VIII

MEDIABA la tarde cuando Candelario llegó a la casa de la loma remolcando al reacio. El caballo trotaba voluntariosamente y era una línea tensa la soga enlazada en las astas. La pequeña Domi, que había estado todo ese tiempo en su refugio de cactos y zarzas, corrió hacia el jinete dando breves gritos de júbilo. «¡Llegó, llegó Cande!», «¡ya llegó Cande!». Candelario sonreía a la forastera. Callada e inmóvil junto al fogón, la extraña miró brevemente al hombre y luego dirigió los ojos a la lejanía. Habríase pensado que el regreso de Candelario la incomodaba.

—¿De ónde sacaste eso, Cande? —preguntó Micaela, refiriéndose al botín de carne.

Candelario desmontó, saludando según su manera parca, y puso la pierna de vaca en el corredor. Fijose en los ojos de la niña para ver si tenían lágrimas y la abrazó contra su pecho.

—¿No te contó el Tuerto? —preguntó a su vez a Micaela—. Sube hasta acá el rastro de su caballo…

—Cierto que vino el Tuerto, dejuro a fisgonear, pero pidió agua y yo le di. Eso nomá pasó, como es testiga la señora. Dijo que ustedes habían peleao porque te le violentastes defendiendo el peonaje alzao. No contó más nada y la señora oyó todo.

—Dijo la verdá el Tuerto —sonrió Candelario, que había bajado las alforjas y las colocaba junto a la pierna.

—¡Peleaste con el mayoral —se lamentó Micaela—, y toavía por unos peones reclamadores! Será bueno pero…

Micaela miró, desaprobando más todavía, el poncho lleno de tajos y la camisa ensangrentada.

—No hay que apenarse por lo bueno —sentenció Candelario sin dejar de sonreír—. ¡Y fríete unos bisteques! ¡Ahí en la alforja hay lomo y otra carne de calidá!

—Te pregunté de ónde la sacastes. Hablas como si te la hubieran dado de premio…

—Casi fue así.

Candelario contó, de manera más bien entusiasta, cómo murió la vaca. Mientras tanto, miraba a la forastera, a las cintas azules de las trenzas. Las espuelas tintinearon cayendo en el corredor.

—Pensé que quizás se iba a ir, señora, pero dejuro que Micaela la atajaría.

La forastera se encaró al hombre sin decir nada.

—Así ha sido —admitió Micaela, echando a Candelario una mirada de furia.

Conturbose de alarma al ver que el toro era amarrado a un álamo y peor fue cuando Candelario se puso a desensillar.

—¿Por qué, después que comas, no vas a la casa de hacienda a dejar el toro? —le gritó casi Micaela.

—Ya trabajé bastante.

—Esta misma tarde debías ir. El patrón te pidió el toro pa pronto. Así llegues en la oscurana, debes ir.

—Ya trabajé bastante —insistió Candelario.

Palmeó el cuello de Ambrosio, antes de soltarlo. Cuando el caballo trotaba libre hacia los campos, Micaela miró el rostro del hombre. Con aumentada inquietud, advirtió entonces que Candelario sonreía a solas, expresando júbilo. Volviose hacia las mujeres y notó el disgusto que zanjaba la cara de Micaela.

—Dijiste que hoy ibas al pueblo a vender cebolla —le recordó en tono de broma.

—No alcancé a sacar toda —replicó ella—, ¡y ya trabajé bastante!

Tornó a demandar a Candelario que llevase el toro esa misma tarde, para evitar inclusive cualquier habladuría de Carrasco, no sin echar a la desconocida miradas de reproche. Ésta se puso a meter la ropa remendada en su atado. ¿Se disponía a partir? Cuando tuvo listo el envoltorio, miró a los dueños de casa como si fuera a despedirse.

—No se vaya, señora —la atajó Candelario—. Sería una vergüenza que habiendo tanto de comer, la dejáramos irse…

Como la desconocida mostrara indecisión, añadió:

—Quédese, por favor, y ayúdenos a aprovechar. La posada no se niega y menos cuando hay buena suerte que compartir. Quédese…

—Cierto es eso —aceptó Micaela—. Quédese…

—Dios se lo pague a ustedes.

—¡Fríete unos bisteques, Micaela! —volvió a reclamar alegremente Candelario.

