II

ESCUCHOSE el trote de un caballo y la desconocida no hizo un gesto. Micaela y su hija pusieron el oído alerta, tratando de reconocer el paso. Un silbido largó llegó, haciéndolas sonreír. La forastera volvió la cara hacia la dirección de donde salió el silbido, que pareció dejar un rastro sonoro.

—Es el Candelario, mi marido —dijo Micaela.

El trote repiqueteó cerca y pronto un jinete fue alcanzado por la luz. Con un tirón de riendas detuvo el caballo, no lejos del fogón. El sudado pelaje alazán brilló, bajo el fuego, como un cuajaron de sangre. Desmontó un hombre alto, saludando parcamente, mientras el viento batía su poncho. Cuando desensillaba, un olor acre salió de las caronas sudadas. Después de palmotear con cariño el cuello del animal, le sacó el cabestro. Al sentirse libre, el alazán trotó retozonamente y a poco se sumergía en la sombra. Aparentemente deseoso de sumarse cuanto antes al corro, el hombre estaba por dejar los aperos en el suelo.

—¡Guarda tus cosas, Candelario! —chilló Micaela.

Desganadamente, Candelario alzó los aperos, dirigiéndose a un cuartucho que había junto a la habitación principal. Por tener las manos ocupadas, abrió la puerta dando un sonoro puntapié a los tablones.

Micaela frunció la boca, examinando agresivamente a la recién llegada. ¿Por qué Candelario pudo olvidarse de guardar los aperos? ¿O los quiso dejar fuera adrede? Tal vez conocía de antaño a la forastera y le había impresionado encontrarla. Quizás estaban apalabrados…

Candelario salió portando una banqueta y acercose al fogón con lentos pasos. Micaela lo observaba atentamente, para sorprender en las palabras y en los gestos si tenía relación con la forastera. El saludo que cambiaron nada le dijo, aunque tal vez fue demasiado simple, originado por un entendimiento previo. El hombre tomó asiento en la banqueta y quedose mirando a la recién llegada. Micaela no supo si era que él la había tratado antes y la veía de nuevo con satisfacción o, no habiéndola conocido, le interesaba más de la cuenta.

—Sirve ya la comida, que tengo un hambre de puma viejo —dijo por fin a Micaela.

Sonriendo a la forastera, añadió:

—El puma viejo anda siempre con una dura laya de hambre: no puede cazar…

—¡Tú cazas mucho! —le advirtió socarronamente Micaela.

—¿Y quién dice que yo soy puma viejo? —arguyó Candelario—. Otra cosa es que yo tenga hambre de puma viejo. Soy gente, parece…

Nadie sonrió, excepto Candelario. Micaela destapó el mate de cancha que tenía cubierto con un mantel de colores y luego sirvió sopa de habas, a la que añadía pedazos de cecina, en livianos platos de hierro enlozado. Antes de recibir el suyo, Candelario sacose el sombrero y lo puso en el suelo. Sus abundantes cabellos negros estaban estriados de canas, según hizo resaltar el fuego. En la cara de quijadas firmes, la boca desplegada, labios anchos, bajo una recia nariz aguileña. La piel quemada y los ojos penetrantes hablaban de una vida a cielo abierto y ante las distancias, tanto como las raídas botas que avanzaban hacia el fuego. Su poncho había perdido el color, de puro viejo, y el sombrero de junco estaba magullado. Las rodajas de las espuelas no brillaban, roídas por la sangre y el barro.

Las cucharas del yantar producían ruido al resbalar sobre las despostilladuras y levantaban, tanto como sopa, un vaho blancuzco al que alargaba el viento.

El hombre dio en hablar de la faena del día:

—¡Caray! ¡Es un maldiciao el huilón!…

Explicó que cierto cerril toro barroso se le había escapado por una quebrada boscosa. Como el toro ya conocía a Candelario, temiendo la certeza de su lazo y la fuerza de su brazo, echó a correr tan pronto lo distinguió a veinte cuadras. En la quebrada, favorecido por la espesura y la oscuridad del montal, que agravaron las primeras sombras de la noche, el barroso había desaparecido. Era una tregua. Al día siguiente, Candelario debería ir en su busca.

