CAPÍTULO XIV

1

TOMÓ cinco horas de difícil manejo llegar a Dalat camino era malo, y aunque el coronel siempre estaba urgiendo al inspector para que manejara más ligero, el inspector fue impedido por la oscuridad y lo desparejo del camino.

Llegaron a la estación de Dalat a las dos de la mañana. Al coronel le tomó una media hora convencerse que cerca de la estación no había ninguna casa de techo colorado y portón amarillo.

La violencia de su furia al darse cuenta de que Nhan le había mentido hizo que el inspector retrocediera. Fue una suerte para Nhan que esa furia casi anormal le impidiera razonar. Su único deseo era volver a Saigón lo más rápido posible para ponerle manos encima a esa mujer que se había atrevido mandarlo a una caza estúpida. Si se hubiera detenido a pensar, habría ido hasta el puesto policial telefoneado a Lam-Than diciéndole que recomenzaran inmediatamente a torturar a Nhan, pero no estaba en condiciones de pensar nada.

Volvió al coche y le gritó al inspector que regresara a Saigón. El inspector manejaba lo más rápido e se atrevía, pero no era suficiente. De pronto, el coronel le gritó que parara y le dejara el volante. Cambió de lugar y durante los siguientes cuarenta kilómetros el inspector estuvo sentado tieso de miedo mientras el auto rugía como loco por el camino sinuoso a una velocidad que invitaba al desastre.

No pasó mucho tiempo antes de que ocurriera el accidente. Al salir de una curva cerrada a una velocidad imposible, el auto de repente patinó, reventó a cubierta y se estrelló contra la montaña.

Aunque los dos hombres se golpearon bastante, ninguno se hirió. Les tomó algunos minutos recobrarse. Al revisar el coche se encontraron con que estaba destrozado sin remedio.

El accidente ocurrió en un tramo solitario del camino. El inspector sabía que esa hora de la madrugada no existía ninguna posibilidad de que pasara por allí algún coche. El puesto policial más cercano quedaba a treinta kilómetros. No se podía hacer otra cosa que sentarse al borde del camino y esperar al primer coche que viniera desde Dalat.

Los dos hombres estuvieron sentados siete horas antes de que un Citroën viejo y destartalado, manejado por un campesino chino, apareciera trepando con dificultad el camino de la montaña. Ya eran las diez y el calor del sol hacía desagradable la espera.

Durante la espera el coronel no dijo ni una palabra al inspector. Estuvo sentado en una roca, fumando un cigarrillo detrás de otro, con tal expresión de crueldad en su cara amarilla que al inspector le helaba la sangre en las venas.

Les tomó otras dos horas llegar al puesto policial en el destartalado Citroën. El inspector pidió por teléfono que le mandaran inmediatamente un coche veloz.

El coronel no envió ningún mensaje a Lam-Than. Quería entendérselas ahora personalmente con Nhan. Ninguna otra cosa podía satisfacer la furia maligna que hervía en su interior.

Llegó a las oficinas de la Policía de Seguridad a las trece y media. Despidió al inspector y se dirigió a sus aposentos privados donde se dio una ducha, y se cambió el uniforme. Almorzó. La atmósfera que se desprendía de su furia reprimida y la expresión de su rostro aterrorizaron a los sirvientes.

Lam-Than, al oír que su amo había vuelto, entró al cuarto mientras el coronel estaba comiendo.

El coronel levantó la mirada. Con la boca repleta de comida, le gruñó:

—¡Salga de acá!

Asombrado por el brillo de locura en los ojitos inyectados en sangre, Lam-Than se apuró a salir de la habitación.

A las catorce y veinte, el coronel terminó el almuerzo. Se puso de pie. Con dedos torpes e inseguros, desabrochó los relucientes botones de la casaca que se quitó y colocó en una silla. Luego se acercó a la puerta, la abrió y con pasos cortos y pesados recorrió el corredor y bajó la escalera hacia el cuarto donde Nhan seguía atada con correas a la mesa.

Los dos verdugos seguían pacientemente acurrucados a cada lado de la puerta. En cuanto vieron al coronel se pararon.

—Esperen ahí —les dijo—, hasta que yo los llame.

Abrió la puerta y entró al cuarto, cerrando la puerta detrás de sí. La mano se acercó al botón de luz y la encendió.

Nhan cerró los ojos durante algunos segundos al golpearle la luz cruel y violenta. Luego vio al coronel parado a su lado, mirándola. La expresión de su rostro la hizo sentirse mal.

¡Steve! ¡Steve! pensó con impetuosidad. ¡Sálvame! ¡Por favor, sálvame!

Pero sabía que Steve no vendría. Ese era el momento que había estado esperando mientras seguía acostada en la oscuridad, sabiendo que llegaría, era el momento para el que había ganado tiempo, a ganar fuerzas para seguir callada.

Reforzó su voluntad.

No me hará hablar, se dijo. Aunque me haga lo que me haga, no hablaré. Quiero que Steve se vaya.

Quiero que sea feliz con su dinero. Oh, Steve, Steve, no me olvides. Piensa en mí algunas veces. Por favor, por favor, no me olvides.