Ante la posibilidad de que la forastera y Candelario se quedaran solos, Micaela la invitó dulcemente:

—¿Me ayudarasté a cortar la carne, señora? Acompáñeme, por favor…

Entre un rumor de cuchillos y latas, las mujeres se fueron al arroyo cercano, llevando también las alforjas. Candelario diose a desollar la pierna de vaca y terminó por colgarla de la última viga del alero, para lo cual subió por uno de los pilares a pasar la soga. La masa roja osciló un momento como un péndulo. Soplaba un viento tranquilo. El hombre aspiró complacidamente el olor a carne y eucalipto. Sintiendo hambre, agarró media calabaza de cancha que había junto al fogón y se aventó unos granos a la boca, de modo juguetón. Al masticar, el dolor le recordó su herida. Sacó entonces un pomo de yodo que guardaba en la habitación mayor y como junto al fogón encontró un jarro, pero no agua, pues el balde había sido llevado al arroyo, caminó hacia allá.

Micaela seguía endulzándose. Ya que había salido bien del lance con Carrasco y acababa de lograr que la extraña la acompañara al arroyo, alejándola de Candelario, pensó que no estaría de más intentar la bondad. Decía melosamente:

—… Sí, doña Eulalia, como que a usté le pasa algo. No me gusta ser metida, pero me parece… ¿Cree que yo no he sobrellevao penas? En la vida nos pasan cosas tristes, tristes. ¿Anda usté en un apuro? Dígame qué le sucede pa ver si puedo ayudar…

Candelario se había ido acercando y no escuchaba bien lo que Micaela decía, pero al notar su actitud, gritó:

—¡Micaela, sólo sonsacando vives! ¡Cállate, mejor! Y usté, doña, no le diga nada, no le diga nada, si no quiere que…

—¡Ay, Candelario, siempre lo ves todo enredao! —murmuró de modo gimiente Micaela.

—Estamos parlando nomá, señor —afirmó la forastera.

—¡Ah, qué suerte! —exclamó sonriendo de nuevo Candelario—. ¡Si usté habla ya, es una suerte!

Las mujeres siguieron cortando y lavando la carne. Candelario recogió agua del arroyo en el jarro y le echó un poco de yodo. Entre buchadas comentaba:

—Pega el Tuerto… Pero el maldiciao pierde veinte golpes por uno que acierta… Quién sabe por eso es tan intrigante…

—Qué pa que haga —apreció Micaela.

Candelario hizo una larga y sonora buchada y escupió lejos el agua opalina.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó.

—Está bien clarito —afirmó Micaela—. Con todo y eso que dices, con todo y eso, el Tuerto es mayoral. Mayoral y la mano derecha del patrón Isidro.

Candelario rió como quien desdeña una ofensa.

—Más le valdría ser manco al patrón —dijo—. Y resulta que eres partidaria del mugriento Tuerto.

—¡Qué partidaria ni nada! Sólo pienso que cada uno se defiende como puede y don Carrasco ha llegado a mayoral…

Candelario miró el cielo diáfano, los anchos campos soleados.

—¡Está precioso el día! —dijo, y regresó a la casa caminando lentamente.

Domi quiso seguirlo, pero apenas había dado unos pasos, Micaela la llamó, ordenándole que se quedara.

Cancelario guardó los aperos. De ordinario, el cuartucho olía a caronas sudadas, a cosas viejas, a pobreza. Ahora olía también a romero. Candelario olisqueó, dilatando las aletas de la nariz como un animal que ventea. Fue a la habitación mayor y, abriendo el baúl, un armatoste de cuero ornado con tachuelas oxidadas, sacó una camisa para cambiarse la ensangrentada. Como hallola encima de otra ropa y guardaba los billetes en el fondo del baúl, no advirtió que ya no estaban allí. Era ésa una camisa de dril gris, lo suficientemente buena como para que la viese la forastera. Las demás estaban raídas y las dejó a un lado, lo mismo que al poncho en jirones. Cuando salió, las mujeres rodeaban el fogón y él dijo que debía amarrar el toro más lejos, donde hubiese pasto. Confirmaba así que no iría esa tarde a la casa-hacienda y Micaela se encogió de hombros, aunque su cara expresaba furia de nuevo. Candelario amarró el toro a una cuadra de la casa y después dedicose a extender la piel que desolló, en el pequeño patio. Mediante pequeñas estacas que sacó del cuartucho y clavadas con una piedra, dejó el cuero templado ante el sol. La carne chirriaba olorosamente en la sartén. Al guardar las estacas que le habían sobrado, Candelario aspiró de nuevo el olor a romero. Era como si la desconocida estuviera desnuda y él entrara en su intimidad. En el aire había una presencia. Sobre la tierra parda ella durmió.