Comían todos con apreciable dedicación, alternando la sopa con cancha. El hombre dejó de hablar y sólo se oía el ruido de las despostilladuras, el reventar de la cancha entre los dientes y el rumor del viento en los árboles. Quizás si porque la forastera no permanecía impasible, sino comiendo como los demás, las prevenciones de Micaela y Domi se amenguaron. Candelario era quien, sin desentenderse de la comida, que consumía concienzudamente, la ojeaba con no muy exacto disimulo. La forastera, a la que había que suponer hambre atrasada, ponía cierta gracia en el pausado compás con que llevaba la cuchara a la boca y alargaba el brazo para empuñar unos granos de cancha. En su deliberada mesura sí fijose Micaela y le pareció ridícula.

Cuando todos devolvieron los platos vacíos y dejaron inclusive de comer cancha, Candelario, habiendo reverenciado a sien descubierta el acto de yantar, se puso el sombrero. Lió despaciosamente un cigarrillo, celebrando que no fuera del estanco, y lo prendió con un tizón. Junto con echar humo a grandes bocanadas, miró fijamente a la extraña, una vez más.

—Dice que su sombrero se lo quitó el viento —le cuchicheó Micaela con dejo de desdén.

Candelario nada repuso y siguió examinando a la forastera.

El brillo móvil de las llamas precisaba el hieratismo de la mujer callada. Aún destacaba su silencio. La cabeza redonda, de cabellos desarreglados por el camino, parecía tener polvo. Las gruesas trenzas le caían sobre el pecho. Los ojos resaltaban en la piel trigueña, no tanto por ser grandes y negros, como lo eran, sino por las escleróticas blanquísimas. La nariz, levemente curvada, señalaba una boca contraída por un rictus severo y hasta doloroso. Los labios pulposos mostraban cierta tenaz lozanía. Una vitalidad reacia a marchitarse daba también tensión a la piel de la frente y las mejillas, doradas hermosamente por el fuego. Cubría su delgadez con una blusa antes blanca, ornada de grecas rojas, ceñida a la cintura. Un pañolón azuloso le caía de los hombros, haciendo juego en vejez con la pollera negra. Las manos, largas y un tanto ásperas de tareas, aprisionaban los brazos cruzados.

—Quién sabe la he conocido —le dijo Candelario—. Es como si la hubiera visto en algún sitio…

—Quién sabe —murmuró la forastera.

Candelario pitó el cigarrillo lentamente y añadió:

—Quién sabe reconocemos a una persona en la memoria de los tiempos pasaos… en el recuerdo de las gentes que vimos, una aquí, otras allá, pasando trabajo… en la impresión de tantas caras encontradas en la vida… Y viene a ser que esa persona la reconocemos y también no…

La voz metálica del hombre se fue dejando ganar por una soterrada emoción. Era como si la forastera no escuchase. Mostraba esa indiferencia que parece provenir de una fatiga oscura y monótona. Sólo que en sus opacas pupilas, de pronto, por un instante brevísimo, cuando Candelario habló de la forma en que la reconocía, cabrilleó un vivo fulgor. Y tal claridad, surgida del hondón de su miseria, le dio un toque de emocionada belleza.

—Es lo que digo —sentenció Candelario—, uno ha andao y quizás, sin conocer, como que reconoce…

—Así ha de ser —aceptó la forastera.

El hombre inquirió entonces, sin saber que ya había sido hecha la pregunta:

—¿De ónde viene?

La extraña respondió, por poco igual que antes:

—De por allá…

Candelario, con el ceño fruncido, guardó silencio.

—¡Cuánto me hace recordar! —exclamó de pronto.

Micaela abrió los ojos y toda su cara reflejaba alarma.

—Allá, allá —repitió Candelario, señalando con uno de los brazos algún lugar incierto y distante—. Muchas veces he oído decir así… Yo también digo eso cuando me hace falta… Allá es el lugar que dejamos, pensando que el dolor se quedó enterrao allá mesmo… Tenemos que irnos de allá… Pero luego vemos que el dolor no se quedó… El dolor se apega al pobre como un perro cariñoso…

La forastera se había agachado escondiendo el rostro, la barbilla sobre el pecho.

—¿Pa qué hablas así, Candelario? —le reprochó Micaela—. No me gusta que hables así… Te pones a disvariar y acabas triste…

—¡Triste! —exclamó el hombre, como si se sorprendiera—. Déjame disvariar, entonces. Vencido tristezas, es más grande el contento…

La forastera levantó la cara violentamente. Brillábanle los ojos como un momento antes y, temiendo hacerse notar, volvió la cara hacia la sombra. Por poco daba la espalda a los otros. Micaela creyó advertir que inclusive había sonreído. Hubo un momento de silencio. El chirrido de grillos y cigarras parecía medir el tiempo. La voz de Micaela sonó con una ironía rencorosa:

—Oiga, doña, ¿y sabremos siquiera cómo se llama usté?

