MUY de amanecida, Candelario despertó con la sensación de que algo le había pasado. Pensó que nada de particular tenía la llegada de esa viajera a la que Micaela, dentro de su manera habitual, había visto con alarma. Quizás soñó y no recordaba. Estaban cantando los pájaros.
—¡Despierta, Domi! —llamó Candelario—. ¡Oye cómo cantan! ¡No tienen concertina y lo hacen mejor! ¡Domicha!
Domi se incorporó en la barbacoa enclavada en un rincón del cuarto, restregándose los ojos. Por la puerta, a medio abrir, entraban la luz indecisa y el aire frío de la madrugada. Candelario se vistió, sin ponerse la camisa, y salió con una rotosa toalla al hombro y un jabón en la mano. Sentada junto al fogón, Micaela hacía el desayuno. En ese momento removía los granos de maíz con una varilla, en un renegrido tostador de barro. Crepitaba la cancha olorosa. Al filo del comedor estaban los aperos de montar. Candelario se detuvo a mirarlos, así como a la cerrada puerta del cuartucho, volviéndose luego hacia su mujer.
—Entré y ella estaba dormida —explicó modosamente Micaela—. ¿Pa qué despertarla? Saqué los aperos calladita, pa que siga descansando…
Candelario sonrió, pero nada dijo, yéndose a lo largo del corredor. Caminó luego por el sendero que, negreando entre los pastizales, llevaba al arroyo. El sol no asomaba aún, pero ya ponía bordes de oro a los lejanos nevados. Los encendidos tonos rosas, azagranados y violetas del cielo se combinaban en la tierra con los del pasto y los árboles. Candelario se lavó en las frías aguas del arroyo, que estaban casi heladas, como si acabaran de bajar de aquellas neveras. Berreaba jubilosamente a cada chicotazo de agua. Luego se restregó la piel hasta enrojecerla. Mirando hacia el cielo para calcular la hora, distinguió que muy alto, no lejos de un picacho que habría abandonado recién, comenzaba a planear un cóndor.
—¡Bandido! —le dijo, como si estuviera a diez pasos—. ¡No sé por qué me gustas tanto, condenado!
Estuvo viéndolo un momento. Pese a la distancia, se notaba que el cóndor era muy grande. Volaba majestuosamente, según su manera, sin agitar las alas.
—Vas pa onde quieras —siguió diciendo Candelario—, y agarras las cosas que te gustan, como si fueran tuyas. Aunque quién sabe son tuyas porque las puedes agarrar…
El cóndor desapareció en la lejanía.
De nuevo en su cuarto, Candelario se vistió del todo y levantó en alto a Domi, tomándola de los codos. «¿Te suelto ahora?, ¿te suelto?», decíale cuando la chiquilla tenía la cabeza cerca de las vigas. Domi reía aspaventeramente.
—¡Anda a trabajar! —recordó Micaela.
Candelario salió sonriendo y dijo a su mujer, a la vez que señalaba el cuartucho:
—Ella cerrojó anoche. ¿Cómo entraste sin que se haya despertao?
Tomó el cabestro de entre el montón de aperos y se fue al campo. Los pastos mojados de rocío le humedecían las botas. Pronto columbró al caballo y púsose a silbar un especial silbo muy agudo y de acelerado ritmo, que terminaba en una nota larga como un lazo desenredado en el viento. El caballo, que pastaba rocío en una loma recién bañada de luz, irguió cuello y orejas, moviendo la cabeza hasta orientarse por el silbo. Luego trotó hacia Candelario. Éste silbó de nuevo y el alazán galopó entonces, retozonamente, hasta plantarse junto al dueño. «Hermano, hermano, Ambrosio», le dijo el rodeador, palmeándole el cuello, poco menos que abrazándolo. Le puso el cabestro y a poco ensillaba junto al corredor.
Micaela, sin decirle nada, aunque mucho le decía con una cara contraída en surcos de contenida furia, sirvió a Candelario el desayuno. Él sabía que ella se disgustaba cada vez que le descubría ante sí misma sus mentiras, por lo cual no lo hacía casi nunca; pero al hablarle como antes, quiso más bien hacer broma, reírse un poco juntos, en esa mañana tan hermosa. Para precisar su intención, después de sentarse en la banqueta, le propuso que matara una gallina, que no tenían, a fin de agasajar a la huésped. Micaela lo contuvo con un gesto de fastidio y dijo:
—Tendrás mucho interés en ésa, cuando te acordaste que cerrojó…
Estar cerca del culpable le pareció demasiado y, levantándose violentamente, fue a plantarse unos pasos más allá, mirando al campo. Candelario se apresuró a atragantarse con charqui y cancha, bebiendo además a tragos largos un aguachento café que, debido al jarro de la lata, sabía a mental oxidado. Antes de irse, besó a Domi y quiso hacer lo mismo con Micaela. Ésta dio un paso atrás.