—¡Ven ya, Cande! —sonó la voz de Micaela.

Candelario sentose al filo del corredor, poniendo el plato en el pretil de piedra para cortar la carne fácilmente. Domi, que también fue agraciada con una ración, comía con tanta voracidad como el hombre.

—¿No almorzó bien la niña? —preguntó de pronto Candelario.

—No, si apenas… apenitas probó la sopa —aseveró compungidamente Micaela.

Domi no levantó los ojos del plato y la forastera miró de reojo al hombre.

—Cande —dijo zalameramente Micaela—, aura te hice solamente un bistecito, pa que mates el hambre. Pa la comida cocinaré un buen guiso.

—Que nos toque alguna vez —comentó él—. Hasta a las vacas de las haciendas serranas se las comen allá en Lima. Aquí, charqui cuando más y ni eso…

Domi se atrevió a opinar:

—Al que debíamos comelo es al barroso.

Rieron todos.

—¡Buena idea! —aprobó Candelario—. Pero el toro, de alzao que es, no morirá nunca…

Continuó riendo. Ahora que estaba sentado a la misma altura, pudo ver frente a frente a la forastera. Sus grandes ojos tenían una profunda negrura luminosa. Él dejó de reír. La belleza de esos ojos, pese a su dolor, demandaba contemplación y ésta tornábase calladamente jubilosa. Al percibir la acechante fiereza de Micaela, Candelario siguió comiendo. Tras entregar el plato vacío, marchose a pasos largos por el campo.

Caminaba pensando en la forastera y dando vueltas de animal inquieto. El cuerpo entero de la mujer se dilataba en pechos bien henchidos y caderas de arco tenso. Su quebranto otorgábale una firme dignidad, pues la desconocida parecía aceptarlo todo serenamente, tal si la particular aventura de una existencia quizás incierta fuera un ineludible reto.

El hombre se dio de bruces con su caballo. Lo abrazó del cuello, le palmeó con blandura los lomos y la frente.

—Hermano, hermano Ambrosio… ¿Es una andante, ah?… Es dolorosa, es hermosa… entregada a su suerte… La andariega estará por irse quién sabe a ónde… ¿O pensará quedarse? Micaela sí que estaba ya pegada a la loma… ¿Y yo? ¿He pensao quedarme? Quién sabe no me entiendas, hermano, pero yo tampoco me entiendo… Ya encontraré modo de apalabrarla… ¿Hablará? Va callada. ¿Pensará quedarse? Es una andante…

Candelario se apartó del caballo. Complacido del calor del sol, se sacó el sombrero para recibirlo en la cara. Avanzando por un sendero amarillo, iba a aplastar a una hormiga, pero apartó el pie. Sentose al borde del caminejo. La pequeña hormiga negra cargaba un pequeño fragmento de cogollo, una brizna verde, con tenaz diligencia.

—¿Eres feliz, hormiga? Quién sabe lo eres… Vas, vuelves al mismo sitio, y no quieres otro… ¿Podrás ver el cielo? ¿Vivirías sabiendo que puedes no volver?

Candelario levantose violentamente y siguió caminando. No quiso ir hasta la casa por un tizón y malgastó un fósforo encendiendo un cigarrillo. Terminó por sentarse en un tronco, cerca del toro.

La luz llenaba la atmósfera de tal claridad que el panorama, bajo la comba del cielo bruñido, adquiría mayor amplitud y color, siendo todo jubiloso y rotundo. Los árboles verdinegros, los anchos pastizales amarillentos, las encañadas rumorosas de agua que espejeaban de cuando en vez, las faldas de encaramadas rocas bermejas, los picachos azulencos y negros, las cumbres nevadas, esplendían de agreste belleza. A Candelario le gustaban los días como ése, en que el sol se echaba a pintar las cosas. Y siendo tan bella la tierra, hallaba contradictorio que la gente fuera tan triste. Por esos caminos que daban al paisaje, solía pasar la gente. Por uno de ellos —¿cuál sería?— llegó la desconocida. Por uno de ellos, la andariega se iría. Candelario echó un vistazo al eucalipto tranquilo y al toro voluntarioso. El caballo arribó a poco, dio unas vueltas en torno a su amigo y se detuvo a acompañarlo. Y el hombre, rodeado de elementos vitales claros, sintiose por un momento libre de las fatigas del corazón. Esa misma sensación le hizo volver la cara hacia el conflicto. Micaela continuaba hablando.

