LA lumbrarada del fogón creció, destacando las viejas grietas de la pared y el rostro aquilino del hombre. Candelario estaba cada vez más perplejo ante la conducta de la desconocida. Valorizó de nuevo sus miradas y palabras, hasta los más leves gestos, y esas cintas azules que había advertido en sus trenzas y no llevaba la víspera, en todo lo cual quiso ver un deseo de agradar. ¿Y no se había quedado un día más? Esto era ya interesarse. Después de revistar los grandes y pequeños detalles, que lo esperanzaron durante mucho rato, pues regodeose al considerarlos vez tras vez, apareció esa despedida fría. El recuerdo del portazo diole en media frente, aturdiéndole como un golpe físico. ¡San Gabriel Arcángel, patrón de caminantes! Se estaba enamorando y no veía claro el camino. Que no lo aturdiera tanto pensamiento entrechocado, quizás inútil. El fuego estaba allí llameando.
El hombre gusta de contemplar el fuego, las llamas del fogón que se alzan y distienden, que alumbran y crepitan, devorando los leños en una lenta y continua palpitación. En esa peripecia luminosa y ardiente, en ese alumbrar consumiéndose, tal vez encuentra una sutil correspondencia con la vida. Más allá de la belleza de la lumbrarada, quizá sea tal el particular sentido, la clave de un placer que puede prolongarse por horas sin que consista en otra cosa que contemplar el aleteo de las llamas fugaces. Candelario puso su particular tristeza en la contemplación y, sin percatarse del tiempo, vio que el fuego creció, mantúvose firme y vigoroso alentando un color rojo de estrías áureas, declinó luego en débiles lenguas amarillas, grises de humo a ratos, y por último se aquietó en definitiva, haciendo perdurar tenaces ascuas bermejas. Los mismos carbones ardientes perdieron color, se tornaron cenizos y negros, y lentamente fueron tragados por la sombra de la noche.
Candelario volvió la cara hacia los campos. Un viento cargado de fríos espacios le refrescó la faz. Alcanzó a columbrar las borrosas siluetas trémulas de los álamos y el eucalipto. Más allá, se endurecía la sombra. Siguió buscando, como si debiera encontrar algo, con los ojos perdidos. No había estrellas. Medio enceguecido por el violento choque con las sombras, se fue a dormir.
Sentado en el borde del camastro, miró hacia el lugar que su mujer ocupaba y encendió un fósforo. Micaela no estaba allí. Las mantas ordenadas indicaban que ni siquiera se había acostado. Miró a todos lados. La pobre Domi dormía tranquilamente en un rincón. En los otros había cántaros, ropas, una tabla. La luz se consumió batiendo con frágiles titilaciones las paredes ocres. Decididamente, Micaela se había ausentado con algún propósito. Mientras él estuvo frente al fuego, en una abstracción que duró una hora o quizás dos, ella salió seguramente a hurtadillas, llevando los zapatos en la mano para no hacer ruido, y luego se los puso en el campo. Pero ahora que caía en cuenta: no tenía la sensación de que Micaela hubiera entrado en la casa. ¿A dónde se fue? Podría ser que estuviese por los contornos.
Candelario salió al corredor y se echó afuera, tropezando. La oscuridad comenzó a ceder frente a sus ojos, tal ocurre a quienes andan de noche. Ahí estaban los álamos y el eucalipto, que dejó atrás. Tuvo la idea de que Micaela se hubiera ido a la casa del patrón, con el propósito de darle sus quejas, como dos veces había ocurrido, y que para hacer más convincente su alegato, se llevase al toro. Candelario caminó entonces hasta el tronco donde lo había amarrado. El animal reposaba echado en el suelo, medio confundido con la sombra. Candelario llamó, gritando «Micaela». Su voz rebotó del cerro más próximo y se perdió blandamente en la noche. «Micaelaaa», «Micaelaaa», volvió a llamar. El toro se puso de pie, resoplando, y el caballo relinchó a lo lejos. Candelario volvió a la casa y caminó hasta el huerto. Tomado de la cerca de piedra, cuya áspera frialdad le penetró en las manos, llamó nuevamente; «Micaelaaa». La voz rodó por la tierra sin encontrar a la mujer. Se puso a recorrer, un tanto al azar, los contornos. Tropezaba con olvidadas piedras. En un cacto creyó ver la silueta de su mujer. Más allá encontró una piedra donde ella solía sentarse. Descansaba junto a un arroyo que corría en blandos borbollones. La chafa piedra desnuda tenía una mudez particular ahora. Candelario sentose en la piedra y se puso a escuchar, sin moverse, los ruidos de la sombra.