Entonces, cuando el coronel se inclinó sobre ella y puso las manos encima, empezó a gritar:

Del otro lado de la puerta, los dos verdugos habían vuelto a acurrucarse. El corredor estaba fresco y tranquilo. No había nada que los molestara pues el cuarto donde había entrado el coronel era a prueba de ruidos.

A las catorce y media, el Dakota que venía de Phnom-Phen llegó al aeropuerto de Saigón.

Blackie Lee estaba sentado en el coche esperando que su hermano pasara por el control de aduanas y inmigración. Tenía que hacer un esfuerzo consciente para no mirar hacia donde estaba estacionado un Citroën negro. El coche lo había seguido desde el club. Había identificado ahora a los dos detectives del auto. Sabía que eran de las oficinas de la Policía de Seguridad.

No estaba demasiado alarmado aunque encontraba poco desalentador que lo siguieran a cualquier parte donde fuera. Si tenían alguna acusación contra él, se hacía ese argumento, no perderían tiempo siguiéndolo. Lo arrestarían. Ya que había sobrevivido hasta entonces, no intentaría huir en avión. Al principio pensó que podría irse con Charlie y Jaffe en el helicóptero, pero eso no sólo significaría dejar el club sino también a Yu-Lan. Tenía demasiado dinero metido en el club para salir escapando al primer síntoma de peligro.

Charlie Lee salió del aeropuerto. Al acercarse hacia el coche de Blackie caminaba con el paso ligero de un hombre de éxito.

—¿Todo bien? —preguntó Blackie al abrirle la puerta.

—Todo muy bien —contestó Charlie—. No hay nada por qué preocuparse.

Blackie enfiló el coche hacia el camino. Echó una mirada por el espejito. El Citroën negro se movía lentamente en su seguimiento.

Manejó con cuidado hasta Saigón. No dijo nada a Charlie del coche que los seguía. Ya habría tiempo de hacerlo cuando estuvieran en el club. Escuchó el relato de Charlie sobre sus arreglos con Lee Watkins.

—No habrá ningún tropiezo —concluyó Charlie—. Es digno de fiar. ¿Conseguiste el revólver?

Blackie asintió con la cabeza.

—Cuando hayas descansado un rato —dijo—, creo que podrías ver a Nhan y hablar con ella. No le des muchos detalles, pero adviértele que esté lista a las veintidós. Asegúrate que no lleve muchas cosas. Estas chicas vietnamesas se aferran a sus pertenencias.

—Es una lástima que tengamos que molestarnos por ella —dijo Charlie.

—No podemos evitarlo. El americano no se irá sin ella. Estoy seguro.

El coche se detuvo frente al club. Cuando los dos hombres bajaron, Blackie notó que el Citroën ya había estacionado un poco más lejos. No se fijó que Yo-Yo los observaba desde la sombra de un árbol en la vereda frente al club.

Cuando los dos hombres al subir la escalera desaparecieron de su vista, Yo-Yo se paró y caminó como por casualidad, con las manos en los bolsillos, cruzó la calle y entró al club.

Había visto salir a Yu-Lan unos minutos antes que llegaran Blackie y su hermano. Se le ocurrió que el club estaría vacío, y que podría tener la oportunidad de escuchar alguna conversación entre los dos hombres que le diera la clave de lo que estaba ocurriendo.

Moviéndose silenciosamente, recorrió el club. No había nadie en el hall grande. En puntas de pie cruzó la pista hasta llegar a la puerta que daba a la oficina de Blackie. Podía oír voces. Apoyando el oído contra el tablero de la puerta, escuchó.

Blackie le estaba contando a su hermano que lo seguían los de la Policía de Seguridad. Charlie escuchaba con creciente alarma.

—No comprendo —decía Blackie—. Si tuvieran alguna prueba me arrestarían. No debe tener nada que ver con Jaffe. Debe ser por ese negocio de cambio dinero del mes pasado.

—Esto no me gusta —dijo. Charlie—. Creo que deberías irte conmigo esta noche. Puede no ser nada, pero no debes correr riesgos. En el helicóptero hay lugar para los cuatro.

—Yo también lo pensé, pero ¿qué le ocurrirá a Yu-Lan? Si me voy ahora, nunca la dejarán salir. Además, tampoco puedo abandonar esto. Antes de irme pienso venderlo. Tengo que intentarlo, Charlie.

—Podrías arrepentirte. Esto no me gusta.

—A mí tampoco. Hay tiempo. Tengo hasta las veintidós horas para decidirldo —hubo una pausa, luego continuó—: Tengo un millón de piastras en la caja fuerte, Charlie. Me parece mejor que te lleves ése dinero. Si resulta mal, Yu-Lan tendrá algo si puede seguir llegar a Hong Kong. ¿Me harás ese favor?

—Por supuesto —dijo Charlie—. Sigo pensando que deberías venir conmigo. Si han descubierto que sabes de las piedras, y donde se esconde Jaffe, te van despachar.