—Hablando en plata —le dijo Candelario—, no te hagas malas ideas… Esa señora está pasando sus cosas, quién sabe qué, y trátala con buen modo… Y, en serio, dile que le deseo buen camino… Nada más…
Montó enseguida y echose a galopar sonoramente. Micaela lo estuvo mirando hasta que el punto ocre del sombrero de junco desapareció por un caminejo que se perdía en una ladera boscosa.
—Por fin se fue y sólo falta que se vaya ésa… —comentó Micaela.
Sentáronse a desayunar. La dubitativa satisfacción que comenzó a sentir Micaela turbose al imaginar que Candelario y la forastera podían haber acordado encontrarse en el campo; pero luego desechó tal posibilidad, en vista de que no parecía existir concierto previo entre ambos. La satisfacción creció entonces, aumentando al considerar que la forastera, por dormir más o lo que fuese, tendría ahora la mala sorpresa de que Candelario no había querido siquiera despedirse. En realidad, Micaela la llamó despaciosamente al reventar el alba y, cuando la extraña descorrió el cerrojo, le dijo que deseaba sacar los aperos, pues Candelario no quería entrar por respeto, aunque demoraría su partida para decirle adiós. Rogole, además, que siguiera durmiendo, ya que sobraba tiempo, pues el caballo era correlón y no se dejaba enlazar pronto.
Recordando las menudas maniobras, Micaela bebía gustosamente su café, pues por hacerlas se creía inteligente. Sorbía el último trago cuando la forastera hizo rechinar la puerta y salió provista de su atado.
—Venga a desayunar antes de que se vaya —le dijo Micaela.
Respondió que iba a lavarse primero y, cargando su atado, se dirigió al arroyo. Allí se estuvo más tiempo del que Micaela esperaba. Cuando regresó, sirviole medio jarro de café y un poco de cancha. Que comiera poco la desconocida y entendiera que no sobraban las cosas en la casa de la loma, menos la buena voluntad hacia ella, y debía irse.
Poniéndole cara dura, Micaela no le habló como otra manera de mostrarle hostilidad y considerando también que era inútil tratar de conversar con quien guardaba tan cerrado silencio. Efectivamente, la forastera se mantuvo callada mientras, con toda parsimonia, tomaba el parco desayuno. La lentitud con que se lavó y ahora desayunaba era una nueva causa de molestia para Micaela. ¿Por qué no se apuraba para irse cuanto antes?
Pese a su disgusto, no dejaba de observarla y advirtió que se había lavado y peinado cuidadosamente, cayéndole sobre el pecho dos relucientes trenzas, adornadas con unas cintas azules cuya pulcritud contrastaba con la blusa amarillenta. El buen sueño de la noche anterior, el agua del arroyo, el frío de la mañana, habían dado frescura a su faz. Sus grandes ojos negros lucían tranquilos y hasta plácidos. Todo ello aumentó el disgusto de Micaela.
Al fin llegó un momento de gran importancia: la forastera terminaba su desayuno. Se estuvo quieta y como distraída un instante, sin percatarse, aparentemente, de las miradas fisgonas de Micaela y Domi; se levantó con cierto esfuerzo por echarse a la vez el atado a la espalda y, luego de dar las gracias y despedirse con llaneza, caminó. Con el mismo paso calmo de la víspera, anduvo sendero allá, yéndose hacia donde Micaela no sabía y tampoco le importaba ya, considerando la dirección distinta que había tomado Candelario.
Esta vez la dueña de casa dio un legítimo suspiro de alivio, pero su sosiego duró poco.
La desconocida, al llegar junto al eucalipto al pie del cual sentose la tarde anterior, lo hizo de nuevo. Instalose otra vez allí: ni más lejos ni más cerca. Todo era tan claro y oscuro como eso. Y también, igual que la tarde anterior, miró los campos, los caminos… y de nuevo la casa, en cuyo corredor estaban ahora Micaela y Domi de pie, observando a su vez, perplejas: cosa que aparentemente la incomodó, por lo cual volvió al instante la cara y siguió fijándose en los caminos… ¿Esperaba a alguien o no se decidía por la dirección a tomar? Acabó por demostrar, al menos, que su demora se alargaría.