La enfadada mascullaba allá en el corredor:

—… y ya sabe. Candelario es un malagradecido y haragán. Se las da de vivo también, pero no es nada vivo. Es zonzo. ¿No vio cómo estaba hablando con su caballo? Habla con cualquier cosa, como loco. Quién sabe es loco y se pasa de mujeriego. Allá en la hacienda desgració a la Ñata Jesusa… ¿No le han contao? Sería porque tovía no entraban en confianza con usté… La pobre Ñata, ya deshonrada, tuvo que venderse al Niño Isidro, el hijo del patrón. Y el Candelario, como si nada, bebiéndose la plata con los amigos. No tenemos ni un centavo. Yo vivo para servirlo y no agradece. Lágrimas me ha costado su ingratitud. Fíjese que el otro día, yo le pedí que me comprara una percalita, que ya no tengo qué ponerme. No compró nada y volvió borracho, queriendo pegarme a más de eso. Y doña Moncha, que es sabidaza y nadie la engaña, dice que Candelario…

Según su manera, la desconocida no hacía ningún gesto ni pronunciaba una palabra. Su silencio fue advertido por Candelario y con eso quedó satisfecho. Que no se franqueara a Micaela era suficiente. Estaba seguro de que sí, la forastera le tenía voluntad…

Pero ¿por qué consideraba tal disyuntiva? Bien visto, se dijo Candelario vez tras vez, la desconocida no había hecho otra cosa que llegar y quedarse. ¿Por qué se empeñaba en relacionarla con él mismo? Bajo estos pensamientos duros y simples, Candelario se quedó inmóvil sobre el tronco. Fumaba de rato en rato, maquinalmente. Dirigía la mirada al paisaje, pero no lo veía ya. Una montaña, un animal, un árbol, una piedra, merecían ser contemplados, pero ya no los captaban sus ojos abiertos.

La tarde acabó entre grandes trazos azules y albinegras montañas de aristas doradas.

La gente de la loma se reunió para comer. Otra vez el fogón alumbró como todas las noches, pero esas llamas, que hasta la víspera solían unir, avivaban ahora la figura de una mujer de la cual se ignoraba si estaba de paso, pretendía quedarse o no quería nada preciso exactamente. Era como si la hubiese dejado allí el viento y fuera un mundo de recelos, inclusive para crearlos en torno suyo.

Los platos llenos, de la cotidiana ración, fueron repartidos.

Micaela deseaba forzar la parla, obligar a la desconocida a franquearse, si era posible esperar franqueza de tal mujer, pero estaba llena de dudas. Podía ocurrir que la intrusa le contestara de nuevo evasivamente y, en cambio, se molestara Candelario. Cual sucede con algunas mujeres que van envejeciendo o se sienten pospuestas, Micaela era verbalmente capaz de todas las maniobras, alentadas las más de las veces por una taimada agresividad que tenía por objeto herir y al mismo tiempo despertar reacciones agudas, pero temía ahora a Candelario. No temía tanto que la echara, como que le pegara. Si bien había soportado sus golpes muchas veces, el dolor físico le importaba menos que la idea de que le pegara delante de la otra mujer. El hecho habría constituido para la desconocida una victoria tan ostensible como rápida. Micaela no hablaba.

Candelario, pese a sus deseos, tampoco preguntaba nada a la huésped. Era evidente que ella estaba procediendo por causas muy suyas y el rodeador pensaba que, fueran las que fueren, no debía pasar por entremetido. Como el silencio se alargaba, tornándose pesado, Candelario creyó oportuno hablar de algunas hazañas personales.