—Si lo supieran —contestó Blackie con frialdad—, estaría aquí hablando contigo. Esta noche te diré definitivamente qué voy a hacer. Mientras tanto, ¿quieres ir a ver a la chica? Tiene que estar lista las veintidós. No puede haber retrasos.

Charlie se puso de pie.

—Iré ahora —dijo—. Después cuando vuelva doré una siesta. No quiero tener sueño esta noche.

Yo-Yo se apartó silenciosamente de la puerta, la cara sucia y maligna ardiendo de excitación. Se ocultó detrás de una cortina que cubría la entrada a las oficinas.

Oyó salir de la oficina a Blackie y a Charlie. Blackie acompañó a su hermano hasta la entrada del club.

—No creo que les intereses —dijo Blackie—, pero fíate bien que no te sigan.

Cuando su hermano bajó las escaleras Blackie volvió a la oficina. Por entre las persianas miró a la calle. Los dos detectives seguían sentados en: el Citroën. Vio alejarse a su hermano caminando a paso vivo. Nadie pareció prestarle atención.

Un leve ruido a sus espaldas le hizo mirar rápido por sobre el hombro.

Yo-Yo estaba parado en la puerta, sonriéndole. Blackie tuvo un repentino presentimiento de peligro. ¿Cuánto tiempo haría que esa rata estaba en club? ¿Habría oído algo?

—¿Qué quieres?

—Estuve escuchando, Mr. Blackie —dijo Yo-Yo—. Quiero el millón de piastras que tiene en la caja fuerte. Si no me lo da les diré a esos detectives que usted sabe donde está Jaffe. Ya sabe lo que le harán si les digo eso.

Blackie miró pensativo a Yo-Yo. Era un muchacho delgado pero fuerte, pero Blackie sabía que en cuanto pusiera las manos encima a Yo-Yo podría dominarlo fácilmente. Tendría que matarlo. No le quedaba otra alternativa. Además ya antes había tomado la decisión de que más tarde o más temprano tendría que matar al muchacho.

—¿Qué millón de piastras? —preguntó, Y moviéndose empezó a acercársele—. ¿De qué estás hablando?

Yo-Yo con la rapidez de una serpiente sacó un cuchillo del bolsillo posterior. La hoja larga y reluciente atemorizó a Blackie.

—No se acerque —dijo Yo-Yo—. Déme el dinero.

La cara de Blackie empezó a traspirar. La vista del cuchillo lo llenó de miedo. Entonces recordó el revólver que tenía en la caja fuerte. Tenía silenciador. Abriría la caja, como si fuera a sacar el dinero, entonces tomaría el revólver, se daría vuelta y tiraría.

Hizo como si vacilara. Se quedó inmóvil mirando a Yo-Yo.

—¡Rápido! —dijo Yo-Yo—. ¡Déme el dinero!

Blackie levantó los hombros con resignada rendición. Sacó del bolsillo la llave de la caja, atravesó la habitación y abrió la caja fuerte. Tenía que arrodillarse para sacarlo. Sus espaldas grandes ocultaban sus movimientos. La mano se cerró sobre la culata del revólver cuando Yo-Yo silenciosamente se le acercó por detrás.

Cuando Blackie levantó el revólver y puso los músculos en tensión para levantar su cuerpo, un dolor intenso lo hirió en medio de la espalda. La mano soltó el revólver y Blackie cayó hacia adelanté. El dolor intenso se repitió cuando Yo-Yo volvió a darle otra puñalada.

2

Un poco antes de las cinco, sonó el teléfono en la oficina del Lam-Than. Con una exclamación de impaciencia, Lam-Than dejó la lapicera y levantó el tubo. Escuchó la voz excitada que le hablaba. Lo que oyó lo dejó rígido.

—¿Está seguro? —preguntó—. ¿No habrá ningún error? —siguió escuchando mientras la voz le retumbaba en el oído como un tambor, después dijo—: Muy bien —y cortó.

Se quedó sentado unos instantes mirando el escritorio, luego se puso de pie y se encaminó presuroso por el corredor que llevaba a la oficina del coronel On-dinh-Khuc. Golpeó y entró. En la oficina no había nadie. Se detuvo en la puerta, frunciendo el ceño mirando en derredor. Vio la chaqueta del coronel tendida sobre una silla y al momento se imaginó donde estaría.

Se apresuró en llegar al cuarto de los interrogatorios. Los dos verdugos, de guardia en la puerta, lo miraron como preguntando.

—¿El coronel está allí? —preguntó Lam-Than. Uno de ellos asintió con la cabeza.

Lam-Than hizo girar el pestillo de la puerta y la abrió. Entró al cuarto e inmediatamente cerró la puerta ante la mirada curiosa y asombrada de los dos verdugos.

Con un gruñido como de animal salvaje, el coronel dio vuelta y lo miró. La mirada de Lam-Than iba más allá del coronel hasta la mesa y su boca se apretó.

—¡Salga de acá! —rugió el coronel.

—Tiene que irse sin perder tiempo, señor —dijo Lam-Than, hablando lenta y claramente—. Hace media hora acaban de firmar una orden de arresto contra usted. Lo acusan del asesinato de esa mujer, My-Lang-To. El chofer del jeep que la mató ha confesado haberlo hecho por orden suya.

