V

CANDELARIO bordeó cerros, hundiose en quebradas, cruzó pampas y ahora marchaba de nuevo ceñido a una ladera, al buen paso del caballo. La desconocida permanecía en sus recuerdos, según la llamarada que la iluminó, diciendo las palabras «de no muy lejos» y con esa su mirada de fatiga que chisporroteó en un juego de júbilo. «No debía pensarla tanto —decíase de cuando en vez—, ella se irá; ya debe haberse ido».

Los recuerdos que deseaba alejar tornaban. Micaela había llegado inclusive a llorar y, bien visto, era como si siempre hubiera estado llorando o enfureciéndose, tuviera o no razón para prevenir nuevos desengaños. ¿Pero quería Micaela una mayor demostración, si acaso valía alguna? Él se había marchado sin despedirse de la viajera. «Y no estoy enamorao —repetíase—. Una cosa es ojear a una mujer, conversar con ella por gusto, y otra enamorarse. No me convendría enamorarme sin saber siquiera quién es. Cierto que en la suerte nadie manda. Pero ¿qué saco de andar queriéndola a golpe de pensamiento, si ya se habrá ido? ¿Salir a buscarla? No sé tampoco si me diría que bueno, porque toda mujer tiene más vueltas que un camino en cuesta. De no aceptarme…». Con ánimo de no pensar más en la forastera, se puso a canturrear diversas tonadas. De pronto, cayó en una serenata:

Despierta si estás dormida,

que dormida no estarás,

y oye las quejas de un triste

que llamándote está.

Gimieron en el fondo de su cerebro los compases de la concertina y se le ocurrió que, tarde en la noche y con luna, él estaba cantando aquello para la forastera. Si hasta era como si la hubiese visto. Los grandes ojos negros de la extraña brillaban en la oscuridad, tras una ventana que él había rondado hacía muchos años. Salvo que a esa ventana asomábanse realmente otros ojos negros y ella se llamaba Olinda. Ciertamente que Olinda acabó por quererlo un poco, allá en Huánuco; pero la ciudad misma quedaba ya muy lejos. Los cantos llevan a recordar el amor, la familia, la amistad, los pueblos, diversas estancias del pasado y, muchas veces, a expresar también las propias esperanzas, las ilusiones, los imprecisos sueños, que adquieren así contorno y se van apoderando del alma. «Si no la voy a encontrar cuando yo regrese, ¿pa qué hacerme ideas?». No debía cantar más ahora.

—¡Vamos, Ambrosio! —gritó alzando el rebenque y el caballo corrió ladera allá, con gran alboroto de cascos herrados.

«No estoy enamorao y hay que saber pensar. ¿Quién es ella? No sé qué le ha pasao, ni a ónde se va ni qué piensa. Podría resultar matrera. Parece tener mucha alma, eso sí. De llegar a quererme…».

Una rama de árbol le azotó violentamente la cara.

—¡Caray, por no fijarme! ¡Es como pa que me componga! —comentó sonriendo.

Comenzaba a entrar en una macollada pampa donde abundaban manchas de vacas variopintas. Saliendo del sendero, el caballo avanzó entre oleajes de pajonales. Ni por asomo surgía el toro buscado. El mañoso estaría aún en la encañada que se abría después de ese espacio llano, o tumbado en alguna hoyada, o quizás fugando más allá del tajo de monte. Los ojos de Candelario iban registrando los campos cuando, de pronto, se toparon con una figura fácilmente reconocible. El Tuerto Carrasco galopaba hacia el rodeador. Éste se detuvo, esperando a que el Tuerto llegara, para demostrarle que no le interesaba y molestarlo un poco. El mayoral entendió la maniobra y también se detuvo, echando un vistazo a una vaca que tenía por allí. Luego, como quien prosigue su camino, avanzó al tranco hasta tropezar con Candelario.

—¡Qué hay! —saludó el Tuerto, deteniendo su caballo, un bayo excelente llamado Orofino.

—¡Qué hay! —contestó Candelario.