La noche estaba silenciosa, apenas turbada por una intermitente música, hecha de rumor de hojas y chirridos de cigarras. Se incorporó llamando nuevamente, con todas sus fuerzas, la boca hacia los cielos y del arco de su cuerpo salió la voz como flecha que voló hasta el cerro próximo y rebotó de allí hiriendo la noche: «Micaelaaaaa». Lentamente cayó de nuevo un silencio sin respuesta. «Dónde se habrá ido», murmuró Candelario, encaminándose a la casa, que blanqueaba como un navío anclado en un mar de sombra.
Mientras se acercaba, iba pensando en lo que posiblemente habría hecho Micaela. Si fue a ver al patrón, la cosa era simple. Poco le importaba que el hacendado escuchase sus lamentos. De haberse marchado con intenciones de echar encima a los guardias civiles, sería capaz de lograrlo. La desconocida podía parecer una fugitiva. Micaela era propicia a la desconfianza y tomaba por verdad toda sospecha. Y había que ver la mañosa habilidad que tenía para convertir la menor acción en prueba de la culpabilidad que atribuía a cada quién. Sería la medianoche, y el pueblo más próximo donde había puesto de guardias civiles quedaba a cinco horas de camino, yendo a buen paso. Tardarían en prepararse y en montar los guardias. Así marcharan al galope, viniendo, alcanzarían a llegar a la casa con el sol alto. Candelario pensó que apenas rayara el alba, iría a prevenir a la desconocida, por si quisiera irse. Demasiado claro había hablado el portazo para llamarla ahora, a medianoche. ¿Sabría Dios lo que estaría pensando la pobre mujer, de haber escuchado sus gritos?
Cavilando sobre lo que podría ocurrir, llegó al corredor. Allá frente al cuartucho de aperos, se alargaba una sombra. La desconocida había salido a ver qué sucedía. Candelario llegó a su lado en cuatro zancadas.
—¿Qué pasó? —preguntó la mujer.
—No está Micaela —repuso Candelario, después de una breve vacilación.
—¿A dónde se fue?
—No me dijo. Yo la he estao llamando…
—He oído —comentó la mujer—. ¿Y no malicia a dónde se fue?
La voz de la desconocida reflejaba angustia. Candelario pensó que acaso, de decirle lo que pensaba, de mencionar a los guardias civiles, ella se marcharía enseguida. No quería perderla. Guardó silencio un instante y luego le tomó la mano.
—Me gustas —dijo Candelario.
Alzó la faz la hembra. Él sintió que levantaba la cara en la misma forma que le había sonreído horas antes. Le ciñó el talle y la besó. Tenía la boca tierna y la cintura elástica. La sangre les corrió por el cuerpo en un cálido ramalazo de deseo y rodaron por el suelo.
Su adhesión no terminó con la saciedad. El hombre contempló el perfil de la mujer, recortado nítidamente sobre la sombra. Era delicado el perfil y todo el rostro, con los trazos del dolor disueltos en la oscuridad y el gozo reciente, tenía belleza y una plácida serenidad expansiva, que envolvía a Candelario y parecía flotar en el aire mismo. Él dijo:
—Todo parece sueño.
Pasó su brazo bajo la nuca de la mujer, envuelta en la cálida suavidad de la cabellera extendida. Buscó palabras:
—¡Ah! —dijo suavemente—, ¿qué son los dolores, todas las penas que uno pasa?
—El amor es la compensación del pobre —murmuró la errabunda.