El coronel se inclinó hacia adelante y miró bien a Lam-Than. Repentinamente se aflojaron los músculos de su cara endurecida.

—No pueden arrestarme —gruñó—. ¡Nadie puede arrestarme!

—La orden de arresto está firmada por el presidente —dijo Lam-Than—. ¿Le dijo la muchacha dónde está escondido el americano?

El coronel se apoyó contra la pared. Parecía abrumado y derrotado.

—No lo comprendo —dijo, y en su voz había asombra e intriga—. Nada de lo que le hice la hizo hablar. Una mujer así… Quizás después de todo en realidad no lo sabía.

Lam-Than se encogió de hombros.

—Si puede llegar al aeropuerto de Bien Hoa tiene a posibilidad de alcanzar el avión a Phnom-Phen —le dijo—. No deben haber alertado al aeropuerto. Tiene que irse en seguida.

Mientras estaba hablando se oyó por el corredor ruido de pisadas y los dos hombres se miraron.

Lam-Than se encogió de hombros. Se alejó del coronel como si se disociara de él.

La puerta se abrió y apareció en ella el inspector Ngoc-Linh. Algo más atrás venían cuatro policías armados con rifles.

El inspector pasó su mirada del coronel al cuerpo tendido en la mesa. Sintió que el estómago se le apretaba de horror. Entonces se dio vuelta e indicó a los policías que entraron al cuarto. Señaló al coronel.

—Arresten a ese hombre.

Mientras los policías rodeaban al coronel, el inspector le dijo:

—En nombre de la República lo arresto por el asesinato de My-Lang-To. Se le acusará también del asesinato de esta mujer, Nhan Lee Quon —se volvió hacia Lam-Than—. Usted también queda arrestado como cómplice de los dos asesinatos —indicó a los policías—. Llévenselos.

El coronel On-dinh-Khuc Se enderezó y se cuadró de hombros. Salió fuera de la habitación a la cabeza de su escolta. Lam-Than rengueaba detrás de él.

El inspector señalando a uno de los verdugos que estaba parado en la puerta, mirando, le dijo:

—Traiga una manta y cubra a esta mujer.

Cuándo el verdugo se retiró, el inspector se acercó a la mesa. Como era católico y todavía le quedaba algo de piedad, hizo la señal de la cruz sobre el cadáver de Nhan, luego dándose vuelta, salió del cuarto y cerró la puerta.

3

Charlie Lee parado en el vano de la puerta de la oficina de su hermano se quedó mirando sin poderlo creer el cadáver de Blackie caído frente a la caja fuerte abierta.

Pasaron algunos minutos antes de que se obligara a sí mismo a entrar al cuarto. Cerró la puerta y le puso llave, luego se inclinó sobre su hermano para cerciorarse de que estaba muerto.

La impresión lo hizo sentirse débil y viejo. Se acercó al escritorio y se sentó allí. Con la cara entre las manos lloró un rato. Blackie había sido parte de su vida. Se sintió entonces solo e indefenso. No podía imaginar un futuro sin su hermano.

Pero después de un rato, la impresión pasó. De pronto se dio cuenta de que muerto Blackie, no tendría que compartir los dos millones de dólares americanos, y que con esa suma de dinero, bien podría enfrentar la vida sin su hermano.

Poniéndose de pie se acercó a la caja fuerte y miró adentro. Vio el revólver y lo sacó. Una rápida mirada le dijo que el millón de piastras había desaparecido. Algún ladrón debió matar a Blackie para llevarse el dinero, pensó, pero no tenía objeto lamentar esa perdida.

Las cosas andaban mal ahora. Estuvo con el tío de Nhan quien le contó que la arrestaron y se la llevaron a las oficinas de la Policía de Seguridad para interrogarla. Esa información lo alarmó y se apuró en volver para advertir a su hermano que no sólo estaba en peligro el escondite de Jaffe sino que al mismo Blackie podrían ir a arrestarlo en cualquier momento. Charlie no dudaba que cuando la sometieran a torturas, la muchacha los traicionaría a todos. Todavía quedaba una pequeña posibilidad de apoderarse de los diamantes si actuaba con rapidez. Se llevaría el coche de Blackie y saldría inmediatamente para Thudaumot. Conduciría a Jaffe al lugar convenido de aterrizaje. Esperarían allí hasta que llegara el helicóptero. Estaba seguro de que sería fatal decirle a Jaffe que Nhan había sido arrestada. Le iría que Blackie la iba a llevar más tarde. Cuando llegara el helicóptero, trataría de convencer a Jaffe de que se fuera. Si no quería irse sin la joven, entonces tendría que matarlo ahí.

Charlie puso el revólver en el portafolio; el silenciador hacía imposible que se lo metiera en algún bolsillo.

Se detuvo para mirar el cadáver de su hermano. Le afligía pensar que Yu-Lan encontraría así a Blackie, pero no se atrevía a esperar que volviera. Le escribiría desde Hong Kong, se dijo, tratando de descargar sus remordimientos. La invitaría a que se fuera allí a vivir con él.