La interpelada volvió el rostro. Estaba de nuevo impasible.

—Eulalia Díaz —dijo lentamente.

—Ni en pelea de perros oí tal nombre —comentó Micaela, añadiendo con un gruñido—: ¡De ónde será usté!

Domi escuchaba entendiendo a medias o nada. Se había entristecido y sus ojos estaban llenos de lágrimas que no dejaba rodar. Micaela le pegaría por llorar sin motivo. Candelario tomó a la niña por la barbilla, diciéndole festivamente:

—¿Y tú, Domi, qué crees? ¿Qué piensas? Yo conozco a Eulalias que no son Díaz y a Díaz que no son Eulalias. Tú también, Domi, tienes nombres que nadie ha oído, pero yo sé: Domicha, Domitilacha…

La pequeña reía entre las lágrimas que los afectuosos remezones de Candelario acabaron por derramar. Micaela reía a su vez, comentando:

—¡Vaya con el hombre! ¡Se pone como niño!

Le gustaba que Candelario quisiera a Domi. Siguió diciendo:

—Tendrás que estar aquí con ella. Domi también te quiere. Tu Domitilacha…

Candelario soltó a la niña.

—Doña Eulalia Díaz —dijo con un acento de amable familiaridad—, yo tampoco he oído su nombre, pero, ya lo sabe, es como si lo conociera… Está usté en su casa y entre amigos…

—Dios se lo pague —dijo la forastera.

Ya espontáneamente y entre cierto asombro de las demás, pues hablaba sin que tuvieran que sacarle las palabras, aunque quizás su nuevo proceder se explicaba como una respuesta a la amabilidad de Candelario, la forastera contó lo acaecido hacía poco, en un pueblito minero situado a veinte leguas. Había muerto un hombre, pero no en el socavón sino en la reyerta. Le vaciaron las tripas y él siguió peleando hasta caer con el cuello desgarrado. Pese a tan noble conducta, su entierro había sido más bien pobre. Cuatro velas y cinco cristianos hubo en el velorio, aclaró. Tenía el tono de quien reza un responso.

Después calló tercamente, según lo había hecho desde su llegada. En vano fue que Candelario tratara de sonsacarla. Él dedujo que los reveses la tendrían postrada y recordó sus propios dolores, su afanoso trajinar por el mundo.

—¡Tanto que andamos! —exclamó—. Uno empuña un camino y velay que llega a un pueblo, a una hacienda, a un galpón aunque sea… y se queda a veces. Al tiempo, ya está yéndose de nuevo…

—¡Los celendinos son andariegos! —acotó Micaela.

—Puede que sea así —replicó Candelario—, pero sucede que…

Se levantó bruscamente y, mirando a lo lejos, pitó varias veces el cigarrillo. Un gallardo aplomo triunfaba de la pobreza de sus atavíos. Bajó del corredor al pequeño patio, de un salto, y continuó lentamente, a largos pasos, hasta toparse con los álamos. Un relincho llegó de lejos: era el de su caballo, según sabía, por conocerlo bien de tanto andar juntos.

La noche había crecido en negrura. Unas cuantas estrellas brillaban como perdidas. Miró hacia el fogón. Las mujeres lo estaban observando. Retornó entonces, deseando explicarse y sin saber cómo hacerlo. Detúvose al filo del corredor, dio una última pitada al cigarrillo y lo arrojó lejos. El pequeño fulgor rojo desapareció en la sombra. Dirigiéndose a la forastera. Candelario comenzó a decir:

—¡Celendín! Hay veces que, no sé por cuál causa, los recuerdos de mi tierra me emocionan más. Celendín es un precioso pueblo, de verdá, y no lo digo porque yo sea de ahí. Su gente es emprendedora, como le habrán contao dejuro. Apuesto a que ha visto usté a muchos celendinos antes. ¿Cierto?

—Cierto —confirmó la extraña.

—Sabe usté que nos dicen shilicos a los de allá —prosiguió—. El pueblo, la campiña, parecen una fiesta. Yo he vendido calcomanías, pero ni una con tanto color. Y para mejor, Celendín es tierra de viajes, como un puerto de tierra adentro. Hay tanto que contar de allá…

—¡Cuenta, cuenta! —exclamó Domi.