Extrajo de su atado cierta ropa y empezó a remendarla. ¿Era que iba a estarse allí hasta que regresara Candelario? A Micaela le dieron ganas de echarla. Pero, bien mirado, la forastera no estaba en la casa, estaba en el campo. Ni el mismo dueño de la hacienda la habría arrojado de allí, de no sorprenderla haciendo algo malo o tener un cargo exacto contra ella. Micaela buscó en su mente un motivo para acusarla. La conducta de la desconocida era ciertamente extraña, pero no se le podía acusar por eso. Ni había llegado en la forma debida ni terminaba de partir. Todo lo cual y sentarse al pie del eucalipto, resultaban sólo cosas suyas.
Micaela determinó hacer un nuevo esfuerzo por averiguar sus intenciones. Llevando de la mano a Domi, como quien va de paseo, llegó a su lado.
—Yo creí que estaba de viaje, que seguiría su camino —dijo Micaela.
—Ya ve que quiero remendar —contestó la forastera sin levantar los ojos de su labor.
Micaela replicó agresivamente:
—Pero cuando termine de remendar, se va… ¿no es cierto?
—Sí —aceptó la forastera en la misma forma.
Todo quedaba aparentemente claro y a la vez tan oscuro como antes.
Micaela trató de crear una situación dentro de la cual la sospechosa tendría que explicarse.
—¿Quién remienda en medio camino? —exclamó.
—Si no hay casa donde estar.
Al responder así, la desconocida levantó la cara clavando en Micaela una mirada amarga y desafiante a un tiempo.
Micaela se sintió atrapada. ¿Debía ofrecerle la casa? Su propia exclamación, seguida de tal respuesta, la comprometía a ello. Con rabia, consideró que la intrusa era más ladina de lo que imaginaba. No, de ninguna manera la llevaría de nuevo a su casa.
Se había quedado sin tener qué hacer ni qué decir, salvo regresarse y fue lo que hizo, mascullando propósitos y amenazas con los que pretendía salir de su desconcierto. Llevaba ahora Domi agarrada del cuello y apretándoselo como si la pequeña fuera la causa de su indignación. Al llegar al corredor, le dio un empellón, ordenándole en alta voz que buscara las llaves. Domi, turbada por el miedo, no las encontró. Micaela la agarró de nuevo, levantando una mano que la pequeña vio como una maza.
—Tú también sobras, por zonza y por inútil… Toma, zonza, zonza desgraciada —le gritaba dejando caer la mano furiosa sobre el menudo cuerpo contorsionado.
La niña se aplastó contra el suelo, sollozando.
—Lárgate —ordenó Micaela.
Llevando su muñeca de trapo bajo el brazo, Domi corrió a esconderse entre un tupido matorral de cactos y zarzas que crecían no lejos de allí, en torno a unas grandes piedras. Las ramas de zarzas y las aletas de cactos caídas tenían al lugar plagado de espinas. Domi sabía por dónde había que ir para llegar hasta los piedrones sin herirse. Siempre recordaba que su madre la fue a sacar cierto día y no pudo hacerlo a causa de las espinas.
Micaela encontró las llaves, dio portazos y cerró los mohosos candados del cuartucho de aperos y la habitación mayor, entre aspavientos y vociferaciones manifestando que había que prevenirse contra ladrones y vagabundos, toda esa gente andariega que andaba haciendo daño y sobraba en el mundo.
—¡Ni con llave estamos seguros! —gritó lanzando la voz hacia el eucalipto.
Con toda decisión se fue al huerto a arrancar cebollas, pues la tarde anterior no completó la cantidad que pensaba vender en el pueblo. Aun más decididamente se dio a la tarea, pero no había arrancado diez matas cuando cayó en cuenta de que no podía irse lejos a menos de que lo hiciera antes la forastera. Dejarla al alcance de Candelario implicaba un riesgo.
Abandonando la recogida, llegó hasta la pared de piedra del huerto, junto a la cual se dejó caer. Reclinó la cabeza sobre una de las frías piedras, y eso le hizo bien, porque le ardían las sienes. Advirtió que les comunicaba su frialdad una extraña roca jaspeada. Más allá, la pared era un hacinamiento combo de piedras cárdenas, ocres, amarillentas, azules. Pero ¿por qué se fijaba en todo eso? Lo último que dijo la forastera le hacía ver claro que no se iría pronto. ¿Cómo podría salir de ella? No se le ocurría nada. En su cerebro sólo cabía el odioso pensamiento de la mujer sentada al pie del árbol. De pronto, imaginó que quizás se habría ido y levantose a aguaitar. La mujer continuaba allí. Crispando los puños, Micaela volvió a recostarse en la cerca. La cabeza le pesaba, seguía ardiéndole así buscara el contacto frío de otras piedras.
El sol quedaba ya muy alto. Mediaba una mañana de luz alegre y leve viento. Los campos estaban tranquilos y, fuera del rumor de las hojas, había en la loma un completo silencio.