Llevando el portafolio debajo del brazo, salió del club y se dirigió hacia donde estaba estacionado el auto de Blackie. Echó una mirada al coche de la Policía que estaba más adelante. Los dos detectives lo miraron con indiferencia y siguieron leyendo el diario. Se preguntaba si lo seguirían, pero al alejarse lo que el Citroën ni se movió.

Llegó a Thudaumot a las diecisiete. Estacionó el coche cerca de la fábrica de laca y caminó hasta la casita de madera.

Desde la ventana Jaffe lo vio llegar. Charlie era lo suficientemente parecido a su hermano como para que Jaffe lo reconociera.

¿Qué estaría haciendo ahí a esa hora? se preguntaba Jaffe. ¿Andaría mal algo? ¿Habría un arreglo distinto?

El abuelo de Nhan había salido y Jaffe estaba solo en la casa. Bajó la escalera y abrió la puerta de calle.

Charlie entró, haciendo a Jaffe una pequeña inclinación.

—Soy Charlie Lee —dijo—. ¿Blackie le habló de mí?

—Sí. ¿Por qué ha venido? ¿Pasa algo?

—Tanto como eso, no —contestó Charlie; durante el viaje a Thudaumot, había ensayado cuidadosamente las mentiras—. Pero es necesario que se vaya inmediatamente, Blackie supo por un amigo que tiene en la policía que ya saben donde está escondido usted. La policía viene en camino para arrestarlo.

Jaffe se puso rígido.

—¿Cómo lo descubrieron?

—Se lo explicaré después —contestó Charlie—. Debe irse inmediatamente. No hay que perder ni un minuto.

—¿Y Nhan dónde está?

—Está bien segura. Blackie se ocupa de ella. Se encontrarán con nosotros dentro de pocas horas. Si quiere llevar alguna cosa, por favor vaya a buscarla. Tengo el coche aquí. Debemos salir en seguida.

—¿Está seguro de que Nhan está a salvo?

—Por supuesto. Por favor, apúrese.

Jaffe vaciló, luego subió la escalera de a dos escalones por vez, entró al dormitorio y metió sus escasas pertenencias en el bolsón. Se metió el revólver de la policía dentro de la camisa. Se aseguró de tener la cajita de los diamantes en el bolsillo posterior, luego recogió el bolsón y se acercó a la puerta. Se detuvo para echar una última mirada.

En la mesita de al lado de la cama estaba el pequeño Buda de marfil de Nhan. Jaffe hizo una sonrisa burlona al agacharse para recogerlo y se lo llevó.

Nhan me dijo que mientras lo tuviera conmigo no me pasaría nada, pensó. Mejor es que me lo lleve. Es una muchachita supersticiosa, pero lo hace con la mejor intención.

Metió el Buda en el bolsillo de la camisa, luego se unió a Charlie en el hall.

—Espere aquí —dijo Charlie—. Voy a traer el auto hasta la puerta. Métase atrás y tírese al piso. No deben verlo.

Mientras esperaba que Charlie acercara el coche, Jaffe trató de tranquilizar su mente alarmada y de valorar las consecuencias de que ahora se conociera el lugar donde se escondía.

Con seguridad el abuelo y la familia de Nhan iban a sufrir.

¿Qué culpa tiene esta gente? pensó Jaffe. Soy un loco, un egoísta sinvergüenza. ¿De veras estará a salvo Nhan?

Charlie hacía sonar con impaciencia la bocina del auto.

No voy a poder despedirme del pobre viejo, pensó Jaffe mientras caminaba bajo el sol ardiente. Si tuviese un poco de vergüenza esperaría hasta que llegue para advertirle que se vaya.

Charlie había abierto la puerta posterior del coche. Con la mano llamaba a Jaffe.

—Venga rápido —decía.

Con una sensación de vergüenza, Jaffe corrió por el sendero y se trepó a la parte de atrás del coche. Se acostó en el piso del auto. Charlie cerró la puerta, luego apretó el acelerador y el coche salió disparando. Mientras el coche rugía por el camino polvoriento hacia Ben Cat, Jaffe seguía pensando en Nhan. Faltaban todavía cinco horas y media antes de que llegara el helicóptero. En ese tiempo podían ocurrir muchas cosas.

Charlie tuvo que detenerse una o dos veces para consultar un plano. Le dijo a Jaffe que el lugar de aterrizaje no podía estar lejos, pero ya eran cerca de las diecinueve y había oscurecido bastante cuando por fin Charlie localizó el lugar exacto.

En seguida vio que era un buen lugar para ocultarse. Había una apretada franja de bambúes en forma de semicírculo antes de un abandonado campo de arroz que quemado por el sol se había trasformado en una masa dura de barro negro, y era muy conveniente para el aterrizaje del helicóptero.

Árboles y matas ocultaban desde el camino el campo de arroz. A medida que el coche daba barquinazos sobre el suelo desparejo, unas mariposas negras y amarillas tan grandes como murciélagos se alzaban de entre los bambúes mientras unos airones revoloteaban asustados a través de un cielo que cada vez se oscurecía más.