Candelario, accionando con la diestra, continuó:

—En Celendín hacíamos sombreros en cantidá y hoy ya no, porque la gente no lleva sombreros en los pueblos grandes. Cuando hacíamos muchos, bien tejidos y blancos como la nieve, yo también me fui por el mundo, llevando sombreros… Me fui en «el viaje». Así decimos allá, y hay mil que salen cada año. Se van en «el viaje». Demoré ocho años en volver y eso que sólo estuve en el Perú. ¿Sabe que muchos shilicos han llegao al Japón y a las Europas? A uno apellidao Gil, de tanto andar, se le desarrolló mucho el sentido. Acaparó anilinas viendo venir la guerra, la primera grandaza que hubo, y las vendió después. Cuando, se supone, a las anilinas que venían de Alemania ya no las dejaban pasar los mares. Se volvió millonario. A don Gil lo conocí, ya de bigote blanco, abastecedor de mercaderías en el pueblo. Pero como le decía… Cuando regresé del viaje, yo era muchacho todavía. Un recuerdo me había ayudao a andar…

El tono de la voz se hizo confidencial. La forastera volvió a mirar el fuego. Domi tenía los ojos absortos y Micaela examinaba a Candelario y a la extraña, alternativamente, como si algo ocurriera y sin poder precisar que ocurriera exactamente nada.

—Cierto: un recuerdo —reiteró el hombre—. Como crecí huérfano, sin conocer más que a mi padre, que luego murió también, me recogió una mi tía. Yo le tenía cariño a la señora, cómo no. Pero ese recuerdo se llama Teresa. Quedó de recuerdo. Sea porque no me quería de verdá o porque se cansó de esperar, cuando volví encontré que se había casao con otro. Todo era tan simple como eso. ¡Pero viva usté ocho años recordando y que todo acabe así! Con la pena, metí la plata en telas, hilo, tijeras y cosas de esa laya, y me volví a ir… Perdí y gané muchas veces. La vida es como un libro de cuentas, con «debe» y «haber» y un renglón llamao «ganancias y pérdidas». Dejé el comercio y después, ¿qué no hice?…

El hombre dio unos pasos al filo del corredor y luego volvió a situarse junto al grupo. Ordenó a Micaela que atizara el fuego, y ésta le obedeció de mala gana. Un leño verde comenzó a quemarse, esparciendo una áspera fragancia de resina.

—Estuve sudando en el norte —continuó Candelario, hablando de nuevo en voz alta y, a ratos, entusiasta—, ahí en el arenal de Talara y por otros laos de esos desiertos, ayudando a buscar petróleo. ¡Hacía un solazo que asaba! Estuve navegando en el sur, de fogonero, en uno de los barquitos que cruzan de noche el lago Titicaca. Ése es oficio de mucho frío, ¡lago altazo!, pero también bonito. En la tardecita se pone el cielo que da gusto. Me acuerdo cuando caía la noche sobre el lago, y sonaban las sirenas, y en un rato más íbamos a zarpar. De tanto cruzar el lago entendí que eso era cambiar de sitio, pero no de suerte. Dejé de ser vaporino y, pa hablar con el corazón en la mano; me junté con unos contrabandistas. Noche cerrada ya, pasábamos el contrabando a Bolivia. Con sombra y todo, los guardias civiles tienen buena puntería. En una de ésas, pa uno de los compañeros no amaneció. No por miedo sino por cuidar la vida, que no es bueno perderla sin mucho motivo, enderecé pa el Cuzco. Ahí estuve subiendo a turistas de Machu Picchu, hasta que hicieron carretera. ¡Los cuentos que les echaba a los gringos! Yo les hubiera querido decir, de a uno por uno y a todos: «estas piedras de Machu Picchu, como las de Sacsahuamán, restos de un pasao grande, me duelen en mi corazón de peruano y también le dan fuerza». Pero ellos no querían saber eso. Así es que con recuerdos de la escuela y metiéndoles inventos, les contaba diversas historias de incas. Y después, ¡por ónde no estuve! En el río Marañón le quise contrabandear arenas de oro a la mala suerte. Es cansón el trabajo de estar dale y dale con la batea y las más veces, el oro no brilla. ¿Me oye usté? ¿La aburro?

Aunque la actitud de la forastera fuese la de escuchar, hubiera podido también encontrarse inmersa en sus propios pensamientos. Cuando preguntó Candelario, volvió la cara hacia él y nada dijo, pero sus ojos, entonces de un intenso brillo, lo incitaron a seguir contando.

