de aperos y el hombre, de cuando en vez, echaba miradas inquietas a sus viejas tablas. De pronto, preguntó:

—¿Y ella?

Micaela replicó, gozosa de poder afirmarlo al fin:

—Se fue… Madrugao se iría… Ya no está ella, ni hay su atao.

Candelario tiró el jarro de infusión, poniéndose de píe de un salto. Iría enlazar el caballo. ¿Pero hacia dónde dirigirse? ¿Qué dirección tomó ella? Miró el amplio paisaje cruzado de rutas. Venían los Andes quebrando violentamente sus lomos. Descendían en colinas que iban encogiéndose y luego se erguían de nuevo, por aquí y por allá, mirando a los cielos y a las lontananzas. Las rutas delgadas y curvas serpenteaban de cerro en cerro, yendo del norte hacia el sur y de la cordillera al mar.

¿Dónde quedaría Sarapampa? Sería difícil buscar, pues tal vez no exista y, de existir, esa mujer seguramente no pararía allí. ¿Quién sabe, en verdad, los pasos del que marcha? Candelario miraba con tenaz insistencia y Micaela observaba el rostro perplejo, tratando de descubrir, como siempre, sus intenciones. El hombre dio un pequeño y ronco grito y fijó los ojos en un punto. Allá, muy lejos, en el lugar donde el corte de un camino blanqueaba doblando una cumbre, avanzaba una mancha gris que parecía no andar sino flotar. La mancha se hundió rápidamente tras la línea del horizonte. Micaela, al volverse hacia el lugar que señalaron los ojos brillantes de Candelario, no vio nada ya. Él se dirigió entonces en busca del caballo, al que enlazó con presteza, y comenzó a ensillar más rápidamente todavía. La mujer clamó:

—¿Por qué te vas?

Candelario acababa de ajustar la cincha.

—Voy a dejar el toro —dijo evasivamente, para evitar líos inútiles.

—¿Se va? —preguntó a su vez Domi.

El hombre iba a montar y se detuvo para sacar un billete de cinco soles y entregárselo a la pequeña.

—Puede que con el tiempo se te aclare el sentido —masculló, y no estaba preciso si se dirigía a Micaela o a la pequeña.

Ajustose el sombrero y montó. Micaela comenzó a gritar:

—¡Oye, escucha…!, ¡ella anda corrida! ¡Mandó que mataran al marido! ¡No te enredes! ¡Lo sé, el minero era el marido! ¡Ella lo mandó matar!

Candelario oyó tales voces contrayendo el ceño, y barbotó:

—Se me hace que la acusan de injustos que son. Dejuro no hizo nada. Cállate.

Dirigiose hacia el toro. Una débil esperanza serenó un poco a Micaela, pero Candelario, en lugar de bajar junto al tronco para deshacer el nudo, se acercó al animal y, aflojando el lazo ceñido a los cuernos, lo sacó arrojándolo a un lado. Enseguida puso su caballo al trote y, al tomar el camino, galopó alejándose entre nubes de polvo y rumor de cascos batientes. El poncho descolorido ondeaba al viento y el sombrero se aplastaba sobre un torso inclinado del cual, de cuando en vez, se alzaba el brazo que agitaba el látigo.

—Se va el maldito —dijo Micaela, hablando para sí misma.

—¿Se va? —insistió Domi, rehusando creerlo, al pensar que realmente se marchaba el héroe de cien hazañas y mil historias, se puso a llorar silenciosamente, como suelen llorar los niños cuyo llanto no es consolado.

Micaela estuvo de pie mucho rato y luego sentose. A lo único que atinaba era a mirar la figura huidiza del jinete, que a ratos se perdía en las quiebras del camino, para luego reaparecer, tornándose cada vez más pequeña. Llegó un momento en que le fue difícil diferenciar los colores del caballo y el poncho. Un bulto oscuro tomaba ya por una llanura y el polvo que dejaba atrás se alzaba en ligeros vellones…