Charlie detuvo el coche y bajó. Jaffe, con las piernas agarrotadas y doliéndole el cuerpo por haber viajado acurrucado, también bajó.

—Tenemos que preparar dos buenas hogueras —dijo Charlie—. El piloto puede tener dificultad en localizar el lugar. Cuando lo oigamos llegar, encenderemos las hogueras.

—Faltan todavía cuatro horas para que llegue —contestó Jaffe—. Hay mucho tiempo. ¿Cómo descubrió la policía que yo estaba en la casita del viejo?

—Alguien lo vio por la ventana —dijo Charlie recordando lo que Yo-Yo le contó a Blackie—. Ofrecieron una recompensa si les daban información sobre usted. El campesino que lo vio fue a reclamar la recompensa.

Jaffe se maldijo por haber sido tan descuidado.

—¿Pero ustedes cómo lo supieron? —insistió.

—Blackie tiene un buen amigo en la policía —le mintió Charlie.

—¿Y al viejo qué le van a hacer?

—No tiene por qué preocuparse por él. No le harán nada. El periódico donde se ofrecía la recompensa no circula en Thudaumot. ¿Cómo iba a saber que a usted lo buscaba la policía?

Jaffe se sintió más aliviado. Era la clase de noticias que ansiaba escuchar y por eso las aceptó en seguida.

—¿Y Nhan? ¿Dónde está?

—Está segura —dijo Charlie—. Está con Blackie. Cuando oscurezca Blackie la traerá —empezó a alejarse—. Debemos empezar a hacer las hogueras.

Los dos hombres se separaron y empezaron a buscar palos y pasto seco.

Mientras trabajaba, Charlie se preguntaba si podría convencer al americano de irse sin Nhan. Era un riesgo. Podría negarse. Charlie se daba cuenta de que sería más seguro matarlo antes que llegara el helicóptero. No podría matarlo si Watkins estaba allí. Watkins podría hacerle chantaje por el resto de su vida.

Miró a través del campo de arroz hacia donde estaba trabajando Jaffe. La silueta maciza del americano se delineaba contra el cielo que oscurecía.

Charlie decidió que esperaría hasta que estuviera más oscuro, entonces buscaría el revólver, lo ocultaría a su costado y cuando estuviera cerca de Jaffe, le dispararía a quemarropa. Le diría a Watkins que el pasajero había cambiado de idea y no vendría.

Iría con Watkins a Kratie. Al día siguiente a esa hora ya estaría a salvo en Hong Kong con los dos millones de dólares en diamantes.

Se alegraba de tener que hacer la hoguera. Así no pensaba en Jaffe. Eran casi las ocho cuando los dos hombres concluyeron el trabajo. Para ese entonces estaba tan oscuro que Charlie tuvo dificultad en encontrar el coche.

Por el brillo rojo del cigarrillo podía ubicar a Jaffe que volvía cruzando el campo. Abrió la puerta del auto y tanteó el piso en busca del portafolio, pero no podía encontrarlo. Traspirando de repente por el pánico, entró al coche, encendió la luz del tablero y miró desesperado el piso, pero el portafolios no estaba allí. Hubiera jurado que lo había puesto en el piso antes de bajar del coche. A lo mejor se le había caído afuera cuando se bajó. ¡Se tenía que haber caído! Cuando salió del coche, Jaffe surgió de la oscuridad.

—¿Para qué ha encendido esa luz? —preguntó Jaffe—. Podrían verla desde el camino.

Charlie sintió que por la cara le corrían gotas de sudor frío.

—Si —dijo, tratando de hacerlo con voz firme—. Debí pensarlo.

Con mucho cuidado movía el pie sobre el suelo, tratando de localizar el portafolio, pero no sentía nada. Retrocedió unos pocos pasos y volvió a tantear el piso con el pie.

—¿A qué hora llegará Nhan? —preguntó Jaffe, dando la vuelta al coche para ponerse cerca de Charlie.

¿Y si el americano tropieza con el portafolio? pensó Charlie. El corazón le latía tan fuerte que se sintió embotado. Si lo recogía, a través del cuero delgado del portafolio notaría el revólver. Se adelantó, para acercarse a Jaffe antes que Jaffe llegara a la puerta del coche.

—No llegará tarde —dijo Charlie—. Estará aquí poco antes de las veintitrés.

Jaffe miró su reloj pulsera.

—Faltan cerca de tres horas de espera. Me parece que me voy a sentar en el auto.

—Por el otro lado —dijo Charlie retrocediendo para cubrir la puerta del lado del volante—. Estará más cómodo.

—Me gustaría tomar un trago —dijo Jaffe mientras empezaba a dar la vuelta al coche para ubicarse en el asiento al lado del volante—. Va a ser una espera del demonio.

Charlie se inclinó y buscó apurado por el pasto con las manos. Estaba tan oscuro que no podía ver nada. La traspiración se le entraba en los ojos. Tanteó debajo del coche hasta donde pudo alcanzar pero las manos no encontraron el portafolio. Entonces de pronto oyó la voz de Jaffe que decía:

—Hola… ¿qué es esto?