—¡Vaya con ese toro! Fíjese que es volvelón el maldito. El patrón lo quiere tener abajo, pa la cría, y él se regresa a estos cerros apenas los otros rodeadores se descuidan. Pa componerlo estoy yo. Antes no se dejaba ni agarrar, pero yo, con estos buenos brazos, lo he amansao. Carrera que echaba, lazo que le ponía en los cachos y jalón que le daba. Lo he quebrao como quise, hasta amansarlo. La verdá que me rompió cuatro lazos, que onde el toro corría y jalaba con fuerza, yo también jalaba, y el lazo se rompía. De verlo seguir en la maña, le puse lazo bien grueso y un día lo tumbé al suelo de un jalón y tovía lo arrastré. Aura está manso. Que se vuelva, no es cosa mía. Pero onde siente el lazo, y yo al otro lao agarrando, el toro se ablanda. Le he quitao la maña al maldito…

La desconocida lo escuchaba sin cuidarse, tomando su ración lentamente, y Micaela apreció, una vez más, que mucho de lo que decía Candelario no era verdad. Nunca había tenido cuatro lazos, menos había roto ninguno y el toro daba su guerra de idas y vueltas sin la obediencia que ahora se le atribuía.

Candelario agregó, para hacer más rotunda su aseveración:

—Mire, doña… a que mañana, si usted quiere, le pongo un hilo al toro y lo jalo así, con un hilo…

El proyecto estaba en discrepancia con la forma en que Candelario hizo llegar al toro.

—Si quiere —aceptó con displicencia la forastera.

Quien estaba perfectamente convencida de que Candelario había roto cuatro lazos reteniendo al toro, y terminó por vencerlo y arrastrado empleando uno grueso, era la pequeña Domi. Le escuchaba embelesada todas sus historias y, desde luego, las creía. La vida del celendino Candelario tenía aspectos reales extraordinarios, pero gustaba de inventar episodios que lo fueran más, para satisfacer su gusto por lo fantástico. Sus mentiras, si puede llamárselas así, tornábanse cuentos. Algunos, en el corro familiar, habían adquirido un aire clásico.

—¿Y cuando estaba en el nevao y la tempestá?… —apuntó Domi.

—¡Ah! —exclamó Candelario—, eso sí que fue bueno… Mire, doña… doña ¿qué?…

—Eulalia Díaz —precisó la extraña.

—Mire, doña Eulalia —siguió Candelario—, que he salvao de grandes, salvando a otros también. Yo estaba al pie del Salcantay, de guía de andinistas. Ése es un nevao que parece un abismo disparao al cielo. Fui con dos gringos y una gringa, muy buenamoza ella. Creyéndose los dos gringos muy gallos, me dejaron en la base con la muchacha. Solos quisieron trepar a la cumbre del Salcantay, el nevao que come gente. El caso fue que a la hora que debieron regresar, no llegaron, porque primero llegó una tempestá que bramaba por esas cordilleras. Que ellos debían morir, era cierto, pero si no estaba Candelario. Cuando creció la tempestá, la gringa me dijo: «¡Quién pudiera ir a buscarlos!». Le pareció que no me atrevería. «Yo», le dije. Ella abrió tamaños ojos… ¡Qué ojos más lindos tenía! «Le daré dos mil soles», ofreció, y yo: «Sin eso también iba». Así es que arregló un morral con medicinas, vendas y comida. Como a eso de las tres de la tarde, comencé a trepar. La nieve es resbalosa como jabón y más todavía si hay viento. Yo estaba de cara al cerro, pero al pie mío sólo habían precipicios, con la muerte esperando en el fondo…

Candelario calló un instante, dando tiempo a que se tomara peso a las cosas. Después de echarse a la boca dos grandes cucharadas y engullirlas, prosiguió:

—Sí, doña Eulalia, siguió la tempestá. Yo voy trepa y trepa, agarrándome a golpe de piqueta. Cuando crece el viento y me veo medio desaparecido entre la nieve. Y yo gritaba: «Ey, señores, ey». Tenía que encontrarlos y con la boca llena de nieve, seguía yo trepando, al tiempo que daba voces: «Ey, señores». Señores, decía, porque a ellos no les gusta que le digan gringos y no veo la razón. Son gringos. El viento como que me pegaba y la nieve quería cegarme. Casi los piso, que uno me contestó cuando yo estaba a cinco pasos. Se habían metido en una como cueva de roca y nieve. La gringuita era lista, sus morrales se los quitó la tempestá y uno tenía la pierna rota y no podía caminar. Se la curamos y vendamos. Entonces tuvimos que ver lo que hacíamos. Yo dije: «Si nos quedamos aquí, hasta que pase la tempestá, llegará la noche y no podremos bajar. Moriremos helaos». Cargué al herido y comenzamos la bajada. Yo iba delante, para no arrastrar también al otro gringo, si el peso del herido me hacía rodar. Todavía recuerdo que me decía: «No te ocupes de dolor mí. Baja como poder». Medio que me daba risa esa parla de gringo, pero no era cosa de reírse, que estábamos peleando con nieve y viento, al filito de los abismos. El Salcantay quería comer gente, olvidándose que allí estaba yo. El otro gringo se dio una resbalada fea y yo lo atajé. Al oscurecer llegamos a la base y ¡gritar la gringuita y hablar en su lengua! No entendía las palabras, pero supe lo que decía. Ella me dio los dos mil soles y yo le dije: «Lo hubiera hecho de todos modos, por esos ojos tan lindos», y así era…

La desconocida, casi hierática, concedió:

—Pasan cosas…

—Claro que pasan —afirmó Candelario.

Quedose juzgando la reacción de la extraña. ¿Le habría disgustado que se entusiasmara tanto con la gringuita? ¿O no le interesó la aventura?

—Fíjese Eulalia, oiga bien, que una vez, el mismo diablo llegó a tentarme, como lo oye… Y fue que yo lavaba oro, como le conté, y no sacaba gran cosa. Una tarde que no había sacao nada, de aburrido, dije: «Que el diablo me enseñe onde hay oro». Me puse a hacer mi comida, conversando con el río, cuando llega un hombre. Bien vestido, con mucha palabra de hombre educao, saludó. Y me dijo: «Yo conozco una playa más arriba, muy rica… necesito un socio». Claro que así no lo decía, sino como un mero doctor, con hartas vueltas en la parla. «Bueno», dije yo, y fuimos a ver. Anda que anda, yo iba pensando en qué bueno era ese cristiano. La verdá que no me explicaba bien por qué iba tan elegante en el campo. Sombrero de copa bien grande tenía. «Ya vamos a llegar», decía, «faltan unos diez minutos», y miraba un reló pulsera que parecía una corona de oro. Llegamos a una playa ancha, al tiempo que oscurecía. El río Marañón se arremansaba y pensé que el brillo era del agua. No, la playa era puro oro. Arenal de oro. Metí la mano y el oro se me escurría entre los dedos. Quedé asombradísimo. Y de repente, creyéndome enredao, que fue lo que seguro pensó, el hombre que parecía cristiano, se puso a zapatear de gusto, dando vueltas y cantando:

Por el río arriba vengo,

ni despacio ni apurao,

pa llevarme a Candelario

que ya lo tengo comprao.

»Y oiga, le fui agarrando cuidao. Cuando en uno de los brincos que daba, se fue pa atrás el sombrero, viéndose los cachitos. Entonces yo entendí que había llegao por lo que dije y medio que me asusté, que el diablo no es cosa de juego. Mi revólver tenía al lao derecho y mi cuchillo al izquierdo, pero al diablo no le entra la bala ni lo corta el cuchillo, que pa eso es diablo. Y como no soy hombre de amilanarme, ni querer más oro del que consiga por las buenas, con perdón de Dios si no, me puse a pensar en cómo salir del lío. Y como saco mis versitos por entretenerme, saqué uno ese rato, echando con la misma tonada, mi propia letra:

Si mientan a Candelario,

digan que por ríos fue

en busca de sus remedios:

Jesús, María y José.

»En lo que dije Jesús, el diablo se paró como alelao; donde dije María, echó candela por los ojos y boca; y cuando dije José, sonó como un trueno, se abrió un hueco en la tierra, y por ahí se desapareció el maldito, echando humo. Todo pasó más ligero que lo cuento. En eso salió la luna y miré la arena. No era arena de oro. Era arena. Entonces yo me volví pa onde estuve, ni despacio ni apurao…

El hombre que se las había con el mismo diablo había limpiado su plato y echó humo, a su turno, de un cigarrillo, con cierta jactancia.