Candelario sabía que doblando el cerro, tras el cual la vio desaparecer, había una larga bajada que faldeaba hasta aplanarse en una pampa donde quedaban las ruinas de un caserón, junto a un bosque de eucaliptos. La mujer le llevaba una hora de ventaja, pero la alcanzaría en la bajada. Contando con que ella, después de trasponer esa cuesta en cuya altura la vio por suerte, se habría fatigado y posiblemente sentado a descansar, estaría a su lado más pronto aún. La iba a cimbrar a su placer y ambos comenzarían una nueva existencia, sintiéndose libres. La emoción de la libertad alegraba a Candelario y era como si se la confirmaran los arbustos, los cactos, los pedrones, los árboles que dejaba atrás y encontraba, en la animada revista del galope. El sol comenzaba a caldear de veras. Olía a tierra y rama el campo, y el cielo estaba amplio de nitidez, como para echar por allí un alegre galope. De cuando en cuando, un pájaro rompía a volar, frenético, desde los arbustos de la vera. El viento hacía oleajes de hojas en los lugares boscosos. Toda la vida había renacido para Candelario, feraz y jubilosa. ¡Arza! El noble caballo galopaba sin cansarse. Ya comenzaba la cuesta. Al otro lado, por mucho que la mujer hubiera avanzado, la iba a encontrar…

Pasada la rotunda impresión de la partida, Micaela se dio ánimos con varias ocurrencias pertinentes.

—Creerá, el maldito, que la va a encontrar cerca… De no encontrarla, volverá… —dijo.

Domi no le entendía.

—No ha llevao sus cosas… Toditas las dejó. Vendrá a lle…

La frase se le atragantó en el cuello. Candelario comenzaba a trepar la cuesta. Sabía a dónde ir. Micaela creyó entonces que se había apalabrado con la desconocida, mientras estuvo ausente, para encontrarse en un lugar dado. La idea de los guardias civiles fue de nuevo asequible y volviose a mirar en la dirección opuesta, que era por donde debían venir.

—¡Dios lo habrá querido! —exclamó.

Era que, allá lejos, se movían dos manchas plomizas, jinetes en caballos de trote franco. Eran los guardias civiles. Tras ellos trotaba un paisano, quién sabe el juez. Micaela se subió a una esquina de la cerca de piedra y, moviendo los brazos, gritó:

—Apuren… apresúrenseeee…

Resonaban aún los ecos cuando los guardias abrieron el galope.

Domi subiose también a la cerca a fin de verlos mejor. Los fusiles terciados a la espalda relumbraban al sol. Fueron creciendo los torsos cubiertos de un uniforme plomizo, y los caballos se agrandaban sobre el campo claro, negro el uno, alazán el otro. En media hora de galope estaban ya muy próximos. De repente, pasaron junto a la cerca, echando viento, y pararon los caballos, con un violento tirón de riendas, frente a la casa; Micaela y Domi se les acercaron. La primera estaba silenciosa porque no sabía exactamente qué decir y la segunda, de curiosidad y sorpresa. Uno de los guardias civiles era sargento. Hombre maduro y de apariencia calmada, se levantó el kepí para limpiarse con un pañuelo la frente sudorosa, y luego preguntó:

—Bueno, ¿qué pasa, pues?

—Se va, se va mi marido —acertó a decir Micaela, agregando—: Mírenlo…

Señalaba con el índice el punto aquel donde el camino blanqueaba doblando una cumbre. Ya llegaba hasta allí Candelario, y se detenía. Seguramente estaba mirando hacia la casa. La silueta de caballo y jinete se destacaba nítida frente al fondo claro del corte. Como si hubiera tomado debida nota de lo que pasaba en la loma, Candelario emprendió luego el trote y se perdió rápidamente, tal si se hundiera en la tierra.

—¿Son casaos ustedes? —preguntó el sargento.

Micaela vaciló entre decir o no la verdad, pero optó por ésta, considerando la posibilidad de un esclarecimiento. Dijo de mala gana:

—No.

El sargento la miró escrutándola.

—Oiga, doña —demandó—, cuente por partes lo que ha pasado… No se enriede.

En eso llegó el hombre al que Micaela supuso el juez, y se había retrasado. Era el Tuerto Carrasco. Ella ni siquiera le contestó el saludo, pasando a hacer un largo relato de la forma en que llegó la desconocida y de cómo se le había vuelto sospechosa, sin olvidarse de acusarla de entenderse solapadamente con Candelario; cosa que a ojos vistas estaba terminando en esa fuga planeada de antemano, y que los guardias debían evitar.

El sargento y su subalterno, en vez de hacerle caso, echaron pie a tierra con toda calma y encendieron un cigarrillo. Tenían el aire de quien llega a apagar un incendio y no encuentra más que humo.