Candelario la besó nuevamente. Estaban juntos, en una gozosa unión que no se enraizaba sólo en sus cuerpos. Era como si sus vidas cobraran sentido, aun dentro de la incertidumbre.
De pronto, la mujer sufrió un estremecimiento y se incorporó violentamente, mientras Candelario trataba de retenerla.
—Me voy pa mi cuarto —afirmó.
Él la acompañó ciñéndole la cintura. La mujer, sentándose en el camastro, pareció volver a esa triste actitud que Candelario ya conocía. No lo advirtió claramente con los ojos, debido a la sombra tupida del cuarto, pero sí en la manera con que ella se apartó para ocupar el extremo del lecho. Un silencio tenso se abrió, sin que Candelario pudiera decir nada, durante un momento.
—Cuéntame qué te pasa —balbuceó al fin—, ya no es como antes, no debes ser como antes. ¿Qué te pasa?
La mujer se demoró en responder:
—No te lo puedo decir. ¿Qué se ganaría? Tú no lo puedes arreglar…
Su voz sonó remota y luego Candelario escuchó que sollozaba contenidamente. La abrazó, besándole el rostro húmedo de lágrimas. Al hombre le había dolido muchas veces la vida, pero ahora sentía un desgarrón pecho adentro. La voz se le quebró cuando quiso hablar.
—Mejor será que sólo me recuerdes —dijo la mujer.
Cada uno podía escuchar el golpe de su sangre. El hombre hizo un esfuerzo y fue como si gritara en voz baja:
—Tienes que decirme. Créeme. ¿Por qué no nos vamos juntos? Vámonos juntos.
Ella se estremeció de nuevo y como que quiso responder, pero continuó en silencio. Algo sonó afuera.
—Parece que ha llegado —cuchicheó Candelario.
—¿Qué? —inquirió la forastera, como si se quejara.
—Oí bulla, parece que llegó —repitió Candelario, pensando otra vez en lo que habría hecho Micaela.
La forastera separó de sí los brazos del hombre. Él salió rezongando. Sus rápidos pasos resonaron en el corredor. Al trasponer la puerta, encendió un fósforo. Micaela estaba reclinada sobre la cama, con el rostro congestionado. El hombre encendió una vela que había sobre un cajón. La llama de la vela onduló agrandándose e hizo más visible la faz de Micaela, que sudaba de rencor.
—¿Qué fuiste a hacer? —preguntó Candelario.
No le cabía duda de que no fue al pueblo ni a la casa del patrón. Le habría sido imposible regresar tan pronto.
—A andar —dijo ella irguiéndose.
Micaela creía ya que el marido le había sido infiel. Candelario presentía que tramó algo malo. Rodeando el lecho, se le aproximó con los puños cerrados. La mujer parecía una bestia acorralada y jadeaba inquietamente, calculando con los ojos la posibilidad de obtener paso y huir. Candelario fue hasta la puerta y corrió el cerrojo, retornando a pararse junto a Micaela, en la misma actitud amenazante. Ella aparentó rendirse.
—Me fui a hablar con doña Moncha —se puso a gimotear, agregando—: Quería contarle. ¿Crees que una no sufre? Quería que me aconsejara…
Candelario pensó que era posible que hubiera ido realmente a ver a doña Moncha. La casa de ésta, en la cual vendía chicha, estaba a una hora de camino, a la vuelta de un cerro. En lo que fue y tornó, fuera del tiempo que seguramente emplearon en murmurar, pasaron las horas hasta el punto en que estaban. La mujer se echó de bruces en la cama, sollozando, mientras decía:
—Crees que puedes pasarte el día mirando a ésa, y que no lo sienta. Ella se hace la inocente. Tiene todas las mañas. Y aura que estuviste con ella, todavía me quieres pegar…
Candelario estaba acostumbrado a tales lamentaciones. Con ligeras variantes, no hacían más que repetirse. Antes se habían referido a la Ñata Jesusa. Lo que ahora encontraba extraño era que Micaela, celosa hasta los pelos, se marchara dejándolo a solas con la forastera.
—Y aura que me acuerdo —masculló el rodeador—, ¿qué te dijo el Tuerto Carrasco?
