UNA mujer magra, de vestiduras raídas, llegó junto con la sombra de los álamos a la casa de la loma. Los esbeltos álamos, alineados frente a la vasta ondulación de los potreros, apuntaban seis doradas agujas hacia un cielo de rojizo azul. La mujer avanzó hasta el corredor, y tremoló su larga sombra en la pared de cal.
La casa estaba en silencio. Por las inmediaciones corría relumbrando un arroyo, dispersos árboles y achaparrados arbustos moteaban los pastizales combados bajo el viento, grillos y cigarras hacían crepitar su leve música.
La mujer miró detenidamente la casa de pared veteada y tejas prietas, que tenía gente a juzgar por la puerta abierta y una manta tendida en el corredor, pero no entró. Doblando hacia un lado, continuó con paso calmo tal si fuera a seguir su camino y, de pronto, sentose en el suelo, al pie de un eucalipto de ancho ramaje. Puso en tierra un enorme atado que llevaba a la espalda y tomó la actitud de quien descansa; aunque de rato en rato, sea porque la noche estaba ya llegando y temía quedarse al raso, o porque esperaba ver aparecer a alguien de un momento a otro, oteaba, empecinándose en examinar la casa y los senderos que arribaban a la loma o pasaban flanqueándola.
Miraba también la rijosa muralla formada por la alta cordillera distante. La mujer movía la cabeza lentamente. Aislada y muda, daba un toque de inquietud a los campos sumidos en una plácida renuncia del atardecer.
La pequeña Domi, chiquilla que vagaba por los contornos acunando una muñeca de trapo, se había fijado en la mujer y la observaba con una curiosidad que terminó por convertirse en alarma. Como ninguna explicación pudo encontrar a la rara conducta de esa viajera, que en vez de buscar a la gente de la casa, como debió hacerlo, fue a acurrucarse bajo un árbol para aguaitar desde allí en forma inquisitiva; Domi corrió hacia su madre. Hallola en el huerto que había tras la casa, recogiendo cebollas.
—Mama, mama Micaela —dijo Domi después de trasponer la feble tranquera—, llegó una mujer…
Micaela levantó su cara terrosa sobre la cerca de piedra y miró hasta dar con la mujer acurrucada al pie del árbol.
—Estará descansando —dijo, y continuó su tarea.
Pasó un ventarrón cargando noche y polvo. Las sombras ascendían por las encañadas sorbiendo los árboles y las aristas de los cerros. El cambiante reflejo del cielo mantenía aún para la casa de la loma, único reducto humano en la vastedad de los potreros, una trémula penumbra.
Micaela salió del huerto y fue al fogón, ubicado en el corredor, para preparar la comida. Al pasar miró hacia el eucalipto. Había junto al tronco un bulto oscuro. Continuaba allí la desconocida.
De ordinario, la vida de la pequeña Domi parecía habérsele concentrado en sus grandes y tristes ojos claros. Ahora, era toda ojos para observar a esa mujer, y lo hacía como atreviéndose, pues apenas se creía protegida por la proximidad de la madre.
A Micaela comenzó también a parecerle extraño que la desconocida, quien sin duda las había visto y carecía de tiempo para continuar su camino con la posibilidad de encontrar posada, no se hubiera acercado a pedírsela o, cuando menos, a explicar la razón de su presencia.
—Ni que fuera animal del campo —murmuró.
Luego dio a Domi varias órdenes en voz alta, como para que la extraña las oyera, y la pequeña se apresuró a cumplirlas entrando y saliendo de la habitación mayor, con una y otra cosa en las manos. Micaela encendió candela y las llamas crecieron. La desconocida no dio señales de percatarse o cuidarse de nada.
—Ni que fuera sorda y ciega —sentenció Micaela.
Domi dijo:
—Ve, mama, ella ve. Estaba mirando.
—¿Qué es lo que miraba?
—La casa, los caminos… a todo miraba…
—¿Qué? —exclamó Micaela, entre recelosa y amenazante.
