VII

DESPUÉS de colocar el lazo en el lado delantero de la montura, Candelario caminó a la quebrada donde perdió al toro la tarde anterior. Su caballo seguíalo a unos cuantos pasos y orejeaba de cuando en vez, resoplando. La furiosa pelea, el olor de la sangre, los lúgubres mugidos de las vacas, tenían al potro nervioso y propenso a la alarma. Candelario bajó por un caminejo que descendía hasta el fondo de la encañada. De bruces sobre el suelo, bebió agua a la vez que el caballo. «¡Hermano Ambrosio!», dijo al ver reflejada la cara del caballo junto con la suya, en una poza de agua jaspeada por la sombra de los árboles. Luego se lavó la sangre y quedose contemplando el monte tupido que llenaba el abra. Le pareció, de pronto, que el toro ya no se encontraba allí. Montó entonces y salió al otro lado de la quebrada, continuando por un potrero que ondulaba en lomas amarillas de abundante pasto y contados árboles. Una tropilla de vacas avanzaba oteando atraída por los mugidos. El toro barroso iba en la pequeña manada. Candelario detuvo al caballo, desenrollando el lazo. Al advertir al jinete, el toro se detuvo a su vez. Dio unos pasos como si quisiera irse por esas lomas y luego, desplegando una amplia curva, con la cual se alejaba del jinete, corrió hacia la encañada con el propósito de esconderse de nuevo en el monte. Candelario galopó revoleando el lazo. La cuerda de cuero acabó por cruzar ágilmente por los aires, para engarzarse en las astas como un aro. El jinete siguió acompañando al toro en su carrera, pero desde un costado. Era como si contendiesen por llegar primero al monte.

Súbitamente, Candelario detuvo al caballo y empuñó el lazo con las dos manos. El violento templón, sufrido en media carrera, hizo que el toro perdiese el equilibrio y rodara por el suelo levantando polvo. Un viejo lance de rodeo habíase repetido con exacta precisión. El toro se incorporó y resistiose al principio con golpes de testuz y cabriolas, pero tuvo que seguir al jinete.

Candelario miró la posición del sol. Era aún temprano y tenía tiempo. En el lecho de la quebrada desmontó para buscar una piedra de fina contextura arenisca. Tal como estaba el filo de la cuchilla servía para cortar la piel de un hombre, pero no la de una vaca. Tranqueó entre un tumulto de cantos redondeados y rocas angulosas, hasta dar con una piedra ocre. Con las manos echó agua a la superficie más plana y comenzó a frotar sobre ella la hoja de acero, ladeándola para que el roce le hiciera ganar filo. En cuclillas junto a la piedra, de cuando en cuando volvía a mojarla, por lo cual la frotadura iba produciendo un barro de piedra. Mientras tanto, la cuchilla aguzó su filo, que Candelario probó finalmente en las callosidades de la mano. Podían ser más duras que la piel de la vaca y la cuchilla las cortó a la menor presión.

Saliendo a la pampa, vio que algunos cóndores de los que estuvieron en las peñas se habían lanzado al ataque y sostenían un terco duelo con las vacas agrupadas en torno a la muerta. Candelario corrió tanto como lo permitía el remolque del toro remolón. Resonantes de alas poderosas, ávido el pico y las garras prontas, los cóndores volaban trazando círculos sobre la manada. Según descendían, las vacas lanzábanles cornadas que se perdían en el aire, entre un rumor de pezuñas y roncos mugidos. Candelario amarró al barroso de un árbol que crecía al pie de las peñas y galopó hacia las vacas. A rebencazos las apartó de nuevo, mientras pensaba que las buenazas parecían no entender que las ayudaba. Alguna habría terminado con un ojo vaciado de un picotazo. Las golpeó hasta lograr que estuviesen lejos. Los cóndores continuaban revoloteando mientras Candelario volvía hacia la vaca muerta. Ya a pie entre el pajonal, quedose observando qué harían. Los cóndores atacan al hombre en ocasiones, pero ahora lentamente volaron hacia las peñas, donde se posaban dando aletazos. Los enormes pájaros negros y el hombre cambiaron retadoras miradas.

—Somos los dueños del campo y nos respetamos, ¿ah? —les dijo Candelario sonriendo.

Luego comenzó a cortar. Al sol le faltaba andar un poco para llegar a medio cielo. Pocas vacas insistían en mugir y las más miraban al hombre desde lejos, sin osar acercarse. El viento aleteaba sobre la vaca muerta.

Candelario echó el lomo y otra carne tierna en las alforjas que siempre solía llevar por precaución y cabalgó sosteniendo una pierna peluda, pues aún tenía el cuero en el basto delantero. Todavía arreó más lejos a las vacas mironas. Cumpliendo como rodeador, deseaba evitar que volviesen a pelearse con los cóndores y resultaran heridas. Quería también que el patrón ignorase el verdadero fin de la difunta y nada mejor que ella terminara pronto en el buche de los cóndores. Para mayor seguridad, apostose en media pampa y corría a atajar a cualquier terca vaca que intentaba volver hacia la muerta. Como si los cóndores hubiesen entendido, se lanzaron uno tras otro desde los peñones. El primero en pisar el suelo miró cautelosamente a todos lados y luego acercose con balanceado paso a la mancha negra. Ésta, poco a poco, desapareció rodeada por una también negra tropa de cóndores.

—Hermano, hermano Ambrosio, ¿qué te parece el banquetazo? Unos se apenan y otros gozan. El olor ha de llegar hasta el oso, revolviéndolo en su madriguera.

Candelario pensó de inmediato que, mientras iba a dejar la carne en la casa de la loma, era riesgoso que el toro se quedara amarrado. Un oso podría matarlo fácilmente. Soltar al cerril barroso no convenía tampoco. Teniendo que manejar las riendas con una mano y sostener la pierna de vaca con la otra, amarraría el lazo de la cincha. Echó a andar por fin y el toro remoloneaba más de la cuenta. El sol había llegado ya a medio cielo.