VI

DURANTE mucho tiempo estuvo Micaela recostada en la pared de piedra. No habría sabido decir exactamente cuánto. La cabeza le llegó a doler, pero por más que pensó en lo que podía hacer para alejar a la forastera, no encontró medio que pudiera valerle. Salió del huerto pensando una vez más en que la extraña podría haberse marchado, pero continuaba allí. Aun le pareció que no había estado haciendo nada, salvo dejar que pasara el tiempo, y que cuando advirtió la aparición de Micaela se puso a remendar de inmediato. Impulsada por esa incierta impresión a la que dio por evidencia de un plan artero, de cuya existencia estaba cada vez más segura, aunque no supiese exactamente en qué consistía, Micaela caminó hasta el matorral de zarzas con intención de preguntar a Domi por lo que pudiese haber notado, si acaso estaba atisbando. Llamola, varias veces y la pequeña no respondió. Continuó entonces hasta el arroyo, cuyas aguas contempló un momento, y luego caminó al azar por el campo. Volviendo la cara de cuando en cuando, para ver qué hacía la extraña, estuvo andando hasta que la asaltó el pensamiento de que procedía mal alejándose de la casa, sin precisar exactamente cuál era el riesgo que corría la casa misma, dado el hecho de que la había dejado bajo llave. Con disgusto abrió el candado de la habitación mayor, como si hacerlo hubiera significado dar satisfacciones a la forastera. Después de entrar, estuvo parada un momento en una perpleja inmovilidad, y luego se tendió en la cama. Dejaría a su vez que pasara el tiempo.

Súbitamente consideró que la desconocida, en cualquier descuido, podía apoderarse del dinero que Candelario guardaba en un baúl y darse a la fuga. Sacó entonces el pequeño fajo de billetes azules, rojos y verdes, dio varias vueltas por la habitación buscando un lugar apropiado, y acabó por meterlo en un hueco que había en la pared, una especie de alta hornacina que alguien cavó allí hacía mucho tiempo. En la boca del hueco puso luego un pequeño caballo de arcilla, para que diera la impresión de que la oquedad no contenía nada más, y volvió a tenderse en la cama, ahora reconfortada por la sensación de su habilidad. No pasó mucho tiempo sin que la alarmaran nuevas sospechas. La desconocida podía aprovecharse de cualquier descuido, también, para sonsacar a Domi y llevársela con el propósito de hacer que mendigara en las ciudades grandes, tal oyó decir a Calendario que ocurría a veces. Salió entonces al corredor para ejercer la debida vigilancia. El gesto de disgusto que contraía la cara de Micaela se convirtió en otro de amedrentada sorpresa cuando distinguió, a lo lejos, el sombrerete negro y la figura rechoncha del Tuerto Carrasco, jinete en su conocido caballo bayo. Cuando el mayoral sabía que Candelario estaba ausente a causa del trabajo, llegaba siempre a requebrarla. Le resultaba fácil saber eso, precisamente por su condición de mayoral, y ahora era posible que inclusive hubiera visto a Candelario en el campo. ¿Y si al tozudo mayoral se le ocurría pegarse a ella, hablarle tomándose cualquier confianza, y todo era oído, o al menos visto, por la extraña? Carrasco solía dar palmadas y apretones, así las mujeres no le pertenecieran. La forastera podía, pues estaba claro que mañas no le faltaban, echarle cuentos a Candelario, dándole a entender lo que no hubo. Sería mejor entonces que la llamara para que no tuviese queja y, además, viera de cerca lo que podía pasar. Así no tendría cómo decir tampoco que Micaela dejó de propósito que estuviese lejos para poder entenderse con Carrasco.

—¡Señora!, ¡señora! —llamó.

La desconocida, que se agachaba sobre su labor, irguió la cabeza lentamente.

—… ¡Venga usté, señora! —añadió Micaela.

Como la forastera se quedó mirándola, al parecer sin explicarse el súbito cambio, Micaela fue una vez más hasta el eucalipto.

—Una no sabe ni lo que hace —dijo riendo forzadamente.

—¿Por qué tenía que molestarme?

—Venga a remendar sus trapitos en la casa. Venga, venga usté…

De nuevo la extraña aceptó la invitación calladamente y, como la víspera, sentáronse junto al fogón. Estaba apagado; pero el fogón es también una señal de reposo.

Micaela continuó parloteando. Ella misma se había sorprendido, pensándolo bien, de no haber sabido portarse. ¡Qué vergüenza tenía! Y como si la vergüenza diese risa, volvió a reír, pero pensando en que, de llegar Carrasco, las encontraría juntas. Tornó a disculparse y a ser muy amable con doña Eulalia Díaz. Ésta contestaba una que otra palabra, sonriendo vagamente, mientras remendaba aún y era como si no fuera a terminar de hacerlo nunca.

Al poco rato, el Tuerto Carrasco abandonaba ciertamente el camino del pueblo para tomar el ramal que se bifurcaba hasta la casa de la loma. Cruzó con lentitud entre los álamos y cuando su caballo se detuvo ante el corredor, saludó desganadamente. Las mujeres vieron sorprendidas el ojo hinchado, la nariz tumefacta y el poncho en jirones. Carrasco habíase lavado cara y manos en el camino, pero guardaba netas manchas rojas en la camisa, en partes visibles gracias a los cortes.