Micaela pareció sorprenderse.
—Yo no pensé en la forastera pa volver temprano, sino en el Tuerto. Malicié sus intrigas. Y lo vine siguiendo el rastro, y hasta el corredor llegó el rastro fresco de su tordillo.
—Nada me dijo —respondió con seguridad Micaela—. Sólo me pidió agüita y ésa vio todo. Pregúntale…
Ella no pudo dejar de sonreír con una malicia sombría. Candelario pensó de nuevo en doña Moncha. ¿Y si Micaela hubiera conseguido que la chichera fuese al pueblo a echar a los guardias civiles? Sólo un propósito como ése habría podido alejarla en tales momentos. Candelario salió atenazado por una sensación de alarma. La puerta del cuartucho de aperos estaba cerrada y empujó sin lograr que cediera. El cerrojo había funcionado otra vez. Dio con los puños en la gruesa madera, que resonó profundamente, y se puso a esperar. La puerta no se abrió. Llamó entonces:
—¡Oiga, doña Eulalia, salga! ¡Salga, le pido! ¡Tengo algo que decirle! ¡Salga!
La voz de Candelario se elevó hasta el grito:
—¡Salga, por favor! ¡Es para que se cuide! ¿Me entiende? ¡Debo hablarle! ¡Salga!
La puerta continuó inmóvil y tras ella, el silencio tenía una doliente condición humana.
Candelario volvió a golpear, y a llamar, y a esperar una vez más. Tornó a su cuarto a paso lento, pensando en la profunda desgracia que guardaría el pecho de esa mujer, que ahora se aislaba y era incapaz de responder a una llamada que, en cualquier caso, le habría servido para precisar lo que estaba ocurriendo.
Micaela había dejado de gimotear y la vela estaba por consumirse. Domi dormía con un sueño profundo. Candelario se dejó caer en el camastro, que resonó con un crujir de viejos maderos, y Micaela comenzó a desvestirlo. En otra ocasión, el rodeador le habría pegado, pero ahora su tristeza era mayor que su cólera. Tenía también una incierta esperanza, que sin embargo bastaba para calmarlo. Y como los hombres que saben llegar hasta el fin de lo posible, Candelario pensó que al día siguiente llegaría hasta allí, y pudo quedarse dormido.
Micaela se acostó luego, apagando la vela de un soplido. Estuvo despierta mucho rato, recordando con deleite la entrevista con doña Moncha. Ésta le había dicho que corrían voces de que la mujer del minero que murió peleando tan bravamente había tenido que ver con su muerte. Lo comentaban así los arrieros y jinetes que llegaban a la chichería, quienes se hacían lenguas acerca del valor del hombre que luchó con las tripas colgando. A la vez afirmaban que lo acontecido se debía a incitación, cosa que todos daban por segura, ya que la mujer había desaparecido, dejando que el amante se las compusiera solo en el juicio. Doña Moncha y Micaela habían llegado a la rápida conclusión de que tal mujer era la desconocida. Y cuando Micaela, con el más compungido de los acentos, relató que la infame estaba tratando de robarle solapadamente el marido, doña Moncha estalló en protestas y, llena de indignación, anunció que iría a dar parte a los guardias civiles a fin de que apresaran a la intrusa, que sin duda era culpable de aquella muerte, impidiendo así que Candelario dejara a su mujer. Y tal como dijo lo hizo, en tanto que Micaela emprendía el regreso. Tales recuerdos la reconfortaban. Sonreía Micaela imaginando que, al día siguiente, la desconocida haría cualquier cosa por quedarse. Candelario seguiría aumentando el embrollo y la forastera incitando aviesamente, ya que el portazo debía ser interpretado sólo como una hipocresía más. Él trataría de conseguir que Micaela diera motivo para echarla, y se haría la desentendida, hasta que… llegasen los guardias civiles. Cualquiera que fuese la reacción de Candelario, lo más que podría hacer al fin sería pegarle. Una mujer presa es igual que una mujer muerta. Él se quedaría. Micaela durmiose también.