—Pasan cosas… —concedió de nuevo la desconocida, pero esa vez, acaso pensando que Candelario había tratado de entretenerla, le sonrió en un súbito estallido de gozo que hizo desaparecer pronto, como si hubiera temido mostrarlo.

Domi había escuchado con los ojos muy abiertos y hasta absortos, pero Micaela dedujo que debía tener sueño y mandó que se acostara. El tono de su voz indicaba disgusto. El hombre sintió un súbito deseo de saber lo que había de venir y, olvidándose de Micaela, preguntó:

—¿Y pa ónde va usted?

Respondió la forastera:

—Pa Sarapampa.

—¿Pueblo?

—Sí, casi es pueblo.

—¿Está lejos?

—Muy lejos.

Y miró a Micaela y a Candelario, como diciendo a éste que no podría hablar más a causa de su mujer. Tal es lo que imaginó el rodeador, pero después dudó y se dijo que pudo ser una mirada como cualquier otra, de atención simplemente. ¿Dónde sería Sarapampa? Sonaba el nombre igual que todos los de origen quechua regados a lo largo y ancho del Perú. Aunque podría ser también que Sarapampa no existiera. Candelario sabía, por propia experiencia, pues la tarea de andar sin rumbo tiene sus reglas, que los viajeros que no llevan ninguna dirección se señalan una inexistente y lejana a fin de no despertar sospechas. Sarapampa quería decir llanura del maíz. ¿Dónde verdearía tal lugar? ¡Acaso su campiña sería tan hermosa como la de Celendín! ¿En Sarapampa perdería la extraña esa pena que la tenía sumida en un sereno pero no por eso menos hondo quebranto? Tal vez el minero muerto fue su marido. De ser así, era natural que quisiera cambiar de sitio y de suerte. Candelario quiso salir de dudas.

—¿Y su marido? —preguntó.

La mueca de la boca de la forastera fue dolorosa y más la forma en que miró a Candelario. Como para no dar mayores explicaciones, dijo:

—Ando sola.

Pero decía más que eso. Tenía brillantes los ojos, con una luminosidad en la que, durante un instante, se alternaron alegrías y tristezas. Luego cayó de nuevo en un estatismo doloroso. Candelario se arrepintió de haber hecho la pregunta y echándose el alón sombrero sobre la cara, arrojando sombra en sus facciones rudas, dedicose a pitar inútilmente el cigarrillo. Estaba apagado y cuando lo encendió de nuevo con un tizón, a la rojiza luz del leño ardiente, la desconocida le apreció la contracción amarga de la boca y los ojos turbios de tristeza.

—¡Cosas de la vida! —dijo Micaela, arrojando su plato con displicencia, satisfecha de que la intrusa padeciera. Y agregó con ironía—: ¿No busca marido?

—Paciencia —murmuró Candelario, dirigiéndose a la mujer sola, tal si quisiera quebrar esa soledad que, de seguro, escondía una fuente de ternura.

La desconocida, una vez más, nada dijo. Flotaba una sensación de disgusto y melancólico desconcierto. Candelario se preparaba para decir algo grato, cuando la forastera se puso de pie. Delgada y gris, era la misma que llegó, íntegramente sola en su hermetismo. Pidió permiso para retirarse y así lo hizo. A poco se la oyó cerrar la puerta de su cuartucho y correr el cerrojo en forma demasiado ostensible.

Candelario y Micaela se observaron entre la detonación del portazo y el chirrido mohoso del hierro. Micaela sonreía con toda la faz, plena de esa aceitosa felicidad que asoma a la cara de las mujeres malignas que obtienen victorias. Candelario la miró con desdén, callando las palabras de enojo que ella habría deseado escuchar. Él quería dejarse estar allí, entregado al acaso de sus pensamientos. ¿Dónde quedaría Sarapampa?

Micaela fue a su habitación, diciendo que vería si Domi estaba ya acostada y luego tornó a lavar las ollas, tarea que cumplió con aspaventera diligencia, mientras alababa a Candelario por haber atrapado pronto al toro. Él no la escuchaba. Había añadido leños al fogón y se veía que pensaba amanecer allí mucho rato.

—No gastes tanta leña —le dijo Micaela al marcharse.

—Yo la corto —respondió Candelario y, para afirmar su decisión, echó al fogón dos leños más. Uno estaba verde y se retorció entre el fuego, quejándose melodiosamente.