—He andao de hacienda en hacienda alquilando estos buenos brazos por diez o cinco soles. Yo y cuatrocientos más salimos disparaos, de una mina de tusteno, cuando acabó la última guerra. No más entraré a un socavón, aunque dicen que Dios castiga la boca. Oiga…

Candelario canturreó un yaraví:

En profundas soledades,

en la entraña de la tierra

vive el minero,

labrando la dura roca,

labrando la dura roca,

sin sol ni cielo.

—Así mismito era —siguió diciendo— y sin versos. Salir del socavón es como pasar de una noche fría y negra, al solcito de la mañana. Y sería de no creer que con tusteno se hace guerra, porque es metal que se rompe si lo golpeamos un poco fuerte. Pa matar bastaría con acero, fierro y plomo. Pero dicen que el tusteno entra en los batidos de guerra, de tanto que el hombre ha experimentao y hecho combinaciones pa matar mejor. De eso viene que la guerra pide trabajo y mucha gente come más si hay guerra, pero ¿los que mueren? No me crea tan ignorante. Estuve en Lima y leí que en la guerra habían muerto millones, ¡cosa de asombrarse: millones! He leído periódicos en cantidá, hasta uno al día, cuando tuve un trabajito que me convino y del que me botaron por decir la verdá: le dije al capataz que era un adulón del ingeniero. También he leído libros, uno por uno, hasta seis libros. Mas cuando en Lima encontré en muchos, muchísimos, habían tenido la misma idea que yo: irse a Lima pa mejorar. Vivíamos amontonaos por las vueltas de Lima, en unos rimeros de casuchas llamaos barriadas. Ahí la gente vive hasta de recoger basura y ya ni siquiera sueña…

Micaela había adquirido un aire de displicente disgusto.

—Y tú, ¿sueñas? —le preguntó Candelario.

—Acaba ya con tus grandes viajes y pensares —díjole por respuesta Micaela—, que la señora quedrá dormir…

—Sabes que de Lima pa acá, queda poco —dijo sonriendo Candelario, y prosiguió—: Lima será buena pa los que tienen plata, pero no pa los pobres y menos pa los recién llegaos. Me volví pa los Andes y, entre una cosa y otra, llegué a dar aquí. El patrón me mandó pa estos potreros, bien con mi gusto, a cuidar sus vacas. Ya me he aquietao. Truje a Micaela al poco tiempo, con su hijita. Ya me aquieté, dejuro.

Candelario subió al corredor. Parecía que aún deseaba seguir hablando. Micaela gruñó agresivamente:

—Lo que no dice es a cuántas mujeres fue dejando por el camino.

—Quién sabe pasó que ellas se quisieron quedar —replicó Candelario.

Sentose de nuevo en la banqueta, tarareando el yaraví minero, y luego ordenó a Domi que le llevara la concertina. La pequeña hízolo así al instante, sacándola de la habitación mayor. Candelario se recostó contra la pared, cruzó las piernas y, afirmando el octagonal instrumento sobre las rodillas, abrió el fuelle. La concertina fue como una oruga melodiosa. Sus notas largas y melancólicas se extendieron blandamente en la noche.

Micaela sentenció de nuevo que la huésped estaría cansada y mandó a Domi por una vela. La forastera se levantó calladamente y Micaela la condujo al cuartucho de aperos, después de encender la amarillenta vela en el fogón.

—Pase usté buena noche —gritó Candelario cuando la huésped entraba. Micaela pegó la vela sobre un apolillado caballete de monturas y luego hizo un lugar entre los trastos regados por el suelo.

—¿Tendrá frazadas en su atao? —preguntó.

—Sí.

Micaela, que deseaba fisgonear, ofreció:

—Yo le ayudaré a hacer la cama.

La desconocida rehusó, diciéndole que no se molestara. Micaela quedose un momento, esperando que la extraña abriera el atado, pero lo único que obtuvo fue que se acuclillara junto al bulto. Era como si quisiese escuchar la música de la concertina, que persistía afuera como una queja. Micaela entendió que cuanto deseaba era no abrir el atado en su presencia.

Salió cavilando. ¿La desconocida llevaba en su atado algo que no quería mostrar? ¿Un papel o una cosa robada? ¿O sucedería que no deseaba intimar con ella, ser su amiga? En este caso, tendría ciertas intenciones.