Carrasco se quedó mirándolo con su único ojo bueno, el que era pícaro y receloso. Como solía hacer cuando creía que ese ojo expresaba demasiado, ladeó la cara sin voltearla del todo, dejando ver tan sólo el inexpresivo ojo blanco.

—Aquí, viendo a mi vaquita —dijo Carrasco—. No me he topao con el toro que te mandaron llevar. ¿Lo andas buscando?

Candelario sabía que el Tuerto andaba siempre en pos de datos y palabras que pudieran resultarle útiles, así fuera por medio de la distorsión.

—¿Que viendo a tu vaca, ah? —comentó—. ¡Ni que fuera china!

—A mis mujeres no las tengo por aquí; no son de potrero…

Candelario entendió que aludía a Micaela, por ofenderlo, y dando una prueba más de su hipocresía, si era cierto que antes había andado tras ella. Dijo entonces, irguiéndose sobre el caballo:

—El que es hombre, ¿me oyes, Tuerto?, el que es hombre tiene las mujeres onde quiere…

El Tuerto hizo el ademán de llevarse la mano al cuchillo, por ver si el otro se achicaba y añadía algo amable o humorístico que quitara el tono desafiante a sus anteriores palabras, pero Candelario agregó:

—Así es, Tuerto.

Acercando su caballo, Carrasco se agazapó. Era recio, medio rechoncho. Sobre la cabeza tenía un sombrerete negro y en los carrillos de la cara mofletuda se le enroscaban unas barbillas ralas. Bajo la respingada nariz de anchas troneras, la boca de abultados belfos, que a menudo sonreían con ironía, estaba contraída ahora por una mueca de rabia. Candelario no le despegaba los ojos, en previsión de que lo atacara. Carrasco, irguiéndose, dijo para explicar su encorvamiento:

—¿Has visto? El pasto no ha crecido mucho este año. Míralo…

—Ya lo tengo estudiao —respondió Candelario sin apartar la mirada de Carrasco— y se ve que sabes de pastos; por eso no has traído a tus chinas.

Carrasco rió con una risa sombría.

—Me manda el patrón al pueblo —dijo en tono de amenaza— a hacer una diligencia con el juez…

Candelario no quiso preguntarle nada.

—A esos peones medio alzaos —añadió Carrasco— los vamos a botar de la hacienda. Conviene que haiga orden. Y yo tengo averiguao que tú le distes prestaos doscientos soles al cabecilla, al que más me odia…

—Cierto que le di, porque es un buen tipo y nada más. ¿Qué tiene que reclamen escuela, que el hacendao debe poner? Es de ley…

El ojo bueno de Carrasco se enturbió.

—Aquí el que manda es el patrón Isidro —afirmó como si la ley no viniera al caso, añadiendo con rencor—: Y lo que tú quieres es que los alzaos pidan que me boten, pa ser tú mayoral, tener más plata, chinas, buenos caballos, todo…

Candelario rió abundosamente, haciendo que orejearan los caballos.

—¡Qué zoncera! —dijo al fin—. Ya veo que, si intrigastes pa que me mandaran pa estos laos, tenías tus motivos imaginaos. ¿Crees que me gusta tu carguito de mayoral? No soy adulón y quiero mi libertá.

—¿Quién te amarra?

—Entiende, Tuerto, libertá, a lo menos, pa no tenerle que dar fuetazos a un pobre peón al que le faltó la paciencia… Libertá pa no tener que ayudar a que boten de su tierra, de esta tierra regada con lágrimas, a tanto infeliz… Debía darte vergüenza, Tuerto, y tovía crees que te quiero quitar tu puestito de mayoral…

—¡Hablas como el zonzo que eres! —barbotó Carrasco—, y da por perdidos tus doscientos soles, que a esos reclamadores los botamos de todos modos… Pondré en claro que andas de amigo de ellos y tovía dándoles plata… Ya verás…

Candelario rió de nuevo, ante el enrabiado estupor de Carrasco. Al mayoral le parecía inconcebible que alguien de la hacienda, con excepción del patrón Isidro y el niño Isidro, no ambicionara su puesto y tampoco temiera su poder. Candelario, para acabar de aporrearlo, hiriendo los celos del mujeriego, dijo:

—¡Vieras la hembra que me cayó por la loma!