—Estas tosquedades son de su marido, señora Micaela —dijo Carrasco en un tono más irónico que lamentoso.

—¡Ave María! —Se sorprendió Micaela—. ¿Y cómo ha sido? —añadió entre alarmada y gozosa.

—Nos peleamos, pues… todo fue porque le dije que vamos a botar a los peones alzaos y se soliviantó defendiéndolos…

—¡Ay! —se lamentó Micaela—. ¿Pa qué se meterá Candelario en cosas que no le tocan? Pero así es Cande y no puede vivir tranquilo…

—Cande, Cande —gruñó Carrasco—, él no merece a una mujer como usté…

Desde su altura de jinete, sonrió al ver que el oxidado balde no tenía una gota de agua.

—En nuestra vida no se meta —apuntó Micaela con suma dignidad—, y ya que sus diferencias las han arreglao de hombre a hombre, usté no le dirá nada al patrón, ¿no es así?

—Así será, pues, doña Micaela. ¿Me hará el bien de un poquito de agua?

La dueña de casa vio a su vez el balde vacío y, explicando eso, lo tomó por el asa y se fue enseguida al arroyo.

El Tuerto volvió a sonreír, calmadamente. Por su parte, Micaela caminaba complacida de la forma en que iba desenvolviéndose la incómoda visita. Sea por miedo a los recién probados golpes de Candelario o porque quisiera ser discreto en presencia de la forastera, el Tuerto la había tratado de usted, diciéndole además doña y señora, cuando ordinariamente la tuteaba y nombrábala Mica a secas. Cierto que había querido propasarse una vez, pero ella, fuera de rechazar su atrevimiento, expresó lo justo en defensa del trabajo de Candelario. La aviesa forastera no podía acusarlos de nada, salvo que inventara.

—Así es que, señora —dijo Carrasco a la extraña apenas Micaela se perdió de vista—, usté no quiso ni hablar conmigo en la hacienda.

—Perdone, señor.

—Soy el mayoral.

—Sí, señor.

—Entonces debió echar su parladita cuando le hablé y no quedarse callada.

—Perdone, señor.

Carrasco preguntó también con el ojo pícaro:

—¿Se quedará aquí?

—Por hoy, señor, si me dan posada.

Era todo lo que Carrasco deseaba saber y aprobó entre una sonrisa de belfos burlones, diciendo:

—Descanse, pues. Candelario le dará toda la posada que usté quiera… Doña Micaela igualito. Usté lo merece…

—Gracias, señor.

El Tuerto no trató de averiguar más. Se puso a observar los campos, no sin echar de reojo su única mirada a la forastera, hasta que Micaela volvió. Ésta sirviole el agua en un magullado jarro de lata y se la alcanzó mirando a otro lado. El mayoral bebió con largueza, jadeando al desprenderse el jarro de la boca.

—Me voy pa los cerros del otro lao —dijo como quien da amistosamente noticias—, a tomarles cuentas a unos colonos de esos sitios. No han ido a trabajar varios, como si la tierra fuera de ellos. La gente ya no quiere respetar…

Mirando la altura del sol, añadió:

—Alcanzaré a regresar hoy mesmo a la casa-hacienda, caminando bien.

Agradeció el agua y, despidiéndose hasta otro día, siguió al tranco su camino.

Nada comentó la desconocida y Micaela pensó que todo le había salido bien. Sin embargo, no podía ahora, habiendo hecho cambiar sus relaciones con la forastera, mostrarse hostil. Sí quiso preguntarle:

—¿Y qué le dijo mientras yo iba por agua?

—Nada, pues… Sólo dijo que por qué no le hablé el otro día en la hacienda. ¿Qué pa hablar con un cristiano a quien no se conoce?

Micaela sentose de nuevo.

—¡Suerte que se haiga ido pronto! Es un fresco —comenzó a decir en un tono más bien confidencial.

Tomó agua en un mate decorado con pájaros y flores.

—Si hay tipo que yo no pueda ver —continuó—, ése es el Carrasco. Se le murió la mujer hace unos años y, desde eso, anda de enamorao. ¡Mala plaga de las chinitas de la hacienda! Yo lo mandé a rodar cada vez que me decía algo. Eso merece el desgraciao. Es verdá que, desde que vivo con Candelario, ya no se mete conmigo, pero, de todos modos, yo no lo puedo ver. ¿Se fijó usté con el respeto con que me trata? El hombre más sobrao sabe cuál mujer se hace respetar…

Tal clase de parla, hecha mayormente por Micaela, languidecía ante la reserva de la forastera, quien se limitaba a dar breves exclamaciones de aprobación y sonrió alguna vez. La idea de que la extraña pudiera ser tan discreta por temor pasó fugazmente por el cerebro de la habladora. Pensándolo mejor, quiso creer de nuevo que no se iba por esperar a Candelario. ¿Acaso no podía dejar para otro día sus remiendos?

—Candelario no regresará hoy —dijo bruscamente Micaela—. Dejuro le tomará tiempo agarrar el toro y, en lo que llega a la casa de hacienda, será tarde ya. Cuantimás que allá en la hacienda le anda calentando las orejas a la Ñata Jesusa. ¡Ah, condenaos! Dejuro no vuelve hoy, ni mañana, quién sabe. Ya ha pasao…