Con una sensación de desvanecimiento, Charlie se dio cuenta de que con el pie habría empujado el portafolio hasta el lugar de al lado del volante.

¡Jaffe lo había encontrado!

Corrió dando la vuelta al coche.

—Es mi portafolio —dijo, la voz temblorosa de pánico—. Démelo, por favor.

—Espere un momento —la nota dura en la voz de Jaffe inmovilizó a Charlie—. Aquí hay un revólver. ¿Para qué lo quiere?

—Es del piloto —contestó Charlie con desesperación—. Se lo prestó a Blackie. Yo… yo le prometí devolvérselo. ¿Me lo devuelve por favor?

Jaffe estaba rígido de sospecha. Abrió el portafolio y sacó el revólver. Sus dedos recorrieron el caño largo del silenciador.

—¿Por favor, me lo devuelve? —repitió Charlie pero sin esperanzas.

—No. Se lo daré al piloto —contestó Jaffe—. No me gustan los revólveres tirados por ahí. ¡Entre al auto!

Moviéndose con lentitud como un viejo, Charlie abrió la puerta del coche y entró. Jaffe se ubicó en la parte de atrás.

—Quédese sentado sin moverse —dijo Jaffe—. Lo vigilaré.

Charlie podría haber llorado de desesperación. Durante los últimos quince años le había ido mal en todo lo que se metiera. Nunca había tenido suerte para nada ni para manejar sus negocios. Esto era una mala suerte aplastante. Si no hubiera tirado el portafolio…

—Es un arma apropiada para un asesinato —dijo Jaffe—. ¿Estaba pensando en asesinarme, no?

—Semejante idea nunca se cruzó por mi mente —dijo Charlie tratando de hablar con mucha dignidad—. ¿Por qué iba a querer asesinarlo?

—Quédese sentado y quédese quieto —dijo Jaffe—. Si hace algún movimiento repentino, le voy a tirar un tiro en la nuca.

Charlie se desplomó en el asiento, derrotado. Había perdido a su hermano, y con la más mala suerte había perdido el revólver. Estaba indefenso frente a la fuerza del americano. Ahora nunca podría apoderarse de los diamantes.

Mientras lo vigilaba, Jaffe tanteó el revólver. Estaba tratando de controlar un temor enfermizo que crecía en su mente. ¿Estaría de veras a salvo Nhan? Se seguía preguntando. ¿Sería mentira esa historia del revólver del piloto? Si era un mentira y ese maldito chino había proyectado matarlo, entonces con seguridad algo le había pasado a Nhan.

Pero no podía hacer nada sino esperar a ver si llegaba. ¿Y si no llegaba? ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? Si iba a buscarla a Saigón, se metería en la boca del lobo, pero sin embargo, no podía soportar la idea de irse sin ella.

Las horas se arrastraban. Los nervios de Jaffe estaban tensos a punto de estallar mientras seguía mirando el reloj. Charlie se había quedado callado durante la espera. Ahora ya no le importaba nada. Todo cuanto quería era volver a su sórdido departamentito en Hong Kong y olvidar esa desastrosa aventura.

A las veintitrés menos veinte, Jaffe ya no pudo seguir callado.

—¡Maldito sea! —explotó de pronto—. ¿Dónde está Nhan? ¿Por qué no llega?

La violencia de la voz asustó a Charlie.

—¿Qué hora es? —preguntó tímidamente.

—Faltan veinte minutos para las veintitrés.

En un impulso Jaffe se inclinó hacia adelante y colocó el caño del revólver contra la nuca de Charlie.

—Escúcheme —le dijo maligno—. ¡Creo que me está mintiendo! ¡Creo que proyectó asesinarme para apoderarse de los diamantes! ¿Qué le ha pasado a Nhan? ¡Le voy a hacer añicos esa maldita cabeza si no me lo dice!

Parece tan exaltado que es capaz de hacerlo, pensó Charlie rígido de terror. Cuando se dé cuenta de que no llega, me matará.

—No vendrá —dijo con voz temblorosa—. No me animé a decírselo antes…

Jaffe le pegó en un lado de la cara con el caño del revólver. Cuando Charlie se agachó para protegerse la cara con las manos, Jaffe saltó del coche. Tiró el revólver en la oscuridad, y a tirones sacó del auto a Charlie sujetándolo de las solapas del saco.

—¿Qué le ha pasado a Nhan, amarillo hijo de perra? —le gritó—. Dígamelo o lo mato.

—La arrestaron ayer por la tarde —jadeó Charlie, tratando de recobrar la respiración—. La llevaron a las oficinas de la policía.

Jaffe soltó al hombrecito. Charlie trastabilló, luego de repente se sentó en el suelo. Se quedó allí, pestañeando frente a la inmensa silueta que estaba parada delante de él.

—¿A las oficinas de la policía? —repitió Jaffe.

Sintió un escalofrío por la columna vertebral. Muchas veces había oído comentarios sobre lo que le sucedía a la gente que llevaban a las oficinas de la policía. Era notoria la reputación de crueldad del coronel On-dinh-Khuc.

Pensó en lo que semejante hombre podría haberle hecho a Nhan. El pensarlo lo hacía sentirse mal.