—Ajá —exclamó con un súbito entusiasmo el Tuerto—, sabes que al patrón no le gustan tipos que anden zonceando con las mujeres y descuiden el trabajo…

—Por eso andas de mayoral… y respetas a la Ñata.

Carrasco ajustó las muelas, pensando que estaba ante un necio propenso a observar.

—¿Y qué dice Micaela? —inquirió—. Ésa no cree en cuentos…

—¿Qué va a decir? Ella no la conoce ni yo tampoco, valgan verdades.

Carrasco movió la cabeza con satisfacción, coligiendo de quién se trataba; sin embargo, preguntó:

—¿No es una medio flacona, callada ella, que no cuenta nada? ¿Es o no es?

—Quién sabe ésa es.

El Tuerto dijo con indiferencia:

—Estuvo en la hacienda hace unos días y después desapareció. Le eché un vistazo, de lejitos, por ver si me convenía; pero no me gustó. No es gran cosa. Lo demás que sé de ella le oí en la bodega…

Advirtiendo el interés con que lo escuchaba Candelario, repitió desdeñosamente:

—No es gran cosa.

Candelario se exaltó:

—Si eso crees, será porque estabas mirando con tu ojo malo… Esa mujer, bien estimada, se pone como flor, como una misma flor.

La risa sombría de Carrasco denunciaba ahora un contenido júbilo. Complacíase de poder molestar a Candelario.

—¡Vaya, vaya con la flor! —masculló el Tuerto saboreando su risa—. ¡Resulta flor, hasta flor, una perra sin dueño! Seguro es…

—¡Cállate!

—No me importan las putas.

Clavando súbitamente las espuelas, Candelario hizo dar al caballo un violento salto hacia delante y al mismo tiempo alcanzó al Tuerto con un feroz puñetazo en la cara. Cayó a tierra el mayoral y Candelario detuvo a su disparado caballo más allá, disponiéndose a desmontar, pues creyó que la pelea continuaría a pie. Carrasco había mantenido las riendas en la mano, sujetando al caracoleante bayo, y ya montaba gritando injurias.

Su puñal de larga hoja brilló al sol. Considerando que tenía apenas una cuchilla de un solo filo y que el bayo era más ágil que el zaino, Candelario corrió a meterse entre las vacas y cualquiera habría pensado que huía. Carrasco avanzaba hecho un ventarrón vociferante, gritando a Candelario que se detuviera a pelear, a la vez que agitaba el puñal como si ya fuera a clavarlo. Las espantadas vacas corrían en desorden por la pampa. Carrasco tropezó con algunas, de modo que su caballo debía dar rodeos o amenguar su rapidez. El galope entre el viento desplegaba los ponchos como banderas y sonaba un redoble de cascos y pezuñas. Dejando de pastar, aun las vacas más distantes miraban asombradas a los vociferantes jinetes, pues Candelario gritaba también, demandando al Tuerto que se apeara. Unas vacas seguían corriendo delante de los caballos, otras cruzaban ante ellos para no separarse de sus tropas y no faltó un toro que se puso a rascar tierra, bajas las astas, preparando la embestida. Candelario entendió que el juego no podría durar mucho. El Tuerto lo alcanzaría al fin, pues su caballo acortaba distancia pese a los encontrones. Claro estaba que el zaino era menos atropellador y lo ponía en desventaja para pelear a caballo. El Tuerto lo retacearía a puñaladas.