Domi no pudo explicar más. Sentía una creciente angustia contemplando la silueta de esa mujer silenciosa, quieta y extraña, acurrucada bajo el árbol, medio aplastada por la noche que parecía bajar hasta sus espaldas. La pequeña, venciendo su recelo, se dirigió cautelosamente hacia la desconocida. Cuando la tuvo a unos diez pasos, la forastera hizo un ligero movimiento, el esbozo de un ademán de llamada con la diestra, y la niña corrió a refugiarse en el regazo materno. Micaela rechazola con un empellón y continuó atizando el fuego, cuyas llamas chasqueaban lamiendo una negruzca olla sostenida por tres piedras rojizas.
La noche llegó a rondar el fuego. El viento pasaba rezongando. Desde las sombras gesticulaban los álamos y el eucalipto, sin duda por cobijar a la desconocida, parecía hacer inquietas señas con los brazos largos y sonoros.
Micaela recordaba historias de mujeres que llegaban a espiar, de partidas de bandoleros que luego asaltan, sobre seguro, las casas o roban los ganados. Podría ser también que una clase especial de desgracia hubiera abatido a esa mujer, hasta el punto de convertirla en una suerte de animal del campo.
Para Domi, el hecho era extraño en sí y no sabía como explicárselo. Después de mucho rato, llegó a pensar en que acaso la extraña sería una de esas brujas que pueden hacer tanto el bien como el mal de modo misterioso, y aparecen de pronto en la noche.
Micaela se decidió súbitamente y fue a ver de cerca a la forastera. Si no deseaba alojarse en la casa, por lo menos tendría que darle una razón para ello, y creíble o no, sabría hasta cierto punto a qué atenerse. Había que tomar alguna precaución.
Cuando la dueña de casa se acercó al árbol, seguida de lejos por Domi, una voz delgada y lenta surgió del suelo saludando.
—Mire, doña —dijo Micaela, tratando de distinguir en la sombra—, si usted quiere, venga… dentre a quedarse por la noche…
Se alzó un fantasma trémulo de viento, que la siguió calladamente. Con la luz recuperó su calidad humana y sentose, junto con las otras mujeres, en torno al fuego. Trató de decir algo y buscó las palabras, como si estuvieran revoloteando en torno al fogón. No pudiendo aprehenderlas, cogió un leño y lo hundió en el fuego crepitante. Tal gesto de familiaridad pareció acercar a las tres mujeres, tal si se hubiera roto una valla levantada en alguna parte. Micaela trató de aumentar la confianza, preguntando:
—¿Y cómo se le ocurrió no querer llegar?
La desconocida limitose a mirar el fuego, dejando los brazos laxos, a tal punto que las manos se le desmadejaron sobre las rodillas.
¿Por qué no respondía a una pregunta tan natural?… Micaela y su hija se recogieron en una actitud de reserva. Algo extraño flotaba sobre la desconocida. Sin embargo, era una mujer como todas. Una mujer del pueblo duramente maltratada, lo que por ocurrir a la mayoría aumentaba su condición común. Acaso tenía los ojos negros demasiado brillantes y la cara flaca, demasiado pálida. Su ropa vieja proclamaba la pobreza y el gran atado, el viaje largo. Un rictus triste y severo le plegaba los labios. Quizás allí, en esa boca hecha para callar, cerrada con firmeza sobre la voz de las ideas y los recuerdos, comenzaba la impresión de misterio. Pero era también verdad que al principio, desde que llegó y sentose bajo el eucalipto, permaneciendo en una espera imprecisa, deseando algo o nada, según se quiera ver, producía ya esa impresión que ahora adquiría, más allá de todas las suposiciones, una condición conflictiva.
Quizás desearía hablar de cualquier cosa, después de todo, y Micaela preguntó lo más llano:
—¿De dónde viene?
La forastera respondió con un ligero encogimiento de hombros que pretendía, tanto como el tono de voz, restar importancia a su jornada:
—De por allá… No muy lejos…
¿Así era que tampoco quería manifestar claramente de dónde venía?…
La pequeña Domi aferró la muñeca, su madre agregó un leño más a la fogata y la desconocida puso una mano en el atado, tal como si hubiera querido irse. Luego cayó sobre las tres mujeres un silencio denso de recelos. No había de qué hablar y tampoco para qué, a menos que Micaela hubiera traducido sus dudas en nuevas preguntas que podrían haber quedado sin respuesta o evasivamente contestadas.
Micaela pensó que habría sido mejor dejar a la recién llegada al pie del árbol. Con algún enredo andaría esa forastera…