—¿Y Blackie? —preguntó, tratando de creer que a Nhan no podría haberle ocurrido nada malo.

—Blackie está muerto —dijo Charlie. Ahora ya nada le importaba—. Y la muchacha probablemente también ya esté muerta.

¡No, pensó Jaffe, no puede estar muerta! Nhan no puede haber muerto, pero tengo que encontrarla. Tengo que ir a Saigón. No puedo abandonarla. ¡Maldito sea, la quiero! Tengo que volver a rescatarla. Les ofreceré los diamantes en cambio. Para mi ella significa mucho más que todo cuanto tengo.

Pero no se movió. Seguía escuchando otra voz que hablaba en su mente.

¿Y si estuviera muerta? Volviendo, lo único que conseguirás es perder la vida. Y aunque no estuviera muerta, esto no es un argumento de película. No llegarás nunca a Saigón.· Antes de llegar a las oficinas de la policía tendrás que pasar por tres puestos policiales, podrías quizás pasar uno, pero tres no. Yendo a Saigón estás cometiendo un suicidio.

Entonces oyó el lejano pero inconfundible ruido de un avión que se acercaba. Miró el reloj. Eran las veintidós y cincuenta. ¡El helicóptero era puntual! Se quedó mirando el cielo oscuro, el corazón le empezaba a golpetear de excitación.

Charlie también oyó el ruido. Se puso de pie vacilante.

—Mejor es que encendamos las hogueras —dijo. Caminó al principio poco seguro, luego más firme dirigiéndose hacia la hoguera. Se sostenía el lado de la cara donde Jaffe le había golpeado, quejándose en voz baja.

Jaffe se quedó donde estaba. Los dedos apretados sobre la cajita que contenía los diamantes.

Esta es mi única oportunidad de escapar, pensó.

Dentro de pocos días seré un hombre rico. Tengo que irme. No habría resultado bien. Era una buena muchacha, pero tendría que estar loco para casarme con ella. No hubiera sido la mujer adecuada para un hombre rico. Después de todo, no era más que una taxi-girl vietnamesa. No habría podido alternar con la gente con que podré alternar ahora que soy rico. Es que no puedo hacer nada por ella. Tengo que pensar en mí. Ir a Saigón sería algo estúpido, una quijotada.

La hoguera de pronto estalló en llamas. Jaffe retrocedió al sentir la violencia del calor. El ruido del helicóptero se hizo más fuerte.

Seguía pensando, Nhan es tan mala mentirosa.

Apuesto a que en cuanto la interrogaron me denunció. Mejor es no pensarlo. Supongo que no le darán más de un año de cárcel. No la pasará tan mal. No sería lo mismo si fuera una americana. Estas vietnamesas están acostumbradas a una vida muy dura.

Charlie encendió la otra hoguera. El helicóptero bajaba. La hélice empezó a levantar polvo del campo de arroz.

Jaffe caminó lentamente cruzando el campo hasta donde Charlie esperaba.

No la habrían lastimado, se dijo. ¿Por qué lo iban a hacer? Era tan mala mentirosa y estaba tan asustada como un conejito. Les habrá dicho todo cuanto querían saber. No, no la habrían lastimado. Tengo mucha suerte en poderme ir.

El helicóptero se apoyó en medio del campo. Lee Watkins abrió la puerta de la cabina. Charlie empezó a correr hacia el helicóptero.

Jaffe sacó su revólver. También empezó a correr.

Llegó al helicóptero antes que Charlie.

—¿Usted es la persona que tengo que llevar a Kratie? —preguntó Watkins mirándolo.

—Así es —contestó Jaffe.

—Suba —dijo Watkins—. Quiero irme.

Charlie llegó rengueando. Jaffe apoyó el revólver contra el pecho de Charlie.

—Usted no viene —le dijo—. ¡Mándese a mudar de aquí! ¡Arréglese como pueda salir de este maldito lugar!

Charlie retrocedió, aterrorizado al ver el revólver. Jaffe se trepó a la cabina.

—¿El otro no viene? —preguntó Watkins, gritando para hacerse oír por sobre el ruido del motor.

—No, no viene —contestó Jaffe. Seguía sosteniendo el revólver a un costado del cuerpo de manera que Watkins no lo viera.

Watkins inclinándose por sobre Jaffe, saludó con la mano a Charlie quien estaba allí parado mirando como un desgraciado, luego cerró la puerta.

¡Qué inmundo sinvergüenza eres!, decía la voz de la mente de Jaffe. No mereces que nadie te quiera. Sabes que Nhan no te traicionó. La tuvieron en sus manos desde ayer por la tarde. Si te hubiera traicionado, para este entonces ya te habrían detenido. Bueno, espero que te guste vivir a solas contigo desde ahora. Espero que te diviertas con todo ese dinero. Espero que consigas sacártela de la cabeza, pero no creo que puedas.

—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó Jaffe con salvajismo—. ¡Vamos ya!

Charlie observó cómo el helicóptero se elevaba por el aire. Esperó hasta perderlo de vista, después se fue caminando pesadamente hasta donde había dejado el coche de Blackie.