Éste tuvo que retrasarse otra vez, al dar Orofino una sonora pechada a un novillo que rodó por el suelo. Sin dejar de correr, Candelario fue desenrollando el lazo que tenía en la cabezada de la montura y todavía alcanzó a cruzar entre una tropa de vacas que estaba ya cerca de la encañada, junto a unos pedrones. Volviéndose, arreó las vacas hacia Carrasco quien, al tropezar súbitamente con la tropa, ciego de furia, no atinó a correr delante de la animalada y dar la vuelta, sino que pretendió pasar. El caballo fue de nuevo detenido y aun medio arrollado por las vacas, quedando momentáneamente preso por la ceñida tropa. Mientras Carrasco pugnaba por salir de entre las reses, dando gritos y golpes de estribo, Candelario tiró diestramente el lazo y de un solo jalón derribó al mayoral. Las ariscas vacas y el brioso Orofino, espantados por la súbita caída, los gritos de los hombres y el profundo mugido de una res a la que el puñal de Carrasco había rajado el cuello, emprendieron un frenético galope. Carrasco se incorporó rápidamente, librándose del lazo. Miró hacia su caballo, pensando todavía en atropellar a Candelario, pero ya Orofino estaba lejos. La vaca herida seguía mugiendo mientras se alejaba y el olor de la sangre hacía mugir alarmadamente a otras. Candelario se apeó, sacándose el poncho. Mientras lo envolvía en el antebrazo izquierdo, barbotó:

—A pie quedamos emparejaos, Tuerto, aunque tu puñal es mejor… Pelea como hombre, deslenguao…

Carrasco miró su ya ensangrentado puñal.

—La otra sangre será tuya, cabrón —afirmó.

Sacose el poncho a su vez y lo envolvió según la usanza. Quedaron como a veinte pasos, cuchilla y puñal en mano, midiéndose. El viento silbaba en los pajonales y algunas vacas seguían a la sangrante, que no dejaba de correr, dando vueltas. Otras se detenían ante los rastros rojos, en pos de los cuales caminaban aún las más alejadas. Después de olisquear la sangre, alzaban la cabeza y mugían largamente. Fueron acercándose los aceros. La sombra de un cóndor, que sin duda avistó la sangre, cruzó entre los hombres. El poderoso rumor del vuelo sonaba cerca, pero ninguno alzó la cara. Se agazaparon como animales de presa, pues ya estaban muy próximos.

Candelario dio un ágil salto hacia delante, alargando el brazo envuelto a fin de que el Tuerto clavara el puñal en el poncho y quedara así inerme unos segundos, lo suficiente para asestarle un corte certero.

Carrasco retrocedió al punto. Entraron en un rabioso juego de fintas y saltos en redondo o hacia atrás. Dando golpes que resultaban fallidos, zumbaban los aceros. Algunas veces, alcanzaban de refilón a tasajear los ponchos. En los cetrinos rostros brilló el sudor. Candelario y el mayoral conocían bien que, en los duelos en medio campo, mueren con frecuencia los dos contendores: el uno, rápidamente, al recibir la herida mortal y el otro, desangrado por no tener cómo curarse los tajos medianos. Sabiendo ambos pelear, como lo probaron pronto, el duelo tornose una competencia de agilidad y cálculo. El golpe debía ser uno y certero. Estuvieron cerca y lejos de la encañada y los pedrones, varias veces. Ninguno quería ser comida de cóndores. Jadeaban, soltaban injurias, buscando la oportunidad que tardaba en llegar. El resonar de las botas y las espuelas era un compás de muerte. Los aceros daban tajos de luz, sobre un fondo de mugidos. Carrasco arremetió. Al saltar retrocediendo, Candelario quedó pegado a uno de los pedrones. El Tuerto se abalanzó como para cruzarle el pecho, pero Candelario esquivó el golpe haciéndose a un lado con agilidad de puma. El puñal ululó partiéndose al chocar con la roca. La parte filuda tintineó luego, resbalando por la rijosa superficie del pedrón, en forma que Tuerto pareció lúgubre. La hoja mocha que empuñaba apenas sobresalía del mango. El mayoral volviose y miró con una desesperada furia a Candelario, quien se erguía a unos pasos, cuchilla en mano, la boca contraída en una mueca que parecía sonrisa de desdén.

