III

CON voz a un tiempo apagada y conminatoria, Micaela ordenó a Domi que se fuera a la cama y luego acometió ruidosamente la tarea de lavar la olla y los platos. Las llamas del fogón amenguaban. Candelario continuaba tocando la concertina. La débil lumbre no le impedía notar que su mujer echaba repetidos vistazos al cuartucho de aperos. Continuaba cerrado y era fácil advertirlo porque la luz de la vela salía por las anchas rendijas, tasajeando la sombra.

Del yaraví minero pasó Candelario a tocar otro igualmente triste y las gimientes melodías valían como palabras de quebranto. La música del pueblo peruano está hecha mayormente de llanto y Candelario entraba en tal pesadumbre, como en un recinto sonoro, a deplorar sus propias penas. Súbitamente quiso alegrarse y tocó una jubilosa marinera, pero no persistió en el empeño entusiasta. Sacó de su concertina tonadas melancólicas. Tocaba un pasacalle errabundo, cuando el caballo relinchó de nuevo a lo lejos.

—¡Hermano! —dijo Candelario a media voz.

—¡Zonzo! —rió Micaela.

Candelario apenas la oyó. Recordaba que a los pocos días de haber llegado a la casa-hacienda, harto maltrecho de penurias, incluida la de andar a pie, le dieron ese caballo. Como resultara un buen animal, tuvo la humorada de cambiarle el nombre que ya llevaba por el de Ambrosio. Unos cuantos peones se rieron y otros protestaron diciendo que era una falta de respeto dar a un caballo nombre de persona. Candelario replicó que el caballo merecía ese nombre tanto como las personas, sin contarlas a todas en la distinción, y hubo nuevas risas y más protestas. Tiempo adelante, un chalán llamado también Ambrosio, que trabajaba en otra hacienda, llegó un domingo y, entre vaso y vaso de chicha, demandó a Candelario que le quitara el nombre al caballo. No quiso aceptar el conminado y menos cuando el tal Ambrosio amenazó, de modo que hubo trompadas y relucieron los cuchillos. Los duelistas quedaron encerrados en un círculo de gentes y gritos. Entre los alaridos de las chinas se destacaban los de la Ñata Jesusa. El entremetido chalán llevaba ya un tajo en la cara cuando terminó el lío con la intervención del dueño de la hacienda, quien había sido llamado por la Ñata. El recuerdo de la zalagarda hacía sonreír a Candelario.

Corrió después la voz de que el responsable del entrevero con el chalán Ambrosio fue el tuerto Carrasco, a quien decían así por tener un ojo blanco; mayoral tan intrigante y adulón, como inveterado perseguidor de las chinas. Dizque Carrasco había hecho viaje especial a calentarle las orejas al tal Ambrosio, para que correteara a Candelario, debido a que éste pretendía a la Ñata Jesusa, a quien el Tuerto le había echado el ojo. Cosa seria, y más siendo el único que tenía. El matrero fracasó y no sólo porque Candelario saliese bien de la pelea.

Como maliciaron los más ladinos, la Ñata Jesusa, por ser muy bonita, acabó siendo del niño Isidro, el hijo del hacendado, tipo que siempre se adueñaba de lo mejor. Decían también que, ayudado por el Tuerto Carrasco, el tal Niño le metió a su padre la idea de alejarlo de la Ñata. La razón que le dio el patrón para mandarlo allá fue la de que hacía falta en el distante potrero, pues las vacas andaban muy remontadas y Candelario era buen rodeador. El celendino marchose entonces a esas soledades, a parlar con el viento. De semana en semana, apareció por la casa-hacienda a recibir órdenes sobre el ganado. Conversaba también con Micaela, quien terminó por acogerlo en su cuarto de cocinera, ordenando a Domi que saliera. Micaela le daba su cuerpo, le daba papas con ají, le contaba muchos de esos chismes y decía quererlo. Candelario le propuso una vez: «Podías venirte a vivir conmigo». «Sí —respondió Micaela—; ¿pero me dejas llevar a Domi?». Él afirmó: «No había pensao otra cosa».

Más tarde, en las visitas de Candelario a la casa-hacienda, la Ñata Jesusa le hizo otros cuentos. Entre sonriente y compungida, le aseguraba: «La vivaza de la Micaela me agarró de zonza, mucho antes de que a vos te mandaran al potrero. Me decía que ella y tú ya estaban apalabraos, tenían relación y pensaban poner casa aparte… Por eso me enredé con el Niño Isidro y qué pa hacer…». Candelario no le tenía a la Nafa la misma voluntad que antes, ya que su sinceridad debía ser puesta en duda, y la escuchaba cavilando. Quizá ella quería hacerlo zonzo, pues decían que el Niño Isidro la había dejado, aunque siempre le pagaba la cuenta de la bodega. La Ñata no se desanimaba y volvía a la carga: «La Micaela tuvo la culpa y, pa que sepas, al que lo quiso de verdá fue al tal Rucio, ese que la abandonó dejándole la hijita zarca». Tomando un aire de sigilosa perspicacia, la Ñata insinuaba: «Y a la Micaela la seguirá persiguiendo el Tuerto Carrasco… ¡quién no lo conoce!… pues andaba muy interesao, tras de ella, y Micaela quizás le haga caso». ¡Vaya con la gente ardilosa! A los reveses mayores, había que añadir un buen lote de menudencias.