—Debía cuidar al marido —dijo con sorna el sargento y añadió—: Oiga, doña… Lo que pasó es que doña Moncha llegó anoche toda alarmada a tocarnos la puerta. ¡Vaya con la señora! Primero no le hicimos caso, pero fue diciendo que el tal Candelario era capaz de matarla a usté, a lo que parecía, y que esa mujer no tenía buena intención pa usté… Pensamos encontrarla muerta a usté o algo… Y nada, pues…

—¿Y no les dijo que me quería robar el marido? —inquirió Micaela, volviendo al tema.

—Eso dijo pa comenzar… No es cosa de nosotros. Allá ustedes, pues.

El sargento mostraba la paciencia propia de quien tiene que habérselas con tales incidentes. Micaela estaba asombrada a la vez que desarmada. Creía que los guardias civiles debían crear un orden perfecto en el mundo.

—¿Y esa mujer no tuvo parte en la muerte de su marido? —preguntó argumentando, ya que la justicia andaba aparentemente con pies de plomo.

—Habladurías de la gente —respondió el sargento—. Bien aclarao, dijeron las vecinas que ella lo lloró con el corazón. Cierto que el juez la mandó buscar, pero suspendió la orden. El matador probó que la pelea fue de un disgusto y borrachera, no por otra cosa… Él ni la conocía, pero como la mujer llegó de otro lao, y no se sabía de dónde era, la gente hablaba… Pruebas no había… después se desapareció y fue peor… Es sólo una desgraciada…

Micaela estaba indignada y apuntó:

—Si anda huida, es que algo hizo. ¿Qué cristiano va a andar por gusto?

—Mucha gente —aclaró el subalterno, colaborando en la apreciación del asunto—. Mucha gente se va de aburrido o por conocer o por… así es.

Micaela estalló:

—¡Qué pareja hará con el maldito shilico! Ése sí anda de puro condenso que es…

El sargento se echó a reír. Quería mantener el buen humor ante la operación fallida y dar pruebas de su sapiencia, y dijo:

—No crea, señora, que sólo los celendinos son andariegos. Esa mujer, su acusada, ya averigüé que es de Ayacucho; lejos, pues. Y muchos de aquí de Ancash, también caminan. Si lo sabré yo, que como sargento he servido en casi todo el Perú… Claro que no hay andante como el celendino…

—¡Ah, malditos, se han de romper las patas! —masculló Micaela.

Los guardias civiles volvieron a reír. El Tuerto Carrasco acechaba y Domi no entendía; pero había cesado de llorar, tratando de hallarle explicación a ese barullo.

—Candelario se fue en caballo ajeno —dijo Micaela, queriendo vengar su desprecio en alguna forma—. El caballo es de esta hacienda, es del patrón…

—Lo compró Candelario, hace poco —mintió con aplomo el Tuerto Carrasco, bajando del suyo.

Repitió su socorrida treta de pedir agua y Micaela se alejó para traerla. Bebieron del mismo jarro los guardias y el Tuerto.

—¿Y cierto que no harán nada? —preguntó aún Micaela.

—Nada, señora, ¿qué vamos hacer? Consuélese, pues —afirmó el sargento.

Montaron los guardias y el jefe añadió como despedida:

—A usted y a doña Moncha sí debíamos llevarlas presas, por armar enredos y venir con aumentos a la autoridá… Modérense, pues…

Los guardias civiles se fueron lentamente por donde habían venido, en tanto que Micaela pensaba que no había justicia en este mundo. Las exageraciones en que, evidentemente, doña Moncha había incurrido estaban más que justificadas para poner a las autoridades en el buen camino. Pero no había justicia en este mundo y Candelario podía marcharse con la mala mujer.

—¡Malditos andariegos! —repitió.

El Tuerto Carrasco se le acercó a paso calmo y sonrisa taimada, diciendo:

—Olvida ya. ¿Crees que yo no lo sabía? En el potrero, ayer, Candelario me habló de esa mujer, ¡y lo que dijo! Yo vine a ver si estaba aquí, y al encontrarla, pensé que la cosa seguiría. ¿Por qué no hablé? Porque te quería, Micaela, porque te quiero. Allá en el pueblo supe que los guardias se venían y me les pegué. ¿Entiendes todo? No me dirás que importa un caballo ajeno, ese mal llamado Ambrosio. Ahora, nosotros, tú entiendes. Yo te quiero, y me vendría pa esta loma contigo…

El Tuerto Carrasco hablaba a Micaela de lado, para que viera sólo el ojo sano, y ella se le recostó en ese lado. A una seña de la madre, Domi se fue por el campo, bajo el buen sol de la mañana.