—Podría matarte —dijo al Tuerto—, pero a los perros basta con pegarles… ¡Bota el poncho y ese adefesio de puñal!…

Carrasco obedeció vacilando, pues aún temía que Candelario lo matara. Este zafose el poncho del brazo y arrojó a un lado la cuchilla. El fornido mayoral lo derribó de la primera trompada. Candelario incorporose rápidamente, no sin que el Tuerto le hiciera zumbar una patada por la cara. Cambiaron golpes furiosos, entre berridos, insultos y revolcones. Sucesivamente, después de dar vueltas en el viento, los sombreros quedaron en el suelo como hitos. Los puños se ensangrentaron. Si bien Carrasco tenía mayor peso, Candelario era más ágil. Bajo los repetidos golpes, el Tuerto jadeaba como un animal cansado. Aullando maldiciones, quiso empuñar la cuchilla que Candelario arrojó. No había puesto la mano en el rutilante mango, cuando una patada en el costado, que sonó como la de un caballo, lo tendió en el suelo. El mayoral se inmovilizó profiriendo un berrido, Candelario mantúvose apenas en pie, jadeante, mirando a Carrasco y luego a todos lados. Su caballo estaba parado a unos pasos, observando a los hombres con extraña curiosidad. Pampa allá, al pie de unos peñascos, cerrábase un círculo de vacas, rodeando sin duda a la herida, y otras se esparcían a lo largo del rastro de sangre. Muchas continuaban mugiendo en un clamor doloroso y salvaje que era coreado por los cerros.

Candelario advirtió el sabor salino de su propia sangre. Mientras peleaba había resbalado por los labios, manchándole la camisa. Tanteando con la lengua, descubrió que tenía rota por dentro una mejilla. Escupió sangre: «Ya pasará», dijo. Lentamente acercose al caballo y montó, echando a trotar. El viento desgreñaba sus cabellos, las crines y los pajonales. A golpe de rebenque apartó a algunas vacas para llegar hasta la herida, manchón negro entre las pajas. Estaba muerta. El tremendo tajo sólo podía explicarse por la violencia con que el mayoral cayó, jalado por el lazo. El puñal se había clavado primero, desgarrando luego. Era más bien extraño que la vaca, con tal herida, hubiese tenido fuerzas para caminar tanto. Varios cóndores negreaban sobre los peñascos, mirando fijamente, en espera de que las otras vacas se apartaran. Orofino también observaba desde un lado. Inquieto aún, resopló nerviosamente mientras Candelario se le acercaba.

Carrasco estaba ya sentado entre las pajas cuando Candelario regresó, remolcando a Orofino. Limpiábase con un pañuelo rojo la sangre que chorreó de sus narices. En el rostro magullado, el ojo blanco desaparecía casi bajo una hinchazón y el otro miraba como sorprendido.

—La vaca ha muerto —dijo Candelario, apeándose.

Recogió los ponchos y sombreros, poniéndose los suyos. Los tajos que había recibido el poncho dejaban ver ahora la camisa. Guardó la cuchilla y, acercándose un tanto, le arrojó al Tuerto sus cosas.

—¿Sabes? —dijo Carrasco—. ¿Sabes qué pasó pa que no haigamos muerto, a lo menos uno? A veces la tierra quiere muerte, beber sangre. Como murió la vaca, ya se contentó…

Candelario estaba enrollando el lazo. El mayoral púsose despaciosamente el también cortado poncho y su sombrero. Al pararse luego, se quejó de dolor con roncas blasfemias. Más cóndores descendían trazando círculos y era como si se orientaran por los mugidos.

—Habrá música pa rato —barbotó Carrasco—. La muerte de la vaca, que se quede guardao entre nosotros. Será mejor no decirle nada al patrón.

—Será mejor…

Con pesados pasos se acercó el mayoral a su caballo y montó. Miraba a Candelario como si no acabara de entender.

—Pudiste morir por esa mujer —díjole— y la verdá que me extraña, si es cierto que no la conoces.

Candelario se quedó pensando.

—Cierto, no la conozco —murmuró lentamente— y quién sabe ya no la veré…

Espoleando su caballo, Carrasco avanzó entre el pajonal hasta tomar el camino. Era el de pueblo, pero pasaba cerca de la casa de la loma. Candelario vio trotar a Carrasco un momento y luego, recordando su quehacer, terminó de enrollar el lazo.