Las rendijas continuaban cerniendo luz. Candelario dejó de lado la concertina para fumar un cigarrillo. Mirando a lo lejos, distinguió que los álamos alzaban borrosas siluetas.

—Se ven los álamos —dijo—, cuando no hay nada, la noche es más negra.

Micaela, terminando de fregar y secar, dio un suspiro de alivio: el que suelta quien se ha fatigado. Ello la autorizaba a descansar pero, en vez de ir a acostarse como habría sido mejor, prefirió reposar allí mismo. Recostose a su vez contra la pared, cruzando los brazos sobre las rodillas. Candelario conocía bien su costumbre de irse temprano a la cama, apenas terminaba la comida, y sonrió. Un pequeño ruido llegó desde el cuartucho de aperos. El cerrojo era corrido blandamente, asegurando la puerta. Después, las rendijas dejaron de filtrar luz. Candelario entendió que la forastera, al mantener la luz hasta ese momento, había querido decirle que permaneció en vela, escuchando la música. Ahora estaría acostándose. Se solazó al imaginar el cuerpo flexible bajo el roce de las frazadas.

El viento pasó resonando en los álamos y el eucalipto.

—El viento —dijo Candelario.

Esto le pareció a Micaela una forma muy estúpida de disimular lo que seguramente estaba pensando y, sin poder contenerse más, preguntó:

—¿La has conocido?

—No —replicó Candelario—. Nunca la he visto, como no sea por lo que ya dije. Se parece a tanta mujer pobre…

Micaela se puso a hablarle entonces, en un cuchicheo que reflejaba una deliberada alarma, de la manera harto sospechosa en que la forastera había llegado y de que les hubiera dicho tan poco de sí misma. Apenas había soltado el nombre e ignoraban qué pensaba hacer, de dónde venía, adónde iba. Era de esperar que no quisiera quedarse. En cuanto a la historia del minero muerto, claro estaba que la había contado para que no resultara tan patente su silencio, ese empeño en no explicar nada. Aunque también podría estar implicada en tal muerte…

Candelario la escuchó sin hacer comentario alguno y preguntado por Micaela, forzado a opinar, dijo:

—¿Qué sabemos nosotros? A estos laos tan solos, resulta hasta mejor que llegue gente. No es bueno sospechar más de la cuenta.

—¿Pero si sale una mujer mala?

—Ya se verá…

Tales respuestas parecieron a Micaela más estúpidas todavía. Tenía a Candelario por hombre muy listo y capaz de anticiparse a todo. ¿Le estaba ocultando algo?

Micaela calló y fue peor que si hubiera continuado hablando. De rato en rato, respiraba ruidosamente, jadeando como un animal intranquilo. Candelario arrojó el cigarrillo y tomó entre las manos la concertina, con ánimo de seguir tocando. Luego de haber arrancado unas fugaces notas, optó por irse a su cuarto. Micaela lo siguió ceñidamente.

Ambos querían dormir, refugiarse en el sueño, pero no podían. El batir de los árboles, que antes los arrullaba como una melodía montaraz, ahora les parecía un ruido inútil. Crujía el camastro a cada vuelta del desvelo. El mismo Candelario no encontraba razón para inquietarse. Una desconocida había llegado y al día siguiente, de seguro, se marcharía.

Micaela preguntó de nuevo, con una voz que cribaron opacamente las sombras:

—¿De veras no la conoces?

—Ya te dije que no… ¿Y por qué no me crees? Hace un año que estamos aquí, ya estables, y siempre la cantaleta… Unas veces es con la Ñata Jesusa; otras, con alguna mujer que debe estar por algún lao. Ahora, con una que llegó de casualidá y ni conozco…

—Si no te interesa —gimió Micaela—, ¿por qué la miras tanto? Estuvistes muy atento con ella, de muy buena gracia…

Candelario tardó en responder:

—Cualquiera mira por curiosidá y quise entretenerla, como conversar… no veo nada de malo. De seguro que mañana se irá…

Micaela ciñose al hombre y comenzó a besarlo. Candelario la poseyó con desgano. Quedole en la mejilla una sensación de humedad y llevó la mano al rostro de su mujer, indagando en las sombras por lágrimas.

—No llores, ¿quieres? —le ordenó y rogó a la vez—. Ahora es zoncera que llores por nada.

Micaela no respondió. Para consolarse pensaba: «Cierto que mañana tendrá que irse». Estuvo en acecho hasta que